PARTE I | "El placer del odio" | 1. Otro día.
Annabella
Abro los ojos, fijando mi vista en la ventana de vidrios polarizados antibalas, cubiertos por una suave cortina de color celeste. Y, aunque no se divisa mucho del exterior, logro ver los pocos rayos de sol que se filtran por la ventana.
Parpadeo continuamente, tratando de ahuyentar el sueño de mis párpados pesados, trago con fuerza el nudo en mi garganta y carraspeo en un vago intento por aclararme.
Me siento sobre el colchón y tiro del grueso edredón que me cubre para poder sacarlo de mi cuerpo. Inspiro profundamente, llenado mis pulmones de aire, atrayéndole fortaleza a mi magullado corazón.
Intento enfocar las cosas a mi alrededor, pero es inútil, no veo nada. Bueno, si veo, pero borroso. La miopía y el astigmatismo es algo con lo que tengo que vivir día tras día. Tanteo en la mesita de noche y tomo mis lentes, y solo entonces, veo que sigo en el mismo lugar.
Estancada.
Encerrada.
Atrapada.
No hay nada más que defina mi estadía en este lugar. Y, de todos modos, no puedo luchar contra ello.
Negándome a seguir pensando en eso, y atormentarme con lo mismo, me pongo de pie. Me tambaleo ante la pesadez de mi cuerpo y doy un respingo al sentir el frío de las baldosas del suelo en las plantas de mis pies. Camino con lentitud hacia la puerta marrón frente a mi, ingreso al baño y me propongo a descargar el peso en vejiga.
Me quito la bata de seda que cubre mi cuerpo y camino a paso lento hacia la ducha. El agua sale fría y ahogo un siseo entre mis dientes, enciendo el calentador y suspiro cuando mis músculos comienzan a relajarse.
Trato con todas las fuerzas de mi corazón no llorar, es estúpido hacerlo cada día, y más cuando estoy en el baño. Muerdo mi labio inferior y suelto todo el aire por la nariz.
Me niego a mi misma llorar por una vez en mi vida, diciéndome internamente que las lágrimas no me ayudarán en nada y que las mismas solo me hacen más débil.
Tomo el pote del gel de baño y comienzo a esparcirla por todo mi cuerpo. El olor a galletas parece alegrarme la existencia, por unos efímeros segundos.
No importa, un poco de alegría no le cae mal a nadie, mucho menos a mí.
Luego de darme un largo baño, me envuelvo en una toalla y me acerco al lavamanos, vuelvo a ponerme mis anteojos y me observo meticulosamente.
Mi piel está más blanca y pálida, a excepción de mis mejillas, mis labios y la punta de mi nariz. Mi cabello rubio está completamente húmedo cayendo en mi espalda y mi flequillo en mi frente goteando pequeñas gotas de agua. Mis ojos se ven de un color aguamarina detrás del cristal de mis lentes y la carencia de brillo en ellos es imprescindible.
Vuelvo a suspirar, ya que en eso consistía mi vida.
Melancolía y dolor.
Sacudo la cabeza y me dispongo a cepillarme los dientes, secarme y buscar en el closet un vestido veraniego de color morado, corto y con mangas hasta los hombros. Una vez vestida, enciendo el secador de pelo e intenté arreglarme el nido de pájaros que tengo en la cabeza. Me hago una coleta alta y acomodo mi flequillo sobre mi frente, guardo todo en su respectivo lugar y salgo del baño completamente descalza, no me gusta tener los zapatos puestos en esta habitación. Es muy estúpido, teniendo en cuenta que no voy a salir, y también, por otro lado, la gran parte de la habitación está tapizado con una felpuda alfombra de color blanco.
Tomo asiento en la pequeña mesa junto a la ventana, una vez que retiro las cortinas y me dispongo a observar el jardín desde esta altura. Toco el cristal y siento el calor emanando del mismo, suspirando por querer sentirlo sobre mi piel.
Remojo mis labios y me apoyo en el espaldar de la silla, mirando como el pomo de la puerta comienza a moverse.
Mi garganta se anuda y mi pulso salta disparado junto con mi corazón. La puerta se abre, y el monstruo entra por la misma.
Pulcro, impecable, apacible, dominante, oscuro y perverso.
Esos son defectos.
Esas son sus cualidades.
Lleva un traje azul, sin corbata, luciendo tan apuesto como siempre.
Un maldito mounstro ardiente.
Mi malditamente caliente esposo.
Dominic Whittemore.
Trato de no levantar la mirada, porque no quiero quedar hipnotizada ante sus ojos marrones.
Maldito infeliz de mierda.
Camina lentamente hacia mí, lo escucho, pero mantengo mis ojos en el pequeño y escuálido florero en el centro de la mesa. Un marchito girasol está apunto de morir por la falta de sol, al igual que yo.
Cierro los ojos, contengo la respiración.
El tacto de sus dedos sobre mi mejilla me desarma, me vuelve débil.
¡Y no quiero serlo!
—Buenos días, Annabella —su ronca voz me eriza cada poro del cuerpo.
Trago, busco mi voz en lo profundo de mi ser.
—Solo son días, pero no son buenos —susurro, deja de tocarme, escucho como suspira con pesadez.
—Buenos días, Annabella —repite con autoridad, sujetando mi barbilla entre sus dedos, inclinando mi rostro hacia arriba.
Me quedo sin aliento, repaso sus facciones. Duras y atractivas, sus labios llenos, su barba bien cuidada, sus profundos y oscuros ojos marrones.
—Buenos días, Dominic —respondo como idiota.
Una sonrisa torcida curva sus malignos labios, pellizca mi mejilla con apremio. La rabia se enciende en mi sistema y giro el rosto con brusquedad fuera de su alcance.
—Imbécil —gruño.
—Cuida tu lenguaje conmigo, dulzura, que amanecí de buen humor y no quiero arruinar mi día —dice con su usual tono calmado, lo observo de reojo con odio.
—¿De buen humor? —arqueo una de mis cejas—. ¿Te follaste a tu secretaria otra vez? —aprieta la mandíbula, y, aunque me duele admitir la anterior información, sonrío satisfecha.
—Si te digo que sí, ¿Qué harás? —vuelve a sujetar mi mandíbula.
—Nada, ha dejado de importarme lo que hagas con tu pene desde hace mucho tiempo —aparto su mano de mi cara—. Solo no lo metas en el agujero equivocado, no quiero que me contagies con alguna porquería.
Su ceño se frunce, la vena de su cuello sobresale con rapidez. Lo hice enojar, y, aunque sé que me va a ir mal, me importa un comino.
Me cruzo de brazos sobre mi pecho, apartando mi mirada completamente de él.
—Beatriz te traerá el desayuno —dice, lo ignoro—. Llegaré temprano, espero no enterarme que hiciste una imprudencia, porque de lo contrario...
—¿Qué? ¿Me encerrarás en el sótano? ¿Me matarás de una vez por todas?
—Tú y tu maldita lengua viperina —gruñe entre dientes, me muerdo el labio inferior—. No hagas nada estúpido.
—Soy tu esposa, no hay nada más estúpido que eso —espeto, dándole una mirada cargada de rabia.
No dice nada, me observa una última vez y se da la vuelta, cerrando la puerta con seguro.
Ahogo un grito, empujo la mesa con las manos y el estropicio del florero rompiéndose contra el suelo apacigua el sonido de mis sollozos. Suelto otro grito de impotencia antes de subir las piernas a la silla y abrazarlas a mi pecho, para esconder mi cabeza entre mis brazos.
La puerta se vuelve a abrir, pero no es él, no siento su perfume.
—¿Señora? —habló la voz de Beatriz—. Señora, le traje el desayuno.
—No quiero nada, déjalo ahí —digo entre hipos.
—Debe comer, anoche no cenó mucho —comenta con voz apacible—. El señor se molestará...
—El señor se puede ir a la mismísima mierda si le da la gana —gruño entre dientes, observo como Beatriz sigue en su tarea de levantar la mesa y buscar la bandeja del desayuno que dejó sobre la cama.
—Le hará bien comer un poco —prácticamente súplica, sé que tendrá problemas con Dominic si se entera que no comí.
—Está bien —me seco las lágrimas que salieron de mis ojos, ella sonríe.
—Le traeré otro girasol —dice recogiendo los pedazos rotos del florero y tomando el girasol machito.
—Lo lamento.
—No sé preocupe.
Me regala otra última sonrisa antes de girarse. Pero mi voz la detiene—: ¿Puedo salir al jardín?
Hace una mueca.
—Señora, ya conoce las órdenes del señor —musita en voz baja—. La hemos dejado salir al jardín toda la semana, no creo que sea conveniente.
Bajo la mirada, observo el esmalte rosa pálido que cubre mis uñas.
Asiento en compresión, ella me da una sonrisa triste y desaparece detrás de la puerta, cerrándola con llave.
Apoyo mi mejilla sobre mis rodillas, cierro los ojos sintiendo mis pestañas húmedas sobre mi piel.
Otro día más.
Otra vez la misma rutina.
Otra imposibilidad.
¿Este es mi maldito castigo por los errores ajenos?
Cuéntenme: ¿Qué les pareció?
¡Voten y comenten mucho!
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