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5



Esa noche de jueves, Aya llegó a los aposentos de Mehmed con el corazón roto, su mirada, normalmente serena, se veía agotada. Las puertas se cerraron detrás de ella mientras se acercaba al sultán, quien se encontraba revisando documentos en su escritorio, aparentemente ajeno a las preocupaciones de su favorita.

—Mehmed... —comenzó con voz temblorosa.—he soportado verte con otras mujeres, porque sé que el sultán no puede ser de una sola, pero nunca antes habías dado tratos especiales, no habían más favoritas. Nunca antes habías dado más que una noche.

Él no apartó los ojos de sus papeles, pero su semblante no era el del hombre furioso al que todos temían. Mehmed, en ese momento, no parecía molesto.

—¿Por qué le has dado un regalo a esa criada? —preguntó Aya, intentando mantener la compostura.—¿Es porque no he podido darte herederos? ¿Porque nuestros hijos no sobreviven? ¿Me castigas por eso?

Las palabras resonaron en la habitación, llenando el espacio con los de años de dolor. Aya había mantenido el control durante tanto tiempo, pero esa noche se desmoronaba. Mehmed se mantuvo en silencio por unos segundos mientras se levantaba acercándose, y su mirada fría se suavizó ligeramente.

—Aya, tranquilízate.—dijo en voz baja.

Aquellas palabras, lejos de calmarla, rompieron la última barrera que mantenía en pie. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas, y la mujer que había permanecido tan firme al lado del sultán se derrumbó.

—Hace tiempo que sé que has dejado de amarme.—Dijo entre sollozos, las palabras apenas saliendo de su garganta.—Pero nunca imaginé que tu corazón volvería a sentir algo por alguien más.

Mehmed la observó en silencio por un momento. Su mano, que tantas veces había impartido castigo y orden, se levantó para acariciar su hombro de manera casi mecánica, un gesto de consuelo que no terminaba de encajar con su naturaleza.

—El sultán no puede amar a nadie, Aya.—Su tono era bajo, pero firme—.Son asuntos del harem. Lo que haga con mi harem no te incumbe.

Aya lo miró, incrédula, sus lágrimas cayendo con más fuerza.

—Pero yo te amaba.—Susurró, casi más para sí misma que para él.—Y acepté las reglas de este lugar porque creía que no me traicionarías de esta manera.

Mehmed apartó la mano de su hombro, su mirada volviendo a endurecerse.

—No es cuestión de amor, Aya. —Su voz sonaba más fría ahora—. Lo que haga en mi harem es para el bien del imperio, no para el capricho de mi corazón.

Aya, por primera vez, sintió que ya no podía más. Negó con la cabeza y retrocedió un paso.

—No pasaré la noche contigo, —dijo en voz baja, su decisión firme aunque su voz temblara—. Prefiero ir a cuidar de mi hija.

Y, sin esperar respuesta, dio media vuelta saliendo de los aposentos del sultán, a Mehmed, lejos de preocuparle la salida de Aya, apenas mostró una reacción. Con fríaldad, levantó la voz y llamó a uno de los guardias que vigilaban fuera de la puerta.

—Traigan a Melek Hatun, —ordenó, su tono carente de emoción, como si la escena que acababa de presenciar no hubiese ocurrido.

El guardia asintió con una reverencia rápida y salió apresuradamente a cumplir la orden. Si Aya ya no podía brindarle lo que buscaba, otra lo haría. Para él, el poder y el control lo eran todo, no había espacio para el amor o la compasión.

Melek se encontraba con las demás mujeres del harem ya acostada en el suelo como las demás, susurrando una oración en la tenue luz de la vela que iluminaba el inmenso lugar. El crujir de la madera interrumpió sus pensamientos, pronto levantó su mirada encontrándose con la del eunuco a cargo de las criadas.

—Melek Hatun, su majestad solicita su presencia.

—¿Tan noche? —preguntó Melek, sorprendida.

—No hagas esperar al sultán.

Melek se levantó apresuradamente, sin tiempo de procesar lo que estaba ocurriendo. Apenas le dieron tiempo para arreglarse el cabello y enderezar el camisón. Mientras era escoltada por los pasillos oscuros, su corazón latía con fuerza. Era jueves, y todos en el palacio sabían lo que eso significaba.

—¿Por qué precisamente esta noche?—preguntó en voz baja, como si no esperara respuesta.

El eunuco la miró de reojo.

—Es jueves. La noche reservada para la favorita, Aya Hatun.—respondió, casi como si fuera un secreto.—Si la favorita queda embarazada en jueves santo, el bebé será considerado una bendición.

Melek sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía lo que le esperaba en la cama del sultán, estaba angustiada, nerviosa y aterrada pues conocía que su majestad era un hombre que poco le interesaba su dolor, recordar la primera noche le erizaba el cuerpo. ¿Por qué ella? ¿Por qué romper una tradición que le correspondía a otra?

La puerta se cerró con un suave golpe tras ella, y Melek apenas podía contener su respiración, estaba asustada. El silencio en la habitación era tan espeso que casi podía oír los latidos de su propio corazón. Mehmed no se movió al principio, sus ojos la seguían con esa mirada impenetrable y aterradora. Finalmente, su voz cortó el aire.

—Tus ojos demuestran terror.—Habló con tono mordaz.

Melek intentó articular una respuesta, pero su voz se quebró antes de salir. Las lágrimas se acumulaban en sus ojos, pero sabía que no podía permitirse llorar, no frente a él.

—Majestad, yo...— comenzó, su voz apenas un susurro. Pero no pudo continuar, el nudo en su garganta era demasiado fuerte.

Mehmed dio un paso hacia ella, su mirada más severa que nunca.

—¿Es esto lo que soy para ti?—dijo con una calma que era aún más aterradora.—¿Un monstruo al que solo sabes temer?

Melek tembló al escucharlo. Las lágrimas, que tanto había intentado contener, empezaron a deslizarse por sus mejillas, traicionando su miedo. Al ver esto, Mehmed frunció el ceño con desdén.

—Llanto... siempre llanto.—dijo, su tono se volvió más duro.—¿De qué me sirve una mujer que solo sabe llorar?

Melek intentó controlar su respiración, pero su cuerpo no le respondía. Quiso disculparse, pero las palabras se atascaban en su garganta.

—Majestad, yo... yo no... —gimió, su voz apenas audible.

Mehmed la interrumpió bruscamente.

—Una mujer débil no puede darme el heredero que este imperio necesita.—Gruñó.—Si no eres capaz, no tienes lugar aquí.

Melek se echó a llorar más fuerte, incapaz de detener el torrente de emociones que la abrumaban.

—Perdóneme..—sollozó.—Majestad...

Pero Mehmed, irritado, levantó una mano para silenciarla.

—Vete.—dijo con frialdad—. No tengo tiempo para una mujer que no sabe ni controlarse a sí misma. Vete antes de que me hagas perder más tiempo del que ya has desperdiciado.

Melek lo miró con ojos desesperados, pero supo que no había más que hacer. Las palabras de Mehmed eran finales. Asintió con torpeza y se giró mientras con un suave empujón abría la puerta.

—No me observen de esa manera.—Murmuró a los hombres que sin vergüenza habían levantado sus miradas en son de burla.

Con el pecho agitado y el corazón martilleando en su pecho. Sentía la derrota, pero a la vez, algo en su interior gritaba que no debía rendirse. "No voy a perderlo, no voy a perder mi oportunidad", pensó, tomando una bocanada de aire y reuniendo toda la fuerza que le quedaba.

Sin importarle las reglas o las consecuencias, se giró bruscamente y abrió la puerta de golpe. Los guardias intentaron detenerla, pero Melek los ignoró. Entró encontrando a su verdugo una vez más, Mehmed sorprendido por la osadía, la observó con una expresión de incredulidad y rabia.

—¿Qué crees que estás haciendo? —Levanto su voz cargada de autoridad—. ¿Te atreves a desafiarme?

Pero Melek, en lugar de amedrentarse, avanzó hacia él con una intensidad que ni siquiera ella sabía que poseía. Sin responder a sus reproches, se lanzó hacia él, tomando sus labios con una ferocidad que sorprendió a ambos. Mehmed, impresionado por su descaro, intentó empujarla, pero la atracción entre ellos era palpable.

—No me aparte de usted, majestad.—Murmuró entre suspiros ahogados, a diferencia de la primera noche, sentía la necesidad de besarlo.

Lo que comenzó como una pelea se transformó en una batalla entre sus voluntades. Las manos de Mehmed, que en un principio la apartaban, pronto la sostuvieron con la misma fuerza con la que ella lo agarraba. Ninguno deseaba separarse del otro, y la habitación, que minutos antes estaba cargada de tensión, ahora se llenaba con una pasión salvaje.

—¿Crees que puedes controlarme de esta manera? —gruñó Mehmed entre besos, furioso pero atrapado en el fuego del momento.

—No me iré.—replicó Melek, con los ojos desafiantes.—No hasta que entienda que no soy una mujer débil.

Mehmed, furioso pero seducido por su audacia, no respondió con palabras. Ambos sabían que esta lucha no terminaría fácilmente, ni en ese momento, ni en los días por venir.

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