IV. Fantasmas
❛ Culpable o inocente. Mi amor es infinito,
lo estoy intentando, no hay necesidad de prisioneros ❜
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Tatuado en el alma. Recordatorio de sus entrañas. Rhaenyra, creería que en cualquier momento perdería las riendas de la vida; agotada físicamente como mentalmente y lo poco que le pertenecía permitía danzar al filo de la cordura. Constantemente se sentía vulnerable incluso asqueada por el tacto, los roces y besos profanos que otro le robaba con descaro.
Cuando Aegon el menor escupió abiertamente aberraciones contra Daemon Targaryen, tío y esposo, algo en ella se quebró. Cuan loco seria que desearía que los rumores solo fueran eso, charlatanería barata y que, aunque muy adentro le doliese prefiriese que su consorte fuera un melancólico cadáver.
— Mi dulce puta. — La voz cruda se coló en las cuatro paredes.
Rhaenyra apenas alzó la vista antes de encorvarse sobre sí misma, abrazando sus piernas en un intento instintivo de hacerse más pequeña. Enterró la cabeza entre las rodillas, como si aquel gesto insignificante pudiera ahuyentar al depredador que la observaba con hambre feroz. Sin embargo, el intruso la sacudió de los hombros causando que vulnerará el escudo y quedó expuesta.
— Ya basta...no quiero hoy.— balbuceó en un intento de inyectar lastima.
La risa mordaz de Aemond la heló de pies a cabeza. Era una advertencia velada, un regocijo cruel alimentado por el sufrimiento ajeno... No, por su sufrimiento. El suyo. Y percibirla al borde de la súplica —una súplica inútil ante un hombre desprovisto de misericordia— solo avivaba la adrenalina que corría por sus venas.
— Oh, mi golfa de boca sucia. — la agarró con violencia del mentón obligando que los ojos amatistas se encontraran. — Dime, ¿qué pensarían esos bastardos tuyos al verte así? Imagino a mi valeroso sobrino Lucerys mojándose los pantalones del puro horror. Jacaerys, en cambio, fingiría la dignidad de un rey que jamás será, clamando justicia con su falsa nobleza. Y Joffrey... —soltó una risa cruel—. Bueno, nunca lo sabremos, ¿verdad? Porque el pueblo lo dejó demasiado esparcido como para preguntarle.
Una furia casi extinta evoco por el pecho de Rhaenyra. Se sacudió con agresividad y la fuerza de un dragón afloró. Ahí, lo ataco empujándolo lo más impetuoso que su aflicción le permitía.
—¡Os ordeno que no oses profanar con vuestra boca sucia el nombre de mis hijos! —exclamó, con la voz quebrada por la ira y el dolor, al borde de las lágrimas—. Ellos, a diferencia de vuestra despreciable estirpe, eran dignos herederos del linaje de mis ancestros
Aemond en un arranque de colera abofeteó la fémina, una y otra vez. Un perdón lento por lo que, en contra la voluntad ajena la posiciono en cuatro y alzo las prendas pese a los gritos de esta. Se desabrocho los pantalones.
— Asquerosos esos y muertos están. Piadoso fue el inservible de mi padre al perdonar la ofensa de dañarme. — gruñó. — Que los muy ilegítimos se regocijen de como deshonro el hoyo de la muy arpía de madre que os pario.
Cuando Rhaenyra cerró los ojos bajo la certeza que nuevamente seria tocada sin consentimiento un estruendo tan repentino la salvo. Elevo la vista y percibió a una mujer, a esa que perdonó en misericordia en la conquista del desembarco y que desempeñó un papel importante en la vida de ella.
— ¡Madre! — la voz infantil de Aegon acaparó ahora la visión.
Observó como Alicent Hightower se infiltraba a la celda y con un aspecto superior jalo a su propio hijo; cara a cara y una bofetada le proporciono, llamadlo benevolencia por la tierna infancia que ambas damas compartieron o denle un nombre adecuado, sin embargo, lo cierto es que la mirada reflejaba lo iracunda de la que una vez fue reina consorte.
Aegon el menor se acercó rápidamente a la madre suya, y la cubrió en un abrazó.
— ¿Por qué osas interrumpirme? — preguntó el hombre en un tonó hostil mostrando indiferencia al golpe brindado anteriormente.
— Han convocado una reunión de emergencia. — pronunció firmemente. — se solicita la presencia de todos incluyendo a Rhaenyra junto al niño.
Aemond resopló sumamente molesto. Se abrochó los pantalones y con una última mirada, hambrienta, se dirigió a su hermana antes de marcharse.. No hubo palabras, ni súplicas, ni gratitud en los labios de Rhaenyra. No se inclinó, no fingió amor. Solo el peso del momento quedó suspendido en el aire.
—Vamos, Jace. —Tomó la pequeña mano con delicadeza.
Avanzaron, esquivando la sombra de la mujer. El eco de sus pasos, arrastrándose sobre el suelo frío, llenaba el pasillo con un escalofrío sordo, mientras el chirrido de las ratas se deslizaba entre las paredes.
—Soy Aegon, madre... —musitó el niño, su voz apenas un hilo en la penumbra.
Rhaenyra se detuvo, el desconcierto oscureciendo su rostro.
—¿Qué has dicho, hijo mío?
Él alzó el mentón, buscando en su mirada un vestigio de reconocimiento.
—Me llamaste Jace —su voz se tornó más firme—. Pero Jacaerys murió en el Gaznate... igual que Viserys.
El silencio los envolvió como una niebla espesa. Como si la lengua de la mujer hubiera sido devorada por la culpa, como si el mundo mismo quisiera olvidar lo que jamás volvería a ser. Rhaenyra prontamente la invadió una tristeza profunda, ¿por qué tendría que ocurrir solo desgracias en su miserable vida? a muy temprana edad tuvo que sostener el peso de un reino y el odio de los más cercano. Gano, pero, a su vez perdió todo.
Cierto era. Aegon jamás llenaría el vacío de su primogénito, aquel que le enseñó a ser madre, a quien amó con una devoción inquebrantable. No era su reflejo ni su sombra, ni la mitad de lo que Jacaerys había sido... pero, aun así, lo amaba. Amaba al único hijo que le quedaba con vida.
Sumida en pensamientos, Rhaenyra no se percató de su entorno hasta una tos fuerte la saco del ensimismamiento. Se hallaba sentada entre figuras que eran el retrató más vil de los enemigos, aun así, su mente seguía atrapada en la ausencia. Torció la boca al reparar en Corlys Velaryon. Al mirarlo más de cerca, advirtió que el tiempo y la guerra lo habían despojado de su antigua grandeza. Se veía peor que nunca, la fatiga y la edad marcaban su rostro como surcos en la arena.
— Se ha rumoreado fuertemente— la voz arrastrada del Velaryon hizo eco. — Qué Daemon Targaryen esta con vida. Se dice que lo han visto merodeando y reuniendo aliados para destronar a....—la duda palpito por un instante. — su majestad, el rey Aegon.
El hombre desfigurado que tal aprecia que ni la vida se instaba en el mascullado cuerpo soltó un bufido. El desdén se acomodó en el par de orbes amatistas.
— Ningún bando posee dragones y mientras la usurpadora está aquí cada sed de venganza se vendrá opacada. — dijo tratando de aferrarse a su oportunidad— ¿Esta es la noticia tan urgente? payasadas.
El corazón de Rhaenyra dio un vuelco delante a la mínima esperanza de vida; Daemon era un fantasma para ella, pero, ahora las fichas se movieron convirtiéndolo en lo más nítida. Rogó a los viejos dioses que aquella posibilidad fuese verídica.
—¿Con vida? —intervino Aemond con una risotada áspera—. Yo vi cómo esa bestia molesta caía junto a su jinete al mar.
Golpeó la mesa con tal fuerza que el estruendo quebró el aire y el sobresalto recorrió la sala. Sus ojos, afilados como dagas, se clavaron en Rhaenyra, quien permaneció en silencio, navegando a la deriva en sus pensamientos.
—Si mi tío aún respira, lo desafiaré a un duelo a muerte. Y cuando lo derrote, como trofeo... —sonrió con crueldad—, su mujer será mía.
Pero antes de que la sala pudiera ahogarse en su amenaza, la voz del más joven rasgó el ambiente.
—Mi padre no es un cobarde. —El resentimiento se filtraba en cada sílaba, inflamando su furia—. Con regocijo aceptará el reto, porque un hombre no se desconoce a sí mismo... y mucho menos si el enemigo osa tocar lo que es suyo por completo.
— ¿Quién los trajo? — inquirió Aegon el mayor. — sáquenlos y déjenlos en la puta prisión.
Así fue, aunque Rhaenyra no forcejo y en vez de eso fue su hijo. Una sonrisa se formó en el rostro de la mujer en el cual no paso por desapercibido por Aemond.
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