VI
—¡Claudeen! —rugió una voz gruesa, acompañada con el estruendo de la puerta al cerrarse. La chica se estremeció en la cocina, dejó caer el vaso de agua, el líquido chorreó por el suelo—. ¡Claudeen!
Procurando que las pisadas fueran lo más insonoras posibles, Claudeen subió las escaleras de dos en dos, intentando llegar a su preciado refugio donde la esperaba su hermana. Su corazón le martillaba el pecho con una rapidez bastante conocida, siempre se aceleraba de esa manera cuando el chico castaño estaba cerca. Las primeras veces creyó que el órgano se le saldría del cuerpo, cuando en realidad eran parte del estado de alerta en el que se encontraba. Su oído se agudizaba, su vista se hacía más nítida. Sus pasos, en cambio, se volvían inestables.
La volvió a llamar con esa voz amenazante, resonó por toda la escalera. ¿Es que acaso no había puesto suficiente distancia entre ellos? Su piel se crispó. Por la columna vertebral corrió un hilo frío, se extendió a cada célula de su cuerpo, haciéndola temblar con fuerza. No quería ser atrapada, pero la velocidad del muchacho no le permitiría llegar hasta su habitación, al fondo del pasillo.
—Mugrosa estúpida, ¿de quién crees que huyes? —escupió el joven. Claudeen giró la cabeza, ahogó un gritó en su garganta para seguir subiendo las escaleras—. ¿Quién era el hombre del coche negro?
Claudeen tuvo un falseo en el tobillo que le causo un profundo dolor. ¿Algo más?
—¡Contéstame! —gritó, tomándola del antebrazo con una fuerza brutal. Le quedaría un moretón más para su colección, con un poco de suerte no sería tan llamativo como los demás.
—¡Ya! ¡Frank! ¡Me haces daño! —chilló Claudeen, unas cuantas gotas saladas se resbalaban por sus mejillas.
—¡¿Quién era?! —puso mayor presión sobre su frágil brazo. Disfrutó la mueca de dolor, su sonrisa llena de cinismo lo dejaba ver.
—¡Que nadie! ¡Basta, basta! —rogó al sentir la uña del muchacho hundirse en su mentón—. ¡Frank, por favor! Molly me espera... por favor, déjame ir.
—¿Qué me das a cambio si te dejo ir? —su mirada con lasciva asqueó a Claudeen, sintió su estómago hecho un revoltijo. Intentó zafarse de su agarre, consiguiendo que Frank jalara de ella, perdió el piso y se estrelló contra el pecho del muchacho—. Contesta, margosa —le susurró al oído—. Sabes lo que ocurre cuando no sigues mis órdenes —Claudeen sintió como esas manos empezaban a subir por su espalda.
Una vez más se sintió asqueada. La sostuvo de la nuca, produciéndole dolor.
—Solo déjame ir —dijo con un hilo de voz—. Frank, F-Frank —tartamudeó antes de verse callada a la fuerza.
Frank la besaba con fuerza desmesurada, saboreando esa boca dulce. En menos de un segundo, Claudeen supo que estuvo tomando e incluso, posiblemente, también drogándose. Sus manos le temblaban, sus piernas amenazaban con hacerse añicos y así intentaba alejarse de él. Un jalón de pelo fue la advertencia para mantenerse sumisa, luego sería un pellizco o algo peor... Llorando, deseaba que Molly no saliera en ese momento.
Un rechinido puso alerta a ambos. Frank se separó brevemente de Claudeen, sin soltarla, para escuchar quién había entrado. La chica aprovechó ese instante para empujarlo con todas sus fuerzas. Frank cayó de espaldas contra la pared, profirió una letanía. Sus mortíferos ojos brillaban con odio.
—¡Clau! ¡Ya llegue! —era la madre.
Su presencia no la tranquilizaba completamente, pero sabía que Frank no se atrevería a ponerle una mano encima mientras la señora, que una vez estuvo casada con el señor Brooks, estuviera en la casa.
—De esta no te escapas fácilmente —masculló Frank en voz baja, para su sorpresa—. No me importa tu mamita.
El corazón de Claudeen amenazó con detenerse en ese instante. Frank se incorporó con lentitud, dándole oportunidad a Claudeen de poner espacio entre ellos. Clau obligó a su tobillo a moverse a pesar del punzante dolor que aparecía cada vez que asentaba el pie. Nunca creyó alcanzar la perilla de su cuarto, girarla fue una desesperación. La mirada de Frank la rompía en pedacitos pequeñitos. Un silencio extraño llegó a sus oídos, como si de repente todo se hubiera ido. Volteó y Frank se estabilizaba en el marco de la puerta del baño, a un par de metros de ella. De haber dado un paso más y estirado la mano, probablemente la hubiera alcanzado.
—Por favor... —dijo a la perilla.
La puerta se abrió y la cerró detrás de ella, poniendo el seguro al instante. Dejó salir todo el aire que hasta ese momento no supo que estuvo conteniendo. Se deslizó hasta el suelo, abrazó sus rodillas y lloró amargamente. Molly dormía ajena a todo lo sucedido. Ojalá y Claudeen tuviera ese don de dormir profundamente aunque afuera se estuviera desarrollando la tercera guerra mundial. Al menos una de las dos dormiría bien esa noche.
—¡Frank! ¿Sabes si Claudeen está dormida? —preguntó la madre desde el primer piso.
—No, cuando llegué ya se había encerrado en su cuarto con Molly —mintió. Sonrisa en los labios, ojos puestos en la puerta. Por la sombra que veía debajo de la puerta sabía que la chica estaba sentada contra la puerta.
—Esta niña... —dijo la señora, ignorante del trato que le daba Frank a su hija.
Frank se apoyó en la puerta de la habitación de Claudeen, escuchó atentamente a sus sollozos. No había terminado con ella.
—Sabes lo que sucede si dices algo o alguien más te pone un dedo encima —Claudeen respondió golpeando la puerta. Una vez era afirmativa la respuesta, dos veces era negativa—. Me lo imaginé...
Se alejó satisfecho. Las expresiones y sonidos que producía Claudeen era una película para él. ¡Oh, lo disfrutaba! Ese muchacho tenía una mente retorcida formada a partir de hábitos enfermos y malas amistades adquiridas en menos tiempo del esperado, todo como un intento de escaparse de esa realidad en la que vivía. Desafortunada la chica que terminó siendo su víctima, ella tuvo que idear mecanismos de protección, organizar sus actividades de la mejor forma para no encontrarse con el demonio. Una cosa que saliera de su lugar significaría darle una oportunidad para torturarla.
No llegar antes de las nueve de la noche, cuando Frank pisaba la casa, si es que lo hacía en todo el día después de haber pasado una tarde acompañado de las vicios, siempre era lo peor que podía ocurrirle.
Adolorida, con los miembros engarrotados, Claudeen se levantó más temprano de lo usual. Estiró los pies y los brazos, permanecer una noche en la misma posición tan incómoda nunca lo recomendaría. Sobre todo porque su suelo no estaba alfombrado; si llovía, las goteras dejaban entrar con libertad al agua, como si se tratara de un visitante que no necesitaba invitación. Cualquiera que deseara enfermarse para faltar a la escuela podría salir con un resfriado en una noche fría y lluviosa. Dado que estaban acostumbradas, las hermanas Brooks tenían un grado de resistencia que les impedía enfermarse con facilidad.
—Maldito —susurró Claudeen, recordando los hechos de la noche anterior—. Maldito —repitió, limpiando las lágrimas recién salidas ante el recuerdo de su encuentro con Frank.
Una lágrima se le escapó al tocarse el brazo, levantó la manga. El moretón estaba más grande y colorido de lo que esperó, una señal de no estar comiendo como debía o de que Frank estaba más fuerte. No estaba dispuesta a averiguarlo.
—Falta poco para que esto termine —se dijo dándose ánimos—. Poco... ¿cuánto es poco? —le preguntó a su reflejo—. Una vida es poco a comparación del tiempo en que la Tierra ha estado dando vueltas al sol. Poco puede ser el mucho de otras personas. Poco puede ser la eternidad. Poco es subjetivo —suspiró—. Poco es lo que quieras.
Algo bueno de tener el pelo corto era no pasar mucho tiempo peinándotelo, Claudeen se limitaba a hacerse una pequeña trenza que sujetaba con un invisible en su cabello. Preparó el uniforme de Molly y se puso el suyo. Buscó entre los cajones la corbata rojo vino, la encontró en el de las calcetas. Confundida, se preguntó cómo llegó hasta allí. Escuchando una risa suave entre las sabanas, desvió la mirada a Molly.
—¡Así que fuiste tú! —exclamó, tirándose a la cama para darle un ataque de risas a su hermanita.
—¡Aaaah! ¡Ja, ja, ja! ¡Pipi! ¡Ja, ja, ja! ¡Pipi! —decía la niña, moviendo las piernas de tal forma que lograba bloquear a su hermana en su mayoría.
—¿Pipi? —se detuvo de golpe.
Corriendo, llevó a la pequeña al baño, llegando justo a tiempo.
Esa mañana salió con tranquilidad, sin dar un espectáculo de circo al salir por la ventana. Frank había salido antes que ellas de la casa. Un punto positivo a ese día que daba inicio. Claudeen optó por la vía larga, pues tenían tiempo y la vista de los hermosos jardines y casas con decoración de película le recordaba esos bonitos años de su vida. Casi podía escuchar la risa de su padre mezclándose con las suya o los ladridos de su San Bernardo correteándola, intentando atrapar entre sus caninos un pedazo del vestido de flores de la pelirroja. Aquellos habían sido años en los que estuvo en el cielo. Tristemente, a Molly no le tocó gozar de la felicidad o la seguridad que ella tuvo durante trece años de su vida.
—¡Un perrito! —exclamó Molly, fijando su mirada en un animalito peludo color canela. Como si lo hubiera llamado, el perro se acercó a las niñas—. Es bonito —dijo, acariciándolo.
Claudeen miró de reojo la casa de gran tamaño. Por los adornos, la gente que la habitaba tenía mucho dinero. Únicamente el jardín debió de costar una fortuna. Tenía fuentes y estatuas de mármol, flores de diversos colores, un estanque en un rincón y un enorme árbol que en primavera daría sombra a todo el patio. La puerta de madera mascáis era grande e imponente, un gigante podría pasar por ella sin problemas. Los vitrales de naturaleza llamaron su atención, la luz solar entraba a través y pintaba el interior de arcoíris. El deseo de ver el interior era muy grande, seguramente tenía obras de arte y una decoración exquisita.
—¡Magnolia! —llamaba un muchacho entre los arbustos, la vista en el suelo buscando a la criatura—. ¡Magnolia!
La perrita ladró de felicidad. El dueño buscó el origen.
—Buongiorno, señoritas —Henry sonrió de oreja a oreja—. Parece que nuestros destinos se cruzan.
Claudeen rodó los ojos.
—Y se vuelven a separar —le dio una palmadita a su hermanita en el hombro—. Vamos, Molly, se nos hace tarde.
—Cliché Brooks siempre usando ese pretexto —la miró de pies a cabeza. Notó unas ojeras que el día anterior no estaban, al igual que los ojos inyectados—. ¿Todo bien?
—Sí, gracias —empezó a caminar, Henry la siguió—. No tienes por qué seguirme.
—¿No quieres que te lleve? Estoy a punto de salir.
—No.
—Podemos pasar por un chocolate.
Claudeen lo fulminó con la mirada justo cuando Molly empezaba a rogar. Usar a su hermanita para conseguir lo que deseaba se estaba convirtiendo en un método muy eficaz. Viendo que Henry ya estaba uniformado y con las llaves en las manos, supuso que estaba diciendo la verdad y quiso creer que ese ofrecimiento no sería otra cosa que su buena acción del día. Lo pensó dos veces antes de aceptar. Algo le decía en su interior que en ese hombre si podía confiar. ¿Qué era ese algo exactamente? Le dio vueltas a la pregunta.
Se detuvieron unas cuadras más adelante. Henry presionó tres veces el claxon.
—¡Ya voy! ¡No estoy sorda! —gritaba Amelie, en una mano cargaba un maletín y en el hombro contrario colgaba su mochila lila—. Bonita sorpresa —miró acusatoriamente a Henry, este le regaló una sonrisa—. Buenos días, Cliché.
—Hola, Amelie. Disculpa la molestia.
—Supongo que Henry insistió...
—De hecho, sobornó a mi hermanita.
Entonces, Amelie se fijó en la pequeña comelona de chocolate. La pequeña la saludó con una sonrisa envuelta de chocolate. El parecido era impresionante. Los colores eran los mismos, la forma de los ojos y la de la nariz igual. Usualmente no le gustaba un rostro con pecas, pero en ese par de pelirrojas se presentaban en una buena cantidad. Simplemente estaban salpicadas lo necesario.
—Eres malo, ¡corrupto! —dijo Amelie, sentándose correctamente en el asiento del copiloto—. Collins pasa por May —Henry la vio con interés—. No hagas preguntas, incluso yo tendré que interrogar a esa chiquilla...
—Ya se habían tardado —se limitó a decir, la encantadora sonrisa en los labios. Él se encargaría de hacerle las preguntas a su amigo—. ¿Dónde está el jardín de niños? —preguntó a Claudeen, viéndola por el retrovisor.
Siguiendo las instrucciones de Claudeen, Henry no se perdió como aceptó que hubiera sucedido. Puso todo su peso sobre el volante, mientras esperaba que Claudeen regresara. Amelie hablaba de lo bueno que estuvo el libro y las ganas que tenía por leer otro del mismo autor. Henry se limitaba a asentir con la cabeza, sin quitar la mirada de las pelirrojas. Intentaba leer los labios de Claudeen, pero ella hablaba muy rápido. Solo entendió que hablaban de un Frank y que ella recogería a Molly, como siempre. Claudeen se llevó la mano al antebrazo, lo presionó e hizo una pequeña mueca. Eso le llamó la atención al muchacho.
—¿Henry? ¿Me escuchas? —preguntó Amelie, cruzada de brazos.
—Decías que irás a comprar más libros, ¿alguno en especial?
—Ninguno —respondió después de pensarlo. Se quitó el cinturón para darle un beso en la mejilla a Henry.
—¿Y eso? —dijo, por fin girándose hacia ella. Apenas tenía una sombra rosadita, ¿maquillaje o una muestra de sentimientos?
—Por el libro, es lo único que se me ocurrió que podía darte.
Henry suavizó la mirada.
—No tenías que darme nada, lo sabes —Claudeen entró al auto de nuevo, Henry la miró de reojo. Amelie le sonrió. La chica supo que había interrumpido la conversación, se mantuvo callada con la vista en la ventana—. Me preocupó el hecho de que no pudieras nombrarme cinco libros que hayas leído. ¡No dijiste ni uno!
—Leer no es lo mío, Henry —resopló. El muchacho negó con la cabeza.
—Claudeen, ¿Lees?
—No, me limito a escanear las hojas de los libros —respondió sarcásticamente. Henry le dedicó una cara de pocos amigos, Amelie soltó una risita—. Obvio sí. Si no lees, no aprendes.
Y nadie pudo arrancarle más palabras de los labios. Cliché tenía el leve presentimiento que haberse topado con Henry fue el primer cambio en su vida. Se le hacía extraño que alguien distinto a Joe se ofreciera a ayudarla. Bueno, ella igual tenía culpa en eso al mantener a todo ser humano al margen de su vida. Entre más lejos, más segura se sentía. Luego empezarían con preguntas que no deseaba contestar, no podía. ¿Y si alguien descubría lo de Frank o alguna pregunta era acerca de él? Una vez que saliera de esa casa que se caía a pedazos, no tendría tanto miedo de Frank. Ella estaría a kilómetros de distancia y él... bueno, probablemente guiándose a la muerte. Mientras tanto, la sudadera ayudaba a que nadie viera los moretones, la pared psicología que la alejaba del mundo se encargaba de no permitir intrusos.
Estaba en una burbuja.
¿Y si alguien la rompía?
Sucedería, lo sentía en su interior e intentaría retrasar el momento.
—Preciosas, hemos llegado —anunció Henry por costumbre. Claudeen no dio señal de molestia ante la primera palabra.
—Tienes suerte de no haber estrellado el coche —Amelie salió disparada del auto. Henry salió con tranquilidad—. Juro que May tiene razón, esa chica te cambia —murmuró señalando el interior del coche, donde Claudeen se colgaba la mochila—. ¿Desde cuándo accediste a llevar a alguien más en tu coche? Creí que no querías distracciones manejando después de haber chocado por enésima vez.
—Desde ayer en la noche —respondió igual de bajo que ella. No querían ser escuchados por Claudeen.
—¡Henry!
—Silencio, Amelie —dijo Henry, poniendo la mano sobre el techo del auto—. Hablemos luego de esto.
Ofendida, se dio la media vuelta. Olvidando el vaso de Starbucks sobre el techo, se alejó contorneando sus caderas. Henry negó con la cabeza, apoyó su cuerpo contra la puerta, esperando a Claudeen. La salida no fue como cualquiera hubiera esperado. Pareció como si alguien hubiera empujado a Claudeen del interior. Lo que en realidad sucedió fue su tobillo, tan solo tocó el piso, no pudo soportar el peso y la hizo caer de pingüino. Gracias a una fuerza sobre natural que deja las faldas pegadas a las nalgas, Henry no vio sus calzones de bolas.
—¿Qué clase de aterrizaje fue ese? —dijo Henry, entre risas. Al ver que Claudeen se llevaba las manos al tobillo y hacia una mueca de dolor, se puso a su altura—. Déjame ver...
—Estoy bien...
—Si, claro y yo soy Iron Man —ironizó Henry—. Déjame ver ese tobillo —insistió, en esta ocasión no esperó la aprobación de Claudeen. Esperando no obtener una de esas reacciones en que Claudeen quedaba como fantasma, le quitó las manos de la chica y bajó la calceta. Estaba morado e hinchado—. No luce bien. ¿Y pudiste caminar desde tu casa?
—Si —su voz estaba temblorosa.
—Vamos, te ayudo a levantarte.
Aunque la idea no le gustó, no pudo negarse sabiendo que por sí sola tardaría años en ponerse de pie. El error residió en dónde puso Henry la mano: el antebrazo adornado con un horrible cardenal multicolor. Claudeen soltó un grito de dolor. Inmediatamente Henry la soltó, preocupado. El gritó que pegó le hizo sospechar que allí también se lastimó, pero al momento de caer había metido las manos... lo que fuera que tenía Claudeen en el brazo, se lo hizo antes de la primera vez que la vio en el día.
—No me vuelvas a tocar el brazo —pidió, llevándose la mano a la altura del moretón.
—¿Qué tiene tu brazo? —exigió saber. Como confirmación a sus pensamientos, Claudeen palideció.
—Nada...
—No soy bruto, Claudeen. Algo tienes —con agilidad, atrapó el brazo, arremangó la sudadera y la manga de la blusa. Parecía una pintura en acuarela el moretón allí presente. Claudeen no se sintió con suficiente valor para mantenerle la mirada llena de preocupación—. ¿Qué sucede cuando llegas a casa después de las nueve?
Y por si creía que no podía perder aún más color, Claudeen quedó más blanca que la nieve. En sus ojos Henry pudo leer muchos sentimientos.
Hola, frens, no sé en qué momento dejará de estar editado el texto (porque nunca terminé de revisarlo la ocasión que pretendí hacerlo), así que si ven cambios tipo... de Mei a May, es la misma persona.
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