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021.

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EN LA ACTUALIDAD (Cuatro meses después de dejar Tatooine)

—Todo irá bien. Estamos contigo.

La voz de Taila era un bálsamo para Din. De alguna manera, era una de las pocas cosas que conseguía calmar su corazón después de todo lo que había ocurrido.

La ansiedad le consumía por momentos, eso era innegable. Tan sólo con pensar en su familia mandaloriana, en que era probable que le rechazaran como nunca antes, le escocía el alma.

Y, en esos momentos, miraba a Grogu. El niño se entretenía jugando con Taila: ambos se pasaban (utilizando la Fuerza) esa bola brillante que había formado parte de la nave de Din. Y era Taila quien podía sentir todas las emociones en el mandaloriano: con el tiempo, con los viajes juntos, con las noches despiertos, turnándose para cuidar del niño, Din había dejado bajar sus murallas casi inconscientemente. En ocasiones se sentía desnudo, como si ya no llevara su preciada armadura de beskar: porque Taila parecía poder ver bajo todas aquellas protecciones. Ni siquiera necesitaba usar los ojos; le bastaba con usar el alma.

Din asintió, y suspiró imperceptiblemente (se alegró de que el modulador del casco camuflara el blando sonido como si fuera un gruñido) cuando la chica pasó los dedos por su cuello, por la junta de la armadura contra el casco. Aunque no tocó piel, el gesto familiar que ella había comenzado a realizar cuando le notaba tenso o enfadado sirvió para que sintiera los nudos de los músculos deshaciéndose.

No dijo nada, y la mujer se sentó en silencio en la silla del copiloto. Grogu los miraba desde atrás, riendo cuando la chica pasó los controles a su propio mando (haciendo que Din sonriese bajo el casco, aunque soltó un sonido de fastidio), y virando el Totale peligrosamente mientras descendían sobre la guarida de los mandalorianos.

Justo a tiempo.

Ambos se tensaron al ver a una gran criatura (¿parte bestia de la tierra? ¿parte bestia del agua?) que atacaba a la familia de Din, en medio de una ceremonia de iniciación.

—Tengo los cañones —le dijo Din a su compañera.

Salvaron a muchos mandalorianos al poder usar las armas de su propia nave, pues las de los guerreros a sus pies no parecían ser nada efectivas contra la criatura.

Tras eso, aterrizaron en la arena, junto al lago del que había salido la bestia. Din se levantó de un salto para dirigirse a la trampilla.

Taila acarició su sable láser, mirando el casco de Din desde atrás, siguiéndole, con el niño, a su vez, imitando sus pasos. Percibía en él miedo y emoción. Un sentimiento de sobreprotección comenzó a extenderse por el estómago de Taila al ver los cascos de los mandalorianos al otro lado de la pasarela. Al sentirles juzgar y renegar de su amigo.

La armera se refugió dentro de la guarida, y uno de los hombres le comunicó a Din, a regañadientes, que la mujer accedía a hablar con él en el interior de la forja en agradecimiento por haber acabado con la criatura y salvado a los niños. Mando asintió, dispuesto a entrar.

Taila le siguió, hasta que el mismo mandaloriano quiso ponerle una mano en el hombro. Ella le detuvo al instante usando la Fuerza, de tal manera que su mano nunca llegó a tocarla. El hombre emitió en un gruñido:

—El niño puede pasar porque aún es demasiado joven como para llevar casco. Pero ella no.

Antes de que Taila pudiera responder, Din se giró lentamente hacia el hombre.

—Ella es mi compañera —sentenció, como si las palabras tuvieran algún valor que Taila no entendía del todo—. Es una Jetii —añadió después en mando'a—. Es la hija de un clon de la República. ¿Olvidáis lo todos ellos que han hecho por nosotros? ¿Cómo lucharon por salvar nuestro planeta?

El hombre enmudeció. Y, desde dentro, se oyó el susurro de la voz de la armera:

—Que pase.

Así que los tres entraron en las paredes de piedra. Aun así, Taila se quedó junto al niño, al fondo: sabía que aquella conversación era de Din, no suya.

La armera estaba de espaldas cuando Din se acercó a ella en la forja. Taila escuchó en silencio.

—Te has quitado el casco —dijo despacio—. Y lo que es peor: lo has hecho por voluntad propia. —La mujer se giró, y a Taila le pareció que su visor la miraba durante un segundo antes de girarse hacia Mando—. Ya no eres mandaloriano.

Grogu emitió un sonido interrogante, y Taila le alzó en sus brazos. Din los miraba, y Taila sentía su dolor. Pero no emitió palabra.

—El Credo nos habla de redención —acabó murmurando Din en dirección a la mujer.

—La redención ya no es posible, desde la destrucción de nuestro mundo.

—Pero ¿y si las minas de Mandalore aún existen? —rebatió él.

La mujer volvió a responder con calma:

—Todo quedó destruido en la Purga.

Din sacó una placa de sus espaldas.

—¿Esta inscripción no está en mando'a?

La posó en un banco frente a él, en silencio, y tomo asiento frente a la pequeña mesa. Grogu quiso bajarse de brazos de Taila, y ella le posó en el suelo, dejando que diera pasos cortos hasta acercarse a ver el cristal. Ella no se movió de las sombras que la cubrían mientras la armera se acercaba a ellos para inspeccionar la inscripción.

—¿De dónde has sacado esto?

—De unos jawas —contestó él—. Ellos lo obtuvieron comerciando con un viajero que aseguraba haber visitado la superficie de Mandalore.

—Esta reliquia sólo demuestra que toda la superficie de Mandalore ha quedado cristalizada por los rayos de fusión —dijo la armera.

—Pero un viajero pudo recuperar eso. Así que quizá no esté envenenado —dedujo Din—. Si yo visito el planeta y puedo traer una prueba de que me he bañado en las aguas vivas bajo las minas de Mandalore... Según el Credo, se levantará el decreto de exilio y yo me habré redimido.

La armera aguantó un silencio cargado de tensión. Miró brevemente al niño y a sus ojos enormes, que aguardaba al lado de Din. Después miró a Taila entre las sombras, y no dejó de mirarla hasta que la Jedi dio un par de pasos en su dirección. Quedó detrás de Din y le puso una mano sobre la hombrera izquierda. Él se inclinó levemente hacia el tacto.

—Este es el Camino —acabó diciendo la mujer.

Din asintió. La mujer se levantó y les dio la espalda. Din se incorporó despacio, agarrando a Grogu a su paso. Se giró hacia Taila y le puso una mano en la mejilla. Ella sonrió ante el tacto de su guante y asintió también, para transmitirle confianza, para volver a decirle con los ojos "estamos contigo".

Din giró el casco para mirar sobre su hombro.

—Volveremos a vernos —le dijo a la armera.

Los tres juntos, salieron de la guarida de los Hijos de la Guardia.

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Din dormía en su asiento de piloto. Taila le había pedido varias veces que se acostara en la cama que había en la bodega de carga, pero él se había negado rotundamente.

Ella estaba sentada a su lado, con el niño entre los brazos. Grogu se acababa de despertar, y ahora balbuceaba mirando hacia las estrellas estiradas frente a sus ojos, mientras viajaban por el hiperespacio.

Taila intentaba no mirar a su compañero de reojo. Sabía que él no se daría cuenta (le podría sentir despertar a través de la Fuerza), pero, aun así, temía alimentar el nudo en su vientre cada vez que veía a Mando luchar, o le oía hablar, o reír... Realmente, verle hacer cualquier cosa le creaba esa sensación.

Eran amigos cercanos. Se habían convertido en tal a través de las aventuras que habían vivido juntos a lo largo de los meses que habían viajado juntos. Aunque al principio no se fiaban mucho el uno del otro, el niño que Taila tenía en el regazo les había unido.

Ahora viajaban juntos indefinidamente, sin tener mucha razón específica para ello. Taila no tenía por qué acompañar a Din en su viaje de redención. Ni siquiera la habilidad de la Fuerza de Grogu era excusa para ello, pues el niño había decidido seguir con Mando y seguir el camino mandaloriano.

Taila viajaba con ellos porque quería estar a su lado.

Pero las cosas se habían comenzado a complicar entre ellos en las últimas semanas, desde que habían ayudado a Boba Fett y se habían ido de Tatooine. O antes, incluso. Taila no sabía cuándo había comenzado exactamente, pero ahora que había notado el cambio, no podía evitar ser consciente de él a todas horas.

La mejilla derecha aún le quemaba después de que Din se la hubiera acariciado. Se sentía acalorada y distraída cuando hablaban en susurros para no despertar al crío, o cuando le veía luchar. Incluso había comenzado a tocarle por encima del beskar, o entre las juntas de este, porque temblaba al sentir el cuerpo de Din relajarse bajo su tacto, o saber que le producía suspiros y gruñidos que el hombre intentaba esconder.

En ese momento, se obligó a separar la mirada de sus anchas piernas, o de su pecho. O incluso de su casco, bajo el que sabía que escondía unos ojos marrones y amables que, secretamente, añoraba ver.

Taila había aceptado que el camino Jedi (tal y como lo defendía la Orden) no era el suyo. Había aceptado hace tiempo que podría llegar a enamorarse, que, cuando llegara el momento (y si llegaba), lo haría de la manera más sana posible: aceptando que la pérdida era condición necesaria de la posesión. Sólo así los sentimientos no la cegarían.

Sin embargo, en ese momento, deseó que hubiera sido con otra persona. Deseó que Din no sintiese lo mismo; porque, por mucho que doliera, al menos así no complicarían todo.

Grogu se removió sobre ella. Estaba absorto, mirando los purrgil que viajaban junto a ellos.

—Parecen ballenas gigantes, ¿verdad? —le susurro Taila al niño, que miraba los enormes cuerpos (mucho más grandes que el Totale, impresionado)—. Pueden crear semi-túneles para viajar por el hiperespacio. Son hermosos, aunque a veces peligrosos para las naves.

Taila les había sentido hace horas a su alrededor, y llevaba desde entonces transmitiéndoles calma a aquellos seres a través de la Fuerza, para que el viaje siguiera siendo tranquilo. Lo había hecho muchas veces al viajar con Hera y los demás. A ella le habían dicho que eran una plaga, y siempre había temido el choque con las bestias. Grogu parecía acabar de reparar en ellos, pues se habían acercado hasta ser visibles.

El niño emitió un murmullo de curiosidad y Taila sonrió. Miró de reojo hacia Din y suspiró.

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—Bienvenido a Nevarro, núcleo comercial independiente y puerto de hiperrutas del Borde Exterior. Por favor, indique el motivo de su visita.

—Vengo a ver a un viejo amigo —respondió Din.

Aterrizaron en la entrada de la ciudad, para luego quedar impresionados por los claros avances y mejoras que había sufrido hasta la fecha. Las calles estaban limpias, llenas de comercios y servicios para los ciudadanos, quienes sonreían y vestían bien. Un droide de protocolo se encargaba de dar la bienvenida a los visitantes. En general, quedaba claro que Nevarro se había convertido, como el droide decía, en "la joya del Borde Exterior".

—Nuestro estimado alto magistrado les da la bienvenida y espera que su visita sea próspera.

Grogu miraba impresionado cada cosa nueva que veía, y Mando dio un par de pasos, sin poder evitarlo, para acercarse a Taila.

—Esto ha cambiado mucho —murmuró en su dirección.

La chica le dirigió una brillante sonrisa.

—Es genial ver esta transformación.

Los ojos de Din, ocultos por el visor, se deslizaron sobre la figura de la chica, quien se había puesto un vestido largo hasta el suelo, gris, que cubría todo menos la parte superior de su espalda y sus brazos morenos.

—Sí.

Din no sabría decir si estaba preciosa, o muy extraña fuera de sus ahora usuales pantalones apretados. De todas maneras, no llamaba la atención en aquel gentío (mientras que claramente acaparaba la de Din).

Levantó la mirada antes de que ella pudiera darse cuenta por la Fuerza, y, cuando llegaron a la plaza central, se detuvieron frente a la estatua de IG-11, quien tenía un bláster en la mano, el resto de su cuerpo de droide congelado en el tiempo.

Mando observó la estatua atentamente, girando a su alrededor con el niño detrás, en su cuna flotante, y Taila observó la escena con una sonrisa.

—¿Te acuerdas de tu viejo amigo? —le preguntó al niño.

Grogu emitió un sonido triste.

—¡Mando! ¡Taila!

Ambos se giraron ante la voz de Greef Karga. El hombre se habría paso hacia ellos con una gran sonrisa y ropajes carísimos, que no conjuntaban nada con la imagen que ambos habían tenido de él hasta entonces.

—¡Oí que habíais vuelto, pero no me lo podía creer!

—Magistrado Karga —murmuró Mando, alternando el peso entre ambos pies.

Al llegar a su altura, el otro hombre sonrió incluso más.

—Es "alto" magistrado Karga para ti.

Ambos hombres se dieron un fuerte apretón de manos, cogiéndose por los antebrazos.

—¿Y para mí?

El hombre sonrió de nuevo, soltándose de Mando para abrazar a Taila.

—¡Unmel! —saludó—. A ti debo preguntarte por qué sigues viajando con este gruñón.

Mando suspiró, pero Taila sólo sonrió.

—Deja de ser muy gruñón cuando comienzas a conocerle bien.

Eso hizo que Karga riera.

—Venid: vamos a recordar los viejos tiempos. Me alegro de veros. Bienvenidos.

Sonrió hacia Grogu y comenzó a dirigirles hacia su despacho, mientras dos diminutos droides sujetaban su capa.

—Ni siquiera parece el mismo sitio —dijo Mando, a medio camino entre el asombro y la queja.

—Lo sé. Le hemos sacado mucho partido. Los ciudadanos han sido clave para hacer que todo funcione. —Se giró sobre su hombro para observar a Taila, que parecía haber crecido: parecía estar muy diferente, y no sólo por la ropa que llevaba. Después miró a Mando, quien también observaba a la chica de reojo—. Pero vosotros también habéis cambiado.

Taila se encogió de hombros con una sonrisa traviesa que generó un escalofrío en la espalda de Din.

—A simple vista, puede que sí. Pero en el fondo seguimos siendo los mismos.

Karga asintió y los dirigió a su despacho, muy bien amueblado, y con una terraza que daba a la plaza.

—Somos un ramal comercial oficial de la Vía Hydiana —les explicó allí, mientras Grogu jugaba adentro.

—Enhorabuena —dijo Mando de corazón.

Taila se limitó a observar la calle en silencio mientras les escuchaba hablar.

—La ciudad está en pleno auge de la construcción. Los mineros están explotando los campos de asteroides al borde del sistema. Te aseguro que se puede hacer mucho dinero en Nevarro.

—Ya lo veo —contestó Mando despacio.

—Si quieres, puedo conseguirte unas tierras de primera... Ahí, junto a las fuentes termales. El pequeño y vosotros podéis instalaros ahí. Cuelgas el bláster... y a vivir de las rentas.

Taila se separó de la barandilla, posando la mano en el brazo de Mando sin pensar, sonriéndole al casco dulcemente antes de entrar de nuevo en la habitación, sin mediar palabra. Impresionado, Karga observó el intercambio de gestos que detonaban mucha cercanía sin mediar palabra.

—Grogu —dijo secamente Din, carraspeando cuando Taila se alejó.

—¿Cómo dices? —pestañeó Karga.

—El niño. Se llama Grogu.

—Ah... si tú lo dices. Ven, quiero enseñarte algo. —Entraron, y se colocaron frente a la mesa, donde Karga encendió un mapa holográfico. Taila observa una planta de vivos colores, mientras que Grogu se había abrazado a su pierna y reía cada vez que la chica daba un paso—. Hay una parcela estupenda aquí, disponible cerca de las planicies. Tú y tu nueva familia podéis vivir ahí tranquilamente: tu hijo y tu mujer estarán a salvo, y tú, tranquilo.

Alarmado, Din dirigió la mirada hacia Taila. Ella ni siquiera se había girado, aunque era evidente que había oído las palabras de Karga. Quizás le dejaba para que él remediara la situación como mejor le pareciese.

Tuvo que volver a carraspear para encontrar una voz segura con la que decir:

—Taila no es... mi mujer.

Karga frunció el ceño, extrañado, mirando entre ambos.

—Ah, ¿no? Bueno, tu novia, Mando...

—Te agradezco mucho la oferta —le cortó Mando, sonrojándose bajo el casco—, pero tengo asuntos de los que ocuparme.

—Estoy confuso. Creí que habías completado tu misión, pero aún sigues por ahí, rondando con esta criaturita y esa mujer —señaló a ambos, y esta vez, Taila se giró con una sonrisa. Mando tuvo que apartar la vista de la imagen de la chica con Grogu en brazos, quien intentaba comerse su pelo castaño.

—Es complicado —suspiró Din—. Completé mi búsqueda. Taila y yo nos separamos al terminar la misión, aunque nos reencontramos más adelante, y decidimos volver a viajar juntos. Mientras... él volvió a mi lado —añadió señalando a Grogu—. Me quité el casco, y ahora soy un apóstata.

Hubo un momento de silencio.

—Es claramente razón de más para que te quedes con nosotros. En tu tierra puede que seas un apóstata, pero aquí serías un terrateniente.

Din miró a Taila en busca de ayuda.

—Creo que eso deberá esperar —le dijo a Karga, quien vio en ella algo muy diferente, como si ahora hablara con la voz de una mujer mucho más sabia, o mayor, como si realmente fuera la madre de ese niño que ahora posaba en el suelo—. Mando quiere...

—¡Magistrado!

Las puertas se abrieron para dejar ver a un droide de protocolo dorado y brillante.

—¡Alto magistrado! —le corrigió Karga.

—Sí, alto magistrado. Mis disculpas.

—No podrías ser más inoportuno.

De repente, a Taila le había cambiado el semblante. Pasó por su lado con prisa, dejando a Grogu atrás, y Din admiró su silueta mientras salía a la terraza.

—Pero es que ha venido alguien a verle.

—Que espere.

—¡Son piratas! —exclamó el droide de pronto—. ¡Hay piratas en la explanada!

Din se dio prisa en caminar detrás de Taila. Pero, cuando llegó a su altura, ella ya se estaba subiendo tanto el vestido, que la visión de sus muslos desnudos y tersos hizo que a Mando se le secara la garganta de golpe.

—¡Tai...! —No pudo seguir.

Ella sacó su espada láser de debajo de la ropa, subiéndose a la barandilla antes de mirar a Mando con una sonrisa divertida. Le guiñó un ojo. Din sintió que moría en el sitio.

—Nos vemos abajo, Ojos Marrones.

Saltó.

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A los piratas de Gorian Shard no les gustó la intervención de Mando y de la Jedi. Ambos se compenetraron a la perfección, luchando hasta que los hombres salieron corriendo (o murieron).

Si la certera pistola de Mando no era una amenaza, ver el sable verde de Taila sólo hizo que corrieran despavoridos.

Así, Karga le dijo a Mando que necesitaba un marshal después de que Dune fuera reclutada por las Fuerzas Especiales de la Nueva República. Gideon, por el contrario, fue llevado ante un tribunal de guerra. Como Karga quería que el sistema fuera independiente, no quería un marshal de la Nueva República. Aun así, Mando y Taila estaban allí por negocios.

Tras expresarle al Alto Magistrado que querían recuperar a IG-11 para su misión en Mandalore (y apreciar que la gran parte del droide había sido perdida tras su autodestrucción), intentaron repararlo. Taila y Mando colaboraron entre las risas de ella y la frustración de él, e incluso pidieron ayuda a unos reprogramadores anzellanos tras ver que el droide había retrocedido a su programación anterior: la que tenía como objetivo aniquilar a Grogu.

Tras obligar a Grogu a no estrujar hasta la muerte a los pequeños reparadores, Taila consiguió comunicarse con aquellas criaturas que la hacían reír tanto por sus voces tiernas.

—El circuito de memoria está roto, tenemos que conseguir uno nuevo —le dijo a Mando.

Él tragó saliva. El lateral del cuerpo de la chica estaba casi sobre el suyo: aquel taller era enano, y apenas entraban ambos sentados con las piernas cruzadas en el suelo.

—¿Si conseguimos otro lo podéis reparar? —le preguntó Mando al hombrecito.

—Sí, no problema. Yo arreglo. Sí, sí.

Fue así como se despidieron de Karga y se volvieron a subir en el Totale. Estaban ya de camino a las estrellas, cuando Mando comenzó a hablar en voz muy baja hacia Grogu. Él creía que Taila estaba dormida a su lado, pues su melena le tapaba la cara, y tenía los ojos cerrados mientras respiraba con pesadez. La llevaría en brazos a la cama más tarde, cuando saltaran al hiperespacio.

—Ser mandaloriano no es sólo aprender a luchar —le dijo al niño, quien estaba sentado en su regazo, con voz paciente—. También hay que saber navegar por la galaxia, porque nunca se sabe cuál será tu destino. Esto es un mapa hiperespacial —señaló a la pantalla de control de la nave de la madre de Taila—. El alcance se determina mirando el indicador de combustible. —Grogu emitió un quejido cansado y Mando suspiró. Miró hacia su lado, hacia Taila. Le apartó el pelo de la cara con su gran mano cubierta de un guante oscuro, y ella no se movió. Sus rasgos reflejaban una paz y una calma que le ablandaban el corazón, sobre todo al saber la verdadera fuerza que escondían sus ojos cuando estaban abiertos. Le costó separarse de la chica cuando por fin dio el salto al hiperespacio—. Hay otra cosa muy importante en la vida de un mandaloriano, peque —murmuró al niño, quien escuchaba con atención—. Y eso es que, cuando encuentras tu clan, cuando tienes a tu familia... La cuidas. Siempre. Por encima de todo.

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