capítulo 2:
capítulo 2:
Tienes alguna idea de lo que me va a costar esto, ¿chico? ¿Tienes idea, eh? Oba chee ka!
Watto, suspendido ante él, pasó al huttés sin enterarse siquiera de que lo hacía, escogiendo un lenguaje que le ofrecía un vasto surtido de adjetivos insultantes. Anakin permaneció estoicamente inmóvil, con el rostro inexpresivo y los ojos
clavados en el gordo cuerpo azulado del toydariano que flotaba ante él. Las alas de Watto, convertidas en una borrosa mancha de movimientos, subían y bajaban con tal frenesí que parecía inevitable que en cualquier momento salieran despedidas de su cuerpecillo regordete. Anakin contuvo el impulso de echarse a reír mientras se lo imaginaba. No era el momento más adecuado para reírse.
—No ha sido culpa mía —dijo en cuanto Watto hizo una pausa para recuperar el aliento—. Sebulba me empujó con la estela de sus toberas en el Abismo de Metta y
casi consiguió que me estrellara. Hizo trampa.
Watto movió la boca como si estuviera masticando algo, y su hocico se frunció súbitamente sobre los dientes que sobresalían de ella.
—¡Pues claro que hizo trampa, chico! ¡Sebulba siempre hace trampa! ¡Así es como gana! ¡Quizá deberías empezar a hacer algunas trampas de vez en cuando! ¡Así quizá no estrellarías tu módulo en cada carrera y no me costarías tanto dinero!
Estaban en el taller de Watto, en el distrito de los comerciantes de Mos Espa; era una cabaña de barro y arena delante de la que había un recinto lleno de componentes de cohete y piezas de motor recuperadas de viejas naves inservibles. El interior estaba oscuro y fresco gracias a los gruesos muros que lo protegían del calor del planeta, pero incluso allí el polvo flotaba en el aire, formando hilachas neblinosas en las que se reflejaba la luz, que proyectaban las lámparas. La carrera había terminado hacía rato, y los soles del planeta habían comenzado a descender hacia el horizonte con la lenta aproximación del ocaso. Los androides mecánicos se habían ocupado de transportar el módulo accidentado y sus motores desde las llanuras hasta la parte de atrás del taller. Anakin también había sido llevado hasta allí, aunque con un poco menos de entusiasmo.
—¡Rassa dwee cuppa, peedunkel! —aulló Watto, disponiéndose a bombardear a Anakin con otro chorro de huttés.
El cuerpecillo regordete se desplazaba unos cuantos centímetros hacia delante con cada epíteto, lo que obligó a Anakin a retroceder pese a su firme decisión de permanecer inmóvil. Los huesudos brazos y piernas de Watto se bamboleaban con cada movimiento de su cabeza y su cuerpo, confiriéndole una apariencia muy cómica. El toydariano estaba furioso, pero Anakin ya le había visto furioso antes y el espectáculo no tenía nada de nuevo para él. No se encogió ni inclinó la cabeza en señal de sumisión, sino que se quedó quieto y aguantó la reprimenda sin pestañar. Era un esclavo y Watto era su amo. Las reprimendas formaban parte de su vida. Además, Watto no tardaría en calmarse después de haber desahogado su furia de una forma que satisfacía su necesidad de echarle la culpa de lo ocurrido a alguien que no fuera él, y entonces todo volvería a la normalidad.
Watto señaló al chico con los tres dedos de su mano derecha.
—¡No debería permitir que volvieras a conducir para mí! ¡Eso es lo que debería hacer! ¡Debería buscarme otro conductor!
—Creo que es una idea magnífica —dijo Shmi.
La madre de Anakin había permanecido callada en un rincón durante toda la
diatriba de Watto, pero se apresuró a sacar provecho de una sugerencia que ella misma habría hecho, en el caso de que le hubiera pedido su opinión.
Watto se volvió hacia ella, girando bruscamente en el aire con un zumbido de
alas, y se le plantó delante con un veloz revoloteo. Pero la mirada impasible y tranquila de la mujer le detuvo, dejándolo paralizado en el aire, entre la madre y el
hijo.
—Y en cualquier caso es demasiado peligroso —prosiguió Shmi en su tono más juicioso—. No es más que un chico.
Watto enseguida se puso a la defensiva.
—¡Es mi chico, mi propiedad, y hará todo lo que yo quiera que haga!
—Exactamente. —Los oscuros ojos de Shmi contemplaron a Watto con tranquila determinación desde su rostro cansado y surcado de arrugas—. Y por eso no volverá a correr si tú no quieres que lo haga. ¿No es eso lo que acabas de decir?
Su réplica pareció dejar bastante confuso a Watto. La boca y la nariz en forma de trompa del dueño del taller temblaron como si Watto olisquease el aire en busca de raíces, pero ni una palabra salió de ellas. Anakin le dio las gracias a su madre con una rápida mirada. Los oscuros y lacios cabellos de Shmi estaban comenzando a encanecer, y los antes gráciles movimientos de ésta se habían vuelto un poco más lentos, pero su hijo la consideraba tan hermosa y valiente como siempre. Anakin creía que Shmi era perfecta.
Watto avanzó unos cuantos centímetros más hacia ella y volvió a detenerse. Shmi se mantenía erguida de la misma manera en que lo hacía Anakin, negándose a dejarse humillar por su condición. Watto la contempló con amargura durante unos segundos, y después giró sobre sí mismo y fue hacia el muchacho.
—¡Arreglarás todo lo que has destrozado, chico! —ordenó ásperamente, agitando un dedo ante Anakin—. ¡Repararás los motores y el módulo, y los dejarás como nuevos! ¡Mejor que nuevos, de hecho! ¡Y comenzarás ahora mismo! Ahora mismo, ¿entendido? ¡Sal de aquí y ponte a trabajar!
Volvió a encararse con Shmi.
—¡Todavía hay luz de sobras para que un chico pueda trabajar! ¡El tiempo es dinero! —Agitó la mano en el aire, señalando primero a la madre y luego a su hijo—.
¡A trabajar, a trabajar!
Shmi miró a Anakin y le sonrió afectuosamente.
—Ve, Anakin —dijo con dulzura—. La cena te estará esperando.
Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta. Watto la siguió después de haber fulminado a Anakin con una última mirada asesina. Anakin, con los ojos fijos en el vacío, se quedó unos instantes más en la habitación en sombras. Estaba pensando que no debería haber perdido la carrera. La próxima vez —y conociendo a Watto, habría una próxima vez— no la perdería.
Con un suspiro de frustración, se volvió y salió al patio. Anakin, de constitución más bien robusta y no muy alto para sus nueve años, tenía los cabellos rubios, los ojos azules, una nariz respingona y una mirada despierta y vivaz. Era rápido y fuerte para su edad, y poseía un sinfín de habilidades que siempre estaban sorprendiendo a los demás. Ya se había convertido en un excelente conductor de módulos, algo que ningún humano de su edad había conseguido hasta entonces. Sus increíbles dotes para la mecánica le permitían montar prácticamente cualquier aparato. Era muy útil a Watto en ambas áreas, y Watto no era la clase de amo que desperdicia los talentos de sus esclavos.
Pero lo que sólo su madre sabía acerca de él era la forma en que Anakin presentía las cosas. El chico solía presentir lo que ocurriría antes de que nadie supiera que iba a suceder. Era como una repentina agitación en el aire, un susurro de aviso o una sugerencia que sólo él podía percibir. Eso le había sido de gran utilidad en las carreras de módulos, pero también resultaba útil en otros momentos. Anakin poseía la capacidad de percibir cómo eran las cosas, o como debían ser. Sólo tenía nueve años, y ya podía ver el mundo de forma que la mayoría de adultos jamás llegarían a dominar.
Aunque de momento eso no le estaba sirviendo de mucho, claro está.
Anakin pateó la arena del patio mientras iba hacia los motores y el módulo que los androides habían dejado allí hacía un rato. Su mente ya estaba calculando las reparaciones que debería efectuar antes de que volvieran a encontrarse en condiciones de operar. El motor derecho se hallaba casi intacto, siempre que le pasaran por alto los arañazos y desgarrones en la piel metálica. Pero el izquierdo estaba prácticamente inservible, y el módulo lleno de abolladuras, por no hablar del panel de control, que había quedado casi totalmente destruido.
—Reparaciones—murmuró—. ¡Unas cuantas reparaciones!
Los androides mecánicos obedecieron su señal y comenzaron a separar las partes dañadas del vehículo de carreras. Unos minutos después de haber empezado a clasificar la chatarra Anakin ya se había dado cuenta de que necesitaría varias piezas de las que Watto no disponía, varistatos térmicos y difusores de impulsión entre ellas. Tendría que obtenerlas de alguno de los otros talleres antes de poder hincar la fase de
reconstrucción, y eso no le iba a gustar nada a Watto. Su dueño odiaba tener que pedir piezas a otros talleres, y a menos que procediera de otro mundo, siempre insistía en que ya tenía absolutamente todo lo que había que tener. El que estuviera satisfaciendo sus necesidades mediante el trueque no parecía calmar la furia que le producía el verse obligado a tratar con los otros comerciantes. Watto hubiese preferido ganar lo que necesitaba en una carrera de módulos, o sencillamente robarlo.
Anakin alzó la mirada hacia el cielo, donde los últimos vestigios de la claridad diurna comenzaban a desvanecerse. Las primeras estrellas ya eran visibles, y semejaban minúsculos alfilerazos esparcidos sobre la negrura que se iba adueñando del cielo nocturno. Mundos que nunca había visto y con los que sólo podía soñar le
esperaban ahí fuera, y algún día los visitaría. Anakin no iba a pasar toda su vida en Tatooine.
—¡Pssst! ¡Anakin!
Una voz le estaba hablando en un cauteloso susurro desde las oscuras sombras del fondo del patio, y un par de pequeñas siluetas se deslizaron por el estrecho hueco de la esquina de la valla en el que se habían soltado los alambres. Eran Kitster, su mejor amigo, que entraba por el hueco con Wald, otro amigo, pegado a él. Kitster, bajito y de piel muy oscura, llevaba los cabellos castaños muy cortos formando un cuenco alrededor de su cabeza, y vestía prendas holgadas y de colores neutros diseñadas para conservar la humedad y rechazar el calor y la arena. Wald, que apenas parecía atreverse a entrar en el patio, había nacido en el planeta Rodia y todavía no llevaba mucho tiempo en Tatooine. Varios años más joven que sus amigos, ya era lo suficientemente atrevido para que éstos permitieran que los acompañase en casi todas sus correrías.
—Eh, Annie, ¿qué estás haciendo?— preguntó Kitster, mirando recelosamente alrededor para ver si Watto andaba por allí.
Anakin se encogió de hombros.
—Watto dice que he de arreglar el módulo. Tengo que dejarlo como nuevo.
—Sí, pero no hoy —le aconsejó Kitster solemnemente—. Hoy ya casi se ha acabado. Venga. Ya tendrás tiempo de repararlo mañana. Vamos a tomar un bliel de rubí.
Era su bebida favorita. Anakin sintió que se le hacía la boca agua.
—No puedo. Debo quedarme aquí y trabajar en esto hasta que…
Dejó la frase sin concluir. «Hasta que oscurezca», iba a decir, pero ya casi había oscurecido, de modo que…
—¿Con qué los pagaremos? —preguntó, no muy convencido.
—Él tiene cinco druggats que, según dice, ha encontrado no sé dónde —repuso, clavando los ojos en Wald.
—Los tengo aquí mismo. —Wald inclinó la extraña cabeza escamosa en un gesto de asentimiento, y sus ojos saltones parpadearon rápidamente—. ¿No me creéis?— preguntó en huttés, tirándose de una oreja verde.
—Sí, sí, te creemos. —Kitster le guiñó un ojo a Anakin—. Venga, larguémonos de aquí antes de que vuelva el viejo alas ruidosas.
Salieron por el hueco en la valla y se metieron por el camino de atrás, torcieron a la izquierda y cruzaron a toda prisa la plaza atestada en dirección a las tiendas de
comida que había justo enfrente de ella. Las calles aún estaban llenas, pero todo el mundo volvía a su casa o iba a las madrigueras de placer de los hutts. Los chicos se escurrieron por entre grupos de gente y carretas, adelantaron deslizadores suspendidos a unos centímetros del suelo, bajaron por callejuelas de las que ya se estaban recogiendo los toldos, y dejaron atrás montones de artículos que esperaban ser guardados bajo llave en los comercios.
Unos instantes después ya estaban en la tienda que vendía los bliels de rubí y se habían abierto paso hasta el mostrador.
Wald hizo honor a su palabra extrayendo de un bolsillo los druggats que tuvo que entregar a cambio de los tres refrescos. Tras dar uno a Anakin y otro a Kitster, los
chicos se los llevaron fuera, sorbiendo el pegajoso brebaje a través de pajitas y avanzaron sin prisas por la calle, charlando entre ellos sobre corredores, vehículos de superficie y naves espaciales, cruceros de combate, cazas estelares y los pilotos que los capitaneaban. Se prometieron que algún día todos llegarían a ser pilotos, un juramento que sellaron con saliva mientras hacían chocar las palmas de las manos.
Acababan de enzarzarse en una apasionada discusión sobre los méritos de los distintos tipos de cazas espaciales, cuando una voz dijo muy cerca de ellos:
—Si me dejaran elegir, yo siempre me quedaría con el Z-95 Cazador de Cabezas (Headhunter).
Los tres chicos se volvieron al mismo tiempo. Un viejo piloto apoyado contra un remolcador de deslizadores los estaba observando. Los chicos enseguida supieron que era un piloto por su ropa, sus armas y la pequeña y bastante arrugada insignia del cuerpo de cazas cosida a su chaqueta. Era una insignia de la República, y en Tatooine no se veían muchas.
—Hoy te vi correr —le dijo el viejo piloto a Anakin. Era alto, flaco y fibroso, el rostro curtido por la intemperie y bronceado por el sol y los ojos de una extraña variedad del gris. Llevaba el pelo tan corto que parecía erizársele sobre el cuero cabelludo, y su sonrisa era afable e irónica al mismo tiempo—. ¿Cómo te llamas?
—Anakin Skywalker —respondió Anakin tras titubear por un instante— y éstos son mis amigos Kitster y Wald.
El viejo piloto dirigió una silenciosa inclinación de la cabeza a los otros dos chicos sin apartar los ojos de Anakin.
—Skywalker, ¿eh? Sabes hacer honor a tu nombre, Anakin, porque ya he
observado que cuando vuelas andas por el cielo como si te perteneciera. Prometes. —
Se incorporó, desplazando su peso con la agilidad fruto de una larga práctica mientras su mirada iba de un chico a otro—. Así que queréis pilotar las grandes naves, ¿eh?
Los tres muchachos asintieron a la vez. El viejo piloto sonrió.
—No hay nada comparable. Nada. Cuando era más joven piloté todos los pesos pesados, todo lo que podía volar, tanto dentro del cuerpo como fuera. ¿Reconocéis la insignia, chicos?
Los tres volvieron a asentir, llenos de interés y fascinados por el prodigio que suponía conocer a un verdadero piloto; aquel hombre no era un mero corredor de
módulos, sino que había pilotado cazas, cruceros y cargueros comerciales.
—Ya hace mucho tiempo de eso —prosiguió el piloto con voz repentinamente distante y ensimismada—. Dejé el cuerpo hace seis años. Demasiado viejo. El tiempo pasa de largo y te deja atrás, y entonces tienes que encontrar otra cosa a la que dedicar lo que te queda de vida. —Apretó los labios—. ¿Qué tal están esos bliels de rubí? ¿Todavía son tan buenos? Hace años que no tomo uno. Quizá ahora sea un buen momento. ¿Os apetece tomar una ronda conmigo, chicos? ¿Queréis beber un bliel de rubí con un viejo piloto de la República?
No tuvo que preguntarlo dos veces. El piloto los llevó hasta la tienda de la que acababan de salir y pagó un segundo bliel para cada chico y uno para él. Después buscaron un lugar tranquilo en la plaza y fueron sorbiendo la bebida mientras contemplaban el cielo. Los últimos resplandores de los soles ya se habían disipado y el firmamento ennegrecido estaba lleno de estrellas, como si alguien hubiera esparcido una pincelada de motitas plateadas sobre la negrura.
—Me he pasado toda la vida volando— explicó solemnemente el viejo piloto, con la mirada fija en el cielo—. Acepté todas las misiones que me caían en las manos, y ¿sabéis una cosa?, no he conseguido visitar ni una centésima parte de todos los sitios que hay ahí fuera. ¿Una centésima parte, he dicho? ¡Qué va, ni una millonésima parte! Pero intentarlo fue muy divertido. Oh, sí, divertidísimo. —Volvió a posar sus ojos en los chicos—. Llevé un crucero lleno de soldados de la República a Makem Te
durante su rebelión. Pasé mucho miedo, creedme. Y en una ocasión también piloté la nave de unos Caballeros Jedi.
—¡Jedi! —exclamó Kitster—. ¡Jo!
—¿De veras? ¿Realmente pilotaste una nave de los Jedi? —quiso saber Anakin, con los ojos como platos.
El piloto rió ante su asombro.
—Os lo juro por mis muertos, y si estoy mintiendo podéis llamarme alimento de banthas. Hace mucho tiempo de eso, pero llevé a cuatros Caballeros Jedi a un sitio del que se supone que no debo hablar ni siquiera ahora. Ya os dije que he estado en todos los sitios que un hombre puede visitar en el curso de una vida. He estado en todas partes.
—Yo quiero pilotar naves e ir a esos mundos algún día —murmuró Anakin. Wald soltó un bufido, dubitativo.
—Eres un esclavo, Annie. No puedes ir a ningún sitio.
El viejo piloto bajó los ojos hacia Anakin, y el muchacho descubrió que no podía sostenerle la mirada.
—Bueno, en esta vida sueles nacer siendo una cosa y mueres siendo otra —dijo el piloto con voz queda—. No tienes por qué resignarte a aceptar que lo que recibes cuando entras en ella vaya a ser todo lo que tengas cuando la abandones. —De pronto se echó a reír—. Eso me recuerda algo. Una vez, y ya hace mucho tiempo de eso, piloté una nave por la ruta de Kessel. Todos me decían que no podría hacerlo y que no me molestara en intentarlo, que lo olvidara y que me dedicara a otra cosa, pero yo quería pasar por esa experiencia, así que seguí adelante y encontré una forma de demostrarles que estaban equivocados. —Bajó la mirada hacia Anakin—. Y tú tal vez tendrás que hacer exactamente lo mismo en el futuro, joven Skywalker. Ya he visto cómo manejas un módulo de carreras. Tienes todo lo que hace falta, chico. Eres mejor que yo cuando tenía el doble de tu edad. —Asintió solemnemente. Miró al muchacho, y Anakin le devolvió la mirada. El viejo piloto sonrió y asintió lentamente—. Sí, Anakin Skywalker: me parece que algún día quizá lo hagas.
***
Anakin llegó a casa pasada la hora de cenar y recibió su segunda reprimenda del día. Podría haber tratado de excusarse inventándose que Watto le había obligado a seguir trabajando hasta después de que anocheciera, pero Anakin Skywalker nunca le había mentido a su madre por ningún motivo. Le dijo la verdad, y le contó que se había escapado con Kitster y Wald, que habían estado bebiendo bliels de rubí y que compartieron historias con el viejo piloto. Shmi no pareció muy impresionada. Aunque comprendía cómo eran los chicos y sabía que Anakin era perfectamente capaz de cuidar de sí mismo, no le gustaba que su hijo fuera por ahí con personas a las que no conocía.
—Si crees que debes negarte a hacer el trabajo que te ha encargado Watto, entonces ven a verme y hablaremos de todo lo que hay por hacer aquí en casa —le riñó severamente.
Anakin no discutió con ella, porque a esas alturas ya era lo suficientemente
inteligente para saber que en aquellas situaciones hacerlo rara vez servía de algo. Guardó silencio y cenó con la cabeza gacha, asintiendo cuando había que asentir mientras pensaba que su madre le quería y estaba preocupada por él, y que eso justificaba toda su ira y su frustración.
Después se sentaron en unos taburetes delante de su casa para disfrutar del fresco aire nocturno y contemplar las estrellas. A Anakin le encantaba pasar un rato sentado delante de casa por la noche antes de acostarse. Fuera no se sentía tan atrapado como en el interior de la casa, y allí podía respirar. Su casa era pequeña y vieja y se
encontraba rodeada por docenas de casas igual de pequeñas y de viejas, y sus gruesas paredes estaban hechas con una mezcla de barro y arena. La vivienda era el típico
alojamiento que se les proporcionaba a los esclavos en aquella parte de Mos Espa, una especie de cabaña con una habitación central y uno o dos catres para dormir. Pero su madre la mantenía muy limpia y Anakin disponía de su propio cuarto, que era un poco más grande de lo habitual en aquellas casas y donde guardaba sus cosas. Un gran banco de trabajo y las herramientas ocupaban la mayor parte del espacio disponible. Anakin estaba construyendo un androide de protocolo para que ayudara a su madre. Iba añadiendo los componentes necesarios uno a uno, recuperándolos de donde podía y restaurando el resto. El androide ya podía moverse, hablar y hacer unas cuantas cosas. Anakin no tardaría en terminarlo.
—¿Estás cansado, Annie? —le preguntó su madre después de un largo silencio.
Anakin negó con la cabeza.
—No mucho —dijo.
—¿Sigues pensando en la carrera?
—Sí.
Y estaba pensando en ella, pero sobre todo pensaba en el viejo piloto, y en sus
historias de cómo había pilotado grandes naves que iban a mundos lejanos, de cómo había combatido por la República y había conocido a unos Caballeros Jedi.
—No quiero que vuelvas a tomar parte en las carreras, Annie —dijo su madre—. No quiero que le pidas a Watto que te deje participar en ellas. Prométeme que no se lo
pedirás.
Anakin asintió de mala gana.
—Lo prometo —respondió, y después reflexionó durante unos momentos—. Pero ¿y si Watto me dice que he de tomar parte en ellas, mamá? ¿Qué se supone que debo hacer entonces? He de obedecerlo en todo, de modo que si me dice que corra, no podré negarme.
Shmi le puso la mano en el brazo y le dio unas palmaditas.
—Me parece que después de lo que ha ocurrido hoy quizá no vuelva a pedirte que corras. Encontrará a algún otro.
Anakin no lo dijo, pero sabía que su madre estaba equivocada. No había nadie que fuese mejor que él. Ni siquiera Sebulba, si no podía hacer trampas. Y además,
Watto nunca pagaría a otro para que condujera su módulo cuando podía obligar a Anakin a pilotarlo sin cobrar. Watto seguiría furioso durante uno o dos días, y después comenzaría a pensar de nuevo en ganar. Antes de que terminara el mes, su
esclavo volvería a participar en las carreras de módulos.
Anakin alzó los ojos hacia el cielo —la mano de su madre seguía suavemente
posada sobre su brazo—, y pensó en qué se sentiría al estar allí arriba, pilotando cazas y cruceros de combate, yendo a mundos lejanos y lugares extraños. Wald podía decir lo que quisiera, pero Anakin no sería un esclavo toda su vida. Algún día dejaría de ser un niño. Encontraría el modo de salir de Tatooine. Los sueños danzaron
locamente en su cabeza en un caleidoscopio de imágenes resplandecientes mientras
contemplaba las estrellas. Se imaginó cómo sería estar allá arriba. Podía verlo con toda claridad en su mente, y eso le hizo sonreír.
Algún día haré todo lo que tú has hecho, pensó, viendo el rostro del viejo piloto suspendido en la oscuridad delante de él, la sonrisa burlona y los extraños ojos grises.
Todo.
Respiró hondo y contuvo el aliento. Incluso volaré con los Caballeros Jedi, se dijo. Después exhaló lentamente, y la promesa quedó sellada.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro