XXXIV.
Eagan Alexander Hamilton fue y siempre ha sido el personaje legendario que creerías que es, si solo con mencionar su nombre por accidente comerciantes pequeños y empresarios a lo largo de todo el mundo le respetan y sobre todo temen.
Por tanto cuando una de sus decisiones se toma, se debe ejecutar tal y como él lo ha previsto.
Y no es para menos si sus dos nombres, provenientes del griego significan "el que tiene luz propia" y "hombre lleno de fuerza" y fueron escogidos después de una ardua búsqueda por parte de su padre, quién a su vez recibió su nombre de parte de su padre y así sucesivamente.
Por tanto la palabra de un hombre Hamilton era ley a donde sea que fuera en el mundo entero.
Y lo que era mejor todavía, rara vez un Hamilton se retractaba de una decisión. Y peor, jamás la tomaba solo o sola.
Por ello el Señor Hamilton llamó a la junta conformada por sus propios hijos y los hijos de sus dos hermanos para informarles de la decisión que había tomado. Recién. Quizás fue en un ataque de furia el haber exiliado al que siempre creyó en el fondo y presumió un par de veces como el que sería su heredero.
Sí, en el fondo el padre Hamilton sentía decepción. Aunque no estuviera permitido sentirlo, hubo un vistazo, en forma de una pequeña punzada clavada dentro de lo más profundo de su pecho.
—Con efecto inmediato todos los derechos y privilegios de Dante Jonathan Bexley II Hamilton han sido modificados desde hoy. —Dijo tajantemente, sentado a la cabecera de la larga mesa hecha con madera de arce.
Aquella sala, impoluta y sobria perteneció a su familia por más de tres generaciones. Sin embargo, sé usaba muy pocas veces. Es como esos lugares, geniales que esconden todas las oficinas y a las cuales los empleados regulares nunca podrían acceder, en este caso debes usar un código especial que solo una personaje de su familia conocía, aquella combinación cambiaba cada vez que sé re organizaba la junta del Consorcio Hamilton.
Te preguntarás cuando fue la última vez que está cambio.
El catorce de septiembre del año 1986.
—¿Podemos conocer el motivo de dicha decisión, tomada tan repentinamente? —El hermano que le sigue a Eagan fue el primero en tomar la palabra, su nombre era Atticus.
—No has visto como nuestro propio hijo nos ha deshonrado ante los medios últimamente al comprometerse con esa salvaje, hermano... —El hermano menor tosió ligeramente menos para aclarar su garganta más para disimular la incomodidad detrás de las palabras que provenían de su hermano mayor—. Espero que esa explicación le sea suficiente a todos en esta mesa para no volver a cuestionar ninguna de mis decisiones, de ahora en adelante Dante tiene prohibido aparecerse en ningún lugar bajo nuestro dominio, ¿les ha quedado claro?
Todos los presentes en la mesa asintieron sin pronunciar una sola palabra más.
Luego la cabeza de la familia sé fue de la habitación.
Pero por si te ha surgido la duda, ninguna de las mujeres Hamilton, las cuales eran muy pocas eran nunca invitadas a estas reuniones por muy breves que fueran. Como lo fue esta.
Siempre, la habitación había sido controlada por las mentes cuadradas y cerradas de los hombres de la familia.
Que viva el patriarcado, ¿no?
***
Pero Eagan no solo tenía que enfrentar a los hombres de la familia, porque en la oficina tanto como en los negocios los hombres mandaban. Pero era sabido de sobra por todos aquellos mismos hombres que en el hogar, las mujeres eran todo el sostén.
—Sé porque lo hiciste, pero tenías que haberle dicho esas palabras tan crueles a tu único hijo mayor... —La madre de Dante, sé echó a llorar en una esquina de su cama matrimonial.
Aquella que le sirvió por más de tres décadas de matrimonio para compartir todo tipo de intimidades con su marido.
Parece que siempre que ves paraíso en las personas con poder y dinero, aquellas con grandes sumas de dinero en el banco y apellidos que valen cada que son pronunciados sin importar cuantas veces sé digan o como se pronuncian o la parte del mundo donde se haga, sé habla de problemas emocionales.
¿Por qué será eso?
—No te atrevas a reprocharme nada, que tú misma has caído en lo mismo hace apenas unas semanas atrás...
La Matriarca Hamilton en turno recordó aquel episodio que tanto Susana como ella habían experimentado en la tienda de novias semanas atrás. Y como se había sentido con esa experiencia. Que siendo honesta le había revuelto más que el estómago.
Le había revuelto también el corazón.
Cosa que también era demasiado difícil que sucediera.
Ella podría negarlo a quién fuera, pero lo cierto es que su hijo mayor siempre le había importado más que sus otros hijos. Y no solo por haber sido el primero en llegar a este mundo, sino porque la historia de su vida y de su concepción habría sido un milagro mismo de vida.
—Asya, mi amor... —Y sí, porque después de todo. Ella era el amor de su vida.
Porque a pesar de lo que puedes pensar ahora mismo del Señor Hamilton padre, él jamás podría ver a su esposa llorar. No después de todo aquello por lo que han pasado juntos.
—Te recuerdo bien que no dejé de ser una Ceren solo para venirme a encontrarme con una de tus rabietas cada tanto.
Los "Ceren" como ella les llamaba eran una de las principales familias en Turquía, de donde provenía su amada esposa. Y millonarios era quedarse muy cortos cuando se pensaba en su vasta fortuna. Porque los Hamilton podrían ser ricos, millonarios, multi millonarios.
Pero los Ceren, estaban en otros niveles.
Los Hamilton estaban en la tierra mientras que los padres y hermanos de Asya estaban en el cielo, junto al Olimpo. Ellos tenían el poder y las armas para gobernar el mundo entero si querían. Sin embargo sé habían conformado con gobernar gran parte de Turquía por al menos unos cuantos cientos de años. Tanto que sus nombres están escritos en los libros de historia como una de las familias fundadoras de la vieja escuela de aquel país.
Y sí, este fue un matrimonio arreglado, como el de sus padres y el de sus hermanos y el de sus hijos.
Pero, por suerte había encontrado en ella a la compañera ideal.
Valiente, fuerte, imparable y poderosa.
Como dije, la mujer ideal para él.
—Mi amor, está no es una rabieta. Sabemos las reglas que lleva este apellido. Los dos, también sabemos la lucha, el dolor... —Eagan levanto su muñeca derecha en el aire para que su mujer viera el reloj que ella misma le había regalado en su primer aniversario de casados, poco después de que sé embarazarán de su primer hijo— Recuerda... Virtus, Sanguis, Sudor, Lacrimae... —Escrito alrededor de uno de los anillos del reloj.
Pero lo único que su esposa podía ver en aquella alhaja, era el moverse de las manecillas.
Recordándole el poco tiempo que les quedaba a ellos dos en este mundo, después de todo ya no eran unos niños. Como cuando se casaron.
Aquello le recordó otra cosa. Una fotografía que colgaba en el despacho personal de Eagan, uno que pocos habían visto. Ya que a él le daba mucha pena ser recordado de esa manera por quién sea y mucho menos por sus hijos.
Porque aquella imagen proyectaba todo lo que un Hamilton no tenía permitido hacer.
En ella aparecía una joven Asya y un joven Eagan en sus trajes de novios, sonriéndose uno al otro, tomados de la mano y compartiendo el mejor momento de sus vidas. Y es que nadie lo sabía, pero ellos no se casaron enamorados, fue hasta unas pocas semanas después de su boda que se dieron cuenta de que su unión no había sido solo un deber que cumplir con sus familias, sino el destino inevitable.
Así que se volvieron a casar en una pequeña ceremonia a la que solo ellos y un padre les acompaño, al final se tomaron aquella foto.
—Poder, Sangre, Sudor, Lágrimas... —La mujer tomó en sus manos las de su esposo, acerco luego su nariz a la suya y cerró los ojos por unos breves instantes. Aquello era un gesto que solo ellos dos tenían y que por supuesto solo ellos dos sabían que compartían.
Su esposo no era una mala persona, así como ella lo era tampoco.
Como sus tantos antepasados solo querían la preservación de su apellido, y que este fuera transmitido por personas capaces de llevarlo con todo y sus cargas.
—En ninguna parte dice amor... —Dijo Eagan rompiendo aquel contacto con su esposa.
—Pero aun así, nosotros lo tuvimos —completo ella.
—Sí, pero no por eso podemos permitirle a nadie saberlo.
—Desearía que jamás hubiésemos perdido a Nolan... —Aquel nombre salió de los labios de la matriarca tan solo en un susurro.
—Ambos acordamos no volver a pronunciar ese nombre desde aquel día.
—Lo sé —admitió lastimosamente la mujer— es cierto, no volverá a ocurrir.
Dicho eso, aquella pareja volvió a estar de acuerdo en todo con efecto inmediato.
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