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XI: "Una importante desición"

Allen se encontraba en la habitación de Rilliane, ordenando todo meticulosamente. Algunas sirvientas le estaban ayudando, ya que en ese momento la princesa estaba en sus clases habituales.

Era el día siguiente de la plática con su madre, y la verdad se sentía muy agotado por la fiesta y esa charla. No sabía lo que sentía respecto a su trabajo y a la princesa.

Por el momento, decidió no agobiarse mucho más. De todos modos, mientras más vueltas le daba a la situación, más dudas surgían en su mente y menos respuestas de las que ya tenía calzaban.

Él solo realizaría lo que le compete: servir a la princesa. Eso era todo. No tenía por qué sentir algún tipo de cariño hacia ella, o compasión. Además, era un simple sirviente, ¿quién no le garantizaba que el día de mañana lo intercambiara por otra persona?

Lo hizo con Charttete, la cambió en cuanto lo conoció a él. De seguro que si llega alguien nuevo y más interesante, ella lo dejaría de lado.

Eso le entristeció de alguna forma. ¿Hasta qué punto una persona se vuelve tan desechable para otra? ¿Por qué Rilliane tenía tanta oscuridad en su corazón?

No lo sabía. Tal vez nunca llegaría a conocer las respuestas a todas esa conjeturas.

Lo importante era que con este trabajo, podía hacer que su amada familia viviera con comodidad, y, sobre todo, su mamá tuviera sus medicamentos.

—Allen... —una voz hizo que reaccionara—. El rey quiere verte ahora mismo.

Es voz tan suave era la de Ney, quien estaba parada detrás de él.

—¿A mí? ¿Con la princesa?

—No. Me parece que solo a ti.

Un escolfrío recorrió la espalda del sirviente. Eso no significaba nada bueno. Ya lo había vivido la última vez que lo vio y recibió una de las peores palizas de su vida.

—Gracias, Ney. Entonces, ¿puedo encargarte la habitación de su majestad?

—Sí, Allen. Ve con cuidado, por favor.

El joven salió de la alcoba de la princesa con un nudo en la garganta.

Sentía una presión muy fuerte en su pecho, como la de un mal presagio. Algo le indicaba que su reunión con el rey no sería la más grata.

Al entrar, cayó en cuenta de que no estaba equivocado. No había ni un alma en el gran salón más que la de el rey y la de él.

—Su majestad —Allen se inclinó ante el hombre.

—Tengo ententido que tu nombre es Allen, ¿no? De la familia Avadonia —el rey preguntó, recargado en su trono con interés.

—Sí.

—¿Y tu padre? ¿Qué empleo tenía? Me dijeron que se llamaba Leonhart Avadonia.

—Era un cazador y mercenario en su juventud.

Un aura invasiva comenzó a formarse en el corazón del sirviente. Le estaba haciendo preguntas personales. Poco faltaba para que le preguntara su dirección y mandara a asesinar a su madre y hermana.

—No te sientas incómodo, no tengo la intención de hacerle daño a tu familia o a ti. Solo me interesa conocer a la gente que está con Rilliane. Después de todo, es mi hija.

—Entiendo, mi señor.

—Necesito cersiorarme de que eres indicado. Naturalmente, no tendría por qué reunirme contigo, pero, eres un chico. No puedo fiarme de que no seas irrespetuoso de alguna forma con la princesa.

—Eso jamás pasará. Se lo garantizo, majestad. Jamás haría algo para atentar contra la princesa.

—Eso me tranquiliza. Pero aún así, no obtendrás mi confianza. Por eso, tengo que hacerte un encargo.

—Sí, señor. Dígame.

El rey se levantó de su trono y se acercó al oído de Allen.

—Quiero que... La mates.

Los ojos de Allen se abrieron a su máxima capacidad. ¿Le pedía que matara a su propia hija? ¿No era eso lo contrario a protegerla?

—No tienes por qué hacerlo directamente. Puedes añadir un veneno a su comida y hacer que ella lo beba. Será muy fácil.

—¿Por qué... Me pide tal cosa?

El rey se volvió a su trono, sentándose en este.

—Es inapropiada para convertirse en reina. No voy a dejar que una heredera manche así el apellido Lucifen D'Autriche.

—¿No es demasiado extremo?

El rey se echó a reír, mientras Allen lo miraba con incredulidad.

—Para tener una nación, las acciones de un rey nunca serán extremas.

—Pero... Es su hija. Me acaba de decir que debo protegerla, ¿verdad?

—Esto es también para protegerla, muchacho. ¿Sabes lo cruel que será su vida si se convierte en princesa? Vivirá su vida encerrada en este castillo, teniendo a miles de personas en su contra. Incluso estando casada con un hombre que nunca la va a amar.

El rey sacó una pequeña botella y se la entregó a Allen.

—Toma. Aquí está el veneno. Y, cuando la hallas asesinado, te recompensaré con lujos. Podría convertirte en un importante duque.

Allen miró la pequeña botella de cristal en sus manos. Adentro había un líquido tan rojo como la sangre. Tan rojo como su propio ojo. Sintió el peso de la realidad ahorcándolo.

—Si no lo haces, tú serás envenenado en su lugar. Además, escogeré a alguien más para que lo haga.

¿Su cabeza o la de la princesa?

Un difícil dilema. Si escogía salvarse a sí mismo, la princesa moriría. Tal vez nadie lamentaría su muerte aparte de la reina y él, una mujer tan ausente y demente que no se preocuparía ni por el asesino. Tan loca, recluida siempre en su habitación.

—Yo...

«No puedo», fue lo que pensó.

Pero, si faltaba él... ¿Qué pasaría? Su familia se quedaría sin dinero. No podrían pagar la renta, ni las medicinas de mamá, ni la comida. Morirían de hambre. Y si no las mataba eso, su madre moriría por enfermedad.

—Lo haré.

Allen inclinó la cabeza.

—¡Grandioso! Entonces, quiero que la princesa esté muerta entes de la media noche.

—Sí, señor.

—Ah, y asegúrate de invitarla a la merienda de esta tarde, conmigo. Quiero verlo con mis propios ojos.

—De acuerdo.

Allen iba saliendo de la vista del rey, sin siquiera hacer una reverencia.

—Serás recompensado, muchacho —fue lo último que oyó del rey antes de salir.

Mientras caminaba a la alcoba donde estaría Rilliane, pensó en egoísta que sería al preferir su vida a la de ella. ¿Pero estaba justificado, verdad? Lo hacía por su familia.

Una inmensa culpa le llenó el alma cuando tocó la puerta de la joven. Escondió el veneno en su bolsillo.

—Princesa Rilliane... ¿Puedo pasar?

—Entra, Allen —le contestó la princesa  al otro lado de la puerta.

El chico entró, fingiendo tranquilidad. Tenía tantas ganas de llorar. De correr al pecho de su madre y preguntarle qué hacer.

Pero no podía hacer eso.

Levantó la cara y le sonrió a la hermosa chica frente a sus ojos.

—¿Dónde estuviste, Allen? —le preguntó la princesa.

—Estuve haciendo un encargo con Charttete.

—Oh, ya. Bueno, como sea. Ya va siendo la hora del té. ¿Puedes traerme mi merienda, por favor?

La princesa le contestó con tanta amabilidad, que los ojos se le nublaron.

—Sobre eso... El rey me pidió que fueras a merendar con él.

Ya no había vuelta atrás.



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