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capítulo 3:

capítulo 3:

El pequeño crucero espacial de la República, cuyo color rojo era el símbolo de la neutralidad propia de una embajada, hendía la negrura estrellada como un cuchillo mientras avanzaba hacia el planeta verde esmeralda de Naboo y la nube de naves de la flota de la Federación Comercial que lo rodeaba. Las naves eran enormes fortalezas de formas tubular, voluminosas estructuras con un extremo abierto que envolvían la esfera del puente, el centro de comunicaciones y el hiperimpulsor. Sistemas de armamento brotaban de cada hangar y escotilla, y los cazas de la Federación Comercial describían círculos alrededor de las enormes bestias, revoloteando en torno a ellas como enjambres de mosquitos. El crucero de la República, de forma más tradicional con sus tres motores, cuerpo achatado y cabina cuadrada, quedó reducido a la insignificancia apenas entró en la zona de sombra proyectada por los navíos de combate de la Federación Comercial, pero siguió avanzando impertérrito hacia ellos.

La capitana del crucero y su copiloto ocupaban asientos contiguos en la consola delantera, y sus manos se movían rápidamente sobre los controles mientras iban aproximándose a la nave sobre cuyo puente relucía la insignia del virrey de la
Federación Comercial. La nerviosa energía que impregnaba sus movimientos saltaba a la vista. De vez en cuando intercambiaban una mirada llena de nerviosismo, y después volvían la cabeza para contemplar a la figura que permanecía inmóvil entre las sombras, detrás de sus asientos.

Desde la pantalla visora que tenían delante, su imagen transmitida por la antena del puente del navío de combate hacia el que se dirigían, los ojos entre anaranjados y rojizos del virrey de la Federación Comercial, Nute Gunray, les dirigía miradas expectantes. El neimoidiano lucía su expresión hosca de costumbre; las comisuras de los labios inclinadas hacia abajo y la frente huesuda subrayaban su descontento. Su piel verde grisácea reflejaba la claridad de las luces ambientales de la nave, que parecía todavía más pálida y fría debido al contraste con los tonos oscuros
predominantes en la túnica, el cuello y el tocado de tres picos que llevaba.

—Capitana.

La capitana del crucero se volvió en su asiento para contemplar a la figura oculta en las sombras, detrás de ella.

—¿Sí, señor?

—Dígales que deseamos subir a bordo de inmediato.

La voz era tranquila y melodiosa, pero la firme determinación que contenía no podía estar más clara.

—Sí, señor —repuso la capitana, lanzando una disimulada mirada de soslayo a su copiloto, que se la devolvió. La capitana se encaró con la imagen de Nute Gunray que le estaba mostrando la pantalla—. Con el debido respeto, virrey, los embajadores del canciller supremo han solicitado que se les permita subir a bordo de inmediato.

En neimoidiano se apresuró a asentir.

—Sí, sí, capitana, por supuesto. Nos encantará recibir a los embajadores en el momento que ellos consideren más oportuno. Será un placer, capitana.

La pantalla se oscureció. La capitana titubeó y después volvió la cabeza hacia la
silenciosa presencia que aguardaba a su espalda.

—¿Señor?

—Proceda, capitana —dijo Qui-Gon Jinn.

El maestro Jedi contempló en silencio cómo el navío de combate de la Federación Comercial se iba elevando ante ellos hasta llenar todo el visor con su masa reluciente. Qui-Gon era un hombre alto y robusto de rasgos prominentes y leoninos. Su barba y su bigote estaban pulcramente recortados, y llevaba los cabellos largos y recogidos en la nuca. Vestía chaqueta, pantalones y túnica con capucha holgada y cómoda como era habitual entre los Jedi; una banda la ceñía a su cintura, de donde colgaba su espada de luz, oculta pero siempre al alcance de la mano.

Los penetrantes ojos azules de Qui-Gon permanecieron fijos en el navío de combate como si quisieran ver qué les aguardaba dentro de él. Los impuestos sobre las rutas comerciales entre los sistemas estelares decretados por la República no habían dejado de ser discutidos desde que fueron promulgados, pero hasta el momento lo único que había hecho la Federación Comercial fue quejarse. El bloqueo de Naboo era el primer acto de abierto desafío, y aunque el disponer de una flota de guerra y un ejército de androides propios convertía a la Federación en toda una potencia, la acción que había emprendido en Naboo no resultaba muy típica de ella. Los neimoidianos era comerciantes, no guerreros. Carecían del valor necesario para desafiar a la República, pero de alguna manera habían logrado encontrar ese valor. Qui-Gon no atinaba a explicarse cómo lo habían conseguido, y eso le preocupaba.

Qui-Gon desplazó su peso de un pie al otro mientras el crucero se introducía lentamente por la abertura de la rueda exterior del navío insignia de la Federación Comercial para poner rumbo hacia el hangar. Haces tractores envolvieron al crucero y lo guiaron hacia el interior, donde abrazaderas magnéticas aseguraron la nave. El bloqueo llevaba casi un mes en vigor. El Senado de la República seguía discutiendo las acciones a seguir, e intentaba encontrar una manera amistosa de solucionar la disputa; pero todavía no se había hecho ningún progreso, y el canciller supremo acabó informando en secreto al Consejo Jedi de que había pedido a dos Jedi que establecieran contacto con los neimoidianos, los iniciadores ostensibles del bloqueo, en un esfuerzo por resolver el problema de la manera más directa posible. La medida era bastante osada, desde luego. En teoría, los Caballeros Jedi servían al canciller supremo y, siguiendo sus instrucciones sólo intervenían cuando había vidas en peligro. Sin embargo, cualquier interferencia en la política interna del Senado, especialmente cuando había un conflicto armado entre planetas de por medio, debía contar con la aprobación de éste. El canciller supremo estaba peligrosamente cerca de rebasar los límites de su autoridad. En el mejor de los casos, se trataba de una acción encubierta que acabaría suscitando encendidos debates en el Senado cuando fuera hecha pública.

El maestro Jedi suspiró. Aunque ese asunto no fuera de su incumbencia, tampoco
podía ignorar las implicaciones que traería consigo el que fracasara. Los Caballeros Jedi mantenían la paz: ésa era la naturaleza de su orden y el dictado de su credo. Llevaban millares de años sirviendo a la República y siendo una fuente constante de estabilidad y orden en un universo cambiante. Fundados como un grupo de estudios teológicos y filosóficos en una fecha tan remota que sus orígenes habían acabado volviéndose míticos, los Jedi tardaron mucho tiempo en comenzar a ser conscientes de la presencia de la Fuerza. Tras dedicar largos años a su estudio, la contemplación de su significado y el dominio de su poder, la orden evolucionó lentamente, abandonando su creencia en una vida de meditación aislada y la práctica de esa forma de vida a favor de un compromiso con la responsabilidad social más abierto al exterior. Comprender la Fuerza en la medida suficiente para utilizar su poder requería algo más que el estudio en soledad. Requería servir a la comunidad y la aplicación de un sistema de leyes que garantizara una justicia igual para todos. Aquella batalla aún no había sido ganada, y probablemente nunca lo sería, pero nadie podría acusar a los Caballeros Jedi de no haber intentado vencer por todos los medios a su alcance.

En tiempos de Qui-Gon Jinn, diez mil Caballeros Jedi al servicio de la República
seguían librando esa batalla cada día de sus vidas en cien mil mundos distintos esparcidos a través de una galaxia tan vasta que apenas podía abarcarse.

Qui-Gon se volvió cuando su compañero en la misión actual entró en el puente y se detuvo junto a él.

—¿Vamos a subir a bordo? —preguntó Obi-Wan Kenobi.

Qui-Gon Jinn asintió.

—El virrey nos recibirá.

Volvió los ojos hacia su protegido por un instante, evaluándolo con la mirada. Obi-Wan, de veintipocos años, tenía treinta menos que él y todavía estaba aprendiendo. Aún no era un Jedi de pleno derecho, pero ya le faltaba muy poco para
serlo. Aunque un poco más bajo que Qui-Gon, Obi-Wan era robusto y muy rápido de reflejos. Su rostro de muchacho sugería una inmadurez de la que en realidad ya se había librado hacía mucho tiempo. Vestía el mismo tipo de prendas que Qui-Gon,
pero se cortaba el cabello al estilo de los estudiosos padawanos, muy corto salvo por la coleta minuciosamente trenzada que colgaba sobre su hombro derecho. Cuando volvió a hablar, Qui-Gon estaba observando el interior del navío de combate de la Federación Comercial por la pantalla visora.

—¿Por qué Naboo, mi joven discípulo? ¿Por qué bloquear este planeta en particular, cuando hay tantos entre los que escoger, la mayoría más grandes y con más
probabilidades de notar los efectos de semejante acción?

Obi-Wan no dijo nada. Naboo, un planeta situado en los confines de la galaxia y que no tenía nada que lo hiciera especialmente importante, realmente era una elección muy extraña para aquella clase de acción. Amidala, su gobernante, era una incógnita. Acababa de acceder al trono y sólo llevaba unos meses reinando cuando comenzó el bloqueo. Era joven, pero se rumoreaba que tenía un talento prodigioso y que había
sido extremadamente bien instruida. Se decía que era capaz de plantar cara a cualquier adversario dentro de la arena política, que podía ser circunspecta u osada según las circunstancias, y que era mucho más sabia de lo que podía esperarse en alguien de su edad.

Los Jedi tuvieron ocasión de examinar un holograma de Amidala antes de abandonar Coruscant. La reina solía recurrir a las pinturas faciales y los trajes complicados, envolviéndose en maquillaje y atuendos que disimulaban su verdadera apariencia al tiempo que le conferían un aura de esplendor y belleza. Era una especie de camaleón que trataba de ocultarse a los ojos del mundo y cuyas relaciones con los demás se reducían casi exclusivamente a una comitiva de doncellas que nunca se separaban de ella.

Qui-Gon dedicó unos momentos más a reflexionar sobre el asunto, y después se volvió hacia Obi-Wan.

—Bien, vamos allá.

Descendieron a través de las entrañas de la nave hasta llegar a la escotilla principal, esperaron a que las luces pasaran al verde y desactivaron la barra de bloqueo para permitir el descenso de la rampa. Subiéndose las capuchas para ocultar sus caras, los dos Jedi emergieron a la luz.

Un androide de protocolo llamado TC-14 estaba esperándolos para llevarlos al lugar en que se celebraría la reunión. El androide los condujo por una serie de pasillos hasta una sala de conferencias vacía y les invitó a entrar en ella.

—Espero que sus honorables señorías estén cómodos aquí. —Su vocecita estridente reverberaba dentro del caparazón metálico—. Mi amo enseguida se reunirá con ustedes.

El androide giró sobre sus talones y salió de la sala, cerrando la puerta sin hacer ruido detrás de él. Qui-Gon lo vio marchar, lanzó una rápida mirada a las exóticas criaturas parecidas a pájaros enjauladas junto a la puerta, y después fue a reunirse con Obi-Wan delante de un ventanal que, más allá del laberinto de navíos de combate de la Federación, permitía contemplar la resplandeciente esfera verde de Naboo suspendida sobre las tinieblas del cielo.

—Tengo un mal presentimiento —dijo Obi-Wan después de haber contemplado el
planeta durante unos momentos.

Qui-Gon meneó la cabeza.

—No percibo nada.

Obi-Wan asintió.

—No es nada relacionado con este lugar o con la misión, maestro. Es algo que... está en otro sitio. Algo escurridizo…

El Maestro Jedi puso la mano sobre el hombro del joven.

—No te concentres en tu ansiedad, Obi-Wan. Dirige tu concentración hacia el aquí y el ahora, que es donde debe estar.

—El Maestro Yoda dice que debo prestar atención al futuro…

—Pero no a expensas del presente. —Qui-Gon esperó hasta que su joven discípulo volvió la mirada hacia él—. Sé consciente de la Fuerza viva, mi joven padawano.

Obi-Wan esbozó una sonrisa.

—Sí, maestro. —Miró nuevamente más allá del ventanal con expresión distante y absorta—. ¿Cómo crees que reaccionará el virrey en cuanto le hayamos comunicado las exigencias del canciller supremo?

Qui-Gon se encogió de hombros despreocupadamente.

—Los neimoidianos son unos cobardes. No será difícil persuadirlos. Las negociaciones no durarán mucho.

En el puente del navío de combate de la Federación Comercial, el virrey neimoidiano Nute Gunray y su lugarteniente, Daultay Dofine, contemplaban con ojos llenos de horror al androide de protocolo que habían enviado a recibir a los embajadores del canciller supremo.

—¿Qué has dicho? —siseó furiosamente Gunray.

TC-14 sostuvo sin inmutarse la mirada que le estaba lanzando el neimoidiano.

—Los embajadores son Caballeros Jedi. Uno de ellos es un Maestro Jedi. Estoy totalmente seguro de ello.

Dofine, que tenía el rostro muy chato y se ponía nervioso por cualquier cosa, parecía consternado.

—¡Lo sabía! —exclamó, volviéndose hacia el virrey—. ¡Los han enviado para obligarnos a aceptar un acuerdo! ¡La partida ha terminado! ¡Que me cieguen, estamos perdidos!

—¡No pierdas la calma! —dijo Gunray, intentando tranquilizarlo—. Apostaría a que el canciller supremo no ha informado al Senado de sus movimientos en lo que concierne a este asunto. Ve y entretén a los embajadores mientras contacto a Lord Sidious.

El otro neimoidiano lo miró boquiabierto.

—¿Se te ha podrido el cerebro? ¡No pienso encerrarme en una sala de conferencias con dos Caballeros Jedi! ¡Envía al androide!

Le hizo una rápida seña a TC-14, que se inclinó, emitió un tenue graznido a modo de respuesta y se fue.

Cuando el androide de protocolo se hubo marchado, Dofine hizo venir a Rune Haako, el tercer miembro de la delegación, llevó a sus dos compatriotas a una zona reservada del puente en la que no podrían ser vistos ni oídos por nadie más, y activó un comunicador holográfico.

El holograma tardó unos momentos en aparecer. Cuando lo hizo, una silueta de hombros encorvados vestida de negro y envuelta en una capa cuya capucha ocultaba todo su rostro cobró forma dentro de él.

—¿Qué sucede? —preguntó una voz con impaciencia.

Nute Gunray descubrió que tenía la garganta tan reseca que por un instante fue incapaz de hablar.

—Los embajadores de la República son Caballeros Jedi.

—¿Jedi? —Darth Sidious pronunció la palabra en un tono casi reverencial, y pareció aceptar la noticia con inmensa calma—. ¿Estás seguro?

Nute Gunray descubrió que el escaso valor que había logrado reunir para enfrenarse a aquel momento se desvanecía rápidamente, y contempló la negra forma de Señor del Sith con fascinado terror.

—Han sido identificados, mi señor.

Como si fuera incapaz de soportar el silencio que siguió a aquellas palabras, Daultay Dofine se apresuró a irrumpir en él con los ojos desorbitados por la
desesperación.

—¡Vuestro plan ha fracasado, lord Sidious! ¡El bloqueo ha terminado! ¡No podemos enfrentarnos a los Caballeros Jedi!

La oscura silueta del holograma se volvió unos centímetros hacia él.

—¿Me estás diciendo que preferirías enfrentarte a mí, Dofine? Eso sí que es
gracioso. —La capucha se inclinó hacia Gunray—. ¡Virrey!

Nute dio un rápido paso adelante.

—¿Sí, mi señor?

La voz de Darth Sidious cambió de repente para hacerse lenta y silbante.

—No quiero volver a ver a este montón de viscosidad contrahecha. ¿Me has entendido?

Nute advirtió que le temblaban las manos y se apresuró a estrechárselas para controlarse.

—Sí, mi señor.

Miró hacia Dofine, pero su lugarteniente ya estaba saliendo del puente, con expresión de terror y la túnica ondulando detrás de él igual que un sudario.

En cuanto Dofine se hubo marchado, Darth Sidious dijo:

—Es un contratiempo, desde luego, pero no tiene por qué ser fatal. Debemos acelerar nuestros planes, virrey. Comienza a desembarcar tus tropas. De inmediato.

Nute lanzó una rápida mirada a Rune Haako, que estaba haciendo todo lo posible por desaparecer en el éter.

—Ah. Por supuesto, mi señor, pero... ¿esa acción es legal?

—Yo haré que lo sea, virrey.

—Sí, claro. —Nute hizo una rápida inspiración de aire—. ¿Y los Jedi?

Darth Sidious pareció volverse todavía más oscuro dentro de su túnica, y su rostro descendió hacia las sombras.

—El canciller supremo nunca debería haber involucrado a los Jedi en este asunto. Mátalos sin pérdida de tiempo.

—Sí, mi señor —repuso Nute Gunray, pero el holograma del Señor del Sith ya se había desvanecido. El virrey contempló durante unos momentos el vacío que había dejado tras de sí y después se volvió hacia Haako—. Destruye su nave. Enviaré un pelotón de androides de combate para que acabe con ellos.

En la sala de conferencias a la que habían sido conducidos, Qui-Gon y Obi-Wan se miraban mutuamente desde los extremos de una larga mesa.

—¿Es costumbre de los neimoidianos hacer esperar a sus invitados durante tanto tiempo? —preguntó el Jedi más joven.

Antes de que Qui-Gon pudiera responder, la puerta se abrió para dar entrada al androide de protocolo, que traía una bandeja de refrescos y comida. TC-14 fue hasta la mesa de los Jedi, dejó la bandeja delante de ellos y le entregó un refresco a cada uno. Después retrocedió, esperando. Qui-Gon le hizo una seña a su joven compañero, y los dos cogieron los refrescos y los probaron.

Qui-Gon dirigió una inclinación de la cabeza al androide y después miró a Obi-Wan.

—Percibo un nivel de actividad inusualmente elevado para algo tan nimio como esta disputa comercial. También percibo miedo.

Obi-Wan dejó su refresco encima de la mesa.

—Quizá…

Una explosión hizo vibrar la sala, derramando los refrescos y haciendo que la bandeja de la comida resbalara hacia el borde de la mesa. Los Jedi se levantaron de un salto, las espadas de luz empuñadas y activadas. El androide de protocolo se apresuró a retroceder, alzando los brazos y murmurando disculpas mientras intentaba mirar en todas las direcciones a la vez.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Obi-Wan.

Qui-Gon titubeó; después cerró los ojos y se sumió en sí mismo. Abrió los ojos de repente y dijo:

—Han destruido nuestra nave. —Miró rápidamente alrededor, y sólo necesitó un instante para detectar un débil silbido procedente de los respiraderos que habían junto a la entrada—. Gas —añadió, previniendo a Obi-Wan.

En la jaula que colgaba junto a la puerta, las criaturas con aspecto de pájaros comenzaron a caer como piedras.

En el puente, Nute Gunray y Rune Haako contemplaban a través de una pantalla visora cómo un pelotón de androides de combate avanzaba por el pasillo que conducía a la sala de conferencias en la que estaban atrapados los Jedi. Moviéndose rápidamente sobre sus largas piernas metálicas, los androides siguieron las instrucciones del holograma de Nute, que los dirigía desde atrás, y fueron hacia la puerta con los desintegradores preparados para abrir fuego.

—Ya deben de estar muertos, pero aseguraos de todas maneras —les ordenó
Nute, y desconectó el holograma.

Los neimoidianos vieron que el primer androide de combate abría la puerta y retrocedía. Una nube verdosa de gas tóxico brotó de la sala, y una figura que agitaba los brazos salió de ella.

—Discúlpeme, señores, lo siento muchísimo —balbuceó TC-14 mientras se escurría por entre los androides de combate con la bandeja de refrescos derramados y comida dispersa sostenida en un precario equilibrio ante él.

Al instante siguiente los Jedi salieron de la sala llena de gas y se lanzaron a la carga con las espadas de luz activadas. El arma de Qui-Gon hizo que un par de androides estallaran en una erupción de chispas y componentes metálicos que se esparcieron por todas partes. La espada de luz de Obi-Wan interceptó los haces desintegradores disparados contra él, desviándolos hacia los androides más cercanos. El joven Jedi alzó la mano con la palma vuelta hacia delante, y otro androide voló por los aires y se estrelló contra una pared.

—¿Qué novas está pasando ahí abajo? —logró balbucear Nute Gunray mientras se volvía hacia su socio.

Rune Haako sacudió la cabeza como si no supiera qué responder. Había miedo en sus ojos rojos anaranjados.

—Nunca habías tenido que enfrentarte a unos Caballeros Jedi, ¿verdad?

—Bueno, no exactamente, pero no entiendo... —Las alarmas seguían sonando, y de repente el pánico más absoluto se adueñó de Nute Gunray—. ¡Sellad el puente! — gritó frenéticamente.

Rune Haako retrocedió mientras las puertas del puente comenzaban a cerrarse.

—Eso no será suficiente —se dijo a sí mismo con un hilo de voz, pero nadie lo oyó.

Unos segundos después los Jedi ya estaban en el pasillo del puente y eliminaban
al último androide de combate que se interponía en su camino. Como una fuerza incontenible, los dos hombres luchaban codo con codo contra sus adversarios, y parecían ser capaces de anticiparse a cada forma de ataque antes de que se produjese. Las espadas de luz relucían y giraban en deslumbrantes estallidos de color, y androides y desintegradores quedaban hechos pedazos ante ellas.

—¡Quiero androides destructores aquí arriba de inmediato! —chilló Nute Gunray al ver que uno de los Jedi comenzaba a abrirse paso por la puerta del puente con su espada de luz. Un escalofrío recorrió su piel, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta—. ¡Cerrad las puertas blindadas!

Una tras otra, las puertas blindadas se cerraron y fueron selladas entre sonidos
sibilantes. La tripulación, paralizada, contempló por la pantalla visora cómo los Jedi proseguían su ataque: las espadas de luz caían una y otra vez sobre las enormes puertas, derritiendo el acerocreto como si fuese mantequilla. Se oyeron unos cuantos murmullos de incredulidad, y Nute les gritó que se callaran. De la puerta blindada, que estaba siendo atacada por los Jedi, volaban chispas, y un punto rojo apareció en su centro cuando el Jedi más alto hundió casi hasta la empuñadura su espada de Luz en el metal.

La pantalla se oscureció de repente. En el centro de la puerta, el metal comenzó a derretirse y goteó sobre el suelo.

—Siguen viniendo —murmuró Rune Haako, envolviéndose en su túnica mientras retrocedía unos centímetros más.

El virrey Nute Gunray no dijo nada. ¡Imposible!, estaba pensando. ¡Imposible!

Qui-Gon golpeaba la puerta blindada con todas sus fuerzas, decidido a abrirse paso hasta los traicioneros neimoidianos, cuando sus instintos le advirtieron de un nuevo peligro.

—¡Obi-Wan! —le gritó a su compañero, quien se volvió inmediatamente hacia él
—. ¡Androides destructores!

El joven Jedi sonrió y asintió.

—Por cierto, yo diría que esta misión ha superado la fase de negociaciones.

Diez androides destructores entraron en el pasillo y avanzaron hacia el área en que estaban luchando los Jedi. Cuando doblaron una esquina parecían relucientes ruedas metálicas, veloces y silenciosas. Después los androides comenzaron a desplegarse uno a uno, liberando trípodes de patas tan delgadas como las de una araña y brazos cortos rematados en cañones láser. Sus largas columnas vertebrales segmentadas adoptaron la posición vertical y los androides fueron irguiéndose hasta quedar de pie, con las cabezas blindadas estiradas hacia delante. Su aspecto era tan amenazador como mortífero, y habían sido construidos para un único propósito.

Doblando la última esquina antes de la entrada del puente con un veloz correteo, los androides activaron sus cañones láser y llenaron toda la zona con un letal fuego cruzado. Cuando los cañones láser volvieron a guardar silencio, los androides destructores avanzaron en busca de su presa.

Pero la antesala estaba vacía, y los Caballeros Jedi habían desaparecido.

En el puente, Nute Gunray y Rune Haako vieron que la pantalla visora volvía a cobrar vida con un parpadeo. Los androides destructores adoptaron otra vez su forma rodante y se alejaban de la entrada para lanzarse pasillo abajo en persecución de los Jedi.—

—Los hemos hecho huir —jadeó Rune Haako, que apenas podía creer en su buena fortuna.

Nute Gunray, pensando que se habían salvado por los pelos, no dijo nada. Y en cualquier caso, toda aquella batalla con un par de Caballeros Jedi era francamente ridícula. La Federación Comercial estaba en su derecho de resistirse a la insensata decisión de cobrar un impuesto sobre las rutas comerciales adoptada por el Senado de la República cuando no existía ninguna base legal para hacerlo. El que los neimoidianos hubieran encontrado un aliado dispuesto a apoyarlos, y el que dicho aliado les hubiera aconsejado que impusieran un bloqueo y obligaran a retirar las sanciones, no era ninguna razón para llamar a los Jedi.

El virrey encorvó los hombros y se apresuró a alisarse la túnica para ocultar sus temblores, pero unos instantes después una llamada del centro de comunicaciones hizo que se olvidara de su aspecto.

—Una transmisión de la ciudad de Theed en Naboo, señor.

La pantalla visora del planeta cobró vida con un parpadeo, y un rostro de mujer apareció en ella. Era joven, hermosa y serena. Una marca cosmética de color escarlata dividía su labio superior, y un tocado dorado enmarcaba su rostro
empolvado de blanco. La mujer contempló al virrey y a su socio desde la pantalla como si se encontrara tan por encima de los neimoidianos que cualquier clase de contacto entre ella y los comerciantes fuera prácticamente inconcebible.

—Es la reina Amidala en persona —susurró Rune Haako, manteniéndose fuera del campo visual de la holocámara.

El virrey asintió y se acercó un poco más a la pantalla.

—Por fin estamos obteniendo resultados —murmuró.

Nute Gunray entró en el campo de transmisión para que la reina pudiera verle. Envuelta en sus ropajes ceremoniales, Amidala estaba sentada en su trono, un sillón tallado colocado sobre un estrado delante del que se alzaba una pequeña mampara de superficie plana. Las cinco doncellas que rodeaban a la reina llevaban largas capas de color escarlata cuyas capuchas ocultaban sus facciones. Amidala escrutó el arrugado rostro del virrey con una mirada tan impasible como directa.

—La Federación Comercial se alegra de que hayáis decidido comparecer ante nosotros, alteza, ya que... —comenzó a decir Nute Gunray.

—No os alegraréis tanto cuando oigáis lo que tengo que deciros, virrey —le interrumpió ásperamente la reina—. Vuestro boicot comercial ha terminado.

Nute, muy sorprendido, logró recuperar la compostura y dirigió una sonrisita burlona a Rune.

—¿De veras, alteza? No sabía que…

—He sido informada de que el Senado por fin ha sometido el asunto a votación —prosiguió Amidala sin prestarle la menor atención.

—En ese caso, supongo que ya conoceréis el resultado de la votación —dijo Nute, quien ya no se sentía tan seguro de sí mismo como lo había estado hacía unos momentos—. Me pregunto por qué se han molestado en votar.

Amidala se inclinó ligeramente hacia delante, y el neimoidiano pudo ver el fuego que ardía en sus ojos pardos.

—Basta de mentiras, virrey. Sé que los embajadores del canciller supremo se
encuentran a bordo de vuestra nave en estos momentos, y también sé que os han ordenado que lleguéis a un acuerdo. ¿En qué va a consistir dicho acuerdo?

Nute Gunray sintió abrirse un profundo agujero en su ya muy debilitada confianza.

—No sé nada sobre ningún embajador. Deben de haberos informado mal.

La reina estudió atentamente al virrey disimulando apenas una expresión de sorpresa.

—Cuidado, virrey —dijo en voz baja—. Esta vez la Federación ha ido demasiado lejos.

Nute se apresuró a menear la cabeza y se irguió, adoptando una postura defensiva.

—Alteza, nunca osaremos desafiar la voluntad del Senado. ¿Cómo podéis creernos capaces de hacer algo semejante?

Amidala permaneció inmóvil, con los ojos fijos en él, como si Nute estuviera hecho de cristal y revelara con toda claridad la verdad que estaba intentando ocultarle.

—Ya veremos —murmuró.

La pantalla visora se oscureció. Nute Gunray respiró hondo e intentó olvidar lo nervioso que había conseguido ponerle aquella mujer.

—Tiene razón —dijo Rune Haako junto a él—. El Senado nunca consentirá…

Nute alzó una mano para interrumpirle.

—Ya es demasiado tarde. La invasión acaba de comenzar.

Rune Haako guardó silencio durante unos momentos.

—¿Crees que sospecha que estamos a punto de atacar?

El virrey le dio la espalda.

—No lo sé, pero no quiero correr ningún riesgo. ¡Debemos actuar rápidamente para interferir todas las comunicaciones hasta que hayamos terminado!

En el hangar principal de la nave, Qui-Gon Jinn y Obi-Wan Kenobi se agazaparon sin hacer ruido en la entrada de un gran conducto de ventilación situado justo encima de los enormes cascos de seis naves de desembarco de ala doble rodeadas por un gran número de transportes de la Federación, grandes vehículos con forma de bota rematados por una proa bulbosa. Las puertas que formaban las proas se abrieron, largas rampas surgieron de ellas y miles de esbeltas siluetas plateadas comenzaron a avanzar en perfecta formación para ser estibadas a bordo.

—Androides de combate —anunció Qui-Gon, y en su voz había tanto sorpresa como consternación.

—Es un ejército de invasión —dijo Obi-Wan.

Siguieron observando el hangar durante un rato, contando transportes y androides
mientras éstos iban llenando la media docena de navíos de desembarco para hacerse una idea de las dimensiones del ejército.

—La Federación nunca había actuado de esta manera anteriormente —observó Qui-Gon—. Debemos advertir a Naboo y ponernos en contacto con el canciller
Valorum.

Obi-Wan asintió.

—Y será mejor que vayamos a otro sitio para hacerlo.

Su mentor le miró.

—Bueno, siempre podemos pedir a nuestros amigos de ahí abajo que nos lleven.

—Es lo mínimo que pueden hacer después de la forma en que nos han tratado hasta ahora. —Obi-Wan apretó los labios—. Tenías razón en una cosa, maestro: las negociaciones han sido muy cortas.

Qui-Gon Jinn sonrió y le hizo una seña de que le siguiera.

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