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🍎4. Todas contra Hadrien O'Connell en una misión imposible

«Veo el conflicto entre lo que quieres y lo que crees que es mejor para ti».

Hadrien una vez me dijo que para él yo era como un libro abierto, como si realmente pudiera ver, incluso mejor que yo misma, el momento en que mi corazón y mi mente habían sufrido un cortocircuito, desconectándose el uno del otro. Lo había dicho con tanta convicción, que casi podía verme a mí misma tratando, desesperadamente y en vano, de sintonizar la cadena correcta para escucharlos.

Sin embargo, como todo lo que rodea a Hadrien, no es más que una ilusión. Aunque presuma de conocerme, no sabe lo que pienso ni lo que siento. Aun así, no puedo evitar la molestia que me produce que se cuele en mi cabeza con palabras que, como una estúpida canción, no dejan de repetirse una y otra vez.

—¡Agg, te odio, Hadrien O'Connell! —grito de frustración.

La mañana siguiente, los pasillos del Palace High School están llenos de estudiantes y estos se giran a mirarme con la misma curiosidad a la que observarían a una loca proclamar el fin del mundo y la explosión del universo.

Entonces, en ese momento, como si pronunciar su nombre hubiera convocado al diablo, Hadrien cruza el pasillo y se cuela en los baños de las chicas dejándose arrastrar por su compañía femenina. Los observo atentamente hasta que desaparecen tras la puerta. ¿Cómo puede seguir con su vida, tan tranquilo, cuando yo estoy de los nervios por su culpa?

—Oye, no tienes buena cara. ¿Te encuentras bien?

Sea quien sea quien me está hablando —ahora mismo no puedo concentrarme en su persona—, me mira detenidamente, observando mi pelo largo, ondulado y despeinado, así como las ojeras que surcan mis ojos marrones que ni el maquillaje ha podido disimular.

No respondo y, consciente de que no debería hacerlo, la esquivo hasta que entro en los lavabos. Hadrien está en mitad de la habitación, abrazando y besando a su nueva conquista. Sé que me ha visto, pero omite mi persona y hace como si nada. La chica, sin embargo, se vuelve colorada al ver que tiene público, pero tampoco se detiene. Diría incluso que parece satisfecha de que alguien sea testigo de que ha conseguido la atención suficiente de Hadrien como para llevárselo a... los baños.

Hadrien la coge de la cintura y la eleva hasta sentarla en el lavamanos. Se coloca entre sus piernas y empieza a besar su cuello, dejando un recorrido húmedo en él. Sube hasta su mandíbula y de allí pasa a su boca, donde mete la lengua con fiereza. En el momento que le muerde el labio inferior, Hadrien aprovecha para colar sus manos debajo de la camiseta de la chica, quien se remueve dejando escapar un gemido.

—Puaj, creo que voy a vomitar —suelto en voz alta.

—Cariño, si te vas a quedar mirando, procura estar calladita —escupe la rubia teñida.

Toda la simpatía que podía llegar a sentir por ella por haber caído en las garras de Hadrien, desaparece en ese momento.

Y, sin más que decir, continúan, sin reparos ni vergüenza alguna, como si yo no estuviera allí y no se encontraran en los lavabos transitados de un instituto bajo las luces fluorescentes y frías. Ella pretende quitarle la camisa, pero hasta yo sé que no lo va a conseguir. Por lo que sé, Hadrien nunca lo permite; solo él tiene ese privilegio. Es su manera de demostrar quién fija el ritmo, quién tiene el control, el poder; lo que deja en evidencia cuando él mismo se la saca por la cabeza dirigiendo su propia película porno. La chica empieza a acariciarle la espalda y, a medida que Hadrien va aumentando el ritmo frenético de sus besos, ella parece más y más ansiosa de que la penetre allí y ahora mismo. El arañazo que recorre la espalda de Hadrien, provocado por sus uñas de gel pintadas de rojo, me lo confirma.

—Bueno, se acabaron los minutos de gloria —decido parar esto antes de que me pueda llegar a traumatizar—. Ve a por un poco de agua fresca, guapa, que te hace falta.

—¿Por qué no te vas a dar un paseo, cariño? Estamos un poco ocupados.

Intenta besar a Hadrien de nuevo, pero para mi gran sorpresa, este la rechaza. Le suelta la cadera y da un paso hacia atrás, alejándose de ella.

—Si ella dice que te largues, tú te vas —dice.

Miro a Hadrien en busca de algún indicio en su expresión que me indique que se trata de alguna especie de broma, pero su rostro está completamente serio y, sin embargo, decidido.

Espera, ¿qué? ¿Acaba de rechazar a una chica por mí? Pasada la fase inicial de incredulidad, no puedo evitar echarme a reír. No entiendo lo qué está pasando, pero sus palabras son una satisfacción enorme para mí.

—Pero...

No soy la única impactada por sus palabras. La teñida boquea como un pececito fuera del agua y, al ver que no va a conseguir lo que quiere, después de un chillido que me recuerda a un gato al que le han pillado la cola, se arregla el pelo y el pintalabios, y sale echando humo de los lavabos dando un portazo. No se olvida de lanzarme una mirada letal por el camino. Me despido divertida con la mano, alimentando su rabia.

—Adiós, cariño.

Me giro hacia Hadrien, divertida, pero, pese a todo, él no parece estar contento y me lo demuestra al llamarme por mi apellido.

—¿Qué pasa, Brown? Estaba encantado de ver cómo se derretía bajo mis manos.

—Ahórrate los comentarios, por favor —hago una mueca de desagrado.

—¿Quieres algo o solo querías joderme el polvo?

Se apoya sobre el mármol con los brazos cruzados, todavía con el pecho descubierto, e intento centrar mi mirada en su rostro y concentrarme en lo que he venido a hacer. Su actitud es defensiva, pero quien debería estar enfadada de los dos, soy yo.

—La verdad es que joderte el polvo ha sido de lo más divertido y reconfortante —admito, desafiándole con la mirada.

—¿Por qué? ¿Acaso estás celosa, nena? —Hadrien se despega del lavamanos y se acerca a mí, dando paso a su lado seductor.

Intento mantenerme firme y no bajar la mirada.

—Parece que se te olvida que no podrías interesarme menos.

—Oh, sí, es verdad —chasquea la lengua, pero por la ironía de sus palabras y su sonrisa burlona, no parece creerme.

Con todo mi valor y mis fuerzas, le hago a un lado, cojo su camisa del suelo y se la lanzo al pecho.

—Sea lo que sea que tienes entre manos para joderme, se acabó. No soy un peón que puedas utilizar en tu juego.

Mis ojos se detienen durante un segundo sobre los suyos negros para que no quede ningún rastro de duda. No obstante, una vez dicho lo que quería decir, estoy dispuesta a salir de aquí y dejarle solo cuando una mano se interpone en mi camino, cerrando de nuevo la puerta de un golpe. Me giro para enfrentarme de nuevo a él, lista para replicar a voz en grito; sin embargo, me calla al pegar su cuerpo con el mío, inmovilizándome y dejándome aturdida por su repentina cercanía.

—Eres tú la que me ha seguido hasta aquí, nena —me recuerda—. ¿No será por qué tenemos algo pendiente? —pregunta, mirándome a los labios entreabiertos.

Por un segundo, no puedo evitar mirar también a los suyos, pero enseguida reacciono y levanto la cabeza para mirarle a los ojos.

—No te debo nada, ¿me oyes? Olvídalo.

Coloca ambas manos por encima de mi cabeza, aprisionándome. Está tan cerca que puedo sentir su aliento cálido haciéndome cosquillas en las mejillas.

—Sería más fácil si lo hiciera, ¿no? Pero los dos sabemos que eso sería demasiado aburrido.

—No te equivoques, Hadrien. Para darme emoción en la vida tengo a mi novio y a ti no te necesito para nada.

Antes de darle la espalda y salir con el corazón revolucionado, siento cómo Hadrien me recorre de arriba abajo con esa mirada penetrante y esa sonrisa arrogante que me promete otro asalto.

🍎

En algún momento de nuestras vidas buscamos un refugio, un sitio seguro donde poder ser nosotros mismos sin miedo al qué dirán, donde poder desahogarnos, pensar o sumergirnos en los momentos felices del que también puede ser nuestro lugar favorito. Desde que puedo recordar, para mí ese ha sido el parque infantil de bolas del centro comercial.

Se trata de un gran local en la planta baja dividido en dos áreas. La cafetería, cuyas paredes están pintadas de un color pistacho, es poco más que una pequeña barra revestida de mármol de colores, a juego con las coloridas sillas y mesas repartidas aquí y allá donde poder merendar. Pero, sin ninguna duda, la atracción estelar es la gran estructura de polietileno, poliéster y espuma que se encuentra al fondo, parte de la unidad de juego para los menores de doce años con toboganes, túneles, puentes colgantes, rocódromos, recorrido de obstáculos y, por supuesto, el parque de bolas en el que nos encontramos descalzas entre miles de pelotas de colores con nuestros batidos de fresa y plátano, unos sabores tan distintos que, al combinarlos, explotaban.

Como Poppy y yo. Somos muy diferentes, pero cuando estamos juntas nos complementamos a la perfección. Somos lo que la otra necesita: ella hace que use la cabeza de vez en cuando, —cosa que no suelo hacer a menudo—, y yo hago que deje de pensar tanto y empiece a vivir más allá de las novelas románticas que lee.

Un privilegio del que yo no voy a poder disfrutar mucho más tiempo según Poppy.

—Ese estúpido capullo egocéntrico me está volviendo loca.

Antes de que pueda seguir despotricando, una niña de no más de seis años y con coletas que se acaba de tirar por el tobogán, pasa por nuestro lado y me interrumpe con su vocecita de chica obediente e inocente.

—No se dicen palablotas. —Me riñe con el dedo.

—Tampoco se interrumpe las conversaciones de los mayores, maleducada —respondo exasperada, a lo que la niña contesta con un puchero antes de salir corriendo.

—No seas grosera —me regaña ahora mi amiga y yo bufo, lanzando las bolas de plástico a la pared de red como si hubiera una diana con la cara de Hadrien.

No puedo evitarlo. Son las cinco de la tarde y desde primera hora de la mañana, sigo tensa como las cuerdas de un violín. Creía que estaba preparada para enfrentarme a Hadrien, pero me equivocaba. Cada vez que se acerca a mí es como quedar atrapada y sin escapatoria, como si no hubiera forma de que no consiga lo que quiere y yo no estuviera más que nadando contracorriente, quedando totalmente exhausta en un burdo intento de retrasar lo inevitable.

—No lo entiendes, Poppy. He intentado entenderlo y he hecho todo lo posible por ignorar sus juegos desde que nos conocemos, e incluso he intentado que fuéramos amigos por el bien de nuestra relación y mi salud mental, pensando que haría las cosas más fáciles, pero ha resultado todo lo contrario. Este estúpido verano lo ha complicado todo hasta el punto de implantar semillas de granada entre los dos.

—El verano ha terminado, olvídalo —murmura en un vano intento de reconfortarme.

—No, no puedo, aún lo siento en cada centímetro de mi piel —hago una pausa, maldiciendo—. Fue su estrategia y no me di cuenta. Hadrien nunca ha dejado de repartir sus cartas, solo que dejé de ver sus jugadas. Y, después de todo lo que ha pasado, no puedo más. Está en todas partes y no sé cómo alejarme de él.

Me dejé engañar. Me confundió y me dejé llevar. Y ahora está persiguiéndome, torturándome porque sabe que puede hacerlo. Ahora me enseña sus cartas porque sabe que ya he perdido.

—No es que quiera decirte que te lo dije, pero te advertí que tuvieras cuidado con él —me recuerda Poppy.

—Lo sé. Quise pensar que sí, pero la gente no cambia, ¿no?

Poppy se encoge de hombros. Es de esas personas que ve el lado bueno de la gente, aunque tenga las mismísimas cincuenta sombras de Grey. «Sin sombras no hay luz». Ya, bueno, pues en ese caso prefiero a Christian Grey antes que a Hadrien O'Connell.

—Creo que vas a tener que buscar la forma de lidiar con ello —impide que coja otra bola y la lance—. Sabes que no se rinde hasta conseguir lo que quiere. Nunca.

Y, por alguna razón, Hadrien me desea a mí y eso termina de confirmar uno de mis grandes temores, probablemente el único: nunca conseguiré alejarme de Hadrien O'Connell. Él no lo permitirá.

—¿Por qué me hace esto?

—Porque puede. Y porque eres todo un reto, Naomi. Eres la única chica que no ha caído en su juego aún, uno que es más atrayente cuando eres la fruta prohibida.

La fruta prohibida, ¡ja! Como si yo fuera una maldita prueba que superar y la razón del pecado original. ¿Es que acaso Hadrien tiene una serpiente susurrando en su oído como el diablo? No. Porque él es el sexy diablo encarnado que intenta tentarme, engañarme y expulsarme del paraíso. Yo soy Eva y él todo. Él es el pecado que no debo cometer. Él es mi prohibido.

—No me mires así. —Poppy frunce los labios ante mi mirada fulminante—. Estás saliendo con su mejor amigo, lo que te convierte en la única chica del planeta que él no puede tener. Le resulta excitante poder demostrar lo contrario y no va a parar hasta que estés lo suficientemente enamorada de él para conseguir tenerte entre sus sábanas.

—¿Eso es lo que soy para él? ¿Un objetivo? ¿Una meta en su juego enfermizo y denigrante?

Nunca he pensado en ser nada más para Hadrien, porque hay días en los que dudo que siquiera que seamos amigos, pero verlo así es humillante y... doloroso.

—Pues que no pierda el tiempo, porque eso jamás va a pasar.

No sé quién se cree que soy, pero se equivoca conmigo. Hadrien es... Es... No es bueno para mí y es definitivamente todo lo que odio en una persona. Ni siquiera mantener una relación con él sería algo sostenible. Sé lo que significa estar enamorada de Hadrien O'Connell. Te hace sentir especial durante el minuto que estás entre sus brazos, pero luego te desgarra poco a poco, centímetro a centímetro, hasta que no queda nada de ti salvo cenizas y no necesito acabar con el alma maltrecha y el corazón roto en mil pedazos.

Esa es mi segunda regla: prohibido enamorarme de Hadrien O'Connell. La tengo escrita en negrita y subrayada en miles de colores.

«Como con la primera me ha ido tan bien...»

—O sí.

Cuando miro a Poppy, incrédula, pega un sorbo a su batido y se mira las uñas, desinteresada, hasta el punto en el que creo que me he imaginado lo que acaba de decir.

—¿Qué has dicho?

—Nada, olvídalo. Solo es una idea que acabo de tener, pero no... —se calla y niega con la cabeza.

—¿Qué idea? Si es una para deshacerme de Hadrien, por favor, ilumíname.

—Es una táctica desesperada y una idea horrible.

—Créeme, estoy desesperada. Cuéntame —insisto.

Se acomoda entre las bolas de colores, pega otro trago a su bebida y se relame los labios. La imito, impaciente e intrigada, mientras omitimos el jaleo de los niños a nuestro alrededor.

—¿Cuándo Hadrien pierde el interés por algo? —empieza.

—Cuando ya lo tiene. —No tengo ni que pensar la respuesta.

—Exacto —asiente—. Y si cree que eres suya, conseguirás lo que quieres: paz.

Su lógica aplastante es como música celestial para mis oídos, un remedio para mis nervios alterados y la solución a todos mis problemas. El sacrificio que estaría dispuesta a hacer si no fuera por una cosa.

—Poppy, ¿me estás sugiriendo que me acueste con Hadrien O'Connell? ¿Te has vuelto loca? —Le tiro una bola azul —a juego con sus ojos— a la cabeza con tal de que la neurona que ha sufrido un cortocircuito vuelva en sí y razone semejante temeridad.

Tercera regla y la más importante. Imprímelo en el cielo, Naomi: prohibido acostarme con Hadrien O'Connell.

—No, no me refiero a eso. —Sacude las manos—. Para él esto es un juego, ¿no? Pues juega y crea tu propio tablero. Que siga tus normas.

El cortocircuito termina por crearse en mi cabeza y ya no estoy segura de saber de qué narices estamos hablando.

—Amiga, no te estoy entendiendo ni en lo más mínimo, deja el marciano para otro momento, anda.

Poppy rueda los ojos y se acomoda las gafas en el puente de la nariz, preparada para contarme una estrategia increíble más propia de una partida de ajedrez. Me concentro por entenderla, aunque el juego de mesa nunca se me ha dado bien.

—Síguele el juego y, antes de que complete el puzle, dale la realidad que necesita y no la fantasía de que, si te consigue a ti, consigue todo lo que desea. Sé su última pieza, pero no como él quiere.

Vale, definitivamente, ha llegado el día en el que Poppy Montgomery ha perdido la chaveta por completo. No es que sus neuronas hayan sufrido una avería, es que han colapsado totalmente. Primero me habla de tableros y luego de rompecabezas y ya no sé si soy la reina o la pieza clave de la historia que se está montando en la cabeza.

—¿Qué...? ¿Cómo...? —Sacudo la cabeza, más confundida que antes—. Aquí no hay medias tintas, Poppy, mucho menos con Hadrien. O te tiene o no te tiene y ya he dejado clara mi postura sobre acostarme con él. —Frunzo las cejas—. Espera, ¿pretendes que haga un remake de Todas contra él? ¿Es eso lo que intentas decirme? Porque no recuerdo que aquello acabara muy bien.

Recuerdo el argumento de la película que una tarde vimos juntas. La protagonista, con ayuda de las exnovias del mujeriego del instituto, consigue enamorarle con la intención de romperle el corazón y darle una lección. Al final, él aprende a ser sincero con ellas, pero tiene tanto miedo a estar solo, que sigue saliendo con todas y, de una manera u otra, acaba engañándolas también.

Poppy se encoge de hombros y sé que le avergüenza haberlo pensado siquiera. Su piel es tan blanca que enseguida puedes distinguir cada vez que se le suben los colores a la cara por vergüenza o por rabia. Sus mejillas y sus orejas se vuelven rojas como la nariz de Rudolf.

—Ya te he dicho que era una mala idea, ni siquiera he llegado a pensarlo bien. Solo creo que serías la única capaz de pararle los pies, por ti y por todas las demás chicas que caen en su trampa.

No es que Hadrien les prometa el amor eterno al acostarse, es que estar con él te sube tan alto que piensas que todo es posible, incluso el que pueda cambiar por ti, porque te hace sentir tan deseada entre sus brazos, que resulta difícil creer que lo que hay entre vosotros no es amor. Pero entonces caes de golpe y porrazo y te das cuenta de que en realidad solo eres un peón, una muñeca de cuyos hilos puede tirar y manejar a su antojo.

—No, si la idea tampoco me parece mal. Hasta yo he pensado que se merece una buena dosis de su propia medicina, pero no es factible por muchas razones. No es solo que me dé escalofríos acercarme a Hadrien, es que no pienso engañar a Dylan solo por darle una lección al estúpido de su amigo, por muy tentador que sea deshacerme de él. Y, por si fuera poco, muchas han pecado de ingenuas y yo no lo soy. No hay nada ni nadie que pueda hacer cambiar a Hadrien O'Connell —digo, convencida—. Además, dudo que Hadrien tenga corazón. Conquistarle para luego rompérselo, es, sencillamente, misión imposible.

—Tal vez, pero en las películas siempre lo consiguen.

Estoy a punto de protestar cuando desde el interior del parque de bolas puedo ver llegar al encargado... y acompañado de la cría. Se apoya sobre la pared de juego y solo una red nos separa.

—¿Os lo pasáis bien, chicas? —pregunta.

—Estupendamente, gracias —sonrío—. Pero ¿podrías rellenarnos los batidos? —Señalo los vasos vacíos.

—¿Cuántas veces os tengo que repetir que aquí no podéis entrar? Y menos con bebidas. —Nos reprocha a ambas con la mirada, pero es a mí a quien se dirige—. ¡Que ya tienes una edad, Naomi!

¡Oh, venga ya! ¿A quién le importa la edad y su absurda normativa? No me extraña que Peter Pan no quisiera crecer y que tenga un problema con cumplir las reglas. ¿Por ello ya no puedo divertirme en el que ha sido mi lugar favorito de pequeña? Cuando estaba triste, es aquí donde me escondía y, cuando he tenido que tomar decisiones importantes, —o lo que entonces yo consideraba que lo eran, como decidir mi sabor favorito de helado—, es aquí donde he venido.

La niña de las coletas me saca la lengua, burlona, y es más que evidente que se ha chivado para que nos echen. Elliot cumple sus deseos y nos pide que salgamos.

«Calma, Naomi, tú puedes con él».

—Pero...

Me dirige una mirada que conozco muy bien y que no deja lugar a réplicas. Bufando, gateamos hasta salir de la zona de juegos y dejamos los batidos vacíos en una de las mesas para volver a ponernos las zapatillas.

—No nos dejas estar aquí porque estás celoso, pero sabes que, aunque tenga novio, tú siempre vas a ser mi chico favorito, E —digo, divertida.

—Más te vale... Y ya hablaremos tú y yo de lo mucho que ese novio te está respetando si no quiere vérselas conmigo.

Elliot siempre me ha protegido y, aunque sabe que probablemente no tenga nada de qué preocuparse con respecto a Dylan, lo va a seguir haciendo porque una de sus labores cuando tenía diecisiete años y yo ocho, era cuidarme. Por entonces, para afianzar su nueva relación y dejar el estrés de la semana, mis madres salían casi todos los viernes a bailar y, como no podían dejar a su niñita sola en casa, llamaban al chico de pelo castaño-rubio y de ojos azules que ahora está aquí plantado con veintisiete años y que, para suerte mía, le encantan los niños.

Hace años que dejó de ser mi niñero, pero hemos vivido tantos momentos juntos y hemos crecido tan unidos, que no concibo mi vida sin él. Elliot, aunque no compartamos la misma sangre, es mi hermano mayor.

—Anda, largaos de aquí antes de que vuelva la jefa y tenga que vetaros la entrada poniendo una foto vuestra en todo el centro.

—Al menos sácame guapa. —Le guiño un ojo y le envío un beso, posando.

Ensancha su sonrisa mostrando sus dientes blancos y me da un empujoncito hacia la puerta, instándome a salir. Comparado con su metro ochenta y su cuerpo ancho y fornido, mi metro setenta y mi delgadez me hacen sentir pequeña.

—Adiós, guapo. —Le dejo mis labios color Vampira marcados en la mejilla y antes de desaparecer, le doy un regalito a la niña—. ¡Buu!

La asusto, pegando mi cara a la suya, y la mocosa grita despavorida escondiéndose detrás de Elliot, que jovial nos despide y luego trata de consolarla con una piruleta que saca de sus vaqueros. ¡Y encima sale ganando ella, maldita sea!


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