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5

Son las nueve de la mañana y ya hay diez personas haciendo fila al aire libre para atenderse conmigo. Preparo una gran olla de café, la vierto en un termo y lleno los vasos desechables que Rusty gentilmente me obsequió el día anterior a mi escape de su cantina con un dudoso estado etílico.

Vaya vergüenza.

Agradezco que el remolque no quedara muy lejos y tuviera los reflejos suficientes para ir en dirección recta y no morir atropellada en el intento.

El aire fresco me despertó lo suficiente como para saber hacia qué lado caminar.

A cada próximo paciente le convido un poco de bebida caliente.

Las temperaturas son bajas a esta altura del año puesto que estamos en noviembre, pero la calidez de estas personas me hace olvidar que debo chequear el sistema de calefacción de mi vehículo.

Como cada mañana de estos últimos meses, dispongo sobre mi mesa de trabajo los instrumentos básicos para la atención.

Mi metodología es simple y efectiva: hago una breve epicrisis de cada paciente y los conduzco hacia mi remolque dentro del cual monté un pequeño vestuario/ consultorio con los elementos principales de análisis y mi camilla ginecológica.

Me sorprende no haber tenido aún la visita de mujeres embarazadas; quizás tendría que hacer énfasis o hacer correr la voz de que esa es mi especialidad.

Hacia el mediodía, la cantidad de gente se reduce considerablemente.

Para cuando finalizo este primer grupo y obtengo un tiempo libre, comienzo con el ritual de extender mis brazos, mis piernas y bostezar sin temor a las miradas reprobatorias.

La vista hacia el parque Jellystone es fantástica, aunque la cercanía a un cementerio no es del todo alentadora. Sin embargo, soy consciente de que debería temer más a los vivos que a los muertos.

Me desperezo, roto mi cintura de un lado al otro hasta que un batir de palmas me saca del ensimismo. Paso por delante de mi remolque y lo veo.

A él.

Al hombre que ayer me quitó el aliento e hizo cenizas mis bragas de abuelita.

Al hombre que evidentemente, no fue parte de un sueño.

Al hombre que hizo que mi corazón latiera erráticamente.

Sobria, distingo que es todavía más bello de los que mis ojos vidriosos y mi cerebro torpe recordaban.

Froto mis manos, aunque el calor de la futura proximidad enciende cada célula de mi cuerpo.

Conforme me acerco al sujeto que ayer fue testigo de mi bochornoso accionar, confirmo que mi memoria no le hacía justicia en absoluto. De cabello rubio ceniza, con algunas hebras más claras y otras grises sobre los parietales y unos ojos que definitivamente son de un celeste metálico, es un completo Adonis.

Y es de carne y hueso.

Me apunto mentalmente que tendría que chequear mi oxigenación en sangre.

―¿Doc? ―pregunta. Carga dos bolsas de papel en sus manos y se aproxima. Vestido íntegramente de negro, parece un modelo de Massimo Duti. Es insano desplegar semejante porte. Me relamo imaginándolo en mi camilla de revisiones.

―Ho- hola ―limpio mi garganta ―. Hola. Por favor, llámame Veronika. ―Intento tapar con la informalidad en el trato el hecho de sentirme como una adolescente cachonda.

―Ayer no tuvimos tiempo de presentarnos formalmente, soy Fabien Venturi ―Graciosamente quiere deshacerse de una de las bolsas para darme la mano, fracasando. Le alivio el trabajo cogiendo una y de ese modo, nos estrechamos las palmas libres.

El contacto envía una ráfaga de emociones por mi torrente sanguíneo. Venosas, grandes y con varios anillos dispersos en sus dedos, su mano irradia calor y temperamento. Un semental, algo salvaje. 

Indomable.

En un rápido escaneo visual, detecto la ausencia de sortija de matrimonio.

Interesante,  mas no determinante. Si no míralo a mi ex, Robbie.

―Veronika Harris. Mucho gusto, Fabien.

―El gusto es mío, sin ningún tipo de dudas ―Sus pestañas gruesas y tupidas enmarcan sus bonitos ojos.

¿Este hombre está realmente aquí frente a mí o me he quedado dormida en mi remolque? Miro hacia atrás y el paisaje no se desdibuja como en un mal sueño. Los árboles siguen teniendo algo de follaje verde y la gente que deambula en las inmediaciones tiene pies y cabeza.

No puedo pellizcarme dado que tengo las manos ocupadas, por lo cual supongo que esto es real. Como ciento por ciento real.

Llevo mi nariz hacia la bolsa y mi estómago se relame de hambre.

―Son alitas de pollo fritas. Quizás no sea la opción más saludable según los estándares médicos. Ya sabes, poseen enormes cantidades de colesterol, generan hipertensión y esas cosas que nadie quiere escuchar ―enumera poniendo sus ojos en blanco, siendo muy agradable y bromista ―, pero en el hotel donde me hospedo me recomendaron que las compre en este sitio en particular ―señala el sello estampado en el papel ―. Supuse que no tenías mucho tiempo para ir de compras y almorzar algo apetitoso. Tu ensalada de ayer lucía aburrida.

¿Miró mi triste lechuga danzando en mi plato? La triste posibilidad de que no hubiera notado mi borrachera se difumina.

―Trajiste esto...¿para mí? ―¿En serio estoy despierta?

―Por supuesto, Peggy me dijo que eres médica itinerante. Este es mi modo de agradecer lo que haces a diario por la comunidad.

Por un instante me quedo boquiabierta a riesgo de que una mosca entre y me cause un horrible atragantamiento. La cierro y miro hacia la bolsa de papel que se está humedeciendo a causa de sus jugos internos. O grasa. No lo sé. Pero huele y suena delicioso.

―Vaya, es muy amable de tu parte...sin embargo, tú tampoco eres de aquí, ¿cierto? ―fuerzo un ida y vuelta de información ―. Dijiste que te hospedabas en un hotel, ¿por qué tomarte tantas molestias conmigo? Apenas me conoces y ya has evitado que mis dientes sean parte del piso del restaurante ayer por la noche ―su sonrisa perfecta y brillante me encandila ―. Por favor, no me malinterpretes ― me apresuro a decir colocando unas hojas blancas sobre la mesa exterior, donde mis cuadernos y anotaciones están apiladas, con la intención de improvisar unos pequeños manteles ― solo es que no entiendo el porqué de esta retribución siendo que eres un ave de paso y ¡ni siquiera eres un potencial paciente!―Sueno desconfiada y soy consciente de ello. No obstante, no dejo de ser una mujer sola, rodeada por un gran bosque siendo abordada por un tipo cualquiera que no sé de dónde salió.

―¿Por qué piensas que no tengo un asunto médico que atender? ―pregunta con aire inocente. Sonrío, captando el jugueteo.

Aflojo mis hombros y lo invito a tomar asiento sobre un tronco. De querer abordarme ya lo hubiera hecho. ¿Para qué traer comida?

¿O estará envenenada y ese es su modo de atacarme sin resultar violento?

¿Será un agente del Estado que quiere eliminarme porque trato pacientes fuera del sistema de medicina legal del condado?

Cabeza mía, deja ya de trabajar horas extras.

Doblo unas servilletas desechables y las ubico sobre la mesa de concreto torcida y rota en las esquinas.

―Solo faltan las velas ―Apunta con gracia.

―Y aunque las tuviera no podríamos encenderlas, debemos evitar los incendios ―Guiño mi ojo, cómplice.

No el digo que con una sola de las chispas que me provoca su apariencia podría encender todos los cordones forestales de aquí hasta Canadá, pero me abstengo de mostrar mi desesperación por treparlo como a uno de estos árboles que me rodean.

―Espérame aquí mismo por un segundo ―subo a mi remolque y limpio mis manos en el pequeño lavatorio. Tomo un bote de alcohol para la higiene de las suyas y una vez que salgo se lo ofrezco, lo cual acepta sin chistar. No lo invito a entrar a mi lugar, continúa siendo un desconocido. Soy precavida y no me importa que otros puedan considerarme un tanto exagerada.

Sentados uno frente al otro, nos estudiamos con timidez mientras abrimos las bolsas que están cada vez más mojadas.

Como yo.

Mierda, espero no haber dicho esto en voz alta.

Como no habla, supongo que mi boca ha puesto su filtro.

Oh, Dios, esto huele espectacular.

Mis tripas hacen hurras y bailes de ula-ula.

Pruebo la primera alita de pollo frita y es como estar en el Paraíso. Llevaba varias semanas con horarios de almuerzo inestables o incluso, inexistentes. Solo sándwiches de jamón, de pavo, una mezcla de enlatados baratos o ensaladas rápidas como la de anoche.

―No me importa que estas grasas se vayan a mi trasero ―Gimo con el placer inundando mis papilas gustativas y los ojos encapuchados. Ronroneo con disfrute y levanto los párpados cuando noto que un par de ojos azules como una tormenta a punto de caer están clavados en mí―. ¿Qué... pasa? ―me llevo las manos a la comisura de los labios y repaso mi piel, limpiándola de cualquier resto de comida.

―A mí tampoco me importaría que fueran a tu trasero. ―Responde, seductor. Creería que es un cumplido cuando se echa a reír y pincha mi globo. Aprecio su comicidad y río a la par.

―Lo dices porque no temes romper una silla ―bromeo.

―Las mujeres siempre están exagerando con respecto a sus cuerpos ―murmura mientras muerde una alita y ansío preguntarle a cuántas ha conocido con caderas anchas y aposentos mullidos como los míos.

¡Qué te importa, Veronika!

Los minutos restantes vuelan rápidamente; hablamos sobre casos extraños que he atendido en estos meses o si el remolque afronta correctamente el frío nocturno y acerca de mi vocación profesional. Temas livianos y sin compromiso que amenizan el encuentro.

―¿De dónde eres? ―Hago un bollo con la bolsa vacía de papel. Puedo asegurar que mi barriga carga varias libras de más. De no ser porque este hombre caliente está frente a mí me desprendería el botón de mis vaqueros.

―De Chicago, "la ciudad de los vientos". ―dice orgulloso. Solo falta que se palmee el pecho como Tarzán.

―¿A qué te dedicas en Chicago, "la ciudad de los vientos"? ―sueno graciosa.

―Soy policía. ―Oh, no tiene el aspecto de uno. O quizás es porque suelo toparme con los que lucen como el jefe policial de "Los Simpsons".

―¿Policía de los buenos o de los malos?―Quiero ser picante en mis comentarios, que me tome como a una chica ingeniosa y divertida, pero algo en su semblante me indica que es una pregunta significativa. Me quedo con la duda y en su lugar me pongo de pie abruptamente ―. Disculpa, no buscaba incomodarte... ―Froto mis trasero limpiándolo del polvo del tronco, evadiendo mi vergüenza―. Mmm, debo alistarme para los próximos pacientes ―le indico, con actitud nerviosa ―. Puedes usar mi baño, siempre y cuando levantes la tapa. ―¿Puedes detenerte, Roni? Ya le has demostrado que no eres graciosa. Y además, has dicho nada de hacerlo pasar a tu remolque.

―Gracias, lo tendré en cuenta. ―Responde ladeando su sonrisa, aquietando mi incomodidad.

Farfullando reproches hacia mí misma, reclamando lo tonta e inexperta que me comporto frente a este desconocido dios griego que apareció de la nada y me alimentó, refresco mi rostro y salgo del vehículo.

Resulta grande mi asombro cuando distingo otra voz masculina que no es la del apuesto policía.

―¿Rusty? ―pregunto confundida mientras bajo los escalones que me separan del piso.

―Hola doc, pensé que te agradaría almorzar algo sabroso, pero por lo visto me ganaron de mano. ―Su boca se frunce y su gélida mirada hacia el policía no da margen a dudas.

―Oh, sí, Fabien también supuso que tendría hambre. De todos modos, podría guardar eso para más tarde.

―No creo, no sabría bien una vez recalentado. ―Afirma, un tanto decepcionado por haber quedado en desventaja.

―Lo siento ―muevo mis manos, sabiendo que no tengo por qué dar explicaciones de mi vida privada, con quién, cómo o de qué hablo. Fabien se mantiene como una estaca dos pasos por detrás de mí.

Dos hombres apuestos están en pleno concurso de meadas, disputándose mi alimentación.

Mi suerte no apesta después de todo...

―Oh, no te preocupes ―retrocede sobre sus pasos apartándose de nosotros, liberándome de la obligación de continuar pidiéndole disculpas ―. Mmm, ¿vendrás esta noche al restaurante?

―Sí, claro. ¿Dónde cenaría si no? ―Quiero compensar el mal momento.

―Entonces, nos vemos más tarde. Te espero ―limpia su garganta ―, te esperamos. Adiós Veronika.

Agito la mano débilmente y me despido, sin perder de vista cuando sube a su camioneta ranchera. Su cantina no queda muy lejos de aquí y por la rapidez con la que sale, deduzco que es porque no quiere desperdiciar la comida caliente. O quiere evitar a mi ardiente policía.

¿Mi ardiente policía? ¿De dónde salió eso? Creo que aun quedan restos de alcohol en mi sangre, ¡demonios!

―Eso fue muy incómodo ―Admito girando sobre mis talones. Para entonces, Fabien ha cerrado su chaqueta, ensimismado en sus propios pensamientos ―. ¿Te estás...yendo? ―Intento no sonar desilusionada.

―He cumplido con mi misión ―Expulsa las palabras sin mirarme, a la defensiva.

¿Qué carajos?

―¿Tu misión era alimentarme?―No sé por qué pretendo que se quede un rato más, al menos hasta que aparezca otro paciente. Sin embargo, analizando sus movimientos presurosos, parece que no es una opción para él.

―Entre otras cosas, sí.

¿Qué cosas? Me mantengo en silencio, con la cabeza sumergida en un remolino de dudas. Ajusto mi abrigo sobre mi atuendo de consultorio y no disfruto en absoluto este momento de tensión.

―Gracias Fabien, fue muy bonito de tu parte pensar en traerme comida, pero mucho más en compartir un momento conmigo. ―Golpeo la punta de mi bota en el polvoriento piso de tierra ―. ¿Sabes? He conocido mucha gente en este tiempo, han sido solidarios y me han tratado bien, pero a veces echo de menos tener compañía. Quiero decir, no solo hablar con las ardillas del bosque y jugar a las cartas con los osos ―río y ver una tenue curva en sus labios es un aliciente ―. Sinceramente, cuando te vi aparecer pensé que eras un espejismo.

―Me han dicho muchas cosas, buenas y malas, pero jamás algo como eso ―surge nuevamente un clima cómplice que me trae reconforte. Se mordisquea su labio inferior y frunce el ceño, preparando una pregunta ―. ¿Irás al restaurante de Rusty esta noche? ―Saca unos guantes de cuero de sus bolsillos y consigue ponérselos. Mientras asiento con la cabeza, lo veo caminar hacia su motocicleta, estacionada junto a mi remolque.

―Sí, lo haré. ―respondo mirando su motocicleta ―. Tienes una Harley. Sexi. ―¿En serio dejé escapar eso? Me sonrojo como un tomate ―. Oh, lo siento. Creo que mi sistema no ha purgado por completo el alcohol de ayer. ―Lo confirmo en voz alta. Elevo mis hombros, ofreciendo una disculpa. Él inclina los labios hacia la derecha, indultándome. Mi cerebro-boca están conectados por un caño sin filtro que no hace otra cosa que dejarme en ridículo.

―¿A qué hora estarás por allí? ―Curiosea aferrando sus manos al casco negro y opaco. No letras, no flamas, no dibujos de motero.

Lo merodeo como una estúpida adolescente.

Amor propio Roni, amor propio.

―Si todo sigue tranquilo como hasta ahora, alrededor de las siete. Caso contrario, solo sé que sucederá cuando termine con todos los pacientes ―aclaro mi garganta. Paso los mechones que no han quedado sujetos en mi coleta por detrás de mi oreja demostrando una seguridad que no tengo. Antes de comenzar con mi viaje había pasado por el salón de mi amiga Penélope y conseguí hacerme un corte en capas que no se lleva bien con esta clase de peinados impersonales ―. ¿Puede que te encuentre esta noche? ―Busco su mirada, obteniendo un primer plano de esos ojos de ensueño y de esos rasgos cincelados por Miguel Ángel. Es un hombre apuesto, demasiado, de unos treinta y cinco años a juzgar por las líneas de expresión permanentes que se alojan alrededor de sus ojos y su boca y los cabellos plateados dispersos por su melena.

―Quizás. ―No sé si es coquetería natural o solo está jugando con mi desesperación. Sea cual fuera el caso, me provoca cosquillas en todos los sitios correctos. O no, depende quien lo juzgue.

―Entonces, quizás nos veamos entonces. ―Enfatizo.

―Quizás ―repite jugueteando con el casco entre sus manos ―. Adiós Veronika, ha sido un placer compartir el almuerzo contigo ―avanza e inesperadamente, inclina su cabeza y posa un beso más que sutil en la comisura de mis labios. Nunca he experimentado un orgasmo espontáneo, pero en ese mismísimo instante estoy poniendo en jaque cualquier conocimiento corporal previo.

Toso y doy un paso hacia atrás, nerviosa.

―Lo mismo digo, Fabien ―mi voz entrecortada y pasiva delata mi inquietud. ¿Por qué soy tan patética a la hora de comportarme como una simple mujer delante de un simple hombre?

Lo cierto es que solo había salido con unos pocos chicos antes de comprometerme con Robbie, quien estaba más entusiasmado por casarse que yo.

En nuestra enorme casa en uno de los exclusivos y codiciados vecindarios de Brecksville, me esforcé por ser una gran anfitriona cada vez que tuve la oportunidad, en un débil intento por demostrar que tenía material de esposa.

Solía organizar los cumpleaños de mi esposo con tres meses de anticipación: contrataba a su banda de jazz predilecta, preguntaba a sus amigos si estaban disponibles para la fecha planeada y encargaba el pastel de crema y frambuesas que tanto le agradaba a mi marido. Atenta a los detalles, evitaba el mal trago de alimentarlos con mis propias creaciones. Yo era - todavía lo soy - un desastre cocinando; la única vez que quise agasajarlo haciendo un risotto, terminamos con el sensor de incendios esparciendo agua por todo nuestro piso.

Fabien se marcha dejando una estela de tierra en el aire, la cual se disipa con prontitud. Me aferro a las solapas de mi abrigo, preguntándome qué rayos está pasando.

Entro a mi consultorio móvil y tras unos minutos de soledad y digitalizar los datos de los visitantes para organizar un gran archivo con sus historiales médicos, vuelvo al ritmo habitual de citas.

La doctora Harris está nuevamente en circuito y expectante por una cena que promete mucho.

Pero ¿promete qué?

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