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Capítulo 1: Conjura de los Imposibles.

—Te juro que no es por él —mintió Sofía mientras abría su yogurt de durazno como si no acabara de volarle la tapa al universo.

—Ajá —respondí, sin mirarla. Tenía los ojos puestos en el grupo de los "populares", también conocidos como "Los del Fondo" porque siempre se sentaban allá, como si la distancia física también los alejara de nuestra realidad.

—No me mires así. Yo solo dije que sería divertido hacer la lista, no que íbamos a cumplirla —repitió por cuarta vez en menos de diez minutos.

Spoiler: sí íbamos a cumplirla. Ella ya lo sabía. Yo también.

Estábamos en la cafetería del Valderraíz, con nuestras bandejas plásticas verdes que siempre olían raro (¿quién pensó que el arroz con leche iba con pescado empanizado?), y ese ambiente de griterío adolescente que solo se silenciaba cuando entraba un profesor o alguien se atragantaba con una empanada. La mesa que ocupábamos, en una esquina pegada a la ventana, era nuestra base secreta desde primero de secundaria. Había marcas de plumón en la superficie y una muesca donde Sofía grabó "amor" con un compás el día que Nicolás le prestó su corrector sin que ella lo pidiera. (Sí, así de intensa era).

La lista estaba arrugada en mi mochila, escrita a mano por Sofía en una hoja de libreta con tinta rosa y letras cursivas como de manicura. Arriba decía:
"Los cinco imposibles"
Y debajo... los nombres.

Cinco chicos. Cinco retos. Cinco niveles de locura.

Y adivina qué: yo estaba apuntada como "la encargada" del número 3. Claro, sin mi consentimiento. Porque en este grupo la democracia es un mito y la manipulación emocional, arte.

—Te odio —murmuré entre dientes.

—Lo sé. Pero me quieres igual.

Conociéndonos mejor...

Me llamo Lía. Bueno, en realidad me llamo Amelia Sofía Díaz, pero solo mi madre, los correos institucionales y los discursos dramáticos de mi papá me dicen así. Para el resto del planeta soy Lía. Tengo 17, voy en último año de bachillerato y mi superpoder es pasar desapercibida incluso cuando tengo una bufanda fucsia en pleno septiembre.

Mido 1.64, tengo el pelo castaño oscuro con algunos rizos que solo obedecen cuando tengo tiempo (nunca), y una mirada grisácea que, según mi abuela, "dice más de lo que mis labios se atreven a pronunciar". Traducción: soy la típica chica callada con alma de narradora de Wattpad. Aparentemente.

En mi casa somos cinco: mi mamá, una psicóloga escolar con vocación de detective; mi papá, profesor de historia y defensor oficial del uso de la agenda; mi hermano Bruno, de 14 años, fanático de los videojuegos, y yo. Más un gato obeso llamado Freud que, curiosamente, tiene serios problemas de apego.

Nuestra familia es de esas que parecen funcionales, pero solo porque no hay tiempo de discutir entre semana. Los domingos ya es otra historia. Nunca subestimes el poder destructivo de una partida de Uno y una opinión política lanzada en voz alta.

Volvamos al presente.

—Entonces —dijo Sofía, cruzando los brazos sobre la mesa—, tenemos a:

1. Javier, el capitán del equipo de fútbol.

2. El chico nuevo que aún no tiene nombre pero tiene brazos como columnas griegas.

3. Tachán, tachán: Damián Solano. Tu imposible personal.

Yo hice una mueca.

—No es mi imposible. Es mi trauma escolar hecho humano.

—Exacto —sonrió, como si acabara de ganar un premio.

Damián Solano. El nombre que había jurado no pronunciar desde noveno grado. El tipo que una vez corrigió mi acento en clase de inglés delante de todos y me preguntó si sabía que decir "cosa" en inglés no era "cosha". Spoiler: tenía frenillos. Era mi peor época. Él era... él.

Cabello negro desordenado, piel morena clara, labios que parecen haber nacido para reírse de ti, y unos ojos oscuros que te miran como si siempre supieran algo que tú no. Inteligente, sarcástico, y con una actitud de "todo me importa un 3%" que lo hacía más atractivo de lo que admitíamos en voz alta.

Damián era imposible. Y por alguna razón, Sofía decidió que era mi imposible.

—No voy a hablar con él —dije, tajante.

—No tienes que hablar. Solo coquetear. Son dos cosas completamente distintas.

—Estás siendo completamente delirante, esto no va a salir bien —intenté racionalizar, buscando salvar lo poco que quedaba de mi dignidad emocional.

—Claro que no. Pero, ¿y si sí?

Detrás de nosotras, Nico soltó una risa nasal desde su silla girada al revés, como si la física —y el sentido común— no aplicaran para él. Tenía esa expresión de "yo estoy aquí solo por el caos" y una camisa mal abotonada que gritaba: "me vestí con los ojos cerrados". Su pelo rojizo seguía su propio sistema solar, sin ningún respeto por los peines. Y aunque hablaba mucho, había algo en su verborrea que parecía una cortina: ligera, pero colocada estratégicamente para que no vieras del todo lo que había detrás.

—Bueno, ¿ya decidieron quién me toca o sigo siendo el comodín romántico de este circo?

Sofía, sin siquiera girarse, le lanzó una papa frita con puntería olímpica.

—Te tocó el número cinco —dijo, como si estuviera asignando papeles para una obra escolar—. La chica que toca el saxofón y camina como si viviera en un cortometraje francés.

—¿Esa? Uf, estoy dentro —respondió Nico, dejando caer los brazos como si acabaran de ofrecerle un rol en su propia fantasía indie.

—Claro que estás dentro —murmuró Sofía, sin mirarlo, pero con una sonrisita traicionera. Porque todos sabíamos que Nico haría cualquier cosa que ella propusiera. Incluso bailar jazz si se lo pedía.

Valentina, sentada a su lado, no dijo nada. Solo se acomodó el cabello tras la oreja, como hacía cada vez que algo le parecía divertido pero no lo suficiente como para sonreír. Morena, alta, rostro afilado y delineador siempre perfecto. Val era un enigma en construcción. Llegó al grupo a mitad del año, con su acento neutro y su mochila minimalista. Cuando Sofía descubrió que ella tenía su propia lista de imposibles (con nombres subrayados en rojo), la declaró "parte oficial de nuestra secta emocional".

El plan era simple. Al menos en papel.

Cinco imposibles. Cinco personas que, en algún momento, nos habían hecho suspirar, temblar o llorar (a veces, todo al mismo tiempo) en secreto. ¿Por qué no enfrentarlos? O, como mínimo, convivir con la idea de hacerlo.

Y en mi caso, eso significaba Damián.

[...]

La tarde cayó sobre la ciudad con ese filtro dorado de las películas adolescentes, donde todo parece más bonito de lo que realmente es. El bus escolar chirrió al detenerse frente al edificio donde he vivido desde siempre. La fachada estaba descascarada por el tiempo, las barandas oxidadas y los buzones colgando torcidos como dientes flojos. Todo igual que siempre.

Subí las escaleras sin apuro. El ascensor llevaba meses fuera de servicio, y ya ni lo intentaba. Al entrar al departamento, el olor a arroz quemado me golpeó antes de que pudiera saludar. Una bienvenida bastante poética, considerando cómo venía mi día.

—¿Otra vez arroz con atún? —pregunté, dejándome caer en una de las sillas del comedor mientras mi mamá salía de la cocina con los platos humeantes en las manos.

—Hola, vida mía —dijo, inclinándose para besarme la cabeza—. Sí. Es saludable, rápido y a Bruno no le da por llorar cuando lo ve. ¿Cuál es tu queja gourmet de hoy?

—Ninguna. Solo digo que podríamos intentar algo con... no sé, sabor —dije, ladeando una sonrisa.

—Suficiente sarcasmo, Amelia —intervino mi papá sin despegar la vista del periódico. Sí. Uno de esos de papel, como si estuviéramos en 1998.

—¿Terminaste ya el ensayo de historia? —preguntó mamá, mientras servía.

—Sí. Se lo di a papá para que lo corrigiera, y me dijo que no se puede resumir la Segunda Guerra Mundial como "todo se fue a la mierda en 1939".

—Porque no se puede —añadió él, con la convicción del profesor que no logró domesticar a su clase.

Suspiré, pero sonreí. Mi familia era un sketch de comedia sin risas grabadas, pero con intenciones nobles.

Terminamos de cenar entre frases sueltas, risas medio contenidas y alguna que otra queja de Bruno por los vegetales. Luego ayudé a mamá a lavar los platos, fingí que hacía tarea de filosofía mientras en realidad solo garabateaba ideas sueltas en mi cuaderno, y finalmente me rendí al cansancio del día.

Ya en mi cuarto, la luz tenue de la lámpara se apagó con un clic que sonó más fuerte de lo que esperaba. Me quedé mirando el techo, agrietado y moteado de manchas de humedad. En silencio. El tipo de silencio espeso que solo se siente cuando todos los demás ya están dormidos.

La hoja arrugada seguía guardada en mi mochila, como un secreto impaciente. Pensé en la lista. En Damián. En las cosas que podrían salir horriblemente mal.

Y también en lo que podría salir increíblemente bien.

Pensé en todo lo que me había callado por miedo. En cada oportunidad que dejé pasar por sentirme insuficiente. En cada "no" que había dicho solo por costumbre.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, sentí una punzada diferente en el pecho. No ansiedad. No resignación. Curiosidad.

Curiosidad por lo que podría pasar si, por una vez, decía "sí".

Aunque fuera un "sí" disfrazado de locura.

Aunque solo fuera por culpa de un instante.
Y de alguien que, sin saberlo, había empezado a mover todas mis piezas.



——-*

Hola, cuchurruminos! 💫
¿Qué les pareció este primer capítulo? ¿Quieren que sigamos con el Capítulo 2?
En el próximo episodio: primer cara a cara con Damián (sí, con tensión, miradas cargadas e indirectas muy directas 😏).
¿Listos para el caos? Let's go! 💥😈

PD: Recuerden votar y comentar para motivarme a continuar!!

Xx💋

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