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𝗺𝗲𝗺𝗼𝗿𝗶𝗲𝘀

Algunos recuerdos de la vida cotidiana de Din Djarin, Taila Unmel, y Grogu


Primer recuerdo

—Sigo sin estar seguro de que esto sea buena idea —suspiró Mando, atándose aquellas botas nuevas que Taila había elegido.

Ella hablaba desde el baño de la zona de carga: llevaba ya bastante tiempo preparándose, encerrada en el pequeño cubículo, aunque ambos se podían escuchar igualmente si gritaban lo suficiente.

El hombre se aseguró de que su armadura de beskar estaba más brillante que nunca: la había pulido a la perfección (incluido su casco, después de ducharse), pues sabía que iban a acudir a una cena importante para Taila, y no podía plantarse allí con mal aspecto.

Grogu se peleó con su nuevo jersey gris, uno que la madre de Taila les había mandado desde Seelos, y Mando suspiró, agachándose para recolocárselo al niño.

—No lo llenes de babas —le pidió—. O Tai nos matará a los dos, amigo.

Las orejas del crío se movieron con aire divertido.

—Ya te lo he dicho: no hay nada de lo que preocuparse —respondió Taila desde el baño—. Es una oportunidad increíble para ver esos artefactos y cuadros de cerca... No es que quiera comprar ninguno, pues, la verdad, me parece difícil poder permitirme alguno después de haber comprado la nave... Pero sólo quiero verlos. —Un momento de silencio. Taila había cerrado su tienda, pero su amor por las curiosidades seguía muy vivo—. Si no quieres venir, no pasa nada, Mando. Digo, Din. —Él le había pedido que le llamara por su nombre—. Me las arreglaré.

—No —declaró Din, otra vez sentándose lentamente en su banqueta. Apenas llevaba armas, eso le incomodaba—. Has dicho que llamarás menos la atención si vas acompañada, ¿verdad?

—Sí. Normalmente los coleccionistas van con sus familias. No te preocupes por el casco, van personas de toda la galaxia y especies. No llamará la atención.

Din se crujió el cuello. El niño se estaba babando... Se agachó para limpiar la cara de Grogu.

—Iremos contigo. Tenemos que protegernos entre nosotros.

—Muchas gracias.

La voz de Taila sonó diferente: había salido del baño. Din soltó a Grogu y estiró la espalda. Se giró hacia la chica para mirarla.

En ese momento, pasaron dos cosas nuevas: agradeció como nunca antes llevar un casco que tapara su expresión. Y, además, se le secó la boca al verla.

Sentía la piel ardiéndole bajo cada centímetro de ropa y beskar. Se le fueron los ojos primero a su rostro.

Estaba despejado, pues se había apartado la larga melena castaña con una diadema dorada. Le brillaban los ojos con purpurina del mismo color, y sus labios destacaban sobre una piel morena y suave. No había ni rastro de su sable, o de sus ropas de Jedi. Para la cena de gala, Taila se había enfundado un vestido negro, corto, que dejaba al descubierto sus piernas.

Mando las recorrió con la mirada. Eran largas, del mismo tono moreno que sus brazos. Parecían suaves, y acababan en esos zapatos grises con un poco de tacón, casi imperceptible. De golpe, quiso tocarlas con las manos.

—¿Tan mal estoy? —preguntó la chica, balanceándose sobre los zapatos. Mando saltó en su sitio, como si le hubieran pillado cometiendo un delito—. No me suelo poner esto, pero es el código de vestimenta general... Y, bueno, supongo que es mejor que no vean una Jedi al mirarme.

Grogu emitió un sonido que encapsulaba lo que Din pensaba. "Por el Creador".

Se puso de pie a duras penas, tambaleándose como si estuviera muy borracho. Se recolocó la armadura. Sentía las manos sudorosas bajo los guantes.

Din sabía que le gustaban las mujeres. No poder quitarse el casco no le había impedido tener amantes en el pasado: nunca había habido nadie con quien repitiera más de tres veces. Tampoco nadie con quien hiciera más que satisfacer ciertas necesidades que cualquier criatura podía, a veces, sentir.

Lo que Din no sabía es que le gustaba Taila.

O bueno, sí sabía que le gustaba. Sabía que le gustaba su voz, su intelecto, su manera de luchar, su sonrisa y su personalidad. Todo eso le hacía su amiga.

No sabía que le gustaba así. Su cuerpo. Su pelo. Sus ojos oscuros. No sabía que podía crear ese ardor en su piel, lleno de necesidad y deseo. Aunque quizás había habido indicios en el pasado, y él tenía ojos y había visto antes que era guapa... En ese momento, la verdad le golpeó de pronto.

Y no sabía qué hacer con ese conocimiento.

Carraspeó, intentando volver a mirarla.

—Estás impresionante. —¿Demasiado sexual?—. Digo... preciosa. —¿Demasiado romántico?—. Guapísima. —¿Demasiado amistoso?

Decidió callar. Era mejor: ni siquiera sabía qué connotación quería que tuvieran sus palabras.

Taila rio.

—Gracias, Din.

Él se agachó y cogió al crío. Le puso en su cápsula. Ella se acercó, y Din dejó que se colgara de su brazo derecho, aunque sentía que cada centímetro de su beskar que rozaba la piel de su brazo se calentaba suficiente como para derretir el metal mandaloriano.

—¿Vamos? —preguntó ella.

Él asintió.

"Dank Farrik...", maldijo en su cabeza. "Esta noche va a ser larguísima".


Segundo recuerdo

La noche fue, en efecto, demasiado larga para Din.

Su atención estaba divida en tres cosas.

La primera: Grogu. Estaba jugando en el fondo del salón con varios niños de varias especies. Le venía bien relacionarse (incluso si era con hijos de intelectuales y ricachones de toda la galaxia), así que Din aceptó dejarle al cuidado del monitor del baile (un droide de protocolo programado para cuidar niños), simplemente comprobando que estaba bien cada pocos minutos.

La segunda: el bar de copas. Din necesitaba una. O dos. ¿Qué narices? Necesitaba mil vasos del licor más fuerte que sirvieran para poder sobrellevar aquello. Pero no se podía quitar el casco otra vez (llevaba ya tiempo intentando enfrentarse a sus actos, intentando estar en paz con lo que había hecho para redimirse en el futuro). Deseó poder emborracharse para no mirar así a la tercera cosa que llamaba su atención.

Esa era Taila.

Cuando habían llegado al museo que organizaba la cena, en aquella ciudad de un planeta del Borde Medio que era, más bien, un gran centro comercial, ella se había paseado con Mando por toda la exposición. Ilusionada, le había explicado todas las cosas interesantes que sabía de la colección. Mando había aprovechado que estaban allí con la excusa de que eran una pareja para rodearle la cintura y acariciarla con sus dedos en lo que parecía a simple vista un gesto sin importancia.

Intentaba imaginar qué pensaría el capitán Rex de él. Le cortaría las manos (por no referirse vulgarmente a otras partes de su cuerpo). Ni siquiera eso conseguía evitar que perdiera la cabeza.

Su autocontrol comenzó a fallarle cuando comenzó el pincheo. Se excusó para ir al baño, y ahora veía a Taila hablar con varios hombres y mujeres más: imaginaba que de la exposición.

Ni siquiera podía sentir celos por ese hombre que no paraba de acercarse a Taila para decirle algo que la hacía reír mientras hablaba entusiasmada. Sólo podía pensar en lo asustado que estaba. En cómo darse cuenta de que la chica le atraía podría complicarlo todo. Sus viajes, el cuidado del crío. Y, aun así, en esas semanas desde que se habían ido de Tatooine, su relación sólo se había estrechado. Sabía que dejar de viajar con ella sería imposible. Demasiado doloroso. Ni siquiera lo haría por unos sentimientos complicados (con el peligro que podía acarrear eso).

—¿No es aquel su prometido, señorita Unmel?

Taila se giró sobre su hombro para mirar a Din. Su melena ondulada se agitó con el gesto. La chica sonrió.

—Así es. Si me disculpan...

Se alejó de los hombres y caminó hasta la posición del mandaloriano.

—¿Todo bien? —le preguntó.

—Todo el mundo está acabando de comer, no quería llamar la atención al no poder hacerlo —le dijo, con la voz más normal que pudo conjurar—. Grogu sigue jugando con el resto de los críos.

Ella asintió.

—Podemos irnos, si quieres. Así cenas algo en casa.

En casa. En la nave. El pecho de Din se apretó un poco sobre sí mismo.

—¿Ya?

—Ya he visto todas las piezas: son todas muy caras. Además, ahora empezará el baile, y después la subasta.

Como si les hubiera ordenado empezar, los músicos comenzaron a tocar y algunas parejas se acercaron a la pista de baile.

Entonces, Din musitó la cosa más estúpida que había dicho en su vida:

—¿Quieres bailar conmigo?

Se quedó de piedra ante sus propias palabras. Taila pestañeó lentamente.

—Din —dijo despacio—. No sabía que te gustara bailar.

—No me gusta —contestó entre dientes. "Pero por alguna razón, quiero bailar contigo".

Taila sonrió.

—Vamos.

Cogió su mano y tiró de él hasta la pista de baile. Allí, Din intentó no pensar mientras ella rodeaba su cuello con los brazos y pegaba sus cuerpos. Las manos de Din se colocaron en su baja espalda y viajaron por sus caderas. Creyó que su cerebro sufría un cortocircuito mientras Taila descansaba su cabeza contra la placa de beskar de su pecho y se mecían juntos.

Al menos, nadie los miraba. Había tantas parejas de especies distintas a su alrededor, que nadie prestaba atención al mandaloriano intentando bailar con una chica demasiado preciosa para él en los brazos.

—Eso debe de ser incómodo —le dijo a Taila.

Ella entendió que se refería a todo el beskar contra el que tenía que inclinarse.

—Eres tú —le contestó ella sin mover la cabeza—. Es parte de ti. No es incómodo.

El mandaloriano tragó saliva.

Estaba disfrutando más de lo que debería de su proximidad. De ese abrazo prolongado: aunque Taila le había dado alguno en el pasado, y cada vez se iba acostumbrando más a ellos, sabía que era peligroso hacerlo.

Era peligroso caer por ella.

Las manos de Taila se extendieron en su nuca. Mando jadeó cuando uno de sus dedos rozó un poco de su piel descubierta, justo debajo del pelo, en esa parte que ni el casco ni el jersey bajo el beskar tapaban. Era uno de sus puntos más débiles. Taila se juntó más a él como respuesta, recorriendo el trozo de piel con su uña, haciendo que él temblara. Din tuvo el fugaz pensamiento de que ella debía de saber, exactamente, el efecto que estaba teniendo en él. Y que estaba empujándole a tener esas reacciones. A sufrir ese calor.

Intentó luchar contra el sentimiento.

Pero sus manos tiraron de Taila y la hicieron girar sobre sí misma, a lo que la chica rio.

—¡Din!

Él sonrió bajo el casco.

¿De qué valía luchar, cuando, en el fondo, sabes que la guerra está perdida?


Tercer recuerdo

—Me duele absolutamente todo —se quejó Taila.

Din le dio la razón con un gruñido, y cayó a su lado en la pequeña cama que había en el Totale.

Había dos culpables para el cansancio de Taila y las heridas de Din. El primero era Grogu, que había caído, sin esfuerzo, en un pesado sueño ante ellos, en su cápsula. Taila y Din se habían pasado la mañana entrenándolo: él en las artes mandalorianas, ella en las Jedi.

Después, la tarde tranquila se había ido al traste cuando Din había recibido un nuevo trabajo (ahora básicamente lo hacía por subsistir). Aunque habían completado el trabajo entre los dos, se les había complicado un poco. Por fin la noche había caído y habían abandonado el sistema tras cerrar el trato.

Mando emitió otro gemido adolorido.

—Tai, creo que voy a necesitar ayuda con esto.

Ella asintió, y se arrodilló para comenzar a quitar las protecciones de beskar de las piernas del hombre. Miró hacia arriba al percibir su nerviosismo en la Fuerza, pero Mando estaba mirando fijamente la pared sobre su cabeza. Siguió trabajando, quitando una a una las placas de metal.

Después se volvió a sentar en la cama junto al mandaloriano para quitarle las de los brazos y las del pecho.

—¿Te duele mucho? —preguntó ante su silencio.

El casco del mandaloriano se giró lentamente hacia su rostro. Estaban muy cerca.

—No. He tenido heridas peores. Hace falta más que esto para tumbarme.

Taila sonrió. Liberó los brazos de Mando de la armadura, y siguió con las placas del pecho, las cuales separó y dejó en el suelo. Sólo ataviado con un único metal (el que cubría su rostro) Din se removió en la cama. Mientras, la chica rebuscó en el pequeño armario del cuarto hasta sacar el botiquín más cercano. También cerró la cápsula de Grogu para no despertarle mientras hablaban.

Se giró a mirar a Mando y absorbió la rara imagen de verle así, sin protecciones que cubrieran su cuerpo, sólo con el casco plateado ocultando sus rasgos afables.

—Creo que vas a tener que quitarte la parte de arriba.

Debajo del casco, Din apretó los labios. Lo último que necesitaba, en realidad, era quitarse la ropa con aquella chica. Pero sabía que no hacerlo sólo sería extraño, así que se quitó los guantes y después dejó que Taila tirara de su camiseta por encima de su cabeza (y de su casco).

Se removió mientras ella rebuscaba en el botiquín. No sabía si le decepcionaba o alegraba que no le hubiera inspeccionado el pecho desnudo con la mirada.

—La de la espalda primero —le dijo la chica—. Tengo que limpiarla y coserla antes de ponerle el parche de bacta.

El objetivo del trabajo le había conseguido acertar en varias juntas de la armadura, dejándole heridas en el pecho y en la espalda.

Din se giró, agradeciendo no tener que mirarla, y ella se colocó en la cama a sus espaldas. Él se tensó al sentir las manos suaves y frías de la chica recorrerle la piel alrededor de la herida. En realidad, Taila ahora sí estaba mirando. Era raro verle medio-desnudo y aún con el casco sobre la cabeza. Taila no pudo evitar dejar que sus ojos viajaran por su espalda, llena de pecas y cicatrices, mientras limpiaba la primera herida. Era tan ancha como parecía bajo la armadura, y sus brazos fuertes descansaban sobre sus rodillas, pues estaba ligeramente recostado hacia adelante.

—¿Cómo está?

Las mejillas de Taila enrojecieron cuando Din se giró sobre su hombro y la pilló estudiando su cuerpo.

—¡Bi-bien!

Se dispuso a seguir con el trabajo sin levantar la mirada. Cuando hubo colocado el parche de bacta, se levantó de la cama y caminó frente a Mando con el botiquín en las manos.

—Ahora esa —señaló su pecho, justo debajo del pectoral derecho.

Acto seguido apartó los ojos. No esperaba que ver el cuerpo de Din (obviamente fuerte y bien entrenado, como mandaloriano y cazarrecompensas que era) la pusiera tan nerviosa. O que la hiciera enrojecer con tanta fuerza.

—Puedo hacerlo yo —murmuró Din.

Taila levantó las cejas.

—No dudo que te has cosido a ti mismo en el pasado, Din, pero... ¿no es mejor que lo haga otra persona? Ya que puedo.

Hubo un silencio incómodo que duró un par de segundos.

—Sí, supongo que sí.

—Vale.

La habitación era estrecha. No había más sillas dentro. Se miraron durante un segundo. Din se reclinó hacia atrás débilmente y colocó firmemente un pie en el suelo. Carraspeó, bajando la cabeza en un rápido movimiento.

Taila tragó saliva y se sentó poco a poco sobre su muslo. Din recolocó la pierna y le rodeó la cintura con un brazo desnudo para estabilizarla.

Taila se concentró en la Fuerza, pero al hacerlo era incapaz de ignorar el latido rápido del corazón de Din, o el olor de su piel tan cercana, o la manera en la que su mano había quedado, cómodamente, apoyada sobre su cadera. Intentó decir algo para aligerar el ambiente:

—¿Has hecho esto alguna vez?

La voz de Din (quien volvía a mirar a la pared como si fuera lo más interesante que había visto en semanas) contestó de golpe:

—¿Tener a una Jedi en mi regazo mientras me cura las heridas? No, pero no me puedo quejar.

Taila rio, algo que Din agradeció, pues no entendía por qué narices acababa de decir eso.

También agradeció (aunque secretamente hubiera alargado el instante para siempre) cuando Taila se puso de pie.

—Listo. Ahora deberías dormir.

Le pasó una camiseta limpia del armario en la esquina, y Din se la puso lentamente para no tirar de las heridas. Se estaba quitando los pantalones de combate (bajo los que llevaba otros), cuando se dio cuenta de algo:

—¿Y tú? —le preguntó a Taila—. Hoy te levantaste antes, y tú también luchaste y cuidaste del niño...

Ella se encogió de hombros mientras ponía el botiquín en su lugar.

—No pasa nada, meditaré mientras duermes.

Din miró la cama. En esos momentos, desearía que el Totale fuera más grande.

—No, yo esperaré, Tai.

Ella negó con la cabeza.

—No saldremos del hiperespacio hasta dentro de varias horas. Puedes dormir, lo necesitas para curarte.

Din se cruzó de brazos. Carraspeó cuando vio que los ojos de Taila viajaban hacia sus extremidades (la camiseta era de manga corta).

—Bien, dormiremos juntos, entonces.

No esperaba que ella accediera. Pero cuando se tumbó en la cama y esperó a que Taila saliera del baño con el pijama puesto, sus nervios le dieron ganas de vomitar dentro del casco.

Ella se acercó a la cama. Apagó las luces, pero Din la podía ver porque el filtro nocturno de su visor se encendía automáticamente a no ser que él lo apagara.

—No te vas a poder quitar el casco —susurró ella en la oscuridad.

—Estoy acostumbrado a dormir con él: no siempre he podido dormir sin nadie más en la habitación.

Normalmente otros mandalorianos.

Taila asintió. Din se pegó a la pared todo lo posible, y levantó las mantas para que ella se metiera bajo ellas. La cama, en realidad, era de una persona, y como Din no podía dormir de lado por la herida, ella tuvo que tumbarse en el hueco bajo su brazo, contra su costado, y apoyar la cabeza en su hombro.

Din estaba seguro de que no iba a poder dormir en toda la noche, sintiendo cada centímetro de él pegado a cada centímetro de la chica.

—¿Estás... cómoda?

Taila suspiró, tirando de la manta para taparse hasta el mentón.

—Sí, buenas noches, Ojos Marrones.

—Buenas noches, Tai.

Din apagó el filtro de luz nocturna del casco e intentó concentrarse en la cálida y extraña paz que se comenzaba a extender por su cuerpo. Supuso que era debida a por fin tumbarse después de aquel día.

Pero, en el fondo, sabía que era por estar tumbado con alguien. Algo que no hacía desde que era un niño.

Y Taila se sentía igual de nerviosa, pero extrañamente tranquila.

Durmieron toda la noche, hasta que Grogu despertó.

Y, cuando se levantaron de entre las mismas mantas, no hubo nada incómodo en ver a Taila con el pelo revuelto, o a Din estirarse perezosamente en la cama.

Puede que se repitiese en un par de ocasiones. Al final, ambos descansaban como nunca si se iban a dormir junto al otro.

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