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Capítulo 12

A partir de ese instante, todo sucedió muy rápido.

En esos pocos, aunque eternos, minutos que transcurrieron antes de que las cosas se fueran a la mierda, Jeremías había evaluado todos los posibles escenarios. Sabía que, si utilizaba la naturaleza a su favor, el daño colateral sería significativo y no iba a arriesgarse a que ella saliese lastimada. Por consiguiente, había aguardado, con sus ojos fijos en los del maldito imbécil y los músculos en tensión, a la primera oportunidad que se le presentara para hacer su próximo movimiento.

A una velocidad impensada, incluso para un guerrero habilidoso y experimentado como él, lanzó sus dos cuchillos en su dirección. Uno se clavó en el antebrazo del demonio, provocando que soltara su arma en el acto. El otro se enterró con asombrosa precisión en la unión entre su pecho y su hombro, haciéndolo retroceder de forma violenta por el fuerte impacto. No obstante, eso no pareció afectarle en lo más mínimo, ya que, apretando aún más su agarre en torno al cuello de Gaia, tiró de ella hacia atrás, decidido a arrastrarla con él.

En una explosión de movimiento imposible de seguir para el ojo humano, el hechicero se abalanzó hacia ellos al tiempo que la Tierra vibró, en perfecta sintonía con la ira que sentía en su interior. El suelo se rasgó con violencia debajo de los pies del gigante forzándolo a separarse de la chica para no perder el equilibrio. Aun así, estaba determinado a cumplir con la orden recibida y en un último intento desesperado, se arrancó el cuchillo del hombro, totalmente insensibilizado al dolor, y lo arrojó hacia ella con escalofriante puntería.

Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras lo vio girar y girar en dirección hacia su víctima, sin duda, disfrutando del hecho de que mataría a la mujer de su enemigo con su propia arma. Sin embargo, antes de que esta alcanzara su objetivo, Jeremías se colocó delante de ella a la vez que convocó la ayuda del viento. El cuchillo no solo detuvo su trayectoria, sino que salió impulsado en la dirección contraria hasta clavarse de nuevo en el demonio, esta vez en el centro de su pecho.

Incapaz de controlarse, el ángel se alzó en toda su gloria y, con sus radiantes alas extendidas a ambos lados del cuerpo, cayó como plomo encima de él. Sin perder un solo segundo, lo tomó de las muñecas y haciendo palanca con su pie, le arrancó los brazos del torso. Este gritó, ahora sí, por el lacerante dolor que experimentó y escupió sangre cuando, a continuación, Jeremías retorció el cuchillo que aún se encontraba en su interior y lo deslizó de un solo movimiento hacia abajo. Sin dubitación, piedad o remordimiento alguno.

Gaia, que en cuanto fue liberada se vio flanqueada por los dos hermanos, contemplaba la escena con admiración. Lejos de temerle, se sentía por completo maravillada por su fuerza y poder. Si bien ya lo había visto pelear antes y, para ser honesta, masacrar al enemigo, era la primera vez que presenciaba la majestuosidad de sus alas brillantes e inmaculadamente blancas. Ahora sí era un verdadero ángel. Su ángel caído. No entendía cómo era acaso posible. Sabía lo que se precisaba para que la transición se llevara a cabo y por eso había creído que nunca ocurriría. No obstante, allí estaba, imponente, divino y cautivador, tal y como siempre se veía en sus sueños.

—¡No! —El grito de Nayla la trajo de regreso al presente.

Sus ojos llenos de lágrimas ante la caída de su súbdito más leal se posaron de inmediato en los de ella. Dolor, furia, odio. Claramente, la culpaba por lo sucedido y, por la expresión de su atormentado rostro y la oscuridad en su mirada, supo que no descansaría hasta obtener venganza. En el acto, extendió también ella sus alas, negras y opacas, y elevándose por encima de los soldados, les ordenó que atacaran.

Jeremías estuvo a su lado en un instante, dispuesto a sacarla de allí de inmediato. Después de haber pasado horas angustiado por ella, lo que más deseaba era sentirla entre sus brazos, acariciarla y besarla hasta que el miedo desapareciera por completo. Sin embargo, no podía hacerlo todavía, no hasta eliminar del todo el peligro que los rodeaba. Pero para ello, debía ponerla a resguardo y asegurarse de que nada pudiera llegar a ella mientras sus hermanos y él terminaban de una vez por todas con esa locura.

De pronto, una centena de demonios, ataviados con ropa de guerra y con los cuchillos en alto, emergieron de entre los árboles a su alrededor. Ezequiel y Rafael intercambiaron una mirada antes de dirigirla hacia él. Habían reconocido el emblema que portaban los inesperados visitantes y no auguraba nada bueno. Se trataba de guerreros del imperio oscuro, los más cruentos y sádicos soldados leales a su padre y por cuyos ideales luchaban a muerte.

Estos arremetieron rápidamente contra todos atacando sin misericordia a cualquier demonio ajeno a sus filas. Era evidente que Samael se había enterado de la traición de uno de sus Generales y había aprovechado el enfrentamiento para ponerle fin no solo a Nayla y sus súbditos, sino también a la rebelión. En los minutos que siguieron, la batalla se volvió brutal, sangrienta y desgarradora. Los superaban en número y ni siquiera ellos, con sus renovados poderes, serían capaces de impedir los estragos que esto causaría en la humanidad cuando todo acabara.

—Tienen que irse —ordenó de pronto Jeremías—. Vuelvan a casa junto a sus familias y llévense a Gaia con ustedes. ¡Ahora!

—¡No! —se opuso ella, aferrándose a él.

—No tenemos otra opción. Esto no va a terminar bien. Mi padre está aquí y nos quiere de su lado. No puedo permitirlo, pero tampoco voy a dejar que te haga daño.

—No iré a ningún lugar sin vos —declaró con angustia.

Podía oír el enfrentamiento a su alrededor, el sonido del metal chocando entre sí, los gritos, lamentos y jadeos, así como los cuerpos cayendo, uno tras otro. Sus hermanos los rodeaban de forma protectora, alertas a cualquiera que intentara acercárseles. La lucha se había vuelto vertiginosa y sabía que se estaban quedando sin tiempo. Tenía que convencerla para que se marchara. No podía pelear y preocuparse por ella al mismo tiempo. Era demasiado valiosa para él.

Conteniendo el dolor que la sola idea de apartarla de su lado le provocaba, la besó con ternura antes de apoyar su frente contra la suya.

—Por favor, cielo. No podría soportar si te pasara algo.

—No me pidas algo que no puedo hacer. No voy a dejarte.

—Nosotros tampoco, hermano, así que mejor olvidate de eso —agregó Rafael de repente, sorprendiéndolo.

Miró a Ezequiel en búsqueda de apoyo. De los tres, siempre había sido el más lógico, el estratega. Él sabría que tenía razón. La pelea era desigual y había un solo final posible, ya que ninguno de ellos volvería a doblegarse jamás ante su padre. Sin embargo, el líder negó con la cabeza, demostrándole que esta vez no lo dejaría enfrentar al enemigo solo.

—Terminemos con esto de una vez y volvamos todos a casa —dijo, en cambio.

—Son demasiados —señaló con un gruñido, en un último intento.

—No importa. Lo haremos juntos. Somos más poderosos y tenemos a la naturaleza de nuestro lado. Lo lograremos.

Volvió a mirar a Gaia. Lo cierto era que la necesitaría para lo que tenía que hacer a continuación. Inspiró profundo cuando sintió la energía de ella vibrar en su interior. Sí, definitivamente lo hacía más fuerte. Tras depositar otro beso en sus labios, le pidió que se quedara a resguardo dentro de la vivienda vacía y regresó junto a sus hermanos. Había llegado la hora de enfrentar a su padre.

Justo en ese momento, un brillante y enceguecedor fulgor se encendió en el horizonte, extendiéndose velozmente por los campos. Notas musicales flotaron en el aire mientras la onda expansiva de poder los atravesaba y centenares de alas blancas emergieron desde cielo en una carrera descendente hacia ellos. Liderados por el arcángel Miguel, los ángeles divinos y majestuosos llegaron de todas direcciones listos para brindarles su apoyo. ¡Habían regresado a la Tierra! ¿Cómo era posible? No tenía idea. Al fin y al cabo, la profecía no se había cumplido. ¿O sí?

Ambos ejércitos oscuros se unieron de forma instintiva para intentar contrarrestar el inminente ataque del mutuo enemigo, padre e hija luchando a la par por sus vidas en una batalla nunca antes vista que, en segundos, tiñó la tierra de rojo. Por su parte, ellos se reunieron con los guerreros de la rebelión y junto a sus nuevos y bienvenidos aliados, marcharon al frente, determinados a acabar por fin con el mal que imperaba en la Tierra. Había llegado la hora. La batalla final estaba a punto de empezar. El equilibrio por fin sería restaurado.

Gaia se tapó los oídos cuando, incluso desde allí, fue capaz de oír los desgarradores sonidos de la pelea. Todo su cuerpo temblaba debido al temor de lo que pudiera pasarle a Jeremías. Confiaba en él, en su extraordinaria habilidad y su asombroso poder, el cual podía sentir dentro de ella retroalimentándose de su energía. Aun así, tenía miedo. La había destruido verlo caer durante el ataque sorpresa en la cabaña y no soportaría volver a pasar por eso.

El enfrentamiento duró apenas unos pocos minutos, pero lo sintió como si hubiesen trascurrido horas. El silencio ahora imperaba en el ambiente, junto a un desagradable olor a muerte que inundó sus fosas nasales y le revolvió las entrañas. Conteniendo las náuseas, avanzó hacia la puerta. Era consciente de que le había prometido permanecer a resguardo hasta que él regresara, pero no podía esperar más. Necesitaba saber que se encontraba bien.

Nada más salir, el alivio cayó sobre ella. Su ángel se encontraba de pie en medio del campo a pocos metros de la casa. Tenía la ropa desgarrada y cubierta de sangre, pero estaba vivo y eso era lo único que le importaba. Observó los alrededores para asegurarse de que el peligro efectivamente hubiese pasado. Todo parecía estar en calma. Los ángeles se paseaban por el terreno rematando a los moribundos mientras los soldados de la rebelión arrastraban los cuerpos sin vida para apilarlos en un extremo.

Avanzó hacia Jeremías, impaciente por abrazarlo, pero se detuvo a mitad de camino cuando vio al aterrador demonio que se encontraba de rodillas frente a él. Tenía los mismos rasgos que los tres hermanos, aunque sus ojos no eran claros, sino negros. Como si él hubiera sentido que lo observaba, dirigió su fría y oscura mirada hacia ella, transmitiendo en esta un profundo odio. Claramente, despreciaba a los humanos con todo su ser.

Incapaz de moverse, se quedó en el lugar. No iba a acercarse más de lo necesario a esa espantosa criatura, pero tampoco retrocedería. Volteó hacia la izquierda cuando un reflejo dorado llamó de pronto su atención. Rafael estaba atendiendo a los heridos con su fascinante don, ese que tiempo atrás había utilizado con ella también. Ezequiel, de pie a su lado, conversaba con los que estaba segura que serían miembros de la rebelión. Exhaló, más tranquila. Todo estaba bien y pronto la pesadilla acabaría.

Ansiosa por ir con su ángel, volvió a mirarlo. Necesitaba su calor más que nunca y no veía la hora de poder resguardarse en sus fuertes brazos. No obstante, no lo haría mientras ese asqueroso y maligno ser siguiera estando tan cerca. Frunció el ceño cuando de pronto divisó una figura moverse entre los árboles, justo a la espalda del hechicero. Por un momento, le costó reconocerla ya que, al igual que el resto, estaba cubierta de sangre, pero no tuvo dudas cuando la vio correr hacia él con su cuchillo en alto.

—¡Jeremías! —gritó, desesperada, mientras se apresuró en su dirección.

Este levantó la cabeza cuando la escuchó llamarlo, pero Nayla ya estaba casi encima de él y no lograría esquivarla. ¡No podía ser! Tanto esfuerzo y dolor para que todo terminara de la misma manera. Pero entonces, el rey del imperio oscuro, que sí había visto a su hija acercarse, se incorporó de repente y sorprendiendo a todos, se colocó en medio de ambos. El sonido de la hoja penetrando la carne se escuchó, estridente, en medio del profundo silencio.

El grito de frustración de la fémina al comprender lo que había pasado fue desgarrador.

—¡¿Tanto los amás que estás dispuesto a morir por ellos?! —exclamó con furia mientras rompía en llanto—. ¡Maldito sádico, te odio! —Por completo poseída por el resentimiento, desenterró el cuchillo para clavárselo de nuevo—. ¡Logré engañarte todos estos años y ahora por fin podré vengar a mi madre! ¡Yo seré lo último que veas antes de morir!

Samael sonrió de forma espeluznante ante su declaración.

—Siempre supe quién eras, muchacha. No gobierno la oscuridad en vano. Solo te dejé creer que lo habías conseguido porque me eras útil. Pero ya no te necesito.

A una velocidad impensada, sin que las profundas heridas lo limitaran en absoluto, agarró el mango y tras sacarlo de su propio cuerpo, lo hundió en el de ella, justo en medio de su corazón.

—Padre... —jadeó, desconcertada, con sus ojos fijos en los de él.

Él no respondió. Simplemente se limitó a observar cómo la vida se le escurría, poco a poco.

Para cuando volteó hacia el hechicero, este no estaba solo. Ezequiel y Rafael lo flanqueaban. Una chispa de ilusión brilló en sus ojos de inmediato, pero antes de que pudiera pronunciar palabra alguna, los tres dieron un paso al frente y lo apuñalaron a la vez. La sorpresa reemplazó por un momento la alegría que lo había invadido al verlos y luego, esbozó una sonrisa de orgullo.

—Al fin puedo ver algo de mí en ustedes —balbuceó, agonizante.

—Nunca hubo nada tuyo en nosotros, padre —replicó Ezequiel con determinación.

—Y nunca lo habrá —agregó Rafael.

—La Tierra será un mejor lugar sin vos —finalizó Jeremías.

Una sombra de dolor atravesó los ojos fríos de Samael justo antes de que estos se cerraran para siempre.

El hechicero se apresuró a darse la vuelta para recibir a Gaia en sus brazos cuando la sintió correr hacia él. Si bien había demostrado en repetidas ocasiones lo fuerte que era, no deseaba que estuviera cerca de aquel despreciable ser. Rodeándola en un fuerte abrazo, la sostuvo mientras se alejó unos pasos. Por primera vez en horas, era capaz de respirar con normalidad. Todo había terminado. Ella se encontraba por fin a salvo.

—¿Estás bien? —le preguntó mientras hundía la nariz en su cabello e inspiraba profundo.

—Sí, pero tuve mucho miedo por vos.

Le acarició la espalda con movimientos tranquilizadores y se apartó de ella para poder mirarla.

—Estoy bien, cielo. Todos lo estamos.

A continuación, la besó como había querido hacerlo desde que volvió a verla. Con su lengua, se abrió paso entre sus labios, hundiéndose de lleno en su dulce calor. Se estremeció al sentir la caricia de la suya que había salido a su encuentro y profundizando el beso, la devoró con pasión. Gruñó al sentir que no le alcanzaba, que no era suficiente. Necesitaba volver a tomarla y sentir que sus almas se enlazaban a través de la conexión suprema y divina que los unía. Deseaba sumergirse en su cuerpo una y otra vez hasta que juntos encontraran el consuelo que tanto ansiaban. Anhelaba simplemente amarla.

—Vamos a que mi hermano te cure esto —le indicó a la vez que le acarició con suavidad la mejilla con cuidado de no tocar el hematoma.

—No es nada, mi amor. Puedo esperar a que termine con los heridos. Ellos lo necesitan más que yo.

Jeremías la observó por un momento y sonrió. Su hermosa mujer era más fuerte que todos ellos juntos.

El sonido de pasos acercándose lo puso de pronto en alerta. Podría sentir la imperiosa energía del arcángel estando, incluso, a miles de metros de distancia y aunque sabía que no buscaba dañarlos, adoptó una postura defensiva. Sin embargo, se relajó en cuanto advirtió el brillo del amor puro y celestial en sus ojos cristalinos.

—Sos igual de bonita que tu mamá, Gaia —dijo Miguel con una sincera sonrisa en el rostro—. Me alegra mucho verte bien.

Ella tragó con dificultad al oírlo y nuevas lágrimas cayeron por sus mejillas ante la mención de su querida madre.

—Gracias —respondió con voz entrecortada, provocando que su sonrisa se ampliara aún más.

—¡A ustedes! Nada de esto habría sido posible sin su ayuda y quiero agradecerles por todo lo que hicieron desde el principio —dijo posando ahora los ojos en los de Ezequiel—. Sé que requirió de mucho valor oponerse a los designios de un padre tan poderoso como Samael.

—Nuestro hermano es un gran líder —intervino Rafael con orgullo.

El arcángel asintió.

—Ya lo creo que sí. Y todos demostraron ser dignos al seguir su ejemplo. Puedo ver la luz de mis hermanas en sus corazones y sé que ellas estarían muy orgullosas de sus hijos.

Jeremías no pudo evitar sentir la triste añoranza por no haber llegado siquiera a conocerla. Ninguno de ellos lo había hecho. Las tres murieron luego de dar a luz.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó el mayor, preocupado por lo que pudiera implicar el regreso de los ángeles en la Tierra.

—Es tiempo de reparar el daño que la maldad causó en la humanidad. Por eso, nos gustaría que se unan a nosotros en esta misión, sin duda, la más importante de todas. Muchos demonios escaparon al vernos llegar y otros más se ocultan en las sombras. Los necesitamos para que puedan ayudar a esos seres a encontrar la bondad y la esperanza perdida porque podrán haber nacido en la oscuridad, pero eso no quiere decir que tengan que vivir en ella. Nunca es tarde para encontrar la luz.

—Por supuesto, cuenten con nosotros.

Todos asintieron al oírlo, sus hermanos, los jefes de zona y cada uno de los soldados de la rebelión que sobrevivieron a la batalla final.

—¿Todos nos convertiremos en ángeles al encontrar una compañera humana? —preguntó Noah, dándole voz a una duda que todos tenían.

Miguel los miró con compasión y negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no. Ellos lo hicieron porque ya eran mitad ángeles y sus compañeras nacieron con un don que yo mismo les di para que pudieran despertar su divinidad latente y llevarlos de regreso a la luz.

—Es la concepción la que permite la transición, ¿verdad? —indagó el sanador con curiosidad.

Desde lo sucedido con su hermano, no dejaba de darle vueltas al asunto. Jeremías se tensó nada más oír su pregunta. No quería que Gaia se angustiara.

—Así es —explicó el arcángel con una sonrisa—. Es tras la unión en cuerpo y alma con la pareja destinada y en el momento en el que juntos conciben una nueva vida que recuperan su verdadera esencia. Y el ciclo se cierra cuando finalmente el fruto de su amor llega a este mundo. Entonces, ellas obtienen también la inmortalidad.

Tal y como supuso, la sintió estremecerse. Odiaba lo que le había pasado y deseaba que las cosas fuesen diferentes. Ni siquiera quería imaginarse lo que sería cuando tuviese que enfrentarse a su pérdida, tras envejecer y morir. Entonces, ya nada tendría sentido para él, por lo que le haría prometer a sus hermanos que acabaran con su vida en cuanto eso ocurriera.

Al parecer, su mujer adivinó el derrotero de sus pensamientos porque, deshaciéndose de su abrazo, lo miró, consternada.

—¡Tenés que encontrar otra compañera!

—¡¿Qué?! —exclamó, sorprendido.

—Ya lo oíste, necesitás una mujer que pueda darte una familia y permanezca por siempre a tu lado. Yo nunca podré hacer eso.

—No me importa —la interrumpió, por completo indiferente al hecho de que todos los estaban escuchando—. Te amo y no pienso dejarte.

—Jeremías, yo no puedo darte hijos... —insistió con voz ahogada. Todo su cuerpo temblaba.

El hechicero se disponía a asegurarle que nunca se separaría de ella cuando de repente el arcángel intervino.

—¿De dónde sacaste esa idea tan absurda?

La pregunta y en especial su tono jocoso la descolocó por completo.

—Los médicos me lo dijeron.

Miguel inclinó la cabeza hacia un lado y fijando los ojos en los suyos, sonrió con verdadera alegría.

—Los humanos no entienden de milagros y vos, querida Gaia, sos uno de ellos.

—No entiendo.

Dio un paso en su dirección y con cautela, extendió un brazo hacia ella.

—¿Puedo?

Gaia asintió y los tres hermanos intercambiaron miradas, confundidos, al verlo apoyar la mano en su vientre. Rafael se acercó también, intrigado por el destello que de inmediato brotó de la palma del arcángel.

—No solo sos capaz de concebir, sino que ya lo estás haciendo —declaró, feliz antes de volver a apartarse—. La vida siempre se abre camino cuando es necesario y para que la profecía pudiera cumplirse debías guiar al último hijo perdido hacia la luz. Siempre fuiste fértil para tu compañero.

Las lágrimas colmaron en el acto sus ojos.

—¿Eso quiere decir que estoy...? —preguntó a la vez que llevó una mano a su abdomen.

—¡Increíble! —exclamó el sanador, absolutamente maravillado.

Por supuesto que odiaba confirmar que efectivamente aquella noche había pasado por alto algo tan importante, pero lo llenaba de felicidad que Miguel, con su eterna bondad y generosidad, le hubiese dado semejante obsequio a su cuñada. Tal y como el arcángel acababa de mencionar, podía sentir la nueva vida formándose en el interior del vientre materno.

Incapaz de resistirse, Jeremías apoyó su mano también. No entendía cómo no lo había sentido antes. No obstante, ahora le resultaba imposible no notarlo. Su hijo estaba allí, lo que hizo que el pecho se le hinchara de orgullo y felicidad.

—Así como en Gaia obra el milagro de la vida, en vos lo hace el de la divinidad —continuó Miguel al ver su reacción—. No importa cuanta oscuridad haya habido en tu corazón, la luz siempre brilló más. Tu madre, al igual que la de tus hermanos, era una de nosotros y su bondad y pureza estuvieron desde un principio en lo más profundo de tu alma. Prueba de eso es la forma en la que siempre ponés la vida de ellos por encima de la tuya. Eso solo lo puede hacer quien sabe lo que es amar de verdad. Todos tenemos luces y sombras en nuestro interior. Lo importante es saber equilibrarlas. Tu mujer es eso para vos, tu equilibrio y tu balance. Ella es tu luz. No debés dejar que se apague nunca.

—Jamás —aceptó, solemne.

Sus acciones desinteresadas, junto con el sincero amor de su hermosa compañera, lo habían hecho digno de la transformación y no pensaba desestimar semejante regalo.

—Ahora vayan a casa, vuelvan con sus mujeres e hijos —le dijo al líder—. Nosotros nos encargaremos de todo.

—También nos quedaremos —dijo Noah, el más reciente jefe de zona.

—Igualmente nosotros —se sumaron los demás.

—Toda ayuda es bienvenida —aceptó con alegría—. A partir de ahora un nuevo mundo regirá y todos ustedes son parte fundamental de ello.

Sabían que muchos demonios habían huido y otros ni siquiera se habían presentado a la batalla, por lo que se mantendrían escondidos entre los humanos buscando influenciarlos para el mal. Dependía de ellos protegerlos y mantener el orden. De nuevo había esperanza para la humanidad. La maldad finalmente estaba acorralada. 

—Dieciocho, diecinueve y... ¡veinte! ¡Zapatilla de goma, el que no se escondió, se embroma! —canturreó Gaia, conteniendo la risa.

Entrecerrando los ojos, comenzó a buscar por todo el parque trasero del enorme complejo de tres viviendas en el que vivía junto a la familia de Jeremías, ahora suya también. Su embarazo no estaba tan avanzado todavía, lo que le permitía desplazarse con facilidad cada vez que jugaba con sus sobrinos.

David y Aurora se habían ganado su corazón de inmediato y sin que ella tuviera que pedírselos, empezaron a llamarla tía. La niña tenía poco más de un año, pero ya caminaba y la perseguía por todos lados apenas la veía. El niño, por su parte, era todo un caballero amable y atento. Los amaba con locura, incluso considerando que hacía tan solo unos cuantos meses que los conocía.

Alma y Luna también jugaban, por supuesto. Tal y como le había dicho su ángel cuando la llevó a la cabaña la noche en la que volvieron a encontrarse, la adoptaron como a una hermana más. Apenas dio un paso dentro de la casa, que en ese entonces compartían con los otros para mantenerse a resguardo y que ahora solo le pertenecía a la primera, la abrazaron y le agradecieron por haber salvado a su cuñado de una vida miserable y solitaria. Todos habían estado muy preocupados por él antes de que ella apareciera.

Un poco más adelante, divisó un pequeño pie asomarse, despreocupado, por debajo de la calesita mientras que largos mechones de cabello rojizo flotaban en el aire, por encima de esta. Fingiendo no verlos, como tampoco haber escuchado los susurros entre ellos, siguió caminando en un intento por darles la posibilidad de correr a la piedra y salvarse. Le encantaba escucharlos reír cuando se salían con la suya.

Decidida a buscar a sus cuñadas, que por cierto no se lo hacían nada fácil, continuó avanzando hacia la parte posterior de la casa. Entonces, unos fuertes brazos la rodearon y la arrastraron con suavidad hasta una pared que los resguardaba de miradas indiscretas. Jadeó al sentir la boca hambrienta de Jeremías sobre la suya y permitiéndole entrar, le devolvió el beso con la misma pasión que él demostraba. Sus lenguas danzaron juntas al tiempo que sus cuerpos se buscaron uno al otro, en un intento por aliviar un poco el placer que siempre sentían nada más tocarse.

—Los niños... —susurró ella cuando sintió la presión de su erección sobre su vientre.

Lo que menos quería era traumatizar a las pobres criaturas.

—Siguen escondidos, no nos verán —dijo sin reparos antes de volver a besarla con voracidad, deseoso porque llegara la noche para poder tenerla de nuevo a su merced.

—Debería darles vergüenza. —El regaño de Alma los hizo separarse de golpe.

Junto a ella, Ezequiel, Luna y Rafael los miraban con expresión divertida.

—Malditos entrometidos —murmuró el hechicero con fastidio.

El sanador arqueó una ceja.

—Se siente feo, ¿verdad?

Contuvo el fuerte impulso que lo invadió de repente, instándolo a borrarle la sonrisa de un golpe. Este se carcajeó al adivinar sus intenciones y dio un paso hacia atrás con sus manos en alto en ademán de rendición.

—Es por las hormonas —justificó, echándole la culpa por completo al embarazo de su mujer—. Yo estaba ayudándola con eso.

—Claro que sí. Solo sos un buen samaritano —agregó Luna en tono bromista provocando que todos rieran.

Antes de que pudiera replicar, aparecieron los niños.

—¿Por qué no nos estás buscando, tía Gaia? —reclamó David con impaciencia.

—Es que se distrajo buscando una lombriz —explicó Ezequiel a su hijo, fingiendo absoluta inocencia.

—¿En serio? ¿Dónde? —quiso saber Aurora, entusiasmada.

Jeremías maldijo de nuevo cuando todos, incluso su compañera, volvieron a reírse a su costa.

—Era más bien una serpiente enorme y aterradora —aclaró con un gruñido.

—Oh, por Dios —exclamó Alma, alzando la voz para hacerse oír por encima de las sonoras risotadas—. Mejor vayamos a merendar que esto ya se está volviendo un poco gráfico.

Sin dejar de carcajearse, los demás fueron tras ella también.

—Sos consciente de que al reírte les estás dando cuerda, ¿verdad?

—Lo sé, perdón, amor. Es que sos muy lindo cuando te enojás con tus hermanos.

Jeremías gimió y tirando de ella, la atrajo a su cuerpo, una vez más. No le importaba hacer el ridículo si con eso conseguía hacerla feliz.

—¿Cómo está mi hija? —preguntó con una sonrisa al tiempo que apoyaba la mano en su abdomen, aún plano.

Gaia arqueó las cejas.

—Podría ser varón.

Él se encogió de hombros.

—Podría. No me importa realmente, siempre y cuando la madre seas vos.

Ella le acarició la mejilla, enternecida por su comentario.

—Te amo, mi precioso cascarrabias.

Sonrió ante el apodo con el que había empezado a llamarlo desde que se mudaron con el resto de la familia.

—Yo también te amo, cielo.

Y sin más, besó sus labios, feliz de haber encontrado no solo la redención para su alma, sino también el verdadero amor.

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¡Solo falta el epílogo y esta historia se termina!

¡Espero que les haya gustado!
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¡Hasta el próximo capítulo! ❤

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