La idea de exhibirme delante de todo el instituto con una manguera en la mano y una sonrisa falsa en la cara no es que me haga especial ilusión. Pero aquí estoy, en el aparcamiento del instituto, vestida con un uniforme minúsculo de animadora y obligada a participar en el lavado de coches con el propósito de reunir fondos para el baile de fin de mes. No porque sea parte del grupo de animadoras, sino porque la entrenadora, la señorita Lauren, cree que la actividad podría aportar a mis solicitudes a las universidades, sin suficiente variedad en las actividades extraescolares, un nuevo color.
Como si quisiera pensar en ello...
La semana ya está siendo lo suficientemente larga y dura, y lidiar con las clases y mis conflictos internos está dejando mi mente agotada. Por si fuera poco, el lavado de coches significa tener que tolerar a una multitud de personas baboseando mientras escurro la esponja en el cubo del jabón.
Miro a mi alrededor y veo a las otras chicas, todas sonrientes y coquetas, luciendo sus uniformes ajustados y sus pompones. Entre el ruido de los motores y el condensado aire a gasolina, ellas disfrutan de esto, especialmente porque tienen la oportunidad de llamar la atención de los chicos del equipo de fútbol, que también están ayudando en la causa, bien estén lavando o dejando sus coches para que los limpien por un módico precio, que incluye contoneos de cadera y besos lanzados al aire.
—Podrías ponerle un poco de entusiasmo, ¿sabes? —me replica Lindsay, la capitana de las animadoras.
Doy un salto agitando la esponja en el cielo, a grito de "¡Arriba Delfines!", con la mejor sonrisa que me permite mi rostro sin poner una mueca de disgusto. Lindsay simplemente rueda los ojos ante mi sarcasmo y me ordena encargarme del Honda que está aparcado a mi izquierda.
Resignada, cojo el cubo de agua jabonosa y me acerco al coche. El sol del mediodía reluce en su superficie llena de suciedad y sobre los cristales tintados de negro. Empiezo a trabajar con movimientos largos y precisos, enjabonando con el máximo esmero que mi espíritu escolar aguanta.
Entonces, escucho una voz familiar detrás de mí que me sube el ánimo. Me giro y veo a Dylan, sonriendo con su encanto habitual. Lleva una camiseta blanca que resalta su bronceado y unos vaqueros desgastados. Su pelo rubio está ligeramente húmedo por el sudor, pues pese a encontrarnos cerca del otoño, la temperatura es elevada. Ondas de calor ascienden desde el asfalto mojado, provocando pequeños arcoíris cuando la luz los alcanza.
—Hola, preciosa. —Me rodea con sus brazos y deja un beso en mi mejilla—. ¿Sabes lo bien que te ves en ese uniforme? —me susurra en el oído con voz ronca.
Sus palabras, igual que su mirada incendiaria recorriendo todo mi cuerpo, surten inmediatamente efecto en mí y empiezo a sentir cómo el deseo me invade. Entonces lo beso. Lo beso con impetuosidad en medio del aparcamiento y con todo el instituto presente, pero no me importa. Anhelo sus besos por mi cuello, su lengua bailando un vals con la mía, sus manos deslizándose por mis caderas y su fuego uniéndose al mío. Lo quiero todo de él, su ancha espalda, sus torneados músculos y su pecho fornido.
Sé que una parte de mí, inconsciente y desesperada, busca reafirmar lo que siento por él, pero alejo la culpa de mi mente y no nos separamos hasta que la falta de aire nos arde en los pulmones. Me da otro beso casto y suave y coge la esponja para ayudarme a limpiar el coche.
—¿Cómo lo llevas? —pregunta.
—Eso depende. Si te meto la mano en el pantalón, ¿podré encontrar las llaves de tu coche para largarnos de aquí?
Dylan se ríe, pero me dirige una mirada llena de comprensión.
—Sé que no te hace mucha ilusión estar aquí, pero estoy orgulloso de ti por ayudar —sonríe—. Todo sea por el baile.
—Por nosotros.
Podría vivir sin esa noche siempre y cuando estuviéramos juntos. Estoy a punto de volver a besarle —esta vez de manera más comedida, solo por el placer de hacerlo— cuando un bocinazo llama nuestra atención a tiempo de ver cómo el Cadillac azul de Hadrien entra en el estacionamiento y aparca a nuestro lado. Baja la ventanilla con una sonrisa pícara y la música que sale de los altavoces retumba por el espacio, ahogando la suave melodía pop que han dispuesto para el evento. Evito mirarle a los ojos y me obligo a concentrarme en el coche, cuyo capó empieza a estar tan impoluto que me permite ver el reflejo de los dos futbolistas.
—¿Qué haces aquí, tío? Pensaba que ibas a escaquearte.
Hadrien sale del coche y le estrecha la mano a mi novio, que finalmente se convierte en un medio abrazo cuando le da una palmada en la espalda.
—Tenemos algo planeado —le guiña un ojo, cómplice—. Además, no podía perderme el disfrutar de las vistas.
—Qué perro estás hecho —se ríe Dylan.
—En eso estamos de acuerdo, ¿no, Naomi? —dice Hadrien con tono acusatorio, trayendo de vuelta a mi mente la conversación que mantuvimos ayer.
Me doy la vuelta para enfrentarme a él. Un impulso extraño se apodera de mí, muy similar a la rabia, que va escalando por mi cuerpo, —igual que su mirada que tiene la capacidad de desnudarme—, hasta que tiro la esponja al suelo y cojo el cubo de agua entre mis manos.
—Sí, tal vez necesites refrescarte un poco.
Inmediatamente, descargo el cubo sobre su cabeza, provocando que el agua jabonosa se derrame por su pelo hasta escurrirse por su rostro y bajar hasta su ropa que queda completamente empapada. Una vez vacío, se lo lanzo a sus pies, provocando que Hadrien dé un salto hacia atrás. Entonces, elimina el exceso de jabón de sus ojos y su boca, escupiendo, y me mira enfurecido.
Se acerca tanto a mí que puedo oler su colonia y su aliento me roza la nariz haciéndome cosquillas. Mi pulso se acelera.
—¿Qué problema tienes? —me grita, con sus fosas nasales aleteando de rabia.
—Tú, tú eres mi problema, joder —le contesto con el mismo enfado.
Es más alto que yo, así que, para poder mirarle a los ojos, tengo que dar un paso atrás y levantar la cabeza. No quiero que piense que me intimida por retroceder, así que endurezco la expresión de mi cara y cruzo los brazos sobre el torso, desafiándolo.
Sus ojos negros se mantienen fijos en los míos, pero no pronunciamos nada más en voz alta, enzarzados en una pelea silenciosa que parece gritar mil cosas. Su mirada aún arde de furia, pero también detecto un rastro de incertidumbre.
Con el rabillo del ojo puedo ver cómo los curiosos se van acercando, formando un círculo, pero antes de que la tensión aumente y la cosa se vuelva peligrosa, Dylan, incómodo y desconcertado por la tensión que hay entre nosotros, me aparta de Hadrien a estirones, alejándome del centro de atención.
—¿Qué coño pasa entre vosotros? —cuestiona una vez estamos solos.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Porque le acabas de tirar un cubo de agua sucia a la cabeza. Si detrás de eso no hay un motivo razonable, no sé dónde lo puede haber.
La relación entre Hadrien y yo nunca ha sido la mejor, pero nunca habíamos llegado a estos extremos. Pese a sus comentarios llenos de deseo que buscaban provocarme, siempre habíamos mantenido la distancia. Al menos, hasta que nuestro viaje de verano lo cambió todo.
Ahora hay mucho en juego. Mi relación con Dylan, mis sentimientos, la atracción innegable que hay entre Hadrien y yo... He estado intentando negarla durante tanto tiempo, que ahora me está explotando en la cara.
—Tu amigo es un capullo —digo finalmente, como si eso lo explicara todo y esperando dar por cerrada la conversación, pero Dylan no lo deja pasar.
Retomo la marcha a ningún lado en particular. Solo quiero alejarme lo máximo posible de Hadrien O'Connell, tal y como indica mi primera regla y la cual debería esforzarme por cumplir.
—Estoy seguro de que ahora mismo está pensando lo mismo de ti. ¿Vas a decirme a qué ha venido eso?
Está a un solo paso por detrás de mí, así que cuando me paro abruptamente y me giro hacia él, chocamos, pecho contra pecho. Eso no hace más que alimentar la rabia que estoy sintiendo. La pasión que he sentido minutos antes se ha evaporado de un plumazo.
—¿De qué lado estás? —encolerizo.
—No estoy de parte de ninguno, preciosa, solo intento entender qué está pasando —aclara, con calma.
—¡Pues deberías estar del mío!
Dylan entrecierra los ojos, entre dolido y confundido.
—Sabes que eso no es justo, Naomi.
Suspiro y cierro los ojos, buscando relajarme. Soy consciente de que tiene razón y que no ha tenido la intención de herirme con sus palabras que solo apelaban a la razón, pero mi instinto me dice que tengo que protegerme, que tengo que salir de aquí.
El desconcierto me invade mientras intento escapar y miro a mi alrededor. He estado tan cegada que no siquiera reconozco el aparcamiento que atravieso todos los días para entrar al instituto. No reconozco a Dylan. No reconozco a Hadrien. No me reconozco a mí. Y la realidad es que hay algo que ha cambiado.
Algo ineludible.
Algo que, por mucho que negara su existencia, es probable que siempre haya estado ahí.
La palabra "PELIGRO" empieza a parpadear en mi mente como si de un cartel luminoso de un hotel de carretera de mala muerte se tratase.
—¿Dónde vas, Naomi? —me pregunta Dylan cuando giro la esquina.
No le contesto. No busco hacerle creer que estoy enfadada con él y mucho menos prolongar su sufrimiento, pero es que ahora mismo no tengo una respuesta.
Estamos en la pared oeste del instituto, a unos pasos de la manguera en la que estamos llenando los cubos para el lavacoches. Una idea atraviesa mi mente, como si así pudiera ahogar todo lo malo.
—¡Naomi!
En cuanto vuelve a gritar mi nombre y traspasa la esquina siguiendo mis pasos, yo ya estoy al lado del grifo que abre el agua. Cojo la manguera entre mis manos como si de un arma se tratase y le apunto con ella, lista para disparar.
—Oh, no, ¿qué vas a hacer? —se alarma al verme.
Saco mi mejor sonrisa, esa que precede al saber que estás haciendo una maldad y, aun así, eso no te detiene. Con un solo movimiento de mano, abro la llave de paso. Noto el agua vibrar a través de la manguera de plástico verde, abriéndose paso hacia el exterior donde, con fuerza, arrolla a Dylan.
Un grito agudo escapa de entre sus labios cuando el impacto del agua fría le empapa de arriba a abajo. Se cubre el cuerpo con las manos, como si así pudiera evitar la presión del chorro. Cuando ve que su improvisado escudo no le va a servir de nada, sale corriendo lejos de mí. Ingenuo... Le persigo, negándome a dejarle escapar, pero antes de escuchar cómo la manguera llega al tope, noto como esta me impide avanzar un paso más, casi tirándome al suelo ante la inercia del impulso. No me doy por vencida, sino que estiro como si así fuera a crecer cinco metros. Al final, lo único que consigo es que se rompa y el agua empiece a fugarse por distintos puntos.
Chillo en cuanto me roza, provocando que suelte la manguera y me aleje de ella para evitar sus agujas congeladas. En ese momento, sin verlo venir, Dylan me abraza por la espalda y me empuja directamente hacia la lluvia artificial que provocan los chorros disparados hacia arriba.
El agua empieza a recorrer nuestro cuerpo y a deslizarse sobre nuestra piel. El frío ya no me impacta, sino que es sustituido por el calor que me produce estar entre los brazos de mi novio y ver cómo el líquido va empapando su camisa blanca. Las vistas que me deja ver la transparencia de esta me hacen desear ser esas gotas y peregrinar sobre su pecho. Él parece desear lo mismo cuando posa sus manos a la altura de mis costillas, pero, repentinamente, empieza a hacerme cosquillas y todo el arrebato es sustituido por las risas enérgicas que los dos soltamos. Intento escapar de su agarre hasta que me las acalla de golpe con un beso lleno de pasión y de dulzura, todo lo que es él.
Enrollo mis dedos entre su pelo mojado y lo acerco más a mí, intentando cubrir una distancia que ya no existe. Dylan tiene la capacidad de hacer que se me olviden todas mis preocupaciones. Es esa luz que me ilumina en medio de la oscuridad. El que me infunde calma en medio de la tempestad y me ofrece un salvavidas cuando estoy cansada de remar.
Cuando se separa de mí, me aparta un mechón húmedo de la cara y lo deposita detrás de mi oreja. Sonríe y mi capacidad de pensar queda reducida a la nada.
—Sea lo que sea que está pasando, puedes contar conmigo, ¿vale?
Un pinchazo me sacude el pecho. Tal vez ahora sería un buen momento para contarle la verdad, decirle que fue un error que cometimos y que no va a volver a suceder.
—No es nada —miento—. Tú mismo lo dijiste, tenemos una relación complicada y a veces pasa por baches. Hadrien sabe bien cómo sacarme de mis casillas.
—Sí, bueno, eso es propio de él —se ríe y cambia de tema—. ¿Qué te parece si nos distraemos con la broma de último curso que tenemos preparada?
Una curiosidad infinita ilumina mis ojos acompañando su sonrisa sexy y maléfica.
—¿Qué tenéis planeado?
Cerramos el grifo para que el agua deje de salir a borbotones y me coge de la mano para volver al aparcamiento, donde el lavado de coches sigue sucediéndose con normalidad. La gente nos mira, intrigados por nuestro aspecto mojado o por la pelea que antes he protagonizado. Tal vez por ambas cosas.
Nadie dice nada, ni siquiera Hadrien cuando pasamos por delante del Cadillac. Está apoyado en la puerta del conductor junto a Troy y no lleva puesta la camiseta, dejando a la vista sus pectorales y poniendo de relieve, ante la mirada lujuriosa de todas las chicas, su escultural cuerpo propio de un dios griego. Tiene el pelo mojado y desordenado a causa de mi arrebato, y de sus mechones negros, todavía caen gotitas hasta deslizarse por su cuello. Las observo fascinada, hasta que el recuerdo de lo que pasó en las duchas resurge con fuerza y me hace soltar un respingo.
En ese momento nuestras miradas se cruzan y la determinación que veo en sus ojos me asusta y me excita a partes iguales. Me muerdo el labio inferior y me obligo a apartar la mirada. Tengo que olvidar lo que pasó y resistir la atracción magnética y prohibida que me empuja hacia él.
De pronto, Dylan suelta mi mano y acabamos frente al maletero. Después de cerciorarse de que nadie mira, como si lo que estuviera escondiendo en su interior fuera un cadáver, lo abre. Para mi sorpresa, hay varios botes de pintura de diversos colores: rosa, amarillo y azul y, al verlos, no hace falta que me expliquen su plan.
Igualmente, Dylan lo hace. Abre el primer bote y me enseña los globos que hay en su interior llenos de tinte.
—Es pintura lavable, basta con un poco de agua para que se vaya. Por eso habíamos pensado arrojarla a los coches y a las animadoras. Ya sabes, para darle un poco de color al asunto —se ríe.
Ya estoy deseando empezar cuando me imagino las reacciones de nuestras pobres víctimas. Justo en ese momento, como si me hubieran leído la mente, otro coche del equipo aparca a nuestro lado y abre también el maletero, dejando a la vista más cubos de pintura.
—¿Listos, chicos?
Nos reunimos en un círculo para cargarnos de provisiones y a la cuenta en alto de tres, los once jugadores del equipo de fútbol americano y yo salimos corriendo, arremetiendo contra los vehículos aparcados y las chicas encargadas de limpiarlos. Las animadoras empiezan a chillar y a correr en busca de refugio, pero somos imparables como una tormenta. El resultado es un completo estallido de colores y risas por nuestra parte. Por otro lado, los gritos de angustia y de enfado de nuestros blancos se convierten en música para mis oídos, tanto que tengo ganas de seguir creando más caos.
—¿Qué os parece si sumamos una broma al entrenador? —pregunto maquiavélicamente una vez nos hemos quedado sin globos.
El dolor de hombro habrá desaparecido con el paso de los días y después de una buena dosis de analgésicos, pero prometí vengarme de él y este es el día.
—¿Qué tienes pensado? —pregunta Dylan.
—Bueno, ¿sabéis dónde vive? —continúo una vez asienten—. En ese caso, primero tendremos que hacer una parada en el supermercado —añado.
Tampoco hace falta explicar mi idea para ponernos en marcha. Nos repartimos en tres coches y yo me subo al de Hadrien con Dylan y con Troy, de camino a nuestra próxima travesura. Paramos en la primera tienda más cercana y compramos una cantidad considerable de huevos y papel higiénico antes de terminar aparcados frente a la casa pequeña con porche del entrenador. La miramos atentamente, preparándonos para lo que vamos a hacer.
—Como nos pille, nos va a hacer tragar barro durante el resto de la temporada —comenta Troy.
—Si os pregunta, decid que han sido los del Whitmore —me encojo de hombros para restarle importancia—. Una broma por el primer partido del año, como la de fin de temporada.
Poco a poco, vamos saliendo de los coches con las manos cargadas. No nos acercamos a la vivienda, si no que nos quedamos al otro lado de la calle, frente a nuestros coches con las puertas abiertas por si hay que salir por patas; al fin y al cabo, estamos cometiendo un crimen de vandalismo y, tratándose del entrenador Ramírez, voy a añadir otro de odio hacia su persona y su silbato.
—¿Haces los honores? —Dylan abre la caja de cartón de los huevos y me tiende uno.
—Encantada.
Con toda la fuerza que tengo en mi brazo derecho dominante, arrojo el huevo que vuela a través de la carretera y se estampa contra la puerta principal con un sonido hueco al romperse. El líquido naranja y viscoso se derrama por la superficie de madera hasta llegar al suelo con las cáscaras.
—¡En el blanco!
Después del primer lanzamiento, una lluvia incesante de huevos y papel higiénico aterriza en la fachada de la propiedad, nuestros gritos de júbilo y venganza opacando la canción de Drake que suena desde una de las radios. Al cabo de varios minutos, la vecina del profesor Ramírez se asoma por la puerta de su casa.
—¡Niños insolentes! —farfulla—. Marchaos antes de que llame a la policía —grita.
—Métase en casa, señora, o la próxima víctima será usted.
La señora mayor, tras dudar un momento, se mete en casa indignada y asustada y nosotros continuamos echando a perder la casa del profesor Ramírez. No me quiero ni imaginar la furia que estallará en él cuando la vea y me compadezco de la pobre persona que pase por delante en el momento equivocado, pues para ese instante, nosotros ya vamos a estar muy lejos de aquí.
Las sirenas de policía se empiezan a oír a través del tráfico de la ciudad. Esa maldita vieja ha debido cumplir con su amenaza cuando las escuchamos girar en nuestra dirección.
—¡Hora de irse!
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