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LIBRO I. CASTILLO DE MENTIRAS

Desde lo alto de una de las baldas de heno de la caballeriza de la hacienda Aurora, Sylvana D'Angelo intenta terminar la serie de bocetos que han consumido la mayor parte de su atención este verano.

Su cabellera castaña oscura apenas puede mantenerse sujeta por la colección de cintas que Abi, su asistenta, ha colocado con tal de que las dos trenzas parezcan holandesas y no un amasijo de pelo que se riza en las puntas.

Su inminente fiesta de cumpleaños es la razón por la cual se han trasladado a la hacienda cuando deberían estar en Italia, donde su padre es propietario de varios viñedos.

Sylvana compone un mohín cuando un ruido interrumpe su hora dorada. La única manera de escapar de la atención de sus asistentas y de los lloriqueos de Verónica, es recluyéndose en aquel insólito sitio.

Así que no puede comprender quién osa invadir su lugar secreto hasta que un destello castaño queda visible bajo la pila de heno en la que está sentada.

Andrew Heavenhill, alto y elegante como un idílico príncipe de la aristocracia inglesa consigue entrar en su campo visual y por lo visto se ha traído compañía.

—¿Estás seguro que nadie podrá vernos aquí? Tengo miedo que nos pillen, Drew.

Bea Calavaro, una de las tantas chicas que solían cercar a aquel idiota, fingió una inocencia de la que hasta Sylvana carecía.

Aún cuando estuviera cerca de cumplir los quince años y ellos estuvieran sobre los diecinueve, la heredera mayor de los D'Angelo podía sumar dos con dos para poner sobre Andrew el hecho de que se aprovechaba de las cabezas huecas que alcanzaban pasar las vacaciones en Aurora.

—Estamos seguros, preciosa. Además… ¿Acaso no confías en mí?

Sylvana imitó el gesto de quien se provoca un vómito. En la última semana había tenido que ser testigo omnisciente de los escarceos amorosos de él. Por lo general solo se basaba en besos pasados de tono y lo que Abi decía que se llamaba "manoseo."

Pero igual le seguía sonando repugnante a ella, ver cómo después de todo aquello, Andrew padecía de amnesia y se dirigía hacia la próxima conquista como si tuviera que tachar los nombres de una lista imaginaria para probar que sería un futuro semental.

—Por supuesto que lo hago, después de todo eres un Heavenhill.

Escuchó la voz profunda de Bea y no pudo contenerse de poner los ojos en blanco. Luego todo se desarrolló como parecía ser la norma entre los chicos mayores.

El sonido de los besos y caricias ilícitas en las que las manos de él se perdían debajo de la minifalda de ella se confundieron con el suave murmullo de los animales que estaban en las cuadras. Sylvana negó casi con diversión antes de volver a dibujar.

Andrew no tenía remedio y ella era demasiado madura para su edad. No podía negar que el chico era atractivo, con pómulos esculpidos a la clásico y aquellos ojos grises que a veces daban la impresión de recrear la resaca en el mar, bien debería estar en la página de algún catálogo de moda masculina para jóvenes con pintas de problemáticos.

Todo lo que su futura identidad como mujer no quería. Suficiente era haber nacido en una familia apegada a las tradiciones mediterráneas y por si fuera poco perder a su madre cuando Verónica solo tenía cinco años.

Quizás por eso se sentía más mayor que la propia Bea o todas aquellas chicas empeñadas en llamar la atención de la población masculina, y en el peor de los casos, pescar un marido viejo que les cumpliera sus caprichos.

Sylvana no se engañaba. Detrás de toda la pantomima social, los tratos en su mundo se sellaban con sangre y mentiras. Ella había sido testigo de las noches en que su madre se encerraba en su habitación con Vero en brazos, y le pedía que no hiciera ruido mientras papá recibía a "las visitas."

Ellos no eran más que un corredor para los peces gordos, aún cuando pudieran ostentar de propiedades como Aurora o los viñedos en Italia. Solo se situaban cerca de la cadena alimenticia y Sylvana tenía muchas veces la impresión de que aquel accidente donde su madre pereció no había sido tan fortuito.

Después de todo, su padre solía decir que en su mundo un favor valía más que millones dedólares en la al cuenta.

Aquella línea de pensamiento fue sacudida por un sonido mitad grito mitad aullido. Sylvana se masajeó las sienes. Maldita sea con el tarado de Andrew. No le bastaba montárselo en aquel sitio, ahora además de sus oídos tenía que traumatizar sus ojos.

Rehusándose a ser testigo de aquel espectáculo, cerró el cuaderno de dibujo donde su serie de diseños inspirados en las novelas de Jane Austen seguía sin terminar.

Estaba comprobado que esa tarde no podría avanzar más allá del progreso actual mientras Bea actuaba como gata en celo. 

La complexión menuda de Sylvana le permitió deslizarse dentro de la cuadra donde estaban apoyadas las baldas de heno. Pronto comprendió que habría sido preferible quedarse arriba cuando lo que no quería ver le cerraba el paso.

El cuaderno de dibujo estuvo a punto de escapar de sus manos. Solo gracias a su entrenamiento en deportes consiguió evitar que la pareja la descubriera.

En su vida había sentido tanto miedo de comprobar lo que las chicas mayores se confesaban en el cuarto del servicio entre risas y sonrojos.

Pero por alguna razón incoherente se atrevió a levantar la cabeza detrás de unas de las baldas que daba al piso del establo.

Dios, que no esté desnudo, Dios que no…

Su plegaria fue escuchada a medias. Andrew no se había retirado la habitual cazadora de cuero negro que solía usar por encima de una colección de camisetas en tonos neutros, pero ella no podía decir lo msimso de sus pantalones, ahora arremolinados en torno a sus rodillas mientras…

Un grito ahogado proveniente de Bea fue su oportunidad. Sin necesidad de describir mejor lo que estaba sucediendo allí, Sylvana se apresuró abandonar el establo con el corazón golpeándole las sienes y unas ridículas ganas de llorar.

Por qué se sentía así. Por qué últimamente el pesado de Andrew andaba dando vueltas en su cabeza aún cuando había cosas mucho más importantes por hacer.

Su huida quedó amortiguada por el relincho de algún cabello, seguro, cansado al igual que ella de las incursiones descaradas de Andrew y sus amantes. 

—Vivi… ¿Dónde te habías metido? Estás hecha un desastre. Tu padre quiere que le des el visto bueno al pastel.

Abi, su asistenta favorita, apareció en el umbral que separaba el patio de la hacienda de la cocina. Sylvana consiguió recuperarse con una velocidad colosal. Mentir era fácil cuando eras la hija de un colaborador del bajo mundo.

—Estaba terminando unos bocetos ¿Dónde está papá?

Los ojos color avellana de la heredera de los D'Angelo centellearon con los tonos ocres del atardecer en esa región de New Hampshire. Abi no le creyó ni la mitad, pero tampoco podía hacer mucho contra la señorita de la casa.

—Ha subido al despacho para hablar con el señor Heavenhill ¿Por casualidad no te habrás cruzado con Drew?

Sylvana se esforzó por sacar de su mente la imagen obscena del cuerpo semidesnudo de Andrew profanando el de Bea.

—No, no tengo la menor idea de dónde pueda estar. Veamos ese pastel ¿Vero ya despertó?

Un cambio en la conversación que Abi aceptó con  condescendencia. 

—Está molestando a Cherry con lo del vestido para esta noche. Después que pruebes la tarta sube a verla. Solo te escucha a ti.

Sylvana esbozó una sonrisa verdadera esta vez. Su hermana era el centro de su vida después de aquel accidente que les dejara con su padre y con el monstruo cabeza hueca de Serena, su actual madrastra.

—Las chicas D'Angelo deben estar siempre juntas.

Fue su respuesta a la expresión exasperada de su asistenta. Criar dos niñas, una de casi quince años y otra de diez, era una tarea titánica.

Sylvana sabía que nunca le podría pagar a Abi, Gracia y Cherry el hecho de tener figuras maternales en las que apoyarse. Con una última mirada ceñuda en dirección a los establos, la hija mayor de Carlo D'Angelo entró en la casona de la hacienda Aurora.

El sol de finales de la tarde trazaba patrones iridiscentes sobre el azul despejado de la mirada de Andrew. Habían pasado algunos minutos desde que se había librado de la plática insustancial de Bea mientras la acompañaba de regreso al ala donde las chicas tenían sus dormitorios.

La arquitectura de la casa solariega de los D'Angelo le recordaba a los castillos florentinos del principio del renacimiento.

Tres pisos de piedra blanca, techos acanalados, ventanas abuhardilladas y parterres de rosas y otras plantas trepadoras para recrear el reducto de una doncella cautiva, cuando eran las chicas de allí las que se atrevían a pescar en el mar.

Eso lo hizo pensar en Bea Calavaro. La rubia despampanante que minutos atrás había estado en sus brazos. Andrew se revolvió el pelo.

No había sido un mal polvo, pero en serio, habría apostado que ella sería mejor. Sus gritos consiguieron molestarle más que excitarlo, eso por no hablar de la costumbre casi patológica de tirar de su cabello todo el tiempo.

—Esto parece un puto convento.

Masculló antes de pisotear con su bota los restos del cigarrillo que había pagado su frustración en cuanto a un asunto más peliagudo.

Justo antes de hallar la liberación dentro de Bea había alcanzado a escuchar pasos apresurados fuera del establo.

El entrenamiento al que se estaba sometiendo había agudizado su sentido de la audición y la orientación hasta cierto punto. Por eso logró atrapar el reflejo de una sombra que se alejaba a toda velocidad. 

Bea tenía sus propios problemas para recuperar la compostura mientras él se preguntaba si no estaría divagando. El listón azul que encontró olvidado sobre el suelo de la cuadra le concedió la razón.

Aquella problemática tendría un par de cosas que explicarle y no pretendía esperar hasta la fiesta de esa noche. Después de todo, la mocosa siempre había estado cerca.

Sylvana Agustina D'Angelo, Vivi para sus seres queridos, y solo en algunas ocasiones, "dulcecito" para el señor Carlo. Un apodo que la niña había aceptado hasta la muerte de Ivana, cinco años atrás.

Andrew aún  podía recordar la expresión de ella frente al féretro de la primera esposa de D'Angelo.  Quizás él tuvo esa misma cara cuando su madre falleció, pero incluso el mejor recuerdo era lavado por el tiempo, y cada día sentía que la presencia de Anabelle se desvanecía más entre los muros de lo que debía ser un hogar y no el campo de entrenamientos al que Michael Heavenhill, su progenitor, lo empujaba.

Su vida se ligaba tanto a los D'Angelo que a veces tenía la impresión de ser el hermano mayor de aquellas dos, en lugar del hijo de un socio de negocios.

Fuera de la manera que fuera, estaba allí, en la habitación de la revoltosa de Sylvana, para aclarar el hecho de que lo había estado espiando y por lo visto, hasta el punto de tener información con la que joderle la vida.

Su padre le cortaría la bolas si descubría que perdía el tiempo tirándose al harem de muchachas de alta cuna y cero masa encefálica que vacacionaba en Aurora.

Con un gruñido de exasperación se arrelleñó entre los almohadones azul cielo de la cama adoselada que reinaba en aquella habitación.

Al contrario de Vero, su hermana mayor parecía más dada a combinar los colores con elegancia y sobriedad. Azules pálidos y fondos más oscuros para el sofá y la poltrona frente al tocador.

No había una colección de posters forrando las paredes o libros desordenados en la estancia. Solo pulcritud y un aroma suave a lavanda en el ambiente.

El aroma de una niña que estaba a punto de convertirse en mujer y Andrew se preguntó si no estaría corriendo demasiado lejos cuando la puerta de la habitación se abrió finalmente.

Sylvana parpadeó al descubrir aquellas botas sobre el edredón afelpado de su cama. El desgraciado lo había vuelto hacer. 

—Creí haber cerrado con llave esta vez.

Se las arregló para camuflar su nerviosismo con su mejor cara de póquer. Él se estiró como un perezoso gato que acababa de disfrutar del almuerzo, antes de abandonar el mueble. En dos zancadas de su casi uno ochenta y siete estuvo frente a ella. 

—Creo que a quien le deben explicaciones es a mí. Dime… dulcecito, ¿por qué una de tus cintas estaba de paseo en el establo cuando se supone que la señorita no debe ir allí?

Ella se rehusó alejar su mirada avellana de la de él. La cinta azul que se había zafado de una de sus trenzas danzaba entre los ágiles dedos que horas atrás habían estado tocando a Bea Calavaro. Un acceso de ira se agitó en Sylvana. 

—No sé de qué hablas. Y no me llames dulcecito.

Lejos de cortar su humor, una sonrisa peligrosa se delineó en el rostro de él.

—Es difícil no llamarte así cuando eres tan adorable. La muchacha perfecta, la hija trofeo, la número uno de su clase de Álgebra o la campeona de los torneos de equitación. Vaya mentirosa. Quítate la máscara, cariño. Te conozco desde que llevabas pañales y siempre has sido…

—Bla, bla, bla… es lo único que escucho. Si no tienes nada más que hacer, retírate. Tu padre anda buscándote como un loco. Algo surgió en Nueva York y no podrá quedarse en la fiesta.

Ese nuevo dato trajo una extraña expresión al rostro de Andrew y por instante ella creyó identificar algo parecido al miedo en sus bellas facciones.

—¿Qué…?

Sylvana se quedó a medias cuando los dedos de Andrew se enredaron en la trenza que aún conservaba la cinta azul. Con un movimiento ágil, los rizos castaños de la muchacha quedaron libres para traer a la vida la abundante melena. 

—Así está mejor. Feliz cumpleaños, pequeña mentirosa.

Él se acercó todavía más. Al punto que ella pudo percibir el calor que emanaba de su cuerpo y el aroma de un chico que estaba camino a convertirse en un hombre poderoso.

—Me quedaré con las cintas como prueba de que nunca estuviste allí, pero hay de ti si le cuentas a alguien lo que viste. No soy tan idiota como crees. Sé que puedes esconderte bien cuando quieres. Miente para mí, dulzura.

Sylvana rechinó los dientes. Estaba a punto de formular un comentario puntiagudo cuando la voz de Michael Heavenhill cortó cualquier oportunidad que ella tuviera para hacer frente al insufrible de su hijo.

—Drew, finalmente. Temía que no pudiera irme sin ti. Por lo visto no te querías marchar sin presentarle tus respetos a la homenajeada. Mis disculpas, querida. Debemos volver a la ciudad cuanto antes. Serena tiene tu regalo.

La melena castaña oscura de Sylvana la acompañó mientras aceptaba la mano del patriarca de los Heavenhill. Tenía los mismos ojos azules de Andrew, solo que donde el hijo era un pendenciero, el padre parecía casi hecho de hielo. Un inconveniente sonrojo se posó en las mejillas de la chica pero se las arregló para contestar con una educada respuesta.

Esa sería la última vez que Sylvana estaría cerca del clan Heavenhill y de la propia familia D'Angelo en mucho tiempo.

Esa noche, durante la fiesta ofrecida en honor a su quinceavo aniversario, la cortina de mentiras que siempre la había protegido sería hecha trizas, cuando el compromiso impostergable de aquel hombre frío como el hielo fuera solamente la excusa para perpetrar la traición que los obligaría a servir de rodillas a la familia Heavenhill.

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