🍎10. El karma se las cobra con un pato pervertido
Hay tres razones por la que nunca me podría enamorar de Hadrien O'Connell:
No sabe lo que es el amor. No podría confiar en él. No es Dylan Smith.
Enamorarse de Dylan, en cambio, es tan fácil como respirar. Tan natural como saber que en los días hay sol y en las noches lunas. Tan automático como parpadear y tan ineludible como el destino por muchas razones.
La "Guía de adjetivos para buenas personas" (si es que tal cosa existe) se queda corta al hablar de él. Es encantadoramente sexy. Nunca me haría daño.
Y, hasta hace poco, nunca creí que yo le haría daño a él. Parecía algo inconcebible —y puede que lo siga siendo— y, sin embargo, con la discusión de esta mañana con Hadrien todavía latente y la muy desacertada pregunta de Poppy revoloteando por mi mente, tengo que obligarme a concentrarme en mi relación con Dylan y enmendar mi error. Solo debo buscar el momento correcto para contarle lo que pasó y podré cerrar este capítulo oscuro de mi vida y seguir adelante.
No obstante, pensarlo y hacerlo son dos cosas totalmente diferentes. El miedo a su reacción, a que pueda ser el final de lo que hemos construido durante casi un año me paraliza. ¿Y cómo podría reprochárselo si tomara la decisión de terminar? Si yo sería la causante de su dolor.
—¿Estás bien, preciosa? Te noto distraída.
Sentados en el césped del parque, con el sol de las últimas horas de la tarde dando un aspecto dorado a su pelo y a sus ojos, Dylan me mira preocupado, su voz sacándome de mi ensimismamiento. Consigo esbozar una débil sonrisa, decidida a crear un buen recuerdo, aunque sea el último, antes de que el inminente espectro de la traición altere para siempre nuestro mundo.
—¿Qué tal si me cuentas cómo te fue con la señorita Pittsburg? —le digo, recordando su charla con la orientadora del instituto.
—Hablamos de la Universidad de Stanford. —Dylan me mira y estudia mi expresión, como si buscara alguna señal a la que atenerse, como si con ella pudiera decidir su futuro.
Trato de mantenerme impasible, aunque el pensamiento de que se aleje de mí me azota otra vez estrujándome el pecho, y le animo a que siga hablando.
—Al ser una universidad privada, entrar en Stanford cuesta de media unos doce mil dólares y el porcentaje de admisión es de un 4,7%... Sin la beca deportiva, no sé si tendré muchas posibilidades para estudiar allí.
Los Smith no es que sean ricos, pero, sin duda, se trata de una familia acomodada que dirige con éxito un negocio y que han podido permitirse los lujos de cumplir sus caprichos, pero entiendo lo que dice. Los números son abrumadores y, aunque Dylan me dijo que había estado mirando otras universidades cerca de casa, sé que en realidad nunca han sido una opción. Que ahora tengan que pasar a serlo de verdad, renunciando así a su sueño, no es algo que le haga especialmente ilusión.
—Bueno, en ese caso no tienes de qué preocuparte, porque vas a triunfar en el partido del sábado y los ojeadores te van a conceder esa beca sin dudarlo —sonrío, totalmente convencida.
Pero él no parece tan confiado como yo y me duele verlo dudar así. La confianza en sí mismo, sin llegar a ser creído, siempre ha sido una de sus mejores cualidades y de las más atrayentes.
—No sé, preciosa, muchas cosas pueden salir mal ese día... —tuerce la boca.
Atrapo su rostro entre mis manos y hago que clave su mirada verde sobre la mía, tratando de imprimir toda la honestidad y la fuerza en mis palabras.
—Y muchas pueden salir bien. Confío en ti y sé que lo vas a hacer lo mejor posible, como has hecho siempre, porque no hay otra manera en que Dylan Smith haga las cosas. Vas a demostrar quién eres en ese campo y allí tendrás a tu equipo, apoyándote —hago una pausa—. Además, recuerda nuestro lema: «Surcando las olas con audacia, delfines listos para conquistar». Y tú hace mucho tiempo que conquistaste mi corazón, Dylan Smith. Lo harás también con cualquier ojeador que venga a verte.
Sonríe, esa sonrisa que tanto me encanta, y sus labios se encuentran con los míos en un beso suave y lleno de amor. Un revoltijo de mariposas llena mi estómago y me dejo caer sobre su pecho, extasiada, mientras la suave brisa de finales de verano nos acompaña. Enseguida me envuelve en un abrazo.
—A veces me pregunto qué he hecho para merecerte —dice, dándome otro beso en la sien.
La culpa vuelve a hacer estragos en mi mente, pero no es ni la mitad que la certeza de saber que yo nunca me lo he merecido. Mucho menos ahora.
—Te quiero, preciosa.
—Te quiero —susurro y trago saliva—. Echaba de menos estar así contigo. Con el verano por medio, la presión de volver a clases, los entrenamientos...
No pretendo decirle que hay algo que ha cambiado entre nosotros, porque aún me niego a pensar que es así. Dylan sigue siendo la persona carismática y el novio cariñoso que ha sido siempre y yo sigo enamorada de él, pero tengo claro que hay algo roto que tengo que arreglar. Ya no por mí, sino por él.
—Sí, yo también. Sabes que no hay nada que desee más que estar contigo. —Vuelve a darme otro beso—. Pero se nos va a acabar el tiempo del alquiler de las bicis como sigamos aquí tirados.
—Pero es que se está muy bien entre tus brazos —reniego con un puchero, rehusándome a soltarle.
—Vamos, levanta, perezosa.
—Así que perezosa, eh... Una carrera —le reto—. Quien gane, puede pedir al otro lo que quiera.
Le guiño un ojo, dándole un tono pícaro a mi sugerencia, lo que le motiva a seguirme con entusiasmo. Motivada, me coloco de nuevo el casco y cojo la bicicleta que está tumbada a un lado de la acera. Dylan todavía no se ha hecho con ella cuando yo ya empiezo a pedalear lejos de él.
—¡Eh, espera! ¡Aún no me has dicho hasta dónde, tramposa!
Aiva, pues es verdad, se me ha olvidado ese detalle.
—¡Tú pedalea! —le grito.
Voy en cabeza, pero la incomodidad del sillín clavándose en mi trasero y la falta de ejercicio hacen que mis piernas enseguida se resientan ante el esfuerzo sobrehumano que estoy haciendo, y soy consciente de que estoy bajando la velocidad cuando Dylan está a punto de adelantarme por la izquierda. Casi dejo que lo haga para disfrutar la vista que me proporcionan sus pantalones cortos. Con ellos puedo ver desde atrás el bien definido músculo de sus gemelos contrayéndose cada vez que pedalea y me encantaría comprobar si es capaz de partir una sandía con él. La boca se me hace agua solo de imaginarlo.
Entonces la escucho. Escucho la canción de mi infancia y la canción que más feliz me ha hecho en toda la vida.
¡HELADOOOOS!
Me relamo los labios. Esa va a ser la meta.
Mis piernas vuelven a dar todo de sí con ese incentivo añadido y empiezo a pedalear tan rápido que de hecho creo que estoy flotando y que las ruedas han dejado de tocar el pavimento.
—¡Abran paso! —grito cada tres segundos esquivando a los viandantes de la plaza.
Escucho cómo la canción se aleja por la carretera e intento ir más rápido, pero entonces mis pies ya no se apoyan más en los pedales y lo sé: he perdido el control. Intento cambiar la dirección de la bicicleta con el manillar antes de atropellar a una pareja de ancianos que no ha oído mis gritos poseídos y lo siguiente que sé es que voy cuesta abajo en una colina hasta el sucio estanque de patos. Antes de poder reaccionar, caigo al agua más bien verde y me sumerjo junto a la bicicleta de la que, al cabo de un segundo, solo se puede ver la rueda trasera.
Saco la cabeza escupiendo agua y me froto la lengua con los dientes como si así pudiera eliminar el mal sabor de boca. Luego me llevo una mano al hombro malherido, intentando aplacar el dolor de un nuevo pinchazo.
Varios segundos después, con un frenazo que lanza piedras y tierra al agua, Dylan se detiene frente al estanque, desconcertado pero divertido.
—¿Naomi? ¿Qué haces ahí?
Intenta no reírse, pero no lo consigue y se desternilla a gusto. Yo también me reiría si pudiera verlo con el pelo totalmente mojado y aplastado, con el maquillaje creando surcos violetas y negros en su cara y con la ropa pegada al cuerpo y rezumando olor a anfibio. Pero dado que soy yo la que está en esta situación, es difícil verle la gracia.
—Quería dar de comer a los patos, ¿no te fastidia? —respondo irónicamente, fulminándole con la mirada.
Como respuesta, las aves empiezan a graznar y a batir sus alas. O están enfadadas por invadir su terreno o la idea de comer les ha cautivado tanto que se han convertido en caníbales y han visto en mí una gran fuente de alimento.
—¿Y ahora qué haces? —pregunta, estallando en carcajadas.
—¡Me está mordiendo, Dylan! —grito, revolviéndome de un lado a otro.
Creo que es la segunda opción. Empiezo a sacudir los brazos por el aire y por el agua, que me cubre poco más de por encima de la cintura, e intento escapar del comportamiento agresivo de las aves.
—¡Auuu! ¡Haz algo! —le grito a Dylan, que sigue parado en la orilla sin dejar de reír.
La escena, viéndola desde fuera, debe de ser de lo más divertida, pues varias personas empiezan a congregarse alrededor con los ojos fijos en mí. Me parece ver los flashes de varios teléfonos móviles.
—Patito, patito —Mi novio empieza a canturrear y a silbar chasqueando los dedos.
—¡Dylan! ¡Que es un pato, no un perro, por el amor a los cerdos!
Nunca pensé que diría esa frase y mucho menos que me vería envuelta en una situación similar. ¡Es de locos! Mientras yo intento avanzar sin demasiado éxito hasta la orilla del estanque para que no me asesine un ave a sangre fría, Dylan sigue silbando intentando llamar su atención sin ningún resultado. Cada vez que intento dar un paso, un nuevo picotazo marca mi cuerpo.
—¡Sal ya de una vez! —se exaspera.
—¿Te crees que estoy aquí por puro placer, tonto del culo? ¡Esta pata me está acosando!
Una idea, que podría sacarme de aquí, empieza a brillar en mi mente. ¿Se puede ahogar a un ave acuática?
—¿Cómo sabes que no es un pato? Igual busca un poco de cariño —se ríe.
La risa de Dylan, por lo general, me produce cosquillas en el estómago, sin embargo, ahora me crea el deseo de estrangularlo. Le fulmino con la mirada y me prometo a mí misma que, si llego a salir de aquí, me las va a pagar.
No preveo que las cosas se vayan a complicar todavía más cuando un policía de mediana edad entrado en carnes se detiene frente al estanque, clavando sus ojos pequeños en los míos con acusación. O quiere un autógrafo debido al protagonismo que estoy adquiriendo por mi espectáculo o estoy metida en problemas.
—Señorita —me llama la atención, con el reproche tiñendo su voz—. Está prohibido bañarse en el estanque y arrojar objetos al agua. —Me señala un cartel con esas mismas prohibiciones, además de la de no dar de comer a los patos, remarcando la evidencia de que estoy metida en un lío—. ¿Puede salir, por favor?
El futuro abogado sin problemas con la ley que coincide con ser mi novio y que mira la escena, divertido, parece darse cuenta de la seriedad del asunto y tiene el detalle de ocultar su boca tras una mano para disimular su risa, como si no supiera que le he hecho pasar la mejor tarde de su vida. Misión cumplida, supongo.
—¿Me da un minutito? —Esbozo mi sonrisa más inocente tras apartarme el pelo que apesta de la cara.
—Por favor, señorita, salga inmediatamente —se impacienta.
—¡Que ya va! ¡Santo cielo! Más quisiera yo. —Doy un manotazo más al agua y consigo que el pato/pata se aleje unos centímetros—. Mira, estúpida ave endemoniada, si me dejas salir de aquí, te prometo que no volveremos a vernos las caras. Tú podrás seguir con tu vida y yo con la mía tanto como mi dignidad me lo permita —negocio con elle.
Lanza un graznido, más parecido a un rugido feroz, y vuelve a lanzarse sobre mí. Me cubro con los brazos soltando toda clase de improperios. Creo que no le ha gustado lo de «estúpida ave endemoniada», pero alguien debería decirle que la verdad duele.
—¡Salga ya!
Le lanzo una mirada fulminante al policía antes de volverme a encarar con el pato.
—Eres dura, eh. Pero ¿sabes qué? Yo también, y como me vuelvas a picotear, te arranco las plumas una a una y me hago una bufanda. ¿Entendido? —le amenazo y, sin esperar un cuac por su parte, empiezo a moverme por el agua asquerosa y llena de bichos, como si no tuviera suficiente con este olor a cloaca.
Arrastro mis pies por el barro, impulsándome con los brazos y luchando por no hundirme, cuando por fin vuelvo a estar en tierra firme. Tengo las manos y las rodillas manchadas de lodo, la ropa pesada pegada al cuerpo y el pelo chorreando. Me lo escurro y con un suspiro intento eliminar los estragos de la humillación de mi cuerpo.
No obstante, el agente, sin querer concederme un momento de respiro, se acerca hasta a mí. Dylan le sigue de cerca los pasos, con una sonrisa todavía asomando en sus labios. No puedo evitar sonreír también, pero esta desaparece de mi rostro cuando escucho las siguientes palabras del oficial.
—Voy a tener que multarla —dice; a continuación, saca su libreta rosa del bolsillo y empieza a escribir en ella.
—¡¿Qué?! ¡Ha sido un accidente, señor agente!
Suena a excusa barata, lo suficiente para que no escuche mis palabras y me pida mis datos personales. Me cruzo de brazos, negándome a dárselos, hasta que cedo a su insistencia y termino por proporcionárselos a regañadientes. Total, si no la acepto no sirve, ¿no? Arranca la hoja de la multa y me la tiende, mientras sopeso las oportunidades que tengo de salir corriendo y escapar sin que me persiga hasta casa.
La multa sigue en alto y el policía empieza a impacientarse. Dylan la acaba cogiendo por mí, intentando aplacar la incomodidad que reina en el ambiente, y me veo obligada a arrancársela de la mano con un gruñido. Miro la cifra y mis ojos se abren de par en par, arrancándome un jadeo de sorpresa e indignación.
—¡¿500$ por un maldito accidente?! ¡Esto es un atraco! ¿Se ha vuelto loco? No pienso pagar esta mierda —me irrito y pretendo devolverle el papel.
Dylan me da un codazo en las costillas que hace que me tambalee y que retire el brazo que le he extendido al guardia.
—Cállate o te volverá a multar —murmura entre dientes.
—Haga caso a su noviecito si no quiere que multiplique esa cifra —me amenaza el policía.
Por su cara sé que está deseando que rechiste e, impulsiva como soy, no me faltan ganas de hacerlo, pero Dylan me coge la mano y me da un leve apretón de advertencia. Sabe exactamente lo que estoy pensando y que, con toda probabilidad, acabe ganando una visita a los calabozos, así que me muerdo la lengua, respiro profundamente para contenerme y pienso bien qué decir.
—Gracias por sus servicios, señor agente... —le dirijo mi sonrisa más falsa y me guardo mis pensamientos malintencionados para mí misma.
El guardia, satisfecho, se retira lamiéndose los dedos y Dylan y yo nos quedamos solos una vez que nuestro público ha perdido interés y empieza a retirarse.
—¿Estás bien, preciosa? —pregunta mi novio al cabo.
—No, no estoy bien. Creía que me iba a convertir en el primer ser humano en la historia en morir ahogada por patos.
Dylan se compadece de mí a pesar de mi dramatismo y está a punto de rodearme con sus brazos, pero en el último segundo se arrepiente. No hace falta que siga el rumbo de su mirada para adivinar por qué. Estoy hecha un asco y ahora mismo no debo de ser nada atractiva a ojos de mi novio. Aunque decido utilizar eso a mi favor. ¿Acaso no he dicho que me las iba a pagar?
Abro los brazos extendiéndolos hacia él con las mejores de mis sonrisas. Él pone una mueca de horror en cuanto comprende qué estoy haciendo.
—Oh, no, ni se te ocurra acercarte a mí, Naomi Brown —me señala con un dedo, advirtiéndome, como si así pudiera detenerme.
—Dame un abrazo, cariño —pido, con un brillo de malicia brillándome en los ojos.
—Aléjate de mí.
Me acerco más a él y empieza a correr en círculos, intentando escapar de mi agarre que busca compartir las consecuencias de mi chapuzón.
—Si me abrazas así y oliendo a pato, olvídate de mí, Naomi —bromea.
Una parte de mí, inconsciente y culpable, reacciona a sus palabras como si fueran parte de una sentencia y, la sola idea de tener que renunciar a él y olvidarle, me parece imposible. Al fin y al cabo, nunca se olvida el primer amor. Deja en ti una huella imborrable, resistente al paso del tiempo y a cualquier distancia.
Es como si, con cada uno de sus besos y caricias, Dylan hubiera tatuado mi ser y mi alma con su nombre. Cada recuerdo, cada mirada, son fragmentos de un rompecabezas que conforman mi historia y estaría incompleta, a punto de derrumbarse, si intentara arrancar cualquiera de esas piezas. Dylan forma parte de mí, aquí, ahora y siempre, más allá de mis errores y de lo que sea que el futuro nos tenga deparado.
No me doy cuenta de que he frenado mi carrera con el semblante taciturno hasta que Dylan, conciliador, acorta la distancia entre nosotros.
—Lo siento, preciosa, sabes que no quería decir eso.
Intento olvidar sus palabras y aprovecho que está un paso más cerca de mí para abalanzarme sobre él. Totalmente desprevenido, la fuerza de mi embate nos lanza sobre el césped, arrancándonos varias carcajadas cuando le restriego mi pelo mojado por la cara. Entonces, es como si el mundo entero desapareciera y solo estuviéramos los dos, solos. Sonríe, esa sonrisa que siempre logra que me derrita, y no puedo evitar atrapar ese gesto entre mis labios. Cierro los ojos y procuro imprimir en ese beso lo mucho que le quiero.
En un breve instante, mientras mis labios aún conservan el sabor de su beso y el sol acaricia nuestros rostros, las palabras de Dylan rompen el hechizo, justo cuando empezaba a pensar que nada ni nadie podría estropear este momento mágico y de conexión.
—Tienes una herida en el labio —me dice rozándome el afta con el pulgar.
Hadrien.
Como una bola demoledora, todos los pensamientos, todos los recuerdos que había logrado reprimir durante toda la tarde, inundan mi mente como un tsunami, dejando a su paso estragos en forma de Hadrien, sus caricias y sus besos.
Carraspeo y me levanto, poniendo distancia entre los dos para mantener el secreto solo un poco más.
No puedo hacerle daño, no así. No a él.
—Oh, me mordí cuando me caí ayer de la pirámide —miento.
—¿Sabes que tu torpeza me parece encantadora? —sonríe, ajeno a todo, levantándose del suelo y espolsándose los pantalones cortos.
—¡No soy torpe! —me quejo, indignada—. Solo tengo un imán para los golpes y las caídas. —Dylan enarca una ceja, divertido—. ¡Es algo científico! No sabes lo difícil que es vivir con ello.
Dylan se ríe y, tras mirar el reloj, va a por su bicicleta que se ha quedado tirada frente al estanque, ahora en calma y reflejando los rayos de luz sobre su superficie. La mía se ha sumergido bajo el agua y ya no hay rastro de ella. Por supuesto, no se me pasa por la cabeza volver a entrar para buscarla.
—Vamos a devolverla, anda, torpe. Creo que vamos a tener que dar muchas explicaciones.
Me pongo tensa cuando escucho un graznido y me giro para mirar al pato, que claramente se sigue burlando de mí. Le saco el dedo corazón, como si así pudiera dejarle claro que yo tengo el poder, y me alejo con Dylan de camino al stand de alquiler de bicicletas.
Cuando llegamos, recurro al humor para explicarle al hombre de detrás del mostrador la horrible experiencia que he vivido y que detalla el motivo de que solo le estemos devolviendo una bici, pero a este no le hace ninguna gracia que haya puesto a remojo el objeto de su negocio.
—Serán 300$ de multa.
¡¿Otra multa?!
Estoy a punto de dar un grito al cielo cuando me muerdo la lengua.
No puedo decir que no me lo merezca. El karma sabe jugar sus cartas y esta vez yo he perdido la partida.
Solo espero no perder nada más.
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