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III. Lobo en pieles de cordero.




❛ Y no hay remedio para la memoria. Tu rostro es como

una melodía, no sale de mi cabeza. Tu alma me persigue y me dice

que todo está bien; pero desearía estar muerto. ❜

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Aegon el menor había olvidado la inexplicable sensación de euforia pues, como el aleteó feroz de un cuervo todo se tiño gris. Ya no se trataban de esos colores que causaba esa emesis, verde y negro. No, el verdadero tormento se inauguró tras la detención involuntaria y ser cómplice indirecto del sufrimiento de la dama que lo parió.

Aun su complexión no le permitía para defenderla; no era valeroso como lo fueron sus hermanos mayores, simplemente un cobarde que escuchaba aterrado el llanto de una madre. ¿Dónde se encontraba Daemon? aquel que era su padre, ¿dónde estaba? se aferraba a la idea de que retornaría desde los muertos, sin embargo, los rumores de la servidumbre deshacían la inocencia del intrépido muchacho »los abandonó por la amante que consiguió y al príncipe Aemond los entregó.«  

— ¿Madre?— inquirió en la oscuridad por medio de los fríos y oxidados barrotes de la celda. — ¿Estas bien?

¿Qué día era?, ¿el amanecer o el anochecer? sin embargo, el pequeño estaba consiente que se trataba de la hora del murciélago tras notar como esa figura se colaba a la mazmorra de al lado. Se cubría los oídos con la vaga intención de minimizar los gritos de su madre y cuando todo culminaba simplemente se quedaba allí, en ovillo.

—Aegon...—El débil hilar generó una descarga de adrenalina a su cuerpo.

Sus manos temblorosas se aferraron con desesperación a los fríos barrotes de la celda, como si la endeble fuerza pudiera torcer el duro metal y abrirle paso a rescatarla. Tiró de ellos con furia, sintiendo cómo la impotencia le quemaba por dentro. La respiración era errática, el corazón le palpitaba desbocado, siendo un caos para el mismo. Despojando el ropaje de la tierna infancia y asumiendo a la cruda maduración.

Desesperado, alzó la voz hasta desgañitarse, clamando auxilio, suplicando piedad al guardia real que custodiaba. Los gritos, primero llenos de determinación, pronto se convirtieron en sollozos entrecortados. Lloró hasta que sus fuerzas lo abandonaron, hasta que su garganta, castigada por el esfuerzo, dejó escapar apenas un murmullo ronco y quebrado. Entonces, con el dolor acumulado por días de encierro, dejó salir su resentimiento más trascendente. Por primera vez, se permitió maldecir abiertamente al padre, aquel que los había dejado a su suerte, que los había abandonado sin mirar atrás y con una puta en la polla.

» ¡Qué los dioses no se apiaden de él, la iracundo ira de los viejos recaiga en el lecho de su amorío, Daemon Targaryen.« Blasfemió.

—Estoy bien, dulce niño —susurró, tratando de que su voz sonara tranquilizadora.

Pero el niño no se dejó engañar. Su pequeño rostro se contrajo de ira y desesperación, sus puños se apretaron con fuerza y su voz, cargada de aflicción, resonó con una rabia infantil pero desgarradora.

—¡Mentirosa!, ¡mentirosa!, ¡mentirosa! —repitió, su grito impregnado de traición, como si cada palabra fuera un golpe directo a su pecho.

El eco de su acusación se perdió en el silencio opresivo del lugar, pero quedó resonando dentro de ella como un recordatorio cruel de la verdad.

Aegon permitió que todo el vigor se disipará y lentamente el cuerpo se deslizó hasta tocar el suelo. El peso de las memorias era más asfixiante que cualquier herida. Hubo un tiempo en el que la guerra no formaba parte de su vida, cuando su única preocupación eran los juegos, la cena y la calidez de sus padres. Pero esa inocencia se rompió una tarde, cuando Lucerys jamás regresó. La pena de su madre fue solo el inicio de una cadena interminable de desgracias.

Poco después, tuvo que partir sin previo aviso, alejándose de lo poco que aún quedaba. Pero cuando quiso volver, la fatalidad lo atrapó de nuevo: fueron los piratas quienes lo capturaron junto a Viserys. ¿Quién lo diría? A su corta vida, ya había sido testigo de la muerte de sus hermanos, uno tras otro, como si el destino se empeñara en despojarlo de lo amado y solo brindarle la apertura al dolor.

Su primera herida de guerra fue la ausencia de Lucerys. La segunda, la muerte de Viserys. La tercera, la caída de Jacaerys y Joffrey, la cuarta el día en que Daemon se marchó. Pero la quinta... la quinta fue la más cruel de todas, aquella que no dejó cicatrices perceptibles, pero la  que más le quemó el alma: el abuso haciasu propia madre.

En el delirio una luz se abrió paso.

— No tenías que estar aquí. — Sutil y acogedora una voz lo distraje causando que elevara la vista. 

La misma mujer que lo sujeto mientras su madre se enfrentaba al usurpador.

— Así son las cosas. — respondió toscamente. — mi madre tenía que reinar y le negaron la legitimidad. No tenían que hacerlo...mi familia debía vivir.

— Aun eres joven, querido.

— Joven si, pero, estúpido no. — Se limpio las lágrimas con las palmas de las manos.— Fue la codicia del asqueroso trono de hierro que desangro todo un reino.

Los dedos cálidos de la mujer se deslizaron con suavidad por la tersa mejilla de Aegon, un gesto tan inesperado como desconcertante. En ese efímero instante, él la escrutinio con detenimiento. Su rostro estaba demacrado, los ojos hinchados por el llanto y la melena recogida con descuido, provocando algunos mechones rebeldes. Su vestido, de un negro profundo, parecía reflejar el luto que cargaba muy adentro de ella.

—Lo siento, muchacho —susurró con una culpa apenas disimulada—. Fui partícipe de tu sufrimiento, y para reivindicarme, ordenaré que al alba tengas al menos algo de libertad... por los pasadizos.

Aegon parpadeó, incrédulo. El ceño se frunció mientras la duda se instalaba en su pecho. ¿Quién era realmente?

—¿Quién eres? —preguntó con cautela. Estaba muy acorralado, pero, ni salidas tenía.

Todo le resultaba contradictorio. La notaba distinta a los demás, pero no podía permitirse confiar. No después de tanto tiempo de encierro, de indiferencia. Percibía al lobo oculto bajo piel de cordero. Y sin embargo, también veía más allá de lo evidente. En esos ojos apagados, en la tristeza que emanaba de su mirada, captó algo que otros podrían pasar por alto: una herida que el tiempo no había sanado, ni podría cicatrizar.

El silencio fue roto por una voz familiar que se alzó con fuerza en la estancia, haciendo que el aire pareciera más denso.

—¿Con quién hablas, dulce niño? —El eco de Rhaenyra se esparció por las paredes con la misma firmeza de su presencia.

La respuesta no tardó en llegar, acompañada de un gesto casi maternal.

—Soy yo, vieja amiga —respondió la mujer antes de revolver con suavidad la cabellera del niño.

Lo que siguió fueron maldiciones, gritos coléricos que resonaron como relámpagos en la tormenta. Rhaenyra, la reina que solo gobernó medio año,pudo haber confiado  en Alicent Hightower en una tierna infancia, pero, en la madurez la traiciono a lo que su inesperada gentileza no permitía confiar. Y no tenía razones para empezar a hacerlo ahora.


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