3. El bastón de la serpiente
Aunque ir a Auradon tenía muchas desventajas, también podía hallarle cosas buenas al respecto. Si el plan funcionaba, los niños y niñas de la Isla, quienes han crecido en pésimas condiciones y pagando por crímenes que no cometieron, tendrían una mejor vida. Además, Jay y yo dejaríamos de robar comida para poner en la mesa y artefactos para vender descaradamente en la Tienda de Jafar.
Eso era lo que a mí me importaba. No tenía interés en dominar el mundo, sólo quería que todos viviéramos con las mismas libertades, no encerrados y luchando por sobrevivir. No me importan los villanos, sino los descendientes, los que nunca hicieron nada malo contra Auradon y aún así son prisioneros. Y si robar la varita es lo que necesito para liberar a la Isla, que así sea.
—¡Jade! —me llamó mi padre, frente a la puerta del castillo. Miré por encima de mi hombro, y él hizo un ademán con su mano para que me acercara— Hay algo que debes saber —susurró una vez que estuve cerca y nadie alrededor era capaz de oírnos—. El collar que tienes —señaló mi clavícula, donde colgaba ese collar de oro que nunca me quitaba por sus órdenes—, es en realidad mi bastón. Antes de que nos encarcelaran aquí, lo encogí hasta para esconderlo y que no lo confiscaran. Cuando tú y Jay nacieron, decidí ponerlo en una cadena, para que el día en que uno de ustedes mostrara signos de llevar sangre de hechicero, lo utilizara.
Me llevé la mano al dije de la serpiente dorada con ojos rojos, lo que siempre creí que sólo era una réplica de su bastón.
—No hará lo mismo para ti que hace por mí, por supuesto, porque sólo eres mitad yo. Tendrá sus límites... pero te servirá —murmuró, sonriendo siniestramente.
—¿Y cómo...? ¿Cómo sabes que me servirá a mí y no a Jay? —pregunté, confundida, echándole un vistazo a mi hermano, que nos miraba extrañado de vernos cuchichear de forma baja y sospechosa.
—Ocurrió un día en especial: nunca te he visto más enfadada que esa vez. Ese día, tus ojos... cambiaron —dijo, apretándome el hombro con un toque de... orgullo, algo con lo que nunca antes me había mirado—. Lo verás algún día.
Miré el bastón con cabeza de cobra, y me imaginé qué tanto brillarían sus ojos rojos al usarlo, y qué tanto podría hacer para mí.
—Hazme sentir orgulloso, viborita —murmuró, dándole dos palmadas a mi hombro.
Mi pecho se llenó de calidez. ¿Podría? ¿Lograría hacer sentir orgulloso a mi padre si en verdad resulta que heredé su magia? Si así era, lo intentaría, y tal vez... sólo tal vez... finalmente me querría, o me mostraría cariño.
Asentí y él me dejó ir. Me recompuse, y le sonreí a Jay para transmitirle calma y aclarar que no sucedía nada. Buscando que no me preguntara sobre la conversación entre nuestro padre y yo, lo codeé y le eché una mirada muy fugaz al cofre de la limosina, donde una pequeña corona decorativa estaba colocada. Él (tal y como predije) sonrió perverso y rodeó la limosina con fingido desinterés, tomó la corona de brillantes piedras, sin que nadie se diera cuenta, y la guardó en aquel gorro rojo que siempre utilizaba.
—Ah, huele a gente común —se quejó la Reina Malvada.
—¡Carlos, ven aquí! ¡Ahora! ¡Carlos!
Carlos ignoró los gritos de su madre y saltó al interior de la limosina.
—Ingrato —renegó Cruela.
Cruela, la Reina Malvada y mi padre estaban en la entrada del antiguo y deteriorado palacio (con altísimas torres que ahora era el hogar de los cuatro villanos más temidos), despidiéndose con gritos y señas. Maléfica estaba en el balcón que había encima de la entrada y nos miraba con advertencia.
Una vez que todos estuvimos dentro del lujoso auto, las puertas quedaron cerradas. Sin embargo, los gritos de nuestros padres se siguieron escuchando aún cuando la limosina arrancó.
—¡Tráiganme oro!
—¡Tráeme un perrito!
—¡Trae un príncipe!
Mal iba muy pensativa y con mala cara, y a su lado estaba Evie, quien agarró un caramelo azul y azucarado; después estaba yo, revisándome las uñas; a mi otro lado se encontraba Jay, quien intercambió miradas con Carlos antes de empezar a luchar con él, para apropiarse de los dulces.
—Jay, pásame una paleta de cereza —le pedí, examinándome las uñas, que estaban pintadas de rojo y negro.
Jay me aventó la paleta por encima de su hombro, sin fijarse, y yo la atrapé en el aire sin problemas. Mi hermano no era nada cuidadoso y bastante brusco, así que estaba acostumbrada a ese tipo de gestos. Debía admitir que, gracias a eso, tenía mejores reflejos de los que cualquiera pensaría.
Jay era un príncipe, sin embargo. El príncipe de los ladrones, un estafador y un farsante, cuyas mentiras son tan hermosas como sus oscuros ojos. Yo era tan igual a él en personalidad, y a la vez tan diferente. Algo que nos contrastaba y nos servía mucho, era que yo funcionaba como el cerebro, la parte malévola y maquiavélica, mientras que él era el ejecutor, la fuerza y la aventura.
—Hoy estás algo pálida, déjame ayudarte —dijo Evie, pasando rápidamente la brocha de rubor por la mejilla derecha de Mal, quien arrugó todo el rostro con desagrado y la quitó de un manotazo.
Le quité la envoltura a la paleta y me llevé el dulce a la boca, complacida.
—Basta. Estoy... conspirando —dijo, volviendo su mirada otra vez a la vista que daba la ventanilla del coche.
—Pues no es muy atractivo —dijo Evie, dándole otro mordisco a su caramelo—. Jade, ¿puedo ponerte rubor?
Me lo pensé dos segundos, pero terminé asintiendo.
—Claro —acepté, y ella sonrió emocionada, empezando a pasarme la brocha con movimientos ascendentes y delicados.
—¡Perfecta! —celebró, volviendo a guardar el maquillaje en su bolso rojo.
—Como siempre —dije con un toque de falsa inocencia en mi sonrisa de suficiencia.
—¡Oh! —exclamó Carlos con agrado— Estos... son salados como nueces, pero dulces como no-sé-qué —trató de explicar, llevándose el postre a la boca.
—Déjame ver —dijo Jay, masticando otro dulce.
Carlos abrió la boca, mostrando la comida masticada, y Jay lo empujó asqueado y le quitó el postre de la mano, probándolo.
Entonces la ventanilla negra, a espaldas de Mal e Evie, se deslizó hacia abajo e Evie gritó:
—¡Miren!
La limosina estaba atravesando los dos pilares que formaban la entrada a la Isla y donde el puente hacia Auradon empezaba y luego terminaba unos metros después.
—¡Es una trampa! —gritó Carlos.
La limosina se llenó de nuestros gritos. Mal abrazó a Evie, Evie me abrazó a mí, Jay me abrazó con fuerza y Carlos lo abrazó a él. Todos juntos me estaban apretujando y yo, desesperada, les grité que abrieran los ojos cuando noté un brillo dorado. Me soltaron poco a poco, cuando vieron lo que yo, y pude respirar.
Un puente improvisado y brillante, como si estuviera hecho de polvo de hadas, se formó bajo la limosina, dándonos el paso hacia Auradon.
—¿Qué sucedió? —preguntó Carlos con el ceño fruncido.
—Magia —murmuré, maravillada con cómo funcionaba.
Nunca había visto la magia, ya que en la Isla era imposible, pero ahora que la presenciaba, era... hermosa.
—¡Ey! —Mal llamó al conductor dando golpecitos con el control— ¿Este botón abrió la barrera mágica?
—No. Éste la abre —dijo, levantando rápidamente un control dorado—. Ése abre mi garaje. Y este botón...
La ventanilla negra volvió a dividirnos lentamente y todos nos miramos con pequeñas sonrisas, divertidos.
—Vaya —rió Mal—. Es grosero... Me agrada.
El camino hasta Auradon fue más rápido de lo que esperé y nada como lo imaginé. Todo era verde, lleno de vida y colorido.
Una música empezó a dejarse escuchar conforme nos acercábamos a un castillo con un gran jardín principal. La gente gritaba e incluso nos recibía con banderines que agitaban sobre sus cabezas. ¿Estaban en serio tan emocionados por la llegada de cinco hijos de villanos? ¿No deberían... odiarnos? Porque la Isla sí que los odia.
Evie, Mal y yo íbamos mirando todo alrededor a través de las ventanas, ignorando a Carlos y Jay, que venían luchando, como siempre, cuando la limosina se detuvo frente al jardín de un castillo.
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