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Capítulo 2



Alonso había despertado varias horas antes. Estaba listo y enfundado en un par de botas con la cabellera hacia atrás y guantes en mano. El chico se deslizó por la ventana, tomaba precaución de no ser visto por nadie. Debía ser ágil, sigiloso y rápido por demás. Se movió detrás de un par de arbustos cercanos a un pequeño jardín de flores rosáceas y un camino de piedras. Confiado, recorrió el lugar hasta ver a alguien aproximarse, se agachó de inmediato. Cuando el par de hombres ataviados en sus uniformes desaparecieron, volvió a andar.

Tenía por costumbre desaparecer durante las mañanas. Era una tradición correr por los terrenos de su familia hasta llegar a un gran árbol de frutos color naranja con letras talladas sin mucha precisión en su tronco y, hecho a su medida, un cuenco colgaba junto con un par de flores ya secas. Rozó con la yema de sus dedos las iniciales de su madre: Amelia de Fermín. La mujer de sus desdichas, pero a la que inevitablemente amaba.

La combinación entre la calidez y la frialdad lo sobresaltó.

Sobre su hombro sentía el peso de su mano, sonrió. Al alzar la vista contempló los grandes ojos grisáceos con destellos verdosos que lo miraban, el aroma floral que emanaba de ella, la particularidad con la que sus cabellos enmarcaban su rostro y la sonrisa complaciente y a la vez cómplice. No hacía más que sentirse dichoso de verla cada vez que podía.

—He tardado un poco en llegar, lo lamento. —Se disculpó.

La vio tomar asiento bajo el gran árbol e indistinta a las razones del joven muchacho, negó con la cabeza encogida de hombros.

—Es difícil salir de casa ¿no es así? Supongo que Federico ha hecho de ese lugar todo lo que quiso —murmuró.

—No lo culpo.

Ella agrandó los ojos al escucharlo. Se sorprendía de que él lo defendiera.

—¡Claro! Estamos muy al sur. Cerca de terrenos donde ellos aún tienen poder y son muchos. Creo que papá está siendo cauteloso al poder acceder a cuerpos de vigilancia —dijo convencido.

—¿Y sabes cómo lo obtuvo? ¿Qué clase de tratos hizo? —preguntó.

Sentado a su lado, Alonso se aferró a sus piernas y dudó por segundos de decirlo. Sabía que le molestaría de sobremanera y ese día, especialmente ese día, no quería empezarlo con una discusión.

—¿Alonso?

—Lo siento, madre. Convengo que es mejor no decirlo.

Le sostuvo la mirada por segundos hasta verla asentir derrotada.

—Está bien, mi pequeño. —Besó su cabellera y lo abrazó—. Federico ha vuelto a hacerlo. Es lo único que puedo saber ¿verdad?

Sostuvo su rostro al tomarlo por el mentón

—Y aun así le proteges, ¿qué ha hecho con nuestros hijos? —murmuró ella inquieta.

El chico torció el gesto afligido.

—Casi lo olvido —exclamó alejándose por completo—. ¡Vicente! Vicente está en camino. Es probable que llegue hoy o mañana a Puerto.

Amelia sonrió feliz de escucharlo, pero esa misma sonrisa cayó en tan poco tiempo.

—No podré verlo —meditó.

—¿Por qué no? Él puede venir hasta aquí. Haré que venga, te lo prometo.

Alonso refulgía de emoción, misma que no llegaba a ella y aun así se obligaba a sonreír.

—Gracias, muchas gracias, mi niño. Deberías volver ya. —Caminó hacia él envolviéndolo en su abrazo—. Ven antes de que anochezca ¿sí? Me gustaría verte.

El chico asintió emprendiendo la marcha hacia la casona.

—Te quiero, mamá.

Alonso corría veloz. Danzaba entre la maleza y los arbustos con la alegría delineada en su rostro; apostó por tomar una ruta distinta.

La casona tenía un camino de árboles grandes en su parte posterior que él evitaba siempre que podía por las advertencias de su nana, pero que esa vez deseaba ver. El lugar era un recinto de varios metros cuadrados, con tantas habitaciones y un salón inmenso donde su padre solía hablar de negocios con los más allegados a él. Pocas veces estaba en esas conversaciones, de hecho, pocas veces se mantenía al lado de su progenitor. A sus catorce años le habían hecho saber que nunca estaría tan cerca de él como quisiera, aun en sus intentos desmedidos por complacerlo para lograr ser su orgullo. Nunca lo vería así.

Se agachó detrás de un matorral al notar la presencia de la servidumbre. Corrió con las piernas flexionadas para estar al nivel y no ser visto hasta dar con un pasillo que le llevaría al interior. Miró por última vez detrás de sí y luego viró detrás de un par de columnas cercanas al pasillo que lo llevaría a su dormitorio; la mirada inquisidora de una mujer corpulenta, de ojos negros, con un vestido floral y un pañuelo en su cabeza lo detuvieron.

—Otra vez se escabulle por ahí —señaló la mujer—. Nunca ha pensado que pueden descubrirlo. ¡Dios santo! No querrá ver al señor hecho furia.

—Él nunca pregunta por mí, no le importa lo que haga.

Alonso, al verse descubierto, se cruzó de brazos molesto por las aseveraciones de quien fuera su nana.

—¡Pues se equivoca! —Aclaró tomándolo del brazo. Empezó a caminar con él a su lado—. El señor ha preguntado por usted y se ha molestado al no verlo. Tuve que mentirle ¡Y yo nunca miento! Pero por usted, joven, lo he hecho, ¿dónde estaba metido?, ¿y por qué sus ropas están tan sucias?

Alonso se revolvía con todas las preguntas que le hacía y repetía. Se zafó de su agarre, pues ya temía hacia donde se dirigían.

—Estaba con mama. Puedo ir a verla cuantas veces quiera, ella me lo ha dicho y volveré antes de que anochezca.

Ella abrió los párpados de par en par, asustada. Se acercó a él tomándolo de sus delgados brazos e incrédula de la vehemencia con la que el niño se expresaba.

—¡No puede! Ya se lo he advertido muchas veces, por favor, sabe que ir allí no le hace bien, ni le irá bien si su padre se entera. No puede verla, desista de esa absurda idea.

—¡Es mi madre!

—¡No es nadie! —zanjó. Lo soltó suspirando—. Mi señora Amelia lo entenderá, joven.

Él negó con la cabeza.

—¡He sido claro! —gritó.

La mujer se irguió ante él

—Iré a cambiarme ¿Dónde está mi padre?

—En el salón con el señor Montes, joven —susurró adolorida por lo sucedido.

—Gracias.

El chico se giró sin decir nada más, aun sabiendo que detrás de aquellos ojos ella sufría por haber alzado su voz, por haber sido tan impertinente como nunca lo era. Sin embargo cuando se trataba de Amelia, él la defendía de cualquiera.


Las puertas entre abiertas dieron paso al joven hombrecito que entraba enfundado en un traje singular de abrigo con botones plateados y camisa, pulcro en todo sentido, a diferencia de antes. Con una pequeña reverencia y un leve gesto saludó a Andrés Montes, un hombre alto de barba blanquecina y prominente, ojos pequeños y rasgados, y cabellera rizada que parecía iba a desaparecer por completo en cualquier instante. A su lado, Lucia le sonrió con ternura. La chica había entablado una amistad con él. Todas las ocasiones en que acompañó a su padre a visitar a Fermín los unieron.

—Has crecido un poco más, muchacho. —exclamó

Alonso sonrió penoso de ello.

—Gracias, señor.

—Sigue siendo un chiquillo, Andrés, ¿no lo ves? A su edad yo le doblaba en altura. —

La voz prominente de Federico calló el buen ambiente que la frase había provocado. Andrés tomó asiento y se dispuso a ver al hombre frente a él.

—Alonso, permítenos un momento; señorita Montés.

La joven asintió y con el brazo del chico extendido hacia ella, ambos salieron de la habitación. Si Federico Fermín requería la presencia de su hijo en esa habitación solo era para deshacerse de las compañías que sus visitas pudieran traer. Le molestaba hablar de negocios en presencia de terceros y Alonso servía bien para sacarlos del juego.

—Siempre tendrá palabras duras para él —comentó Andrés—. Es solo un crío.

—Es mi hijo —recalcó.

—Bien. No me inmiscuiré en sus asuntos, señor Fermín, pero sepa entender que está en juego varias cosas y no permitiré los mismos tratos.

Federico resopló entrecerrando los ojos.

—Jamás los recibirá.

Aún dudoso de su afirmación, Andrés asintió.


Alonso y Lucia corrían por los pasillos mientras la servidumbre y los militares les daban paso para que ellos pudieran seguir su camino. Había un solo lugar en común al que ambos iban entre que los señores de sus familias disputaban el futuro con licor y el humo del tabaco. Lucia les imitaba con la misma frialdad que había visto en tantas ocasiones en que las visitas llegaban a su hogar, Alonso, por lo contrario, se quedaba a disfrutar de la actuación de su amiga.

La chica se lanzó al mueble, se reía tan fuerte que había olvidado el lugar donde estaban y aún más su comportamiento. Selló sus labios con aprehensión y terminó por enmudecerlos al posar sus manos sobre ellos. Miraba al chico reír tan bajo como podía al mostrar una sonrisa que se elevaba y el par de pupilas brillosas.

—El señor Fermín parecía que iba estallar —carcajeó—, pero no te preocupes, mi papá sabrá ponerlo en cintura.

El chico torció el gesto.

—La verdad, preferiría que no lo hiciera. El problema entre mi padre y yo es de nosotros, Lucia. ¡No quiero decir que te estés entrometiendo! —lanzó al ver su sonrisa esfumarse—. ¡De verás que no! Gracias por preocuparte —resopló—. Muchas gracias.

—Entiendo, entiendo —susurró tomando su mano entre las suyas—. Perdóname por meterme, aunque no pueda evitarlo —comentó.

El negó con la cabeza, caminó a los altos estantes donde los libros se conglomeraban y acumulaban el polvillo del tiempo cuando son dejados aun lado, quizás como él.

—¿Quieres leer algo hoy o prefieres ir a montar?

Ella se quedó quieta con la mirada baja.

—En realidad... —murmuró en un hilo de voz tan bajo que creía no le escucharía, pero lo hacía.

Alonso tan solo contempló el deje en su voz para saber que sus opciones no eran las mismas que ella planeaba

—Alonso, ¿puedes hablarme un poco más de él? Mi padre solo dice que ha viajado mucho, que incluso ha estado en lugares donde no imaginaríamos nunca estar e igualmente es un... cretino —musitó—. Me gustaría saber a qué me voy a enfrentar.

Alonso se cruzó de brazos meditándolo. Bien sabía cuántos rumores se esparcían entre las altas esferas sobre la vida de su hermano. Él, incluso, creyó unas que otras cuando su comunicación era nula; la verdad era que él conocía a Vicente únicamente por sus cartas. El destino les había separado a pesar de sus lazos de sangre, su hermano mayor había preferido escurrirse de toda obligación que su padre le pudiera imponer. No sabía cómo logró hacerlo regresar, cómo hizo para que hiciera un viaje tan largo a la provincia, pero lo consiguió.

—Lo sabrás cuando llegue. Hay muchos rumores, chismes sin sentido circulando por ahí, pero una dama no debe hacer caso de ello. Tampoco escudriñar en rumores que mal ponen la credibilidad de los hombres —dijo seguro de sus palabras.

—Lo mismo dice mi madre y mi nana —secundó—. De todas formas quiero saber. Es tú hermano, Alonso ¿No puedes decirme algo que no sea un rumor ponzoñoso de lenguas mortíferas?

—No lo conozco tanto como quisiera —admitió decaído—. Él se fue mientras que nosotros nos quedamos. Era un bebé cuando sucedió y papá prefería no nombrarlo

—¡Oh, Alonso! Lo lamento tanto. No he querido...

Lucia cerraba sus labios y se tomaba de las manos con fuerza, indignada consigo misma por su atrevimiento y por ver los demonios de Alonso aflorar frente a ella como si fuesen capullos brotando de un endeble tronco.

—¡Olvidémoslo! ¿Sí? Me has invitado a montar, vayamos antes de que se haga más tarde —meditó.

El chico asintió y se dejó llevar.

—Hablaré con Manuel. —respondió

—¡Voy detrás de ti! —espetó viéndolo salir con prisa para llegar a los establos.

Ella se detuvo por breves segundos, cortos y finitos segundos, en los que su reflejo era distinto al dulce perfil cincelado y ojos ambarinos, se estremeció. Salió con prisa para dejar atrás la aberrante imagen mostrada en ese pequeño espejo.

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