8
—Majestad...—La voz débil de Melek rompió el silencio de la habitación. Al abrir los ojos, lo vio borroso al principio, y lentamente su rostro se volvió nítido frente a ella.
—No hables.—La interrumpió Mehmed, su voz imperturbable como siempre.—Estás muy débil. No hagas esfuerzos.
Melek tragó el nudo en su garganta, pero las lágrimas escaparon, ardiendo en sus mejillas.
—Lo sé... sé lo que ha pasado.—Su voz se rompió, y desvió la mirada mientras el peso de la culpa la aplastaba.—Yo... ni siquiera lo sabía... No pude protegerlo... Perdóneme.
La mirada de Mehmed se mantuvo impasible, pero sus ojos delataron las emociones que rara vez mostraba. Había perdido hijos antes, lo sabía bien, y aun así el dolor permanecía como un fantasma silencioso. Sin embargo, esta vez era diferente; la pérdida de ese hijo, suyo y de ella, le dolía en algún rincón de su corazón que él mismo intentaba ignorar.
Con un movimiento lento, Mehmed levantó su mano y acarició su mejilla húmeda, limpiando las lágrimas de su rostro sin pronunciar palabra. No había dulzura en su tacto, pero tampoco frialdad, solo una extraña mezcla de compasión y autoridad.
—No fue tu culpa.—Su tono no admitía discusión.—Las culpables ya han recibido el castigo que merecían.
Melek lo miró con un destello de temor y, a la vez, alivio. El saber que aquellas mujeres ya no estarían cerca de ella le daba un poco de paz, aunque el eco de sus insultos y ataques seguía grabado en su mente.
—¿No... no las volveré a ver?—susurró con un temblor en su voz.
Mehmed la miró directamente, y en sus ojos oscuros se dibujó una chispa de severidad.
—Esas arpías están en el fondo del Bósforo ahora. Nadie volverá a ponerte un dedo encima.
El escalofrío que recorrió a Melek la dejó sin palabras. La crueldad de su castigo era casi inhumana, y, sin embargo, en ese momento sintió una mezcla de terror y alivio al saber que él había actuado en su defensa.
—La madre sultana no ha sabido mantener el orden en el harén.—Continuó Mehmed con dureza.—Desde ahora, tendrás tus propios aposentos en el ala de las favoritas. Además, te asignaré una criada. Una lo suficientemente leal como para morir antes de permitir que alguien te lastime nuevamente.
Melek sintió que su corazón latía con fuerza, un torbellino de emociones mezclándose en su interior. Aún temblando, sus ojos encontraron los de Mehmed, y vio en su mirada algo que había soñado con ver pero jamás pensó que fuera real. Había un leve matiz, una profundidad desconocida en su expresión.
Con un esfuerzo temerario, Melek intentó levantarse, impulsada por algo más fuerte que su miedo. Mehmed, al ver su esfuerzo, dio un paso hacia ella para sostenerla, colocando su mano firme en su hombro.
—No te esfuerces más, Melek.—Su voz se suavizó apenas un instante, suficiente para que ella percibiera ese fugaz cambio.
Aprovechando su cercanía, Melek se atrevió a rodearlo con sus brazos, apoyando su rostro contra su pecho en un abrazo inseguro, esperando que él no la rechazara. Mehmed permaneció inmóvil, pero no se apartó. Sentía la respiración temblorosa de ella, los latidos irregulares de su corazón contra el suyo.
—Sé... sé que en su corazón todavía queda amor, mi sultán.—Melek murmuró, con un tono lleno de esperanza y gratitud.—Gracias por lo que ha hecho por mí y por nuestro hijo.
Mehmed la miró en silencio, sus ojos oscuros como un abismo en el que nadie se atrevía a adentrarse. Lentamente, sin decir una palabra, dejó que su mano descendiera hasta su mejilla, acariciándola una vez más con una suavidad inusual.
—No te hagas ilusiones, Melek.—Su tono recuperó su frialdad, pero en su mirada aún había algo vulnerable.—No confundas mi protección con algo más.
Melek sintió una punzada de tristeza, pero también comprendió que ese pequeño gesto de consuelo, por mínimo que fuera, significaba más de lo que él estaba dispuesto a admitir.
—No confundo nada, majestad.—Susurró, aferrándose a él un poco más, sin querer que ese momento terminara.—No le pido amor... solo que me permita permanecer a su lado.
Los labios de Mehmed formaron una ligera curva que casi parecía una sonrisa irónica, y después de un segundo, la soltó, dando un paso atrás.
—Descansa, Melek.—Ordenó en voz baja.
Ella lo observó alejarse, su silueta imponente perdiéndose en la penumbra de la habitación.
En la soledad de sus aposentos, Mehmed se dejó caer pesadamente en la silla de su escritorio, apoyando los codos sobre la superficie y cubriendo su rostro con las manos. Durante años había enterrado cada debilidad, cada emoción que pudiera mostrar siquiera una sombra de vulnerabilidad. Sin embargo, aquella noche algo en él cedió.
Al principio, solo fue un suspiro profundo, tembloroso, como si intentara contener el dolor que se había acumulado en su pecho, pero pronto ese suspiro se convirtió en sollozos que no pudo controlar. Su cuerpo temblaba mientras el llanto escapaba de su garganta, silencioso y ahogado, el único refugio que podía permitirse.
"¿En qué momento llegué a esto?", pensaba, sintiendo como el hombre frío se fracturaba en su interior. Había aceptado el trono con la idea de ser un sultán fuerte, uno que no mostrara debilidades, que mantuviera el poder a cualquier costo. Había aprendido a guardar sus sentimientos, a desprenderse del amor, la compasión y, en ocasiones, hasta de su humanidad. "Un sultán no puede amar", se repetía, como un mantra que había usado para convencer al resto y, sobre todo, a sí mismo.
Pero la imagen de Melek, herida y vulnerable, sus lágrimas sinceras, sus palabras llenas de esperanza... todo eso se había colado en el interior de su alma endurecida, y, por primera vez en años, se sentía incapaz de protegerse de sus propios sentimientos.
"¿Qué me ha hecho esta mujer?" Su puño golpeó la mesa, frustrado con la ironía cruel de la situación. Era el sultán, el hombre más poderoso de su imperio, y aun así, estaba perdiendo el control ante una simple mirada, ante un susurro que hacía temblar sus paredes más firmes. "¡No debería ser así! Ella solo es otra mujer en el harén... una más del montón..."
Pero por más que intentaba convencerse, sabía que Melek ya no era solo otra mujer para él. Había despertado algo en él que creía muerto, un eco lejano de la inocencia de su juventud, de los días en que todavía creía que podía ser alguien mejor. Y eso lo aterrorizaba.
—No puedo permitirme esto... —murmuró entre lágrimas, clavando la mirada en el anillo que llevaba en el dedo, símbolo de su poder y su responsabilidad. Había sacrificado tanto para llegar a este punto, había tomado decisiones que otros habrían considerado monstruosas, y todo para asegurar el control sobre su imperio, para proteger el trono. "He hecho todo lo que era necesario. Todo lo que un sultán debía hacer..."
Apretó los ojos, buscando contener el llanto, intentando recuperar la dureza que lo había sostenido durante tanto tiempo. Sin embargo, la voz de Melek, sus palabras agradecidas, aún resonaban en su mente, y el dolor en su pecho solo se hacía más profundo.
—¿Qué sentido tiene todo esto, si ya no queda nada de mí? —susurró al vacío, su voz quebrándose en un tono de desesperación. Sabía que nunca podría amarla abiertamente, ni a ella ni a nadie, pues el amor era una debilidad que un sultán no podía permitirse. Pero, aun así, en ese momento, en la soledad de su habitación, en medio de su propio llanto ahogado, Mehmed se dio cuenta de que había perdido algo que el poder no podía devolverle: su propia humanidad.
Y mientras el silencio regresaba a sus aposentos, Mehmed cerró los ojos, permitiéndose solo un último pensamiento antes de sepultar nuevamente su corazón en la oscuridad:
"El sultán no puede amar."
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