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XXXVI: "La luz"

La princesa despertó en una habitación obscura. Parecía estar encima de una cama, ya que era acolchado. Se levantó y trató de ver en dónde se encontraba.

Una pequeña luz la guió. Parecía ser una ventana. Con desesperación trató de abrirla, pero se topó con que estaba cubierta de tablones de madera.

Era su habitación. Sin duda. Buscó la puerta. No llegó muy lejos, ya que estaba encadenada de los pies, cayendo al suelo.

—Pero... ¿Qué es esto?

Rilliane trató de quitar las cadenas que la amarraban, ocasionando que por todo esto, sus ya deshechas manos se rasguñaran y sus uñas se rompieran.

Escuchó un ruido. Y luego vio una luz. Era la puerta. La habían abierto. Una silueta se acercó a ella.

—Hola, Rilliane. Nos volvemos a ver.

Ella no alcanzaba. Aver de quién se trataba. La luz dejó de brillar, indicando que la puerta se había cerrado.

—¿¡Quién eres!?

Los pasos se escucharon. El desconocido se acercaba a ella.

—¿No me recuerdas? Qué triste, Rilliane. Y eso que éramos familia.

—Arkaitor...

—Ah, con que sí te acuerdas, ¿eh?

—¡Suéltame, maldito insolente! ¡Pagarás las consecuencias!

Su risa cínica se escuchó.

—¿Yo? ¿Consecuencias? Mi reina, fuiste tú la que se arruinó solita.

—¿¡Qué quieres decir!?

Sintió una de las manos de Arkaitor sujetando sus manos.

—Invadiste Elphegort, muchas personas-

—¡Yo no invadí Elphegort! ¡Suéltame, idiota!

Rilliane hizo una mueca de disgusto. Y luego sintió las manos de Arkaitor recorrer su cabeza.

—Fue una trampa.

—¡Correcto, Rilliane! ¡Debo felicitarte por tu descubrimiento! ¡Te mereces una estrellita dorada en la frente!

—¡Yo nunca invadiría Elphegort! ¡Nadie creerá eso!

Arkaitor se rió más fuerte, tomando el cuello de la princesa.

—Ay, Rilliane. Crees que eres fuerte, ¿verdad? Pero eres tan ingenua. Ingenua y estúpida. Nunca te diste a la tarea de pensar que —jaló el cabello de la princesa, provocando que un grito de dolor escapara de los labios de la chica—... Un verdadero líder no tiene por qué ser bueno. Solo tiene que ser capaz de controlar a sus ciudadanos.

—¡Déjame!

—¿Por qué no, en vez de gritarme, me suplicas que te suelte?

—¡Nunca!

—Oh, Rilli, no te haré daño. Incluso yo soy incapaz de lastimar a una mujer. No pienso degradarme tanto como para tener que lastimarte. Pero... Sí que he asesinado a varios hombres.

La frase de Arkaitor  retumbó en su mente.

—¿¡Dónde está!?

—¿Quién, Rilliane?

—¿¡Dónde está Allen!?

—Ah, ¿te refieres al sirviente? Está bien. Sigue dormido, y tal vez no despierte en unos meses.

—¿¡Qué le hicieron!?

—Wow, relátaje, princesa. No pienso matarlo, después de todo, es una pieza clave.

—¡No lo lastimen! ¡Él no tiene nada qué ver en esto! ¡Si quieres hacerme daño házmelo a mí!

—¡Él tiene mucho qué ver en esto, muñeca!

—¡Déjalo irse!

Rilliane quería llorar de la rabia y el dolor. Sus manos le dolían, sus pies le apretaban, su cabello era jalado.

—No lo lastimen... ¡No lastimes a nadie! ¡Yo soy la reina, hazme lo que quieras a mí!

—Oh, ¿por qué tengo que obedecerte? No me interesa que andes de zorra mostrándole tus tetitas de niña a tus empleados.

—Eres un maldito...

Arkaitor soltó a Rilliane, provocando que ella se estampara contra el suelo.

—Eso es todo, Rilliane. Bueno, tengo qué liderar una revolución, así que no voy a perder el tiempo contigo. Ah, y espero que disfrutes tu estancia aquí, preciosa.

Arkaitor salió de la habitación.

La princesa rompió en llanto, abrazando su cuerpo. Sentía tanta culpa, tanta impotencia. Quería correr a donde sea que estuviera Allen y abrazarlo. Pero era inútil. No podía hacer nada.

—Oh, Rilliane. No llores.

Al escuchar esa voz, la princesa se llenó de rabia.

—¿Estás asustada?

—Maldito... ¡Maldito desgraciado! ¿¡Qué le hiciste a Allen!?

—Tranquila, preciosa. No grites, si lo haces, tu bonita voz se dañará.

—¡Lárgate de aquí, cerdo asqueroso!

—Oh, mi bella Rilliane. ¿Qué le pasó a tus manos? Ah, debe dolerte demasiado. No te preocupes, yo te curaré.

—¡No me toques!

El ministro sejetó a la princesa de la cintura y la llevó a la cama. Ella no paraba de llorar y de maldecirlo. Se revolcaba en sus brazos. Le dolía tanto.

—Soy el único que te va a tratar bien en este sitio, mi princesa.

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Rilliane estaba en la cama. Estaba temblando. Muy asustada. Su corazón latía con fuerza. Sus dientes tiritaban de frío y calor.

A su lado, el viejo cerdo dormía, abrazando el cuerpo desnudo de la niña.

Ella trató de averiguar una forma de escapar, pero su cabeza no funcionaba de la forma correcta. Se sentía muy cansada. Además, con las piernas atadas, no llegaría muy lejos.

Su mente estaba bloqueada por algo. Solo entró en sí cuando miró su reflejo en el espejo. Esa asquerosa bola de grasa encima de su cuerpo, apretándola. Las feas marcas esparcidas por sus piernas, su cuello, su abdomen.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. No quería recordar nada. Entre más se veía, más recordaba, más le daba repulsión. Se sentó en la cama. Dejó escapar un fuerte grito de dolor, golpeando la cabecera de la cama.

No dejaba de llorar. No podía. Gritaba con tanta fuerza como podía. Se sentía tan asqueada. Tan sucia. Tan llena de tristeza. Quería morir.











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