15. Una película
El Consejo entró en la habitación, y se encontró que los consejeros reales no eran para nada reconfortantes a simple vista.
De hecho, eran bastante aterradores, pensó Ben. No sabía por qué. Pero estaban charlando amigablemente, discutiendo sobre los puntajes del Torneo de la noche anterior y cuya Liga de Torneo Fantasía estaba ganando. Todos tomaron asiento, intercambiaban palabras.
Asistieron los habituales siete enanitos, todavía con su ropa de minería y sus pequeños sombreros. Sentado junto a los enanos (o más bien, sentado al borde de un libro de Normas y Reglas Cívicas de Auradon que estaba sobre la mesa más cercana a ellos, porque eran demasiado pequeños para tomar un asiento normal) estaban los mismos ratones que habían ayudado a Cenicienta con el príncipe; el astuto Jaq, el gordito Gus, y la dulce Mary.
Más allá de los ratones estaban algunas de las hermanas de Ariel (Ben no podía recordar cuál era cuál, sobre todo porque todos sus nombres comenzaban con A) y Flounder salpicaban a lo largo de en su propia bañera de cobre, con ruedas empujada por un Din Don muy infeliz, que hacía una mueca cada vez que la más mínima gota de agua se derramaba por el borde.
Completando el otro lado de la mesa, estaban Flora, Fauna y Primavera, sentadas al lado del famoso Genio azul de Agrabah. Comparaban recuerdos de sus vacaciones. Las hadas preferían los prados forestales, mientras que el genio prefería los vastos desiertos.
—Bienvenidos —saludó Ben—. Ahora, declaro esta reunión del Consejo Real oficialmente abierta. ¿Empezamos? —preguntó Ben.
Todos asintieron alrededor de la mesa. Ben miró sus fichas que había escondido debajo de su mano derecha, esperando que todo saliera correctamente.
—Excelente. Entonces...
—¿No tenemos que esperar a tu padre, chico? —preguntó el Genio, poniendo los pies sobre la mesa.
Ahora que la magia ya no era admitida en Auradon, el genio había tomado forma física y ya no era una nube flotante.
—Sí. ¿Dónde está el Rey Bestia? —dijo Flounder elevando la voz.
—¿Tu padre no vendrá hoy, Ben? —preguntó la dálmata, Perdita, con suavidad.
El color se deslizó en el rostro de Ben.
—No, perdón. Mi papá, quiero decir, el Rey Bestia, ah, me pidió que lo represente en la reunión.
Todo el mundo se quedó quieto. Los ratones se sentaron. Gruñón dejó caer la galleta.
—De todos modos —Ben se aclaró la garganta y trató de afectar a una confianza que no sentía—. Es mi futuro deber.
Miró el montón de papeles que tenía delante. Peticiones y cartas y aplicaciones y movimientos, de los habitantes de todos los rincones del reino... Mostrarles quién es el rey. Eso es lo que dijo su padre.
—En mi papel como futuro rey de Auradon, he estudiado sus peticiones, y agradezco sus sugerencias, me temo que...
—¿Nuestras peticiones? ¿Estás hablando de Nuestros Derechos? —Gruñón sonaba molesto.
—Em, sí, me temo que no podemos recomendar la concesión de estas peticiones como...
—¿A qué te refieres? —preguntó Mary.
Tontín parecía confundido.
—¿Supongo, me refiero a mí? Lo que quiero decir es, que he tomado sus sugerencias para el cambio, pero no creo que pueda aprobarlas...
Una de las sirenas inclinó la cabeza.
—¿No las aprobarás? ¿Por qué?
Ben se puso nervioso.
—Bueno, porque yo...
Sabiondo sacudió la cabeza
—Lo siento, hijo, pero ¿alguna vez has puesto un pie fuera de este castillo? ¿Sabes lo que pasa en el Reino realmente? Por ejemplo, nuestros primos los duendes en la Isla de los Perdidos desean ser perdonados, ya han sido exiliados por un largo tiempo.
Todos alrededor de la mesa comenzaron a murmurar en voz baja. Ben sabía que la reunión había dado un giro de bien en peor, y él desesperadamente comenzó a revisar sus opciones. No había nada en sus fichas sobre qué hacer en esos casos.
Uno: ¿qué haría mi papá?
Dos: ¿qué haría mi mamá?
Tres: ¿podría funcionar?
Cuatro: ¿qué haría yo?
Ben seguía evaluando la opción número cuatro cuando Gruñón habló.
—Si me permite interrumpir —dijo Gruñón, que miraba, bueno, muy contrario a lo que podemos llamar, feliz, que estaba sentado a su lado—. Como ustedes saben, desde hace veinte años, los enanos han trabajado en las minas, recolectando de joyas y diamantes para coronas y cetros del reino, para muchos príncipes y princesas, para aquellos que necesitan regalos de boda o para el día de coronación.
Ben se volvió aún más rojo, mirando los botones de oro pulido en su propia camisa.
Gruñón lo miró fijamente, y luego continuó.
—Y durante veinte años hemos sido pagados con nada de nada por nuestros esfuerzos.
—Bueno, bueno, señor Gruñón —dijo Ben—. Señor.
—Dígame sólo Gruñón —resopló Gruñón.
Ben miró a los ratones.
—¿Puedo?
—Por supuesto —dijo Gus, saltando hacia abajo, enviando unos cuantos ratones a rodar.
Se volvió a un gráfico en los apéndices en la parte posterior del grueso libro.
—Está bien, entonces, Gruñón, como ciudadano de Auradon, parece que usted y el resto de los enanos se han ganado dos meses de vacaciones... veinte días de fiesta... y días libres ilimitados por salud.
Él miró hacia arriba.
—¿Eso suena bien?
—Más o menos —dijo Sabiondo.
Gruñón se cruzó de brazos con otra mirada.
Ben pareció aliviado, cerrando el libro.
—Así que no pueden decir que han estado trabajando exactamente durante veinte años, ¿verdad?
—La matemática no viene al caso, joven hombre ¿o debería llamarte, joven Bestia? —Gruñón gritó desde detrás de Sabiondo, que estaba haciendo su mejor esfuerzo para empujar su propio casquillo de media en la boca de gruñón.
—Príncipe Ben estaría bien —dijo Ben, con una leve sonrisa.
No es de extrañar que el enano se llamara Gruñón; ¡Ben nunca había conocido a una persona tan cascarrabias!
—Si puedo opinar, y si ofender, pero estamos un poco cansados de estar sin derechos y sin contrato —habló Tímido. Por lo menos, Ben pensó que así era su nombre, porque mientras hablaba su cara se puso roja cual tomate.
—Está presente aquí, ¿no? Así que no me parece correcto que diga que no tiene "derechos" ¿verdad?
Ben sonrió de nuevo. Dos por dos. Boom. Tal vez soy mejor rey de lo que pensaba.
—Pero, ¿qué va a heredar a nuestras familias cuando nos retiremos? —preguntó Tímido, sin estar seguro.
—Estoy seguro de que mi padre tiene un plan para cuidar de todos —dijo Ben, esperando que fuera cierto.
Una voz chilló se levantó en la mesa. Ben se inclinó hacia delante para escuchar.
—¿Y ninguno aquí del reino se ha dado cuenta que nosotros hacemos siempre el trabajo duro? ¡Desde que el Hada Madrina desaprobó la magia, que los ratones hacen todos los vestidos! —dijo Mary indignada. La pequeña ratoncita había subido el libro de reglas del reino para hacerse oír— ¡Por todos los cielos!
—Eso es muy... —comenzó Ben, pero fue cortado. Él ya no estaba a cargo de la reunión. Eso había quedado muy claro.
—Por no hablar de las criaturas del bosque que hacen todo el servicio de limpieza de Blancanieves —añadió Jaq.
—Ellos tampoco tienen sus felices por siempre.
Mary asintió.
—¡Además, Blancanieves necesitará un guardarropa nuevo cuando se entere de la coronación! ¡Su coronación, debo añadir!
Ben buscó desesperadamente a través de los papeles que tenía delante de él.
—Todo ciudadano tiene derecho a presentar, a presentar...
—Todavía sigo recolectando cachivaches para Ariel —farfulló Flounder—. Sus tesoros han crecido, pero ¿acaso me quedo con alguno?
Ben intentó de nuevo.
—Sabe que lo que hace, ella lo aprecia mucho...
Flounder siguió hablando.
—Y las sirenas siempre dan recorridos submarinos a los turistas, y no reciben recompensa. ¡Incluso en altas temperaturas!
Las hermanas de Ariel asintieron con indignación, sus colas brillantes salpicaban el agua de toba la tina. Din Don se golpeó el rostro, mientras que Lumiere apretó su brazo para mostrarle su apoyo.
Ben asintió.
—Bueno, eso es ciertamente algo que vale más, conside...
—Y si debo añadir, que vivir sin magia ha puesto nuestros nervios de punta —suspiró Primavera.
—Primavera no puede coser, Fauna no puede cocinar, y yo no puedo limpiar sin nuestras varitas. Puede encontrar nuestra petición en uno de esos papales, querido muchacho —Flora quedó mirando fijamente la cara del príncipe Ben.
Fauna intervino.
—Si bien apreciamos todo lo que el hada madrina ha hecho, debemos considerar que un poco de magia nos vendría de milagro.
—Pero, de verdad sólo quieren un poco... —comenzó Ben.
—Sé que no parece cansado, pero Perdita y yo a veces estamos exhaustos después de atender a ciento y un dálmatas —dijo Pongo en esa extraordinariamente elegante voz.
—Si sólo hubiera ciento y un horas en el día —bostezó Perdita—. Podría al menos dormir cinco horas en el día. De verdad no lo puedo imaginar.
La ratoncita Mary asintió con simpatía, palmeando la pata de Perdita con la suya.
—Para decirlo sin rodeos, Príncipe Ben, esto apesta —dijo el Genio, que le lanzó un beso burlón.
Los enanos aplaudieron frenéticamente.
Las hermanas de Ariel reían, y ahora el agua de la bañera estaba turbia como un pequeño tsunami. Din Don salió de la habitación haciendo una rabieta, e incluso hizo un gesto para que Lumiere hiciera que el príncipe Ben cortara la reunión. Si es que Ben sabía cómo.
La sala comenzó debatir diferentes casos, mientras los compinches y los enanos comenzaron a gritarse, las hadas buenas seguían quejándose del trabajo agotador incluso las tareas ordinarias que debían realizar, y todos los demás en la habitación empezaron a reclamar sus propias quejas.
Sería difícil elegir a alguien para que sea el siguiente en hablar, pensó Ben, mientras se escabullía en su silla, tratando de no entrar en pánico.
Respira, se dijo. Respira y piensa. Pero era imposible pensar en medio del alboroto en la sala. Las sirenas se quejaban que los turistas dejaban su basura por todas partes; los enanos gritaban que no les gustaba que nadie les dijera qué hacer mientras trabajaban; Pongo y Perdita ladraban sobre el estrés de tener que pagar por ciento y un dálmatas en educación universitaria; e incluso el Genio parecía más azul de lo habitual. Ben se tapó los oídos. Esto ya no era una reunión. Era una pelea sin cuartel. Él tenía que detenerla, antes que las cosas o los ratones salieran volando por la sala.
¿Qué haría mi padre? ¿Qué espera que haga? ¿Cómo se enfrentaría ante esa situación y cómo esperaría que yo me enfrentara a esa situación?
Cuanto más pensaba en ello, más enojado se ponía. Finalmente, Ben se puso de pie. Pero a nadie le importó. Él se subió encima de la silla, pero nadie lo notó. ¡Eso es todo! ¡Su padre le dijo que demuestre que es rey, y los reyes se hacen escuchar!
—¡BASTA! —gritó desde lo alto de la mesa— ¡Se levanta la sesión!
Un silencio llenó la habitación.
Ben se quedó allí.
—¿Por qué? Yo nunca —gruñó Perdita—... ¡Qué grosero! ¡No debería tratarnos de esta manera!
—Impertinente e ingrato, eso es seguro —dijo Flora.
—¿Por qué lo hizo? —dijo Gruñón— ¿Dónde está el Rey Bestia? ¡No estamos sordos! ¿No te enseñaron modales, hijo?
—¡Sin palabras! ¡Nunca nos han tratado así de mal! —revoloteó Primavera.
Todos salieron de la habitación, mientras Ben miraba cautelosamente cómo salían. Bajó la cabeza, avergonzado por cómo había actuado. Había tratado de tomar el control como su padre, pero había fracasado. No había sido capaz de atender las peticiones, y no había sido capaz de inspirar confianza en el Consejo Real.
No se había demostrado a sí mismo. Sólo había probado una cosa: él no era apto para portar el anillo real que llevaba puesto en el dedo.
Apreté los labios y me llevé la mano a la boca lo más sutil posible, tratando de contener la risa, pero cuando los mofletes se me inflaron del aire que estaba reteniendo, no lo soporté más y mis hombros se empezaron a mover al ritmo de mi risa.
Ben se puso rojo hasta de las orejas y miró sus manos, ligeramente avergonzado.
—Lo sé —dijo—. No fue la mejor reacción.
—Oh, no. No lo es —confirmé al dejar de reír. Lo miré enternecida, pues se veía adorable cuando lucía arrepentido, con sus ojos verdes de cachorro—. No tenía idea de que tenías un lado bestia, Benjamin —bromeé. Ben sonrió de lado, un poco más divertido que avergonzado—. No seas tan duro contigo. Dijiste que era tu primera reunión, ¿no?
—Sí...
—Además, nadie podría culparte por actuar como lo hiciste. Por lo que me cuentas, realmente debió haber sido una pesadilla. No te sientas mal, cualquier otra persona hubiera reaccionado mucho peor. Yo, por ejemplo.
—Es verdad que fue espantoso —afirmó, rascándose la nuca—. Y no tengo idea de qué hacer. Son tantos problemas.
—¿Ya hablaste con tu padre?
Ben negó con la cabeza.
—No quiero que lo sepa hasta que tenga una solución. Se decepcionaría mucho.
Me quedé pensando, tratando de recordar todo lo que Ben había dicho de las quejas. Los animales del bosque, los dálmatas, los enanos, las sirenas, Flounder, el Genio, los ratones... Era bastante, pero no imposible.
Habíamos llegado hace media hora a la pequeña sala de televisión que tenía la Preparatoria Auradon. Estábamos solos y sentados uno al lado del otro sobre un sofá largo, ya que Ben había reservado el espacio por unas cuantas horas para lo que él llamó "cita espontánea". Al verlo un poco afligido, le pregunté lo que ocurría y terminó por relatarme lo sucedido el día anterior.
—Mira —empecé, acomodándome en el sillón en el que estábamos sentados—, primero las sirenas. Pueden cobrar una moneda de plata por cada recorrido submarino. Y puedes hablar con Ariel para que le dé a Flounder al menos una pieza o dos de su colección.
Sus ojos volvieron a adquirir su brillo alegre y eso hizo que se me inflara el pecho de orgullo y satisfacción.
—No es mala idea —dijo, acomodándose junto conmigo para mirarme mejor.
—También puedes crear un fondo universitario para todos los dálmatas.
Ben sonrió en grande y asintió, animándose, hasta que recordó:
—Pero ¿qué pasa con los mineros?
—Puedes destinar una parte de los diamantes y el oro a algún fondo —expliqué, encogiéndome de hombros—. Un fondo de retiro para los enanos, para cuidar de sus familias y sus hijos.
—Suena bastante justo. Creo que les gustará —dijo Ben, cambiando su cara por una maravillada, perdiendo todo rastro de desesperanza.
—En cuanto a la restricción de la magia de Flora, Fauna y Primavera, no tengo idea.
—Tendrán que llevar su queja con el Hada Madrina —murmuró Ben, formando una media mueca, pensativo—. Me temo que no puedo resolver ese problema, pero puedo conseguir una reunión con ella y las hadas.
—¿Y la petición de el Genio para sus viajes ilimitados dentro del reino?
—Creo que eso puede ser aprobado, tan pronto como entregue su itinerario al palacio, de antemano. No creo que a mi padre le guste que el Genio aparezca por todas partes sin previo aviso.
Asentí con la cabeza.
—Eso es muy razonable —dije, y abrí los ojos como grandes platos cuando pensé algo más—. En cuanto a los animales del bosque, podrías mandar a un equipo a instalar un lavavajillas automático, lavadoras, secadoras, y aspiradoras, en todos los hogares. Me imagino que es difícil lavar los platos con las manos, sin, ya sabes, tener manos.
Ben se rió, y luego se le iluminó la cara con otra idea.
—¡Mary y los ratones! Podrían ser compensados con el mejor queso del reino, de la propia despensa real.
—No dudo que eso vaya a agradarles —concedí, sonriente. Me encantaba ver la forma en que Ben se emocionaba al ayudar a otros—. ¿Lo ves? No tienes que ser tu padre o tu madre. Sé tú mismo... con algo de creatividad —añadí, con lo que Ben sonrió—. Vas a ser un buen rey, Benjamin —murmuré, observando lo lindo que era.
Ben realmente era la completa definición de un príncipe azul.
Miré sus labios, rosados y delgados, y recordé la sensación de ellos contra los míos, húmedos y dulces por el agua del lago. Había estado aspirando con volver a besarlo por dos días, pero sabía que si lo hacía, sería más difícil despedirme cuando robara la varita. Si lo besaba de nuevo, no habría vuelta atrás. Me ataría a él emocionalmente. No podía hacer tal cosa. Mi padre me mataría si descubriera que me estaba enamorando de un príncipe, en lugar de tenerlo sometido y robarle la corona.
Ben bajó la vista hasta mi boca y deslizó la lengua por sus labios.
«Al diablo. Al menos, cuando él despierte del hechizo de amor y me odie, yo me largaré y tendré un buen recuerdo de esto.» pensé antes de inclinarme, acercarme y unir nuestras bocas en un beso quieto y suave.
Cerré los ojos, tratando de bloquear el resto de mis sentidos. Quería memorizar todas y cada una de las sensaciones. Mi corazón latía como tambor, los dedos de mi mano derecha se sentían electrizantes, acariciando su suave cabellera avellana. Mi piel se erizó cuando acunó mi mejilla derecha con su mano.
Me moví sin pensar, acercándome tanto que mis piernas terminaron sobre las suyas. Me ayudó a sostenerme, bajando su mano hasta mi espalda baja. Los cabellos de mi nuca se erizaron cuando dejó salir un grave y leve gemido en mis labios, los cuales empecé a mover para profundizar el beso, que se volvió más pasional.
Escuché una explosión proveniente de la película, pero ni él ni yo nos exaltamos, demasiado absortos para escucharlo como más que un eco lejano. En cambio, Ben me empujó hacia él por la espalda baja, invitándome a sentarme en su regazo, y fui obediente, complacida con estar más pegada a él.
Su piel hervía, al igual que la mía. Tomé toda mi cabellera y la hice a un lado, evitando que estorbara, y acuné su rostro con mis manos mientras él procedió a acariciar mis piernas, desnudas por la falda de porrista que aún traía puesta.
Mis ganas de quitarle el jersey del uniforme de Tourney me quemó desde los dedos hasta los codos, pero logré contenerme... por un minuto. Cuando me mordió el labio inferior, perdí la razón y me separé sólo lo suficiente para quitarle la playera.
Esta vez yo gemí, pues sus dedos levantaron unos centímetros de mi blusa, rozando la piel de mi cintura, e hizo lo mismo con la otra mano. Comprendí que estaba esperando mi aprobación para quitármela.
La desesperación me recorrió desde el vientre hasta la garganta. Mi deseo quemaba, ardía bajo mi piel, así que tomé sus manos bajo las mías y lo guié, levantándome la blusa hasta dejarla en algún lugar del sillón.
Ya no me besó en la boca, sino que se acercó y comenzó a desplazar sus labios entre besos pequeños y mojados, provocándome un cosquilleo placentero y electrizante. Sus manos viajaron por mi cintura hasta por encima de mi sostén.
Eché la cabeza hacia atrás, dándole un mejor acceso, y él aprovechó para seguir bajando sus besos hasta el valle de mis pechos. Todo se sentía increíble, nuevo y caliente.
Sentí su respiración subir de vuelta hasta mi mandíbula y finalmente hasta mi oído. Mordisqueó y besó mi lóbulo, haciendo que mis uñas automáticamente se enterraran en sus hombros, buscando estabilidad. Su exhalaciones cálidas y aceleradas sobre mi oreja me enviaron escalofríos por toda la espina dorsal.
—Te amo, Jade.
«Mierda.»
Me solté de él y lo miré, sintiendo como si toda la sangre se me iba a los pies. Me levanté de un salto. Ni siquiera miré atrás cuando me puse la blusa y salí corriendo, ignorando su voz llamándome.
—¡Jade!
Corrí como si mi vida dependiera de ello y no me detuve hasta que llegué al dormitorio.
—¿Jade? Jade, ¿qué ocurre? ¿Por qué lloras?
No me había dado cuenta de que había empezado a llorar hasta que Evie lo mencionó, observando mi rostro bañado de lágrimas. Últimamente estaba demasiado sensible, desde esas malditas galletas.
—Oh, maldición —masculló Mal, levemente horrorizada—. ¿Eso es un chupetón?
Sólo las ignoré y me metí al baño, donde encendí la regadera y con ese ruido cubrí el sonido de mis sollozos y dejé que el agua se llevara mis lágrimas.
—Te amo, Jade.
Sus palabras dolían, porque parecían tan sinceras y reales, que olvidaba que eran mentira y producto del hechizo de amor. Y lo comprendí: la galleta me había afectado más a mí que a él. Me estaba enamorando de Benjamin.
—Esto no era parte del plan —bisbiseé, cerrando los ojos con fuerza, y deseando poder volver a la Isla y olvidarme de todo este enredo de sentimientos.
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