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🔮... capítulo cuarenta

Felicity se despertó con el sonido de voces provenientes del piso de abajo. Su cabeza le dolía un poco, pero aún así no fue capaz de ignorarlo.

—¿Dónde está? —preguntaba la masculina.

—Arriba, en su habitación —contestó su madre— No ha salido de allí en días.

Luego se hizo silencio, y ella pudo comprender la preocupación de Alicia Corrigan cuando pronunció aquellas palabras.

Fliss no había tenido ánimos para nada después de aquella noche en el bosque, ni siquiera para salir a ver el Sol. Vagamente contestaba los mensajes de Meredith y se pasaba el día entero recostada en su cama. A veces sola, y otras llorando sobre el pecho de Noah mientras los sentimientos de culpa, dolor y decepción la destrozaban por dentro.

Echaba desesperadamente de menos a su padre. No quería dejarlo ir de ninguna forma y temía no ser lo suficientemente fuerte para enfrentarse a esa realidad.

—Ella debe saber —volvió a insistir el hombre— Sabes que él habría querido que fuera así.

—Es solo una niña, Leo. No está preparada —rebatió su madre.

—Tampoco lo era Chase cuando asumió este puesto.

—Es muy diferente...

La castaña se obligó a tragar grueso, preguntándose a qué venía aquella conversación tan misteriosa y por qué su madre intentaba protegerla de ello. Suavemente, apartó la frazada que cubría su cuerpo y caminó hacia las escaleras. Allí, ella pudo verlos discutir, sin percatarse de su presencia en el salón hasta que abrió la boca.

—¿De qué están hablando?

Ambos adultos se estremecieron cuando la escucharon bajar. Los ojos verdes de su madre la miraron con sorpresa, pero luego se ablandaron, dándole un aspecto triste que solo la hacía lucir más demacrada que en días anteriores.

—Cariño ¿Por qué no regresas a tu habitación y me dejas hablar con...

—Yo quiero escuchar lo que tiene para decirme —la interrumpió Fliss, poniendo un pie sobre el frío suelo del salón.

Ella fue y se posicionó delante del hombre que conocía como Leon Briggs. Un gigante que le sacaba varios pies de altura, pero que podía reconocer como miembro de su manada.

Él se aclaró la garganta. Los nervios parecían estarle afectando ahora que ella estaba presente, por lo que cuando habló, su voz sonaba algo baja y ronca:

—Felicity, como sabrás, nuestra tradición marca que aquel que derrote al alfa debe ser nombrado como el nuevo líder de la manada.

—Lo sé.

—Muchos de nosotros hemos estado de acuerdo en que seas tú quien asuma el puesto. Pero Harlan Craven logró persuadir a una parte de la manada para que fueran de su lado y votaran por él como nuevo alfa —explicó— Ellos piensan que no serás capaz de liderarnos debido a tu edad, pero yo sé que están equivocados.

Acto seguido, el hombre hizo algo que claramente Felicity no se esperaba.

Este se hincó en una pierna, perdiendo los centímetros de altura con los que la sobrepasaba y se arrodilló ante ella.

—Chase te eligió como su sucesora por una razón —habló respetuosamente— y ahora nosotros te elegimos a tí.

Ella, anonadada, apartó su rostro para que sus ojos recayeran en su madre, como si buscara algún tipo de consejo. Pero para su sorpresa, su mellizo era quien estaba allí y la observaba con orgullo. Incentivándola. Impulsándola. Felicity sabía en su corazón que estaba asustada aunque no lo demostrase, porque era una responsabilidad para alguien con mucha más experiencia de la que ella poseía. No se sentía preparada y ni siquiera sabía si lo estaría alguna vez. Pero su familia no pensaba lo mismo, y se lo estaban demostrando. Noah con su fe sincera, su madre con inocente confianza, y su padre en algún lugar de seguro también la estaría mirando con orgullo.

Ella no quería defraudarlos y tampoco a los suyos.

—Ponte de pie, Leon —dijo con voz firme.

Cuando este obedeció a su orden, ella ya había tomado su decisión:

—No voy a ser conocida como la chica que mató a su padre para convertirse en alfa. Si voy a hacer esto, lo haré de la forma correcta.

Tenía una expresión determinante en su rostro, una que él pudo reconocer, y sin agregar nada más, se volteó para regresar a su habitación. Deteniéndose cuando llegó al pie de las escaleras. Sus ojos brillaron con increíble intensidad.

—Dile a Harlan que lo desafío a una batalla de liderazgo —aclaró— El mismo día de mi cumpleaños número dieciocho, cuando llegue a la mayoría de edad. Decidiremos quien quedará como el verdadero líder de la Manada se Salem.

Alicia y Noah abrieron mucho los ojos, sin poder dar crédito a sus palabras. Pero Leon pareció entender, y tras un asentimiento, se volteó para desaparecer por la puerta de entrada. El mayor de los mellizos se volteó hacia su hermana. Esta estaba mirando el lugar por el cual el hombre se había marchado, todavía sujetando la frazada sobre sus hombros. No había rastros de arrepentimiento en su rostro.

—¿En serio crees que es lo correcto? —cuestionó el rubio.

Felicity suspiró, mordiéndose los labios ligeramente.

—No es lo que yo crea, es lo que es mejor para todos.

—¿¡Lo mejor para todos!? —su madre estaba alarmada— ¿Qué hay de mí? Acabo de perder a mi esposo. No voy a perder a mi hija también en una maldita batalla de alfas.

—Si muero, entonces lo habré hecho con honor y con la conciencia limpia, mamá.

La señora Corrigan quiso responder algo, pero las lágrimas nublaron su campo de visión y en lugar de eso se marchó a la cocina. Desde su posición, los mellizos pudieron escucharla llorar en silencio y a Felicity se le ahuecó el corazón.

Noah se acercó lentamente a ella, le acarició los hombros con cariño y la miró con fijeza.

—Sé que estás herida, pero desafiar a Harlan es muy arriesgado ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—Lo estoy —contestó— Esta es mi manada. Mi responsabilidad.

—Entonces voy a estar ahí para apoyarte en todo momento —le prometió, atrayéndola por los hombros para abrazarla con fuerza— Nunca estarás sola, yo voy a ser tu abrigo y también tu armadura.

Fliss asintió, aspirando el aroma que desprendía la ropa de su hermano. Casa.

—Gracias.

●●●

Harper McGregor se detuvo delante de la gran lápida de mármol con la palabra «Sanderson» tallada en la parte frontal. La tipografía era linda, aunque algo manchada por la humedad en aquel rincón del Norte de Estados Unidos. Delante de esta, las personas habían dejado miles de flores. La mayoría rosas. Ramos y coronas que llegados a ese punto ya debían de estar secos.

La castaña sonrió ligeramente al pensar que a Jessica le hubiese hecho gracia que su propia tumba pareciese una florería.

Al pie del epitafio estaba su foto, una reciente que la mostraba en toda su hermosura. Aquel cabello abundante rubio, incomparable y tan rebelde como ella misma. Los labios pequeños y su nariz de muñeca. Un aspecto tan ligero y propio de una joven en estado de cambio. Y aquellos ojos tremendamente azules... nunca olvidaría esos ojos.

—Hola, Jess —murmuró.

Se inclinó sobre el lugar para depositar una flor roja que había recogido de camino. Luego dobló las piernas bajo el cuerpo y se quedó sentada. Era la primera vez que iba a visitarla. Ni siquiera había asistido el día del entierro, y ahora que podía respirar el aire que corría por el cementerio sin sentirse mal, se dio cuenta de que no era tan deprimente como había pensado al inicio.

Se quedó allí por unos segundos, tan solo observando la estructura como si realmente estuviera mirando a su amiga a los ojos. Harper había querido mucho a Jessica, pero así como mismo la había querido también la había odiado. La había odiado tanto que a veces dejaba de dirigirle la palabra por días. En ocasiones porque ella se burlaba de lo estudiosa y friki que podía llegar a ser, o simplemente porque Jess pensaba que Matt era un idiota. Sin embargo, había algo por lo que Harper no podía odiarla, y eso era por siempre haberle dicho la verdad. Además, ellas estuvieron juntas desde que tenía uso de razón. No había sido fácil acostumbrarse a la realidad de no tenerla cerca.

—¿Tú también aquí? —una sombra cayó sobre su persona, pero la castaña ni siquiera se sobresaltó. Sabía a quién pertenecía.

Los rizos rojos de Meredith estaban encendidos bajo la luz del Sol, dándole la impresión de haber sido tejidos por fuego. Ella iba vestida con unos shorts rojos, blusa ajustada negra y botines a juego. Una combinación de oscura belleza.

—Al parecer... —comenzó Harper— Tuvimos la misma idea.

Ella se volteó nuevamente hacia la lápida, suspirando.

—¿Qué diría si nos viera ahora mismo? —preguntó.

—Probablemente se estaría riendo de nosotros por ser tan sentimentales... además de quejarse porque las rosas no eran sus flores favoritas.

Harper liberó una corta risita, que duró solo hasta que su amiga sacó algo de su bolsillo y se lo extendió. Era una pulsera artesanal, hecha por ella misma con una piedra rosa incrustada en el medio.

—¿Recuerdas los pendientes de amatista que robé de su habitación cuando nos colamos en la casa del Sr. Sanderson? —dijo, y la castaña asintió— Tuve la idea de convertirlos en dos amuletos como recuerdo. Así siempre llevaremos una parte de ella con nosotros.

La castaña suspiró mientras se lo ponía. La piedra rosa cristalina era algo delicado y bonito en su muñeca.

—Le encantaba ese color —dijo, sus dedos estaban acariciando el molde— ¿Crees que ella lo sepa? ¿Que no la hemos olvidado?

Meredith ya tenía su respuesta preparada:

—Estoy segura de que lo sabe... donde quiera que esté.

Y no se equivocaba.

—¿Nos vamos a molestar a Nessa y al Sr. Queen desde temprano? —sugirió segundos después, sacándole una sonora carcajada a Harper.

—¿Un sábado? Yo digo que sí.

Ambas echaron a caminar por el sendero del cementerio en dirección opuesta al lugar en el que habían estado.

A tan solo unos metros, Jessica se quedó parada mientras veía a las dos cabelleras, castaña y pelirroja, desaparecer cada vez más lejos de ella. Miró la flor que Harper le había dejado entre todas las demás y se mantuvo quieta mientras una ráfaga de aire fresco azotaba su delicado vestido de seda blanco, moviéndolo y a su abundante melena dorada.

Ella sonrió por última vez, sintiéndose finalmente en paz, y desapareció haciéndose motas de polvo en el viento. El más allá.

●●●

—Sabes que en algún momento tendrás que decirle la verdad... —murmuró la Sra. Fairfax, depositando un plato con panecillos de avena encima de una bandeja. Con un dedo probó el glaseado azul que se veía delicioso, y llevó sus ojos de vuelta a su hijo— O lo averiguará por sí misma eventualmente. Y no quieres que eso suceda ¿No es así? No la quieres perder a ella.

Evan continuaba mirando la superficie de la mesa, extrañamente calmado e inexpresivo. Sus manos estaban juntas en un nudo fuerte, como si quisiera aferrarse a eso más que a nada en aquella cocina.

Sabía de la veracidad que escondían las palabras de su madre, y a pesar de que la mayor parte del tiempo solo quería fastidiarlo con sus comentarios, tenía que aceptar que solo ella era capaz de traerlo de vuelta a la realidad. Por muy ruda que fuera en ese aspecto.

Él miró el medallón en su cuello, en esos momentos luciendo como cualquier pieza de joyería normal. Pero hacía solo unos segundos había estado brillando. Cuando se acercó a ella...

Lentamente, tanto él como su madre se voltearon hacia la puerta del jardínvy allí encontraron a Nessa riendo graciosamente por el chiste que había contado el Sr. Fairfax. Un hombre alto y gordinflón que sostenía un vaso de cristal con un poco de bourbon en el fondo. Era increíble lo natural y segura que se veía allí, interactuando con su familia como si fuera algo que hiciera todos los días. Evan pudo recordar la alegría que vio en sus ojos cuando le pidió que fuera a almorzar con ellos, la emoción de por fin conocer una parte de él que se había negado a mostrar.

Su lisa melena oscura era un contraste extraño con el colorido jardín del patio trasero, como si un pedazo de la noche se hubiera escapado para llegar a parar allí.

—Lo sé —pronunció, no lo suficientemente bajo para que su madre pudiera escucharlo—, pero sé que si lo hago, las cosas serán muy extrañas después entre los dos. La conozco, eso la destrozará.

—Lo hubieras pensado antes de involucrarte con una bruja. —lo regañó, aclarando su voz seguidamente— Lo que es increíble, porque antes no habrías dejado que te afectara tanto ¿Qué hay de especial ahora?

Él sonrió, inconscientemente, mientras la observaba de lejos. La Sra. Fairfax pudo ver como sus ojos irradiaban un brillante amor por esa chica.

—Ella es distinta —respondió— pero no distinta de la manera corriente. Distinta por todo lo que es y todo lo que me empuja a sentir cuando estoy con ella. No solo por su poder, sino porque de alguna forma es como si estuviera conectada a mí por algún tipo de "lazo del destino".

—Tu lo llamas lazo del destino, yo lo llamo locura —dijo con simpleza— Sabes que habrá consecuencias. Recuerda a tu hermana...

Él la miró mal, apartando su vista porque ya se le hacía molesto mirarla a la cara. Por más que intentaba olvidar esa parte de su vida, ella continuaba martirizándolo. Haciéndolo recordar cada vez que tenía oportunidad, solo para que le fuera imposible superarlo.

—No sucederá. Yo no soy como Kiara.

—Lo que tú digas —dijo, recogiendo la bandeja entre sus manos— De todas formas, ella no me desagrada... —caminó hasta detenerse en la puerta que daba al patio— De hecho, creo que me agrada más que su madre.

Evan deseó que no hubiera habido nadie más cerca para someterla a un hechizo y dejarla muda, pero se contuvo. Esta era una de las razones por las que detestaba mezclar el exterior con su hogar, que en realidad distaba mucho de serlo verdaderamente.

Él fue con ellos afuera, donde su madre había preparado un almuerzo cargado en la mesa que había bajo el techo del invernadero. Su padre estaba sentado ya, con su bigote espeso escondido detrás de las páginas del periódico. Sukie daba vueltas a su alrededor, ansiosa y juguetona, esperando a que le acariciaran su peluda cabeza. Sus ojos fueron hacia Nessa, quien ayudaba a la Sra. Fairfax a colocar los platos y el mantel cuando Evan se acercó para abrazarla.

Tras liberar una corta sonrisa, ella se volteó para mirarlo.

—Hey —saludó, frunciendo el entrecejo ligeramente— ¿Estás bien?

—Genial ¿Por qué preguntas?

—La arruga en el centro de tu frente no dice lo mismo —ella tocó el lugar mencionado, haciéndolo reír e inclinarse para depositar un corto beso en su mejilla.

—Si tu estás feliz, yo también lo estoy.

Ella supuso que no consiguiría nada más por su parte, pero continuó sonriendo. Nada podría provocar que ese día dejara de hacerlo.

—¡Por Dios, Evan! ¿Por qué aún no le has traído un suéter a tu novia? —exclamó su madre, señalando el vestido de mangas finas que llevaba Nessa— Hace un frío terrible.

—Oh descuide, Sra. Fairfax. No teng...

—Hazle caso a tu madre, hijo —habló su padre— Sabes que no se callará hasta que no lo hagas.

—¡Nicholas! —lo regañó la mujer de cabellos oscuros.

Evan y Nessa se obligaron a reír por la escena que estaban montando los adultos, pero tenían razón. El invierno ya estaba allí y las temperaturas esa mañana habían descendido exageradamente.

—Vuelvo en un segundo —le dijo, acariciando su mejilla antes de dirigirse al interior de la casa.

—No demores mucho.

—¡No lo haré! —gritó— Son solo unos metros y ya te echo de menos.

Él pudo escuchar la carcajada que liberó la pelinegra desde abajo, al tiempo que se dirigía a su habitación y buscaba entre las prendas de su armario algún abrigo que sirviera para mantenerla cubierta.

Antes de regresar, se detuvo abruptamente cuando un rayo de luz comenzó a molestarle en el ojo. Estos se encontraron con la caja de madera que había en el fondo, la cual, estaba misteriosamente abierta.

De forma automática supo que su madre había vuelto a registrar sus cosas, sin saber aun qué era lo que quería encontrar. No le quedaba de otra que buscar otro lugar donde esconder el cofre.

Él se agachó, y tomó entre sus manos el objeto brillante para escanearlo. Era una diadema de plata, delicadamente trenzada y adornada con una luna creciente en la parte superior. Siendo uno de los artilugios que pertenecieron a la primera líder del aquelarre de los salemitas. Al lado de esta había una foto que estaba fuera de lugar, algo arrugada y amarillenta, pero en la que se podía ver a dos personas. Adolescentes para ser más específicos.

Uno de ellos era Evan, con su rostro alegre y luminoso, cargando a una chica a sus espaldas que lo abrazaba por los hombros. Esta era alta, de cabello tan oscuro como un cristal de hematite y una piel tan pálida como las estrellas y la Luna.

Esa era la única foto que tenía de ella, y aún así, era increíble lo mucho que se parecía a la chica que estaba esperando por él en el piso de abajo.

—Mi querida Tessa —murmuró— Te sorprendería saber lo mucho que tu hija se parece a ti.

Cuidadosamente, volvió a guardar todas las cosas dentro del cofre y lo escondió en el fondo del armario otra vez. Hasta que pudiera encontrar un mejor lugar. Evan sabía que ese no era el final de todo, que aquella guerra apenas comenzaba y siempre habría enemigos con los que lidiar. Pero mientras tanto, continuaría manteniendo sus secretos bajo llav, y cuidando las espaldas de sus amigos hasta que llegara la hora donde todo tuviera que salir a la luz.

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