🍎13. Si quieres expiar tus pecados, ve a misa
El sábado por la tarde, de camino al instituto, ya puedo visualizar el Palace High School a lo lejos, con sus paredes rojas de ladrillo y con sus estudiantes llegando sin orden ni concierto. Caminan por la acera o cruzan la carretera sin respetar las normas de circulación, vitoreando y coreando el nombre de los Dolphins. Es el primer partido de temporada y el entusiasmo se siente en el ambiente. No hemos llegado a ser uno de los mejores equipos de Atlanta por nada y, con el indicio de los ojeadores buscando nuevos fichajes, esta noche promete ser emocionante.
Por primera vez, estoy impaciente por verlos jugar. Por ver jugar y brillar a Dylan. Es su oportunidad de ganar el puesto que se merece y verlo más cerca de cumplir su sueño.
Con ese pensamiento en mente, antes de ir a las gradas con Poppy, con quien he quedado, voy a los vestuarios de los chicos donde sé que estarán todos los jugadores haciendo su cántico e inflando su ego sobre lo invencibles que son en el juego. No les culpo; los resultados de la anterior temporada hablan por sí solos. Contamos con una gran plantilla, en la que, por supuesto, destaca Dylan por su velocidad como running back y Hadrien como quarterback.
Al abrir la puerta, me encuentro con una docena de cuerpos sin camisa que se giran al unísono, sus miradas fijas en mí como si fuera yo la que estuviera desnuda frente a ellos, en vez de llevar la misma camiseta de Dylan y dos pares de pompones en una mano. Empiezan a hacer comentarios desagradables, en lo que considero que es su intento patético de impresionarme, y yo pienso en cómo deshacerme de varios cadáveres.
El olor penetrante a sudor llena el vestuario y me sacude. Observo tres pasillos con bancos de madera gastados, donde los jugadores dejan sus pertenencias antes de dirigirse a las taquillas distribuidas por las paredes para guardar sus bolsas de deporte. Tras una pared blanca de azulejos, escondidas, están las duchas.
—¿Por qué no cerráis el pico y dejáis de mirarme como si fuera un trozo de carne antes de que os aplaste la polla contra la puerta de vuestras taquillas? —amenazo a los babosos.
Todos vuelven a sus quehaceres. Busco a Dylan con la mirada, pero no le veo por ningún lado. En el centro de un pasillo visualizo a Hadrien, que parece que ha dejado de prestarme atención en cuanto ha visto que era yo, y me cuelo entre los silbidos de esos descerebrados hasta él.
—¿Dónde está Dylan? —le pregunto mientras me sigue dando la espalda.
Sigue hablando con Troy y con otro del equipo, riéndose como si yo no estuviera allí y no me acabara de dirigir a él. Frunzo el ceño. Fue él quien ayer básicamente me forzó a hablar con él, quien me acorraló contra la cama de mi habitación. ¿Y ahora me ignora? No soporto sus malditos cambios de humor. Es como ir en una montaña rusa, pero sin ver el siguiente tramo hasta que estás en él y ya no puedes escapar.
—Eh, tú, te estoy hablando. —Le pego un golpe en el hombro, pero él se sacude como si quisiera espantar una mosca—. Que te follen, O'Connell.
Doy media vuelta y salgo de los vestuarios echando humo. De verdad que estoy cansada de este tira y afloja, de este «te odio» pero «te quiero cerca» que ha dejado de ser divertido. Estamos en mitad de una estúpida guerra a la que siempre volvemos pidiendo más hasta que los dos toquemos fondo y ninguno salga con vida.
Procuro centrarme en mi novio y busco a Dylan por las intermediaciones del instituto, pero no lo encuentro, así que no puedo desearle suerte. Supongo que tendré que felicitarle más tarde por el gran partido que seguro que va a hacer y luego lo celebraremos como nosotros sabemos.
Llego a las gradas y enseguida diviso a Poppy, quien no duda en saludarme a lo lejos y sonreírme. Lleva el pelo recogido en dos trenzas como yo, pero la reprendo por no haberse pintado un delfín como hacemos desde nuestro primer partido juntas.
—No me salía —se defiende—. No se me da tan bien dibujar como a ti.
—Menos mal que me he traído las pinturas.
Abro el bolso, donde apenas me cabe el móvil y las llaves de casa, y saco las ceras azul y blanca para pintarle la cara. Aprovecho también para repasarme el número 23 que tengo en el pómulo izquierdo. Luego le paso uno de los pompones y empezamos a animar al Palace con los demás.
A los cinco minutos sale nuestra mascota con la camisa azul del equipo entre aplausos y gritos, acompañada de las animadoras que empiezan su baile, sus piruetas y sus contoneos seductores que hacen que más de uno se pase de listillo.
—¡Mueve ese culo para mí, perra! —grita un chico que tengo delante.
—¡Eh! —le doy una palmada en la parte trasera de la cabeza—. Ten un poco de respeto o te moveré yo la cara a guantazos.
—Naomi... —me reprocha Poppy.
—¿Qué? A este gilipollas parece que se le ha olvidado que quien le ha traído al mundo es una mujer. Debería mostrar un poco de cortesía.
El imbécil me fulmina con la mirada, pero, por su bien, no se enfrenta contra mí y no vuelve a decir nada.
Cuando las animadoras acaban su espectáculo, salen los jugadores al campo. Gritamos y agitamos los pompones mientras se preparan y, cuando suena el pitido del árbitro, inicia el partido.
Solo llevamos la mitad cuando varios gritos de conmoción en las gradas me hacen devolver la vista al campo y al partido que se ha detenido. Suelto el móvil. Un mal presentimiento me azota en la boca del estómago y me levanto de un salto con el corazón acelerado.
Un corro de jugadores con el equipaje azul –nuestro equipo– rodea a uno de ellos en el suelo. No logro ver quién es, pero después de la agitación del público, el murmullo de cómo uno de los contrincantes ha arrollado al número veintitrés, no tarda en llegar. Solo me demoro un segundo en caer quién ha sufrido la falta.
—¡Dylan!
No, no puede ser él; hoy tenía que salir todo bien.
Vuelo a través de las gradas y salto al campo de fútbol con el miedo invadiendo mi pecho. El conserje, que a su vez hace de guarda de seguridad cuando hay partidos, me grita que vuelva a mi asiento, pero yo sigo corriendo hasta llegar a Dylan.
Antes de alcanzarlo, veo salir a Cory del círculo con una sudadera de Stanford abrazando su cuerpo fornido. Dylan me avisó de que su hermano viajaría desde California hasta aquí para acompañar a su hermano y ahora, lejos de la emoción que es volver a su antiguo instituto y ver a su equipo de la adolescencia, tiene el rostro blanco en una mueca. Se pasa las manos por los ojos verdes y suspira antes de sacar el móvil del bolsillo trasero de sus pantalones.
—¡Cory! —me acerco a él sin aire—. ¿Qué ha pasado? ¿Está bien?
—Naomi. —Intenta sonreír, pero le sale un mohín—. No, no está bien. Le han golpeado en la rodilla.
—¿Cómo es de malo? —pregunto.
Cory no contesta, dibujando una línea recta con sus labios, y me temo lo peor. La ansiedad va creciendo por segundos y el hecho de que creo oír entre tanto jaleo los gritos de dolor de Dylan, no me alivia nada, por no mencionar que esa masa de cuerpos sudada tampoco me facilita el acceso hasta él para verlo con mis propios ojos.
No sé de lesiones de fútbol, pero he escuchado muchas conversaciones entre los del equipo para saber que muchas carreras de profesionales han acabado por sufrirlas, incluso antes de empezarlas. ¿Y si Dylan no puede jugar más al fútbol? ¿Y si su sueño de ir a Stanford con una beca deportiva se está desmoronando frente a sus narices en este preciso instante? Y yo aquí parada, sin poder hacer nada. Me dijo que muchas cosas podían ir mal hoy, pero estoy segura de que a ninguno de los dos se nos ocurrió esto y, mientras tanto, yo le decía que todo iba a salir bien. Soy una mentirosa y ahora mi novio está tirado en el suelo sufriendo las consecuencias de mi mentira.
En ese momento, una ambulancia entra en el campo con las sirenas puestas y dos paramédicos se abren paso con una camilla entre los jugadores, el entrenador y el árbitro, para recoger a Dylan, que se retuerce de dolor con las dos manos en la rodilla derecha. Está pálido y completamente empapado en sudor. Lo suben rápido y con cuidado en la ambulancia.
—Ve con él si quieres —me dice Cory colgando el teléfono después de avisar a sus padres—. Nos veremos allí.
—No, ve tú. Ahora te necesita más a ti que a mí —rechazo—. Cogeré un taxi.
No soy buena novia, soy consciente. Se me olvidan las fechas importantes, soy poco romántica y detallista y no se me da bien consolar a mi novio cuando lo necesita. Así que no puedo subirme a esa ambulancia, arriesgarme a no tener nada bueno que decir y sentir que le estoy fallando a Dylan otra vez. No podría soportarlo, y desde luego que él no se lo merece.
Cory asiente y se sube en la parte trasera con Dylan. La ambulancia cierra las puertas, creándome más angustia al perderlos a ambos de vista, y aún con la sirena encendida, emprenden el camino hacia el hospital. Tengo que coger un taxi de inmediato para intentar estar ahí cuando lleguen.
—Vamos, te llevo.
Hadrien aparece a mi lado, y me quedo mirándolo la décima de segundo que tardo en decidir que tengo preocupaciones más importantes que la de subirme con él a su coche, incluso después de todo lo que ha pasado entre nosotros, que no ha sido poco.
—¿Qué pasa con el partido? —pregunto. Sé que también es importante para él. Ya me dejó claro que el fútbol lo era todo y esta es una buena oportunidad para construir su futuro.
—Que le den.
Le miro fijamente, pero en sus ojos solo hay decisión. Asiento, agradecida, y los dos corremos para reunirnos lo antes posible en el aparcamiento. Él corre a los vestuarios a por las llaves del Cadillac y yo aviso a Poppy, que está apoyada en la barra de las gradas esperando tener noticias. Hace muchos años que dejó de morderse las uñas, pero parece ser que la preocupación por mi novio le ha devuelto el hábito.
—Vamos al hospital. —Es más una orden que una sugerencia, pero ella asiente y se mueve rápido.
En menos de cinco minutos, los tres estamos atravesando las calles de la ciudad a toda velocidad, pero menos de la que me gustaría.
—¿Puedes acelerar, joder?
Estoy temblando y el corazón me va a mil por hora, latiendo tan fuerte dentro del pecho que no estoy segura de que ni Poppy ni Hadrien no lo puedan escuchar. Mis manos están sudando y la pierna derecha, reflejando los nervios que me invaden, golpea el suelo del coche involuntariamente una y otra vez. Necesito ver ya a Dylan, estar con él y saber que está bien.
—Por lo general, me encanta rebasar el límite de velocidad, pero por si no te has dado cuenta, tenemos una patrulla detrás —suelta Hadrien en tono irónico.
—¿Qué me importa la policía ahora? —grito, desesperada—. Solo me importa Dylan.
—¿Te crees que a mí no? —Me fulmina con la mirada.
—¿Sinceramente? No lo sé —respondo, apretando la mandíbula—. Hay varias cosas que me llevan a pensar que no te importa una mierda.
Sé que no es justo lo que digo, pues acaba de renunciar a que los ojeadores le vean jugar y le den una oportunidad de estar en sus equipos solo por llevarme al hospital, pero estoy tan nerviosa y enfadada que no lo retiro.
—Podría decir lo mismo de ti —replica.
El aire escapa de mis pulmones al escuchar sus palabras que se clavan como puñales en mi pecho. Sé lo que está pensando, porque es justo lo que estoy pensando yo de él y tiene razón, pero eso no alivia el dolor que me ha provocado con tan solo cinco palabras. Un daño que estoy segura que él sabía que iba a hacerme y, aun así, eso no lo ha detenido. Disfruta de utilizar a las personas a su antojo y herirlas, es lo que me ha demostrado.
—Maldito cabrón hijo de...
—Estamos todos nerviosos —me interrumpe Poppy—. Vamos a tratar de relajarnos.
Es imposible que me relaje. Es agotador, pero creo que nunca lo he hecho cuando tengo a Hadrien al lado, ni antes y mucho menos después del viaje. Por mucho que lo haya intentado evitar, siempre he orbitado a su alrededor, pendiente de todo lo que decía y de todo lo que hacía, porque hacerlo me daba el control y la seguridad de saber a quién me enfrentaba, la certeza de que no me vería arrastrada hacia él. Pero es justo todo lo contrario lo que ha pasado y ahora me encuentro sumergida en una relación caótica y tóxica que va a acabar conmigo.
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