XLIII parte II: "La botella de cristal"
—Todos ustedes que están en esta sala son una bola de hipócritas. No deberían tratar de ocultarlo. ¿Saben? Yo también lo soy. Soy una hipócrita.
Todos en la corte se quedaron en completo silencio.
—En mi vanidad, no pude darme cuenta del dolor que le causé a las personas a mi alrededor. Las arruiné, las hice sentir jodidamente tristes. Pero sé que también hice bien las cosas. Ustedes son unos estúpidos. Qué fácil se dejaron engañar por este hombre, al igual que yo. Sé que nada de lo que diga ahora me va a salvar, así que no tengo intenciones de ocultar ninguno de mis delitos.
—¿Fue usted quién mató al rey Arth? —preguntó la pequeña Yukina.
—¿Asesiné a mi padre? Tal vez lo hice, tal vez no. Digamos que no fue muy intencional. A quien sí que asesiné fue a Kyle. ¿Eso es lo que querías oír, Arkaitor?
El pelirrojo tenía la mirada inyectada en odio. La quería golpear hasta dejarla suplicando.
—Entonces... ¿Toma la culpa?
—Así es. No tengo intenciones de negarlo ahora. Él era un hijo de perra, entregado al dinero y sus lujurias. Me trató como un objeto, como una muñeca para satisfacerse. Se dignó a golpearme. Me cansé de él, por eso lo asesiné. La verdad, si somos justos, él se lo buscó.
—¿Usted fue-
—¿Maltratada? ¿Violada? Te lo dejo a la imaginación. Eso no es lo que me interesa. Lo que quiero es que ese hombre de ahí —dijo la princesa, señalando a Arkaitor—, se de cuenta de la clase de hombre que era su hermano.
—¡Mi hermano no era así!
—No te culpa, Arkaitor. Yo también me negué a creerlo. Pero, ¿sabes? Ese hombre al que tanto respetabas, con quien viviste toda tu vida, le puso las manos encima a una mujer.
Arkaitor apretaba sus dientes con rabia, mirando con dureza la expresión tranquila de la princesa enfrente suyo.
—La última persona a la que maté fue a Asnan Gilles. El primer ministro de Asmodean. ¿Qué puedo decir de ese cerdo?
—¡Hija de puta! ¡No le digas cerdo a mi marido! —exclamó la esposa de Asnan llorando.
—Eso fue lo que me hizo pensar que era. Usted no tiene ni idea, señora. Ese hombre a quien usted llama "marido", no era más que un obsesivo perverso. Sabe que lo maté, ¿verdad? Pero oh sorpresa, no sabe por qué lo hice.
La esposa de Asnan dejó su regordete cuerpo todavía de pie.
—Durante casi un mes que estuve presa aquí, en mi castillo, recibí innumerables muestras de violencia por parte de ese tipo... Me quitó lo único que me quedaba de inocencia. Me humilló, jugó con mi cuerpo tanto como quiso. Me hizo incarme frente a él y suplicarle.
Mientras la joven explicaba, las lágrimas caían de sus ojos. Todavía podía recordar las feas manos de ese monstruo apretando sus caderas, embistiéndola con dureza y gritándole palabras onsecenas. Todo mientras ella suplicaba.
—Ese pelirrojo de ahí lo sabía todo. Él permitió todo esto.
La esposa del ministro terminó por desmoronarse. Se dejó caer en el asiento, todavía con lágrimas en los ojos.
—Tienen razón. Me merezco morir. Ya he confesado todos mis delitos.
—¿¡Y qué hay de la invasión a Elphegort!?
—¿De eso? Yo no tuve nada qué ver. Jamás ordené que las tropas quemaran nada. El día 14 de febrero realicé un viaje con los reyes de Beelzenia. Ellos pueden confirmar lo que digo. Al igual que ustedes, a mí también me engañaron. Lo único que hice, fue asesinar a esos tres hombres que tanto daño me hicieron.
Rilliane limpió las lágrimas que caían de sus ojos.
—En la constitución que escribí con mis propias manos, y con la ayuda de mi ministra, Lady Elluka y el general Gast Venom, en el artículo 13 principio 2 se gesticula que: "todo aquel que asesiné a un hombre de la forma en la que sea, recibirá la pena capital".
Germanie miró con algo de dolor a la niña.
—Maté a tres personas, me lo merezco. ¿Cómo podría negar las propias normas que escribí? En fin, me voy. Estoy agradecida con lo que viví, disfruté aunque sea un poco. A las personas que me criaron, Lady Elluka, Gast, Mariam. Mis amigas, Emma, Scarlet, Ney, Charttete.
Luego su mirada se dirigió al suelo.
—A mi amado Allen. Lo amaré para siempre. Llevaré en mi corazón todo lo que vivimos, porque él fue la única persona que llenó mi corazón con un poco de ilusión.
—¿¡Qué le hiciste a Allen, perra!?
Gritó Germanie alterada, con los ojos llorosos.
—No lo sé. Debe de estar por aquí, en algún lugar de este palacio.
La princesa dirigió la mirada ante Arkaitor.
—A ellos déjalos ir. Es a mí a quien quieres, ¿no?
Las campanas de la iglesia sonaron, indicando que ya eran las tres de la tarde.
—Eso es todo lo que tengo qué decir. Me tengo qué ir, porque... Porque ya es la hora del té.
Rilliane caminó a la salida escoltada por los guardias. Miró por ultima vez a Arkaitor Marlon, a Germanie.
—Me voy.
Ellos llevaron a Rilliane a su alcoba. Todo estaba más cerrado que nunca. No había ni una luz.
—Adiós, princesa. Arrepientete de tus pecados por hoy —le dijo en tono de burla uno de los guardias.
Rilliane se quedó totalmente sola. La puerta estaba cerrada. No entraban ni la luz ni el viento.
Una a una, las lágrimas de dolor cayeron de sus ojos. ¿Por qué nunca pudo tener la vida que quiso? ¿De haber sabido que algo así pasaría, habría preferido morir.
—Rilliane...
Al escuchar esa voz, la joven alzó la mirada.
—Soy yo, Rilliane.
—¿Allen?
La joven sintió las manos de su sirviente abrazando su cuerpo.
—Estás aquí.
—Aquí estoy, Rilliane. Aquí estoy.
Allen juntó sus labios con los de la joven, secando sus lágrimas.
Rilliane chilló un poco más fuerte. Se aferraba al cuerpo de su amado.
—Qué bueno que estés bien.
—Estoy bien, estoy bien —le susurró Allen, besando su cabeza.
Ella se quedó llorando un rato en los brazos de su sirviente, hasta quedar profundamente dormida.
En cuento vio él esto, comenzó a quitarse la ropa en silencio. También le quetó la ropa a su princesa y le puso la suya. Luego él se colocó el vestido que ella llevaba con anterioridad. Se soltó el cabello y se colocó los pasadores de Rilliane en el cabello.
Cargó a su chica en brazos y la colocó en el agujero de la chimenea. Acto seguido, él se levantó y escribió una nota en un papel, el cual colocó en una pequeña botella de cristal. Luego la colocó en las manos de su princesa, aun dormida, y besó su cabeza.
—Te amo, Rilliane.
La acomdó en el lugar y cerró el agujero de la chimenea.
Se sentó en la salita de Rilliane.
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La princesa no podía ver nada. No sabía donde estaba. Solo tenía una pequeña botella de cristal.
—¡Allen! —gritó, llorando —. ¡No me dejes!
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