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21. Una mala jugada.

Dominic

Habíamos vuelto a casa alrededor de las tres de la tarde, Annabella parecía estar en otro mundo y su actitud no me gustaba. Le había pedido que olvidara todo lo ocurrido, pero se aisló completamente, y muy en el fondo, sabía que no podía juzgarla. A ella le dolían los actos de su familia, había crecido con ellos y que le hicieran esto después de tantos años, le afectaba, lo sabía.

Daniela llegó dos horas más tarde, haciendo su usual escándalo, y me aliviaba el hecho de que por lo menos ella estuviera bien.

—¡Pero mira lo que te hizo ese animal! —dijo sosteniendo el rostro de mi esposa—. Es un bruto.

—Ni que lo digas, se comportó como un estúpido —bufó Annabella—. Aún no puedo creer que mis propios hermanos actúen de esa manera, mi padre los utiliza como sus marionetas.

—Creí que Jesse estaba en Inglaterra.

—Yo también, pero estaba equivocada.

Esa fueron las últimas palabras que escuché de Annabella ese día.

Al día siguiente se la pasó leyendo y encerrada en la habitación, solo bajo para comer, según me dijo Beatriz. Ese día tuve que irme demasiado temprano, necesitaba aclarar el tema de Hamilton de una vez por todas, no tenía el ánimo suficiente como para dejar pasar el hecho de que había secuestrado a mi esposa.

—Alexander Hamilton salió anoche del país junto a sus hijos —dijo Charly—. Su esposa se quedó, según me contó Roswell, apostó treinta y cinco mil y los perdió, pero consiguió desviar la atención de él al ir al casino ayer por la tarde, tenía varios meses sin aparecer por ahí.

—¿Adónde iba? —cuestione, observando el punto rojo en la pantalla de mi teléfono, era Annabella moviéndose por la casa.

—Al otro casino, se volvió a reunir con Nóvikov hace una semana, el tipo le dio un sobre, Roth dijo que era dinero.

—¿Sabes a qué vino a Australia?

—Según tengo entendido, a buscar a un familiar, pero solo se ha reunido con Hamilton en el último mes.

¿Buscar a un familiar?

—¿Qué clase de persona busca? —pregunté confundido.

—Logré averiguar qué es muy importante, dicen que es su hijo, pero nada más.

¿Un hijo?

—¿Cuántos hijos tiene Nóvikov?

—Tres, señor, dos varones, uno de treinta y otro de veinticinco, y el que está buscando tiene la misma edad.

—¿También es hombre? —negó.

—No lo sabemos, pero estamos buscando más información.

¿Qué tiene que ver Hamilton con el hijo perdido de Nóvikov?

—Averigua todo lo que sepas sobre ese tema, y mantén un ojo sobre Nóvikov —asiente—. Necesito me tengas informado sobre todos los movimientos de Alexander.

—¿Algo más, señor?

—¿Qué encontraste con el tema de Annabella?

—Ingresamos a la base de datos, pero no hay una Annabella Hamilton en el sistema, señor. —Responde, mi ceño se frunció al verlo buscar algo en su carpeta—. Lo raro es que, la fecha del registro no coincide con la fecha de nacimiento.

—¿A qué te refieres? —reviso el documento que me da.

—La señora Annabella nació el veinticinco de noviembre según dice su partida de nacimiento, sin embargo, la fecha de registro es el treinta del mismo mes.

Cinco días.

Annabella Alexandra Hamilton Callaghan.

25 de noviembre de 1995.

Sydney, Australia.

Dejo la partida de nacimiento a un lado, me enfoco en el registro.

Annabella Alexandra Hamilton Callaghan.

30 de noviembre de 1995.

Sydney, Australia.

—Ve al hospital y averigua por qué las fechas no coinciden —señalo la dirección en la hoja—. Es muy poco probable que hayan esperado cinco días para registrar a un bebé, mucho menos en un lugar tan prestigioso como ese.

—Como ordene, señor —asintió—. ¿Algo más?

—¿Por qué Jesse estaba aquí en Australia?, Se suponía que estaba en Inglaterra.

—Suponemos que llegó en el avión de su padre, señor. No tomó vuelo comercial.

—Muy bien, ¿Qué hay de Baker?

—Sigue manejando el negocio de su padre, no parece tener ningún interés en la señora Annabella —responde, asiento.

—Esperemos que siga así —asiente y se pone de pie—. Hasta ahora es solo eso, Charly, gracias.

—A sus órdenes, señor —abandona mi oficina en completo silencio.

Había un enorme abismo oscuro que rodeaba la información de Annabella, una mala jugada del destino que la dejaba en el limbo. Y ahí estaba yo, intentando descifrar el misterio que había en su pasado, porque el simple hecho de llevar el apellido Hamilton la hacía un pozo profundo lleno de secretos.

[...]

La casa estaba sumergida en un silencio sepulcral desde que ocurrió lo de Annabella, hace tres días, hoy era miércoles y la situación no parecía avanzar ni retroceder, solo se mantenía así. De todas maneras, hoy le pondría fin, necesitaba que todo volviera a la normalidad, al menos para la rubia que duerme flácidamente.

Me acerco a la ventana y abro las cortinas, la luz entra dándole otra imagen a la habitación, Annabella se remueve, pero no se despierta. Voy hacia la cama, quito el cabello de su rostro, le quito la sábana.

—Dom... —gruñe, entierra la cabeza en la almohada, se acomoda y deja su glorioso trasero al aire, con un short que apenas y llega a cubrirle—. Déjame dormir.

—Ya dormiste lo suficiente, arriba —le doy una palmada en el trasero, se queja y se remueve—. Vamos, Annabella, son casi las doce del mediodía, levántate.

—¡Pero quiero dormir! —murmura con voz ahogada por seguir abrazando la almohada.

—Es mejor que te levantes por ti misma, porque si lo hago yo, no te gustará —amenacé, escuché como lloriqueó y se dio la vuelta.

Parpadeó varias veces, estiró sus brazos y me miró, una sonrisa cansada se formó en sus labios. Me senté junto a ella y tomé su mano, observando el esmalte rojo que cubría sus uñas.

—¿A qué se debe tanto alboroto? —cuestionó, carraspeó.

—A que quiero que te levantes —beso el dorso de su mano, sus dedos aprietan los míos y con algo de esfuerzo, se sienta correctamente—. Buenos días, dulzura.

—Buenos días —me regaló otra sonrisa, observé su mejilla rosada, el moretón estaba desapareciendo con rapidez, cosa que agradecía, porque me estaba volviendo loco—. ¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó arrastrándose hacia mí y enrollando sus brazos alrededor de mi cuello—. ¿No fuiste a trabajar?

—No, vine por algo importante —tiré de ella a mi regazo—. Nos vamos.

Su ceño se frunce, adopta una expresión graciosa. Confundida y recién levantada luce más tierna de lo que pensé.

—¿Nos vamos? —asentí—. ¿Adonde?

—A Dubái, tengo que cerrar el negocio y te llevaré conmigo —suelto, dejándola anonadada, lo veo en su rostro.

—¿Y por qué tengo que ir? —murmura.

—Porque yo quiero, y porque no voy a dejarte sola después de lo que pasó...

—Dom...

—No voy a perderte de vista, Annabella, fin de la discusión —cierra la boca, sus labios se fruncen al igual que su entrecejo.

—No puedes llevarme a todas tus reuniones.

—A todas y cada una de ellas, si a mí me apetece —rueda los ojos, sostengo sus mejillas con mi mano, haciendo que sus labios rosados resalten aún más—. Vendrás conmigo, no era una pregunta.

—Tampoco es como si tuviera otra opción —dice con ironía, aleja mi mano de su rostro—. ¿Me llevarás a Dubái para tenerme encerrada en una habitación?

—No, solo tengo que cerrar el trato, después haremos lo que tú quieras —arqueó una de sus perfectas cejas, y una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios.

—¿Lo que yo quiera? —puso sus manos en mis hombros para darse impulso y sentarse a horcajadas sobre mí.

—Lo que tú quieras.

—Okey —se mordió el labio inferior antes de inclinarse y besarme lentamente—. No puedes retractarte, ¿Sabes?

—Nunca dije que lo haría —pasé mis manos por su espalda, bajando a su redondo trasero—. Pero, por más que quiera iniciar ahora, no se puede.

Me pongo de pie con ella entre mis brazos, para después soltarla sobre la cama.

—¡Ay!, ¿Qué? —frunce el ceño y se apoya sobre sus codos.

—Que tenemos prisa, nos vamos a las dos —le digo, sus ojos se abren a capacidad.

—¡¿Y hasta ahora me lo dices?! —exclama, literalmente saltado fuera de la cama.

—Tú has estado toda la mañana durmiendo.

—¡Pudiste haberme despertado antes! —dice caminando tan rápido que se estrella contra el marco de la puerta—. ¡Auch!

—Es la otra puerta —señalo el baño.

—¡Ya lo sé, Dominic! —gruñe y enfadada, entra al baño.

—Tienes una hora.

—¡Que, considerado, Sr. Whittemore!

[...]

—¿Estás lista? —le pregunto al verla bajar las escaleras ya vestida con un suéter de lana azul, unos jeans y sus Vans negras, sí, es la mujer más hermosa con la que me he topado.

—Creo que sí —asiente y se queda de pie junto a mí, inclina su cabeza hacia atrás—. Dejé mi maleta arriba junto a la tuya.

—Los chicos las bajarán, ven, necesito darte algo —tomo su mano y la llevo hacia el estudio, cerrando la puerta una vez entramos.

—¿Qué es? —cuestiona al verme rodear el escritorio y sacar la caja de unos de los cajones.

—No quiero más errores, por eso necesito que tengas esto —saco el aparato y me acerco a ella para ponerlo en su mano—. Me llamarás por cualquier cosa, por mínima que sea, ¿Escuchaste?

—Un teléfono, ¿Quién lo diría? —me sonríe, observa el iPhone detenidamente—. Es igual al tuyo.

—Tiene mi número, el Daniela y el de mi madre, no necesitas nada más.

—¿Por qué? ¿Tienes miedo de que te sea infiel? —se burla con una sonrisa.

—Es en serio.

—Lo sé, lo he entendido —asiente, da un paso hacia mí, se pone de puntillas y rodea mi cuello con sus brazos—. Te llamaré antes de irme con cualquier persona loca y que quiera secuestrarme, ¿Contento?

—Me alegro que hayas entendido —pongo mis manos en su cintura—. Dejaré a dos de mis hombres contigo, no quiero que salgas de la habitación si no es con ellos y sin avisarme, tampoco quiero que andes de modelo contoneándote por todo hotel, ¿Me escuchas? —asiente mirándome fijamente—. Atraes más miradas de las que me gustaría admitir, y no te necesito herida otra vez, ¿Está claro?

—Muy claro —se apretó contra mí y dejó un beso en mi labio inferior—. No sabes cómo me encanta que te pongas así de mandón —intentó acercarse más a mí, lo que me hizo sonreír sobre su boca—. No te burles de mí, te deseo mucho, y no me has tocado en todo el día.

—Dulzura, has dormido casi toda la mañana —le di un apretón a su trasero respingón y la alejé de mí luego de darle un beso—. Vamos, haremos eso después.

—No complaces a tu mujer —murmura entre dientes, rodeo sus hombros con mi brazo—. Eso no se hace, ¿Sabes? —me mira de reojo cuando salimos de la casa—. Deberías ponerme en un pedestal... ¡Ay, Dominic! —se queja cuando le pellizco la mejilla—. ¡Maltrato! —ríe y me abraza.

—Hablas demasiado —se encoge de hombros.

—Lo sé.

—Sube —abro la puerta del auto y ella sube con rapidez, cierro después de entrar—. Ponte el cinturón.

—¡Deja de darme órdenes, Dominic! —gruñe entre dientes, pero hace lo que le digo.

—Dijiste que te encantaba que me pusiera mandón.

—¡Pero no así! —se cruza de brazos.

Busqué su mano, entrelacé nuestros dedos, jugué su anillo, ese que le ponía mi nombre.

—Voy a confiar en ti, Anne —le digo—. Así que no me lleves la contraria, al menos no mientras estemos en un país desconocido.

—Está bien —me regala una sonrisa y un apretón de manos—. Seré una buena niña y me comportaré bien.

Asentí y besé la palma de su mano.

Nos esperaba un largo viaje, lo último que quería era discutir con ella.




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