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12. Feliz San Valentín

12. Feliz San Valentín.

14 de febrero 2003

—¡Mierda! No tengo preservativo.

—¿QUÉEEEEE? —Su grito desesperado podría ser gracioso si no estuviera con mi miembro duro como piedra al desnudo, con mis pantalones bajos y su vestido levantado, encerrados en un pequeño habitáculo casi a oscuras—. ¿Desde cuándo no eres previsorio?

—Lo usé y no repuse en mi cartera —maldigo por dentro por mi distracción.

—Vaya, que hayas estado con otra antes mata cualquier erotismo.

—No jodas —empujo igualmente mi erección contra ella, haciéndola soltar un par de improperios—. Sabes que sólo tenemos nuestros polvos cuando nos encontramos... amiga.

Resalto esa palabra para mantener distancia emocional, especialmente en el día de hoy. Meto mis dedos desde adelante por entre sus mojados pliegues, dejando a un lado su ropa interior.

—Joder. Tomo la pastilla y ambos estamos limpios. ¡Fóllame Steve!

Arranco sus bragas, importándome una mierda su protesta ante el escozor que se marca en su pálida piel. Miro con lascivia su culo y tanteo con mi dedo entre sus nalgas, rodeando su anillo anal.

—Tal vez podríamos... —intento.

Su palma impacta en mi antebrazo, alejándome de mi objetivo.

—Ni se te ocurra. Mi culo llegará virgen al matrimonio.

—Al menos, una parte de ti lo hará —bufo—. Matrimonio —rezongo por lo bajo. Esa palabra sólo me provoca malestar—. Vamos Madison, te gustará, te lo prometo. Estoy muy duro y tú muy necesitada.

Ríe entre dientes, empujando su trasero contra mí. La maldita me está torturando.

—Será mi regalo de bodas a mi futuro marido. Cuando llegue.

Y dale con eso.

—Qué desperdicio —mascullo, resignado. Cuando estoy por abandonar su cuerpo, me aprisiona por las muñecas—. Mierda Madison. Que no.

—No seas un niñato desconfiado. ¿Crees que te engañaría para quedarme embarazada de un hombre impedido emocionalmente? Además, que me jodería la carrera en estos momentos —lleva mi mano otra vez a su coño más que dispuesto para mí—. Hazlo. Lléname de tu deliciosa polla Steve —su voz ronca y suplicante por la lujuria me acaba de convencer.

Termino de enrollar su vestido a la altura de su cintura, y su culo vuelve a provocarme. Refriego todo el largo de mi polla entre sus labios vaginales, embadurnándome de sus jugos. La follo sin entrar, rozando su punto sensible.

Mi mano atrapa y empuña sus cabellos lacios, desarmando su coqueto peinado. Que se arregle ella después, necesito arremeter contra su interior como un animal.

Arqueándola con mi agarre, avanzo sin delicadeza entre sus carnes y la empalo con brusquedad. Así nos gusta. Así le daré.

Los empellones que le doy resuenan entre las paredes del pequeño ambiente donde nos hemos escondido, escapando de una fiesta a la que he tenido que asistir por obligación. Encontrarme con Madison fue una conveniente casualidad.

El choque de nuestras pieles ya húmedas nos excita más y el sentir piel con piel me eleva a una nueva experiencia, siendo la primera vez que mi falo no está cubierto.

—Sí, ahí, ahí, Steve. ¡Joder! Me vas a perforar el útero. ¡Vas a matarme!

Sí. A vergazos.

Gruño insertándole todavía más profundo mi arma mortal.

Mis movimientos son rápidos y urgidos. Cambio mis movimientos, de adelante atrás, a uno circular que la hace gimotear.

La levanto para que su espalda choque con mi pecho y sigo avanzando en su interior. Su ya familiar perfume intensificado por su sudor cala en mí. No me enloquece, pero no me desagrada tampoco.

La mano que la tenía sujeta por la cadera mientras la embestía se mueve hacia su sur, acompañando mi baile pélvico con un juego circular de mis dedos sobre su nudo de nervios más que sensibilizado.

Dejo su cabello libre y uso esa mano para tomarla por la barbilla y morder la piel de su cuello. Lamo todo el largo de su acelerado pulso y regreso a su hombro, donde clavo mis dientes.

Grita, pero sé que lo hace de placer. Uno doloroso.

—Vamos Madison. Déjate ir.

Nos vuelvo a inclinar sobre la mesa donde estamos apoyados y nalgueo su blanco culo, dejando impreso en rojo mi enorme palma, recibiendo un quejido erótico que hincha más mi verga.

Le doy más fuerte, sacudiéndola contra la superficie que la tiene apretada contra mi torso. El filo de la mesa golpea a nuestro ritmo contra la pared del otro lado. Realmente espero que el ruido de la música exterior amortigüe nuestra propia fiesta. No necesito llamar la atención.

No esta noche.

La embisto cinco veces más cuando siento cómo sus músculos vaginales aprietan mi polla y su néctar se desborda por entre sus muslos cuando llega a su clímax, dejando salir un largo gemido.

Estoy a punto de correrme. Siento cómo se forma mi orgasmo en mi vientre y cuando estoy por explotar, salgo de la calidez de la pelinegra y me derramo en su trasero descubierto.

Si piensa que le daré mis nadadores, está muy equivocada.

—¡Steve! —protesta desde su posición, todavía de espaldas a mí, pero su cuerpo medio volteado para enviarme puñales desde sus ojos celestes—. ¡Eres un cerdo! No puedo ir con tu semen por los pasillos hasta el tocador para limpiarme.

Me estiro hasta donde dejé mi saco antes de nuestro polvo y capturo mi pañuelo desde el bolsillo interno. Lo paso por la zona, recogiendo con orgullo mi viscosidad.

—Listo —paso la tela por mi miembro satisfecho y vuelvo a calzarme mis pantalones y todos los accesorios—. Quedó limpio.

—Una mierda —se endereza y baja su vestido corto. Sus manos terminan de soltar su cabello y pasa sus dedos para peinárselo. Yo hago lo mismo con mis pelos revueltos para llevarlos hacia atrás—. Siento todavía todo tu pegote en mí.

—Para que recuerdes quién te folló esta noche. 

—Engreído —suelta. Pero el enfado se le está pasando, porque su sonrisa empieza a aflorar en sus labios—. Realmente estás traumatizado con la idea de que se te escape un mini Sharpe. —Me tenso y lo nota, porque apoya una mano en mi hombro y busca mi mirada, observándome con compasión. Eso me exaspera—. También noté tu incomodidad con la mención del matrimonio.

—Yo... no...

—No me engañas Steve. Sé que ya no somos los mismos. Ni nuestra relación. Llevamos casi tres años follando, pero has dejado de confiar en mí —desliza su mano hacia mi mejilla perfectamente afeitada—. Eso no quiere decir que no me preocupe por ti, o que no note tus pequeñas señales. Temes al compromiso.

—No le temo —ataco. 

No lo hago. No temo a nada. No me permito conocer ese sentimiento.

—Eso es lo que dices para convencerte. Pero algo negativo genera en ti. Has tenido un hermoso ejemplo de un buen matrimonio. No deberías rechazar esa idea en tu vida. O el de formar familia sólo porque la tragedia te quitó parte de la tuya.

Aprieto mi mandíbula.

Familia. 

Nunca dejará de doler lo que me quitaron. Ni lo que nunca tendré.

Una posibilidad que no existe, ni debería existir para un monstruo como yo.

Pero ella no sabe ni mierda lo que soy. 

En lo que me he convertido.

—Madison, deja de psicoanalizarme, que dejaste la carrera para dedicarte a modelar y próximamente incursionarás en la música — la alejo de mi cuerpo agarrándola por sus muñecas. — No te metas en donde nadie te llama. Sólo somos follamigos. ¿Lo olvidaste?

—Cabrón de mierda —sisea—. Eres tú el que olvidó la parte de amigos.

Gira sobre sus talones, dispuesta a salir.

La tomo del brazo, haciendo chocar nuestros ojos. Está molesta. Obviamente.

Me contempla y sé que espera que me disculpe. O que le agradezca sus intenciones.

Pero esas palabras dejaron de ser parte de mi vocabulario hace mucho tiempo.

—Madison. Somos amigos. A nuestra manera. Acéptalo o déjalo.

—Imbécil —niega, pero veo resignación—. Te acepto tal cual, porque necesitas a una verdadera amiga. No a otro imbécil incapacitado como tú —ambos sabemos de quién habla. El mismo que debe estar buscándonos entre los demás asistentes. A no ser que esté en su propia follada—. Iré al lavabo a arreglarme. Nos vemos de regreso en la fiesta. Por cierto... —la veo estirar sus labios en una sonrisa de publicidad de dentífrico con un tinte burlesco—. Feliz San Valentín.

Gruño con desagrado.

—No me jodas con cursilerías, que sabes que aborrezco estas demostraciones comerciales de un amor efímero y artificial que parece ser exclusivo de un día determinado.

—Amargado —me saca la lengua como una mocosa malcriada y desaparece.

Reniego de su actitud y abandono nuestro escondite.


Gerard está a mi lado, en un rincón de esta ridícula y extravagante gala decorada con rosas rojas y corazones alusivos a la fecha a beneficio de no sé qué carajo. Ni me importa.

Podría ser contra los ataques al corazón.

Sólo lo escucho atentamente, finiquitando los últimos detalles de nuestro trabajo. Uno que nos llevó a asistir a este evento.

—Entonces, estás seguro de que cumplirá con su asquerosa pantomima —insisto una vez más, llevando mis ojos a mi siguiente víctima. 

Un hombre atractivo de cabellos negros y barba algo crecida, vestido como todos esa noche, con un esmoquin caro. Según la información obtenida por Gerard, tiene cuarenta y tres años, casado. Un rico inversionista. Inteligente, encantador y educado. 

Un embaucador de primera y un arrogante que intentó meterse con la gente equivocada, creyendo que no se darían cuenta de que los estaba estafando. Y un pervertido de lo peor.

Usualmente, desconocemos a los que nos contratan, al igual que los motivos por los cuales solicitan nuestros servicios. Recibimos un nombre, una breve indicación y un primer pago. Sin embargo, como solemos hacer, hurgamos entre las mierdas de nuestros objetivos —en este caso, la tenebrosa vida de Ross Brockbank—, para encontrar el punto de ataque. Así fue como descubrimos lo retorcido y escabroso de sus secretos.

—Sí, muchacho. Está confirmada su presencia en la residencia para dentro de media hora, la cual está a tan sólo unos minutos de aquí.

—Por eso vino a este evento. Su coartada para el mundo. Y su acceso veloz a su inframundo.

—Uno realmente asqueroso.

Ladeo mi media sonrisa. No estamos haciendo un trabajo de limpieza para un mundo mejor. Sólo quitamos de en medio molestias de otras escorias peores bajo contratos anónimos que gestiona Gerard, como intermediario.

—Vaya, mira quiénes vienen por allí —me señala con su mentón y sigo su gesto—. Edward. Y la linda Madison. Podría jurar que ese no era el peinado que tenía cuando llegó.

—No, no lo es. 

—Debe de haberse desarmado por bailar tanto.

—Seguramente.

—Aunque no la vi bailar con nadie —sonríe, mirándome de reojo ante su insinuación, a lo que yo respondo encogiéndome de hombros.

—Te dejo con tus amigos —recalca la palabra con sorna—. Iré a preparar a Andrew para tu momentánea desaparición.

Asiento y me deja solo.

Edward y Madison se acercan a mí, con copas de champagne en sus manos.

Hablan de algo, pero no los escucho, concentrado en seguir los movimientos de mi próximo blanco, que camina junto a su esposa, la que parece lucir aburrida cuando la pasea entre los invitados, bebiendo cada tanto de lo que imagino es un Martini, por el tipo de copa que carga en su mano libre y la transparencia del líquido.

Tiene una figura esbelta y estoy seguro de que manipulada por la medicina estética. Pero no deja de ser atractiva y sensual en su perfecto andar. Su largo vestido ajustado le hace justicia y su cabello de rubio oscuro —que sospecho tampoco es natural—, está recogido con pulcritud. Los diamantes relucen desde la distancia sobre su piel artificialmente bronceada, siendo excesivos para mi gusto, porque no ha escatimado en ellos al llevarlos en cada lugar que puede de manera grosera por sus tamaños y diseños exagerados.

Seguro, reflejo de alguna compensación por parte de su esposo.

No se nota amor entre ellos, sino más bien rechazo por parte de ella, y control por parte de él. Lo que es lógico conociendo el secreto del cabrón al que asesinaré.

—¡Steve! —La voz de Edward me regresa de mi abstracción. Lo observo con indiferencia—. ¿Acaso estás interesado en Gabrielle? —Su tono provocativo me jode.

—¿Quién es esa?

Edward responde a Madison, que fue la que preguntó frunciendo su ceño al notar que efectivamente, estaba observando a la madura mujer. Pero no por lo que creen.

—Gabrielle Brockbank —señala sutilmente y Madison asiente como si reconociera el nombre—. Una mujer muy atractiva.

—Tiene todo el aspecto de una cougar.

—Una cougar muy necesitada de joven atención masculina.

—Una que sospecho tú otorgas.

Sé que atiné cuando sus ojos chocolates se encienden y una sonrisa maliciosa se dibuja en sus labios.

—No te equivocas. La mujer sabe lo que hace y agradece de manera muy efusiva.

—Edward... ¿tú? ¡Es una mujer casada! No puedo creer que hayas caído tan bajo.

—Yo no soy el infiel. Ni la he obligado a hacer algo que no quiera. Créeme. En todo caso, ha sido ella la que rompe sus votos en cada oportunidad y yo, no podía negarle a tan convincente dama la posibilidad de disfrutar de los placeres de la carne.

—¿Qué ocurriría si el marido se enterase? Ross Brockbank es un hombre poderoso. Hasta yo lo sé.

Suelta una carcajada por la reprimenda de nuestra amiga. Una que desgraciadamente, capta la atención de la pareja, que se acerca hacia nosotros.

Oculto cualquier atisbo de rechazo, manteniendo mi rostro pétreo. 

—Ugh... eres desagradable. Pronto estaré vistiendo de negro para tu funeral.

—Tú casi siempre usas negro.

—Tienes razón. Usaré rojo y festejaré sobre tu tumba.

Antes que el inglés reclame, tenemos al matrimonio presentándose ante nosotros.

—Steve Sharpe, si no me equivoco —estira su mano, que tomo con firmeza, afianzando mis ojos fríos en él. Siento tensión en su apretón antes de liberarlo—. Soy Ross Brockbank. Y ella es mi mujer, Gabrielle.

—Un gusto —muevo mi cabeza como saludo hacia la mujer que me barre con sus ojos entre verdes y azules sin atisbo de timidez. Sólo lascivia. Sin dudas, es una cougar. Señalo a mi lado—. Ellos son Madison Pawlak y Edward Chadburn.

Ross lame su labio cuando estrecha su mano con la de Madison, la cual evidencia su incomodidad.

La mujer, por otro lado, destila odio hacia mi joven amiga, pero cuando se encuentra con Edward, levanta su mano para que este puto calentón se la tome y bese sus nudillos como el fingido caballero que pretende ser.

—Un placer conocerla —responde el cabrón mentiroso—. Estaba por invitar a la señorita Pawlak a bailar. —Madison gira su cabeza hacia el castaño, fulminándolo—. Pero, si a su marido no le importa, ni a mi adorable amiga, ¿me concedería esta pieza?

Ambos miran al hombre, que asiente con parsimonia. Aunque vislumbro un brillo de ansiedad en él.

Sé que acaba de ver su oportunidad para escabullirse como la rata de alcantarilla que es.

—Encantada —sonríe la dama con insinuación y ambos se alejan al centro de la pista, donde quedan perdidos entre los demás. 

Sin embargo, veo segundos después como los dos se deslizan hasta un pasillo, donde son engullidos por la oscuridad.

—Si me disculpan, debo atender unos asuntos con mis socios —se excusa el cuarentón.

Sí. Tú y yo sabemos cuáles son esos asuntos y esos socios.

El sujeto camina ignorando los cuernos que le están poniendo en ese momento —o no le importa—, y yo estoy a punto de seguirlo cuando Madison me detiene.

—¿Bailamos, Steve? —Hace un puchero que no me conmueve—. Hace años que no lo hacemos.

—Dejé de hacer esas ridiculeces cursis. Pídele a otro.

Lo sé. Soné como un capullo de mierda. Y me lo hace notar cuando me devuelve insultos.

La dejo con su diatriba más que colorida y me encamino a mi vehículo, donde me espera Andrew para tomar mi verdadero rol de la noche. 

El hombre tiene su cuerpo mucho más musculoso, cubierto con un elegante traje sin corbata. Su cabello está recortado y prolijo, y su semblante, siempre serio, se ve mejor. Es un combatiente muy diestro, además de ser un excelente asistente. Desde nuestro encuentro, cumplió con su tratamiento, y con cada asignación que le he dado, ha demostrado hasta ahora su lealtad y valor.

Me adentro en el asiento trasero cuando Andrew me abre la puerta y en cuestión de segundos, está tras el volante y da vida a la máquina.

—Señor. Brockbank acaba de salir con su coche.

—Sabes lo que debemos hacer, Andrew.

Asiente a través del espejo retrovisor. 

Me quito el saco y cubro mi torso vestido con la camisa y el puto moño de pingüino con una chaqueta negra de combate. Cubro mi cabeza con un gorro negro de lana y capturo el bolso que mi mano derecha dejó para mí y que usaré en la siguiente hora, si Brockbank sigue el cronograma.


Andrew se estaciona en un lado de la oscura y solitaria ruta.

Antes de bajar, le recuerdo sus siguientes pasos y cuando tengo un pie en la acera, me giro una vez más a él, para darle una nueva orden que acaba de cruzarse por mi mente.

—Mañana, pídeme consulta para una vasectomía. 

Abre sus ojos con sorpresa para pasar luego a un mudo reproche.

—Sí señor —suelta con dureza.

Sé que no le gusta mi decisión de no tener descendencia. Pero es mi vida. No la suya.

A él le quitaron esa posibilidad.

Yo en cambio, elijo no perpetuar al monstruo que hay en mí. Mejor que muera conmigo cuando mi hora llegue. 

Sin nadie que me llore —porque desgraciadamente, temo que mi padre no aguante muchos años más—, ni vea su vida truncada por la tragedia.

Abandonando todo pensamiento ajeno a mi misión, me adentro en el bosque que me refugiará y hallo el lugar que ya localicé días atrás. Me echo en la hierba donde armo el rifle que saco del bolso negro, y termino colocándole el silenciador.

Paso mi ojo por la mira telescópica de visión nocturna y visualizo la negra figura de Andrew haciendo su parte: esparcir el aceite en la curva de la carretera sin iluminación. Al terminar, eleva su mano y me da la señal con su pulgar.

Respondo encendiendo dos veces la luz roja del láser del arma, jodiéndole el ojo izquierdo, sólo para molestarlo.

Veo sus labios refunfuñar algo y si aún tuviera humor, sonreiría por mi travesura.


Una hora pasa, donde todos mis sentidos estuvieron focalizados en el camino por donde debe aparecer mi siguiente víctima. En esta ocasión, los que solicitaron nuestros servicios fueron específicos al exigir que pareciera un accidente.

Aun así, la bala que hará el trabajo, lleva mi marca de años. A.C. 

Como siempre.

El rugido de un furioso motor me alerta y enfoco mi atención en el negro Lamborghini que se aproxima con sus faros encendidos. 

Ross Brockbank acaba de salir de la mansión que queda a unos pocos kilómetros. El averno donde se pasó la última hora corrompiendo a alguna menor de edad que seguro sus socios le llevaron para cumplir sus morbosas fantasías.

Porque eso es lo que el pervertido busca siempre. Cualquier excusa para destruir la inocente alma de alguna pequeña raptada y esclavizada para enfermos como él.

Ajusto mi arma. Acallo mis pensamientos y disminuyo cualquier rastro que altere mi organismo. El ritmo respiratorio baja y siento como si mi sangre se detuviera cuando apunto al neumático que haré reventar.

Espero... espero... espero...

Cuando llega a la curva resbaladiza, doy la ayuda adicional y aprieto el gatillo.

Y todo sale como en mi mente se planeó.

El coche se tambalea, resbala y choca con el guardarraíl, abriendo camino a su paso cuando rompe el material de contención y veo caer el ataúd metálico al agua.

Chequeo mi Chopard —que me acompaña en cada misión desde que lo adquirí en Suiza—, y compruebo que el trabajo se completó el último minuto del 14 de febrero.

—Feliz San Valentín, hijo de puta.

Su mujer seguro que lo festejará.

Recojo todo y corro al punto de extracción, para regresar a una fiesta que tendrá un invitado menos.


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N/A:

Cougar: se le dice a las mujeres maduras que tienen hombres jóvenes como amantes.

Gracias por leer y votar, mis Demonios!

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