🍎2. El secreto que comparto con el diablo
Horas más tarde, aún puedo oír el eco de mi palma golpeando el rostro de Hadrien como una palpable declaración de guerra; las palabras no pronunciadas, pero flotando en el aire junto a su promesa, llena de desafío, y mi sentencia de muerte.
¿Qué probabilidades hay de que provoques al diablo y este no desate el infierno?
—¿Naomi? —La voz de Poppy me saca de mi ensimismamiento—. ¿Estás bien? Estás muy callada de repente.
Sacudo la cabeza e intento sonreír, pero no puedo negar que, desde esta mañana, no he conseguido aliviar la tensión que me atenaza los músculos. Vuelvo a sacar el móvil y repaso los mensajes que he intercambiado con Dylan hace unos minutos, después de confirmarle nuestra ubicación.
¿De verdad que no podemos quedar nosotros dos solos? Lo que menos me apetece ahora mismo es aguantar todo un día a Hadrien.
No le hagas caso. Vamos a pasarlo bien y te prometo que el próximo día será solo nuestro.
Suspiro, resignada. Si Dylan supiera cómo ha acabado el encuentro de esta mañana, si conociera las insinuaciones y las provocaciones de su mejor amigo que se han estado sucediendo durante dos años, sería el primero en ayudarme a cumplir mi primera regla, pero explicarle por qué existe esa norma no me parece una opción. Los he visto juntos y protegiéndose el uno al otro, y yo no quiero ser la razón de que pongan fin a su relación, aunque tenga que lidiar yo sola con Hadrien y pese a que no se merezca mi favor y mucho menos a un amigo como Dylan.
Pero resulta que Dylan se merece a poca gente; nadie es lo suficientemente bueno para él.
A veces, incluso, dudo que yo lo sea.
Para evitar perderme en mis pensamientos, me dedico a mirar los escaparates del centro comercial con Poppy, a la espera de que los chicos lleguen para nuestra pequeña celebración por haber logrado aprobar el curso anterior y empezar otro. Es un paso de iniciación entre la fiesta de Goodbye Summer —que este año se ha retrasado— y la Spirit Week.
Entonces, la voz de Poppy vuelve a hacerse oír.
—Me parece que no eres la única que hoy ha tenido un encuentro con Hadrien —dice, aludiendo a la bofetada que le he dado esta mañana.
Sigo la dirección de su mirada hasta toparme con la figura de Hadrien. Aún nos separan varios metros de él, pero ya se puede visualizar el gran defecto de su habitual demasiado-perfecta-cara-para-ser-de-este-mundo. Normalmente, mirar a Hadrien es doloroso, como mirar directamente al sol. Creo que ni Picasso podría captar toda su belleza en una de sus pinturas. Tampoco el escultor más experimentado la inmortalizaría. Pero alguien la ha hecho accesible, real y, ahora, su nariz, más morada que una mora, mitiga el efecto de quedarse embobada mirándole como si fuera un dios.
Pero yo le miro bien y él me mira a mí. Trago saliva, recordando las palabras de Poppy cuando le he contado lo que ha pasado bajo las gradas: «Van a haber consecuencias. Despídete de la vida tal y como la conoces».
—¿Y por qué siento como si estuviera a punto de arrastrarme a su mazmorra para castigarme? —inquiero, más nerviosa de lo que me gustaría. No es que le tenga miedo, pero es imposible pasar por alto la amenaza que Hadrien representa.
—Porque tú has lanzado el primer golpe. Lo siento, amiga. Tiraré un ramo de flores en tu funeral como me has pedido —dice entonces—. Y enviaré un mensaje desde tu móvil diciendo que sigues aquí.
—Acuérdate de añadir «perras» —pido, asumiendo que este es mi fin.
Mi entierro tenía que ser tan sonado como el de Alison DiLaurentis en Pequeñas Mentirosas, alcanzando la inmortalidad después de dejar atrás un joven y bonito cadáver. Y, por la manera en que Hadrien me mira, no enfadado, sino con una sonrisa retorcida, puede que ese día no tarde mucho en llegar.
—Lo haré.
—Bien, iré a despedirme del bombón de mi novio.
En lugar de eso, cuando llego a su altura, me abalanzo sobre Dylan y lo saludo con un beso hasta que nos quedamos sin aire. Cuando nos separamos, me quedo colgada de su brazo y miro a Hadrien. Lo cierto es que hasta con un par de puñetazos y morados sigue siendo demasiado atractivo.
—Bonita cara —le digo.
—Pues deberías ver cómo ha quedado el otro —añade Troy.
Troy es un compañero del equipo de fútbol que de vez en cuando se une a nosotros en nuestras diversas salidas. Tiene ese aspecto de chico dulce y encantador que suele esfumarse en el momento en que abre la boca y suelta alguna estupidez. Es alto, de espalda ancha y tiene los ojos marrones y el pelo castaño rizado. Supongo que es atractivo, pero es difícil fijarse cuando está con Hadrien o Dylan.
—¿Qué has hecho esta vez? —pregunto a Hadrien.
—¿Por qué das por supuesto que he sido yo?
—Porque siempre eres tú.
Hadrien no atrae los problemas, los busca. Es sorprendente las veces que lo he visto con un ojo azul, el pómulo morado, el labio partido y las manos magulladas por liarse a puñetazos. Es como si estuviera buscando que le partieran la crisma. Es en parte por eso que Hadrien O'Connell es tan peligroso.
Bufa, como si la cosa no tuviera que ver con él, y yo me cruzo de brazos.
—¿Y bien? —insisto. Casi estoy esperando otra prueba más para demostrar mi punto de esta mañana.
—La semana pasada se acostó con una rubia y su novio ha venido a las pruebas de fútbol marcando territorio —explica Troy, como si aquello fuera el pan de cada día.
—Justificado y merecido —digo—. ¿Es que nunca aprendes?
—Yo no he engañado a nadie —repone Hadrien—. Deberían cuestionar a sus novias antes de venir a por mí con aires de machito.
Tiene razón y sé que estoy siendo injusta, pues el sexo consentido no es cosa de una persona, sino de dos, y la chica tenía que saber lo que estaba haciendo cuando decidió acostarse con otra persona que no era su pareja, pero estoy tan enfadada con él que solo quiero atacarle. Además, los dos sabemos que no le importa una mierda una relación y eso sí es culpa suya. Si puede destruirla, si puede demostrar que el amor no es más que basura, lo hará sin ningún remordimiento.
—Ya, pero tú siempre tienes que joder a alguien, ¿no? —inquiero.
—Soy así de despreciable y egoísta.
Se encoge de hombros, como si esas palabras no significaran nada, pero puedo advertir la provocación en la sonrisa de suficiencia que decora su cara bajo su nariz de mora. Son las mismas que yo he pronunciado esta mañana y, esta vez, consiguen ponerme los pelos de punta. Es un recordatorio de que su amenaza está colgando por encima de mi cabeza con un fino hilo y, en cualquier momento, su filo me cortará.
Intento ignorarlo y nos dirigimos a las escaleras mecánicas para subir a la última planta del centro comercial donde se encuentra la zona de ocio y restauración. En una de las esquinas hay un pequeño puestecito de galletas que se llama Mery's Nook, pero que yo siempre llamo Heaven, porque esas magníficas galletas salpicadas de chispas de chocolate recién horneadas son como saborear un pedacito de cielo.
Nunca hay mucha gente, —no sé si compadecerme de las personas que no saben lo que se pierden o si alegrarme porque este sitio siga siendo especial y secreto—, así que no tardamos en encontrar una mesa libre y sentarnos junto a la barandilla que delimita el tercer piso. Desde aquí arriba, rodeados por el delicioso olor de la masa de galletas recién horneadas, podemos ver a las personas que entran y salen de las tiendas cargando sus bolsas de la compra, y a los grupos de adolescentes subiendo en grupos hasta colarse en el cine o los recreativos al otro lado.
—¿Lo de siempre? —pregunto a mis amigos.
Asienten y Dylan y yo vamos a hacer nuestro pedido: galletas de canela para Poppy, saladas para Troy, de chocolate blanco para Dylan y dos raciones de galletas con chispas de chocolate para mí y para Hadrien. Luego pedimos cinco vasos de leche para acompañar los platos.
Solo llevamos dos minutos esperando a que nos sirvan cuando me giro y veo que Poppy está sola en nuestra mesa. Localizo a Troy y Hadrien en unas mesas más allá ligando con dos chicas que deben de tener nuestra edad. Se ríen por algo que han dicho y una de ellas le pone una mano en el brazo a Hadrien como quien no quiere la cosa.
Parece que nuestra conversación ha sido totalmente inútil; no es que esperara otro resultado. Hadrien O'Connell es implacable y aguanta estoico mi mirada fulminante.
—¿En qué estás pensando? —pregunta Dylan a mi lado.
—En Hadrien.
Vaya, tal vez no debería haberle dicho a mi novio que estoy pensando en otro chico. Pego un pequeño salto, alarmada, y me vuelvo para centrar mi atención en él intentando aparentar normalidad.
—¿Crees que la gente cambia? —prosigo.
—Sí, si quieren.
—¿Crees que O'Connell puede cambiar?
No sé por qué lo pregunto, pero necesito que alguien me diga la respuesta. Días como hoy estoy convencida de que no hay esperanza para Hadrien, pero luego recuerdos fugaces de otra persona me vienen a la mente y, pese a que quiero creer que estoy segura de que no me equivoco con él, porque lo haría todo más sencillo, a veces dudo si una misma persona puede llegar a ser dos totalmente diferentes o si, por el contrario, solo es una persona interpretando un papel. En ese caso, ¿qué Hadrien se esconde debajo de la máscara?
—Supongo. Creo que es cuestión de voluntad, pero primero tendría que creérselo él —chasquea la lengua.
Es la forma delicada de decir «no», porque Hadrien no quiere hacerlo. Dylan debe ver que no estoy satisfecha con la respuesta, porque frunce el ceño y pregunta:
—¿A qué ha venido lo de antes? Creía que habíais conseguido solucionar las cosas cuando has ido a buscarle esta mañana.
Me encojo de hombros. Aún puedo sentir el cosquilleo en la palma de mi mano. Me la restriego contra el vaquero para aplacarlo, pero tengo la sensación de que va a tardar en desaparecer.
—Lo he intentado, pero creo que nunca vamos a llevarnos bien —suspiro—. Somos muy diferentes.
«Y no deberíamos ser amigos, porque se supone que me tengo que alejar de él».
—Yo también lo pienso a veces, que nunca llegaréis a entenderos, pero compartís esa clase de complicidad que es difícil de ignorar —comenta Dylan.
Enarco una ceja. Es como si no quisiera admitirlo, como si su afirmación cobrara más sentido al pronunciarla en voz alta, pero no pudiera evitarlo.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, confundida.
—Tenéis esa relación de odio que viene de otra cosa. Respeto. Admiración. No estoy seguro. Tal vez no seáis amigos, pero tampoco podéis dejar de serlo, si eso tiene algún sentido.
No, no lo tiene. O tal vez tenga todo el sentido del mundo. Pero si puede sacar esa conclusión solo mirándonos, ¿cuánto más puede ver el inocente de Dylan? Me asusta saber la respuesta.
—Yo no respeto a Hadrien O'Connell —digo, firme—. No podría ni aunque quisiera. Me entran ganas de pegarle un puñetazo cada vez que veo cómo trata a las mujeres, menospreciándonos como juguetes.
A decir verdad, antes no me importaba demasiado lo que hacía Hadrien con su vida privada. Sí, pensaba que era un cretino mujeriego, pero eso era de conocimiento público y, aun así, había chicas dispuestas a meterse con un tipo de su reputación sin esperar salir perjudicadas.
Pero creo que las comprendo.
Porque mis reglas no existían hasta hace un mes.
Porque yo no consideraba a Hadrien una amenaza hasta que lo fue.
Es fácil dejarse manipular por él y olvidar que somos más que muñecas de usar y tirar cuando eres incapaz de resistir las altas dosis de dopamina que te genera solo con una de sus sonrisas compradoras.
Y lo peor de todo no es que él sepa el poder que ejerce, sino que sabiéndolo nosotras, todavía caigamos en su trampa.
Ellas.
No yo.
—Oye, no te lo tomes como nada personal, ¿vale? —Dylan me aparta un mechón de la cara—. No conoce nada más. Para él el amor es una mierda que le ha jodido la vida a su familia.
—Lo sé, pero... No es excusa.
Lo que me pregunto no es cómo puede estar bien con eso, cómo, justificándote detrás de algo que no crees que exista, puedes convertirte en una persona a la que afirmas despreciar y odiar, como es el caso de Hadrien con su padre. Lo que me cuestiono es cómo no puedo tomármelo como algo personal si yo soy la siguiente víctima en la lista de un rompecorazones.
Mery deja el pedido sobre la barra en dos bandejas de plástico. Estoy a punto de recoger una de ellas para volver a la mesa cuando Dylan me coge del brazo y me detiene. Su mirada es sombría y logra desconcertarme.
—¿Me lo contarías? —pregunta de repente.
—¿El qué?
Hace una pausa.
—Si llegara a pasar algo entre otro chico y tú.
Parece que tenga que arrancarse las palabras de la garganta y, cuando lo consigue, es como si se abriera por completo a mí y me dejara ver esas partes oscuras y que tiene escondidas: sus miedos, sus preocupaciones, sus inseguridades... El Dylan seguro, el confiado de sí mismo queda relegado a un segundo plano.
Me desarma por completo verlo así y los nervios escalan por cada centímetro de mi piel. ¿Cómo de estúpida tendría que ser para hacer daño a Dylan y echar a perder esta relación? Él me ha enseñado lo que es el amor, el respeto, la comprensión. No puedo creer que vea algún tipo de complicidad entre Hadrien y yo y no la vea en nosotros.
Me acerco más a él y poso una mano en su mejilla. Con delicadeza y mirando a sus preciosos ojos verdes le respondo.
—Sí, te lo diría, pero no tienes nada por lo que preocuparte.
Pero eso no es del todo cierto y no puedo sostenerle la mirada durante mucho más tiempo. No ha pasado nada entre Hadrien y yo, pero no es por falta de interés e iniciativa del primero y no estoy siendo sincera con él. ¿Debería contárselo? ¿Lo sabe ya? ¿Puede llegar a imaginárselo? Dylan no es ingenuo, sabe la clase de persona qué es su mejor amigo, pero una de las cosas que más alaba de Hadrien es su lealtad hacia sus colegas. Si lo necesitas, es el primero en aparecer y zurrar a quien sea, aunque no es de esos que va a sentarse, escucharte y darte ningún consejo. Supongo que tampoco es de los que va a respetar a tu novia. ¿O lo es y solo se está divirtiendo a mi costa?
—¿Es por lo que ha pasado con Hadrien?
—Siempre lo voy a defender, aunque no tenga razón, pero debería cortarse un poco —dice, asintiendo—. Como siga por este camino, puede acabar muy mal.
Está hablando de la pelea de esta tarde, de la proclamación de testosterona en la que, ya lo estoy viendo, él ha tenido que intervenir para ponerle fin. Porque él es así: otros encienden el fuego y él lo apaga. Hadrien, en cambio, lo provoca y lo azuza con gasolina.
—Es justo lo que estaba pensando antes —confirmo—. Tal vez tengas razón y lo aprecie lo suficiente para no querer ver cómo se jode la vida por sus malas decisiones y su irresponsabilidad. Podría dejar preñada a alguna o meterse con quien no debe hasta acabar en el hospital o, conociéndole, puede que en la cárcel. ¿O qué tal si sufre algún contagio?
A pesar de que la educación sexual deja mucho que desear en el instituto, cada año tienen la decencia de darnos una clase sobre las enfermedades de transmisión sexual, aunque creo que lo hacen más por asustarnos que para que abracemos nuestra sexualidad y la aceptemos como parte de nuestra vida. La prueba de ello está en las imágenes de llagas y sarpullidos en las zonas genitales que exponen una detrás de otra hasta que la opción de hacerte monja no te parece tan horrible.
Aunque no sé qué es peor, una ETS o un mini Hadrien correteando y colándose bajo las faldas de las mujeres.
—Igual lo que necesita es un pedazo de su propio pastel para reaccionar —murmuro sin pensar—. No quiero ver cómo acaba convirtiéndose en su padre y cometiendo los mismos errores.
Puedo afirmar que odio a Hadrien O'Connell, decir que quiero alejarme de él a toda costa, pero no puedo negar que me preocupo por él. A veces, ni yo misma puedo soportar mi propia dualidad.
Y culpo al estúpido de Hadrien por ello.
—Puede que ya esté recibiendo una pequeña dosis —dice Dylan—. Por lo que me ha contado, ha conocido a una chica.
Su respuesta consigue despertar mi curiosidad.
—Con conocer, ¿te refieres a se ha follado?
—No, al parecer, le está poniendo las cosas difíciles. Según él es una «atracción prohibida». Ella tiene novio, pero se han visto durante este verano y él está convencido de que no podrá resistirse durante mucho más tiempo. Dijo algo de que podía verlo en su mirada.
«Veo en tus ojos la lucha que se desencadena en tu interior, el conflicto entre lo que quieres y lo que crees que es mejor para ti».
Abro los ojos de par en par y doy gracias a dios de no estar pegando un sorbo al vaso de leche que tengo delante, porque habría acabado aterrizando en la cara de Dylan al escuchar sus palabras.
Quiero que el suelo se abra y me trague la tierracuando las piezas encajan rápidamente en mi mente y enseguida estoy convencidade que la chica de la que habla Hadrien, la que está en una relación y con laque se ha estado viendo durante el verano, soy yo.
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