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El nacimiento de un pirata


Antonio, un cabal hombre de rostro afligido, corría desesperado por las calles de Magdalena. Acogido sólo por la oscuridad que ofrecía la noche, se detuvo un leve momento para recuperar el aire que les hacía falta a sus pulmones y procurar asimilar lo que acababa de suceder.

—¿Cómo pude dejar a mi amada María ahí? —Se preguntó y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas. Intentó limpiarlas, sin darse cuenta de que sus manos estaban teñidas de rojo por la sangre derramada. 

De nuevo el llanto lo atrapó, luchó por recomponerse por medio de respiraciones profundas, pero eran las últimas palabras de su amada esposa lo único que llegaba a su mente. Enseguida, el ruido provocado por un borracho cayéndose, lo regresó al sucio callejón donde se encontraba.

—Debo llegar a casa —dijo en medio de su confusión.

Permitió que los pasos lo guiaran hasta donde sus pensamientos estaban, esa noche, tenía un único objetivo conectado a un limitado rayo de esperanza. Después de vagar como simple penuria, abrió la puerta, esperando no encontrarse con ninguno de sus sirvientes; no obstante, era costumbre, que los esperaran despiertos en caso de que algo necesitaran sus señores. Subió trastabillando las escaleras de su enorme casona; quería tomar a su hija, necesitaba abrazarla y hacerle saber que todo estaría bien: ahora sería él quien cuidaría de ella.

Buscando acoger a su pequeña, Antonio entró con torpeza a la habitación de su única primogénita. La niñera despertó alarmada y pegó un grito de terror al ver al señor Montaño cubierto de sangre de los pies a la cabeza, con el reflejo de su desdicha en el rostro y el alma hecha pedazos. El padre tomó a su hija en brazos y sin tener control de sus palabras, comenzó a exigir una maleta pequeña con una o dos mudas para la niña y lo mismo para él.

—Tenemos que marcharnos ahora mismo. —Le indicó a la mujer con la voz temblorosa.

La niñera no objetó de ningún modo, puesto que sabía que su señor era un hombre bueno e inteligente. 

«Él sabía lo que hacía», pensó al tiempo que hacía lo que se le ordenó.

—El coche está listo, señor —comentó el portero, analizándolo todo. 

Antonio asintió con el nulo deseo de permanecer un instante más entre aquellas paredes que llamaba hogar. 

»¿A dónde lo llevaré? —cuestionó el hombre, tomando la pequeña maleta que Montaño pidió.

—Yo... no lo sé. —Antonio tragó grueso, contempló a su hija y luego volvió la oscuridad de sus ojos hacia el portero—. Debo salir de la ciudad lo más pronto posible, no puedo permitir por ninguna razón que me alejen también de mi Elena.

El sirviente de rostro alargado no puedo evitar preguntar de nuevo. 

—¿Señor?

—¡Tengo que huir sin que lo sepan! ¿No lo entiendes? —expresó Antonio exaltado en un grito rabioso, lleno de impotencia. 

—Señor, desconozco las razones de su salida, pero si lo que desea es huir de la ciudad sin que nadie lo sepa, nada más hay un camino que puede tomar.

—Vamos, entonces —indicó Montaño sin mayores averiguaciones. 

El camino fue largo y la noche lo fue mucho más, lo invadía el miedo de pensar que ahora era un hombre fugitivo con una pequeña de dos años, pero aún más miedo le provocaba saber que su única hija podría crecer sola, sin una madre o sin un padre. De nuevo el llanto desconsolado se adueñó de él, mientras miraba el tierno rostro de su bebé.

La mañana llegó y con ello su llegada al lugar que albergaba sus esperanzas.

—Señor, esta es la playa de Manzanilla, aquí le podrán ayudar a salir de la ciudad sin problemas —aseguró el portero de Montaño, después de abrir la puerta para su señor.

Antonio bajó del coche y apenas puso un pie en la playa, supo que se trataba de un territorio pirata. Él había escuchado las temibles historias y visto la oscuridad en el alma de aquellos hombres; sin embargo, no había opción, tendría que recurrir a sus servicios.

No tardó mucho en acercarse un hombre corpulento, moreno y calvo; reconociendo con facilidad a aquellos que no pertenecían a la hermandad.

—¿Qué buscan aquí? —interrogó con voz intimidante.

—Bueno... yo... me dijeron que ustedes me pueden ayudar a salir de la ciudad —manifestó Montaño sin soltar a su pequeña de brazos.

El extraño los miró a ambos por encima del hombro debido a su tamaño, a simple vista notó que no portaban armas y dejó de considerarlos amenaza.

—Síganme —señaló el pirata, para después guiarlos a una especie de choza hecha de palma.

Una mujer de cabello alborotado y de voz ronca se puso de pie, luego de ver las siluetas.  Junto a ella estaba un filibustero de gran tamaño en cintura y altura al que apodaban Jefe. Los dos se limitaron a saborear el preocupado rostro de quien irrumpía en sus negocios. 

—¿Quién eres y qué haces aquí? —cuestionó la mujer sin rodeos. 

—Necesito salir de Magdalena hoy mismo —respondió Montaño con cierto aire de seguridad.

—¿Por qué la prisa? —inquirió ella con una clara expresión de curiosidad. 

—Maté a unos hombres y ahora quieren que pague por ello. —Las frías palabras salieron de la boca de Montaño, evidenciando el suceso que se negaba a aceptar. Una parte de él, todavía esperaba que se tratara de un mal sueño, creía que la vida la despertaría de nuevo en la comodidad de su alcoba, junto a su mujer. 

—Entonces debes pagar —respondió la mujer, dándole la espalda a Montaño.

Quebrantado por la pena, asechó de nuevo a la pirata, no estaba dispuesto a ser tratado como un burdo delincuente cuando aseguraba ser la víctima. 

—¡No, no lo haré! Los maté porque fueron ellos los que le arrebataron la vida a mi dulce esposa. De entregarme, sería darles la vida de mi hija y la mía también. Por favor, pagaré o haré lo que sea, pero deben ayudarme —suplicó con nudo en la garganta.

La mujer puso los ojos sobre la niña que dormía en los brazos de Montaño y luego volvió la mirada a Jefe.

—¿Tú qué dices? —preguntó. 

El hombre sentía cierta satisfacción en aquella historia, una historia que solían escuchar repetidamente con diferentes protagonistas y antagonistas.

—¿Lo que sea? —indagó el pirata, poniéndose de pie frente al suplicante Montaño.

—Lo que sea —aseguró.

El robusto pirata se puso de pie y rodeó a Montaño con pasos lentos e intimidatorios. 

—El problema aquí, es tu inocente bebé. En nuestros barcos no suben mujeres o niños y de ser así, nadie podría garantizar la seguridad de tu hija.

—Yo puedo cuidar de ella —interrumpió Antonio sin miedo alguno.

Sin embargo, la respuesta de Montaño no provocó más que risas en ambos piratas. Jefe miró de nuevo a la pequeña y luego puso sus ojos en el desgastado semblante de Montaño. 

—Las cosas no funcionan de tal manera... ¿Señor?

—Montaño —completó la frase de inmediato. 

—Sin embargo, señor Montaño, hay una alternativa para que usted ponga a salvo la vida de su hija y la suya. —El pirata sonrió con alevosía, dejando notar sus dientes faltantes—. Aunque... debo recibir algo a cambio.

—Lo que sea... Tengo oro, mucho oro —respondió Antonio impaciente.

El pirata negó con la cabeza.

—No necesito tu oro, sino tu coraje —dijo en un tono más serio—. Quiero que subas a mi barco y trabajes para mí; serás un hombre del mar y un pirata. Te dejaré visitar a tu hija cada que toquemos puerto en Santa Rosalía, ahí es a donde la llevaremos, nadie podrá reconocerla y será cuidada por mujeres y ancianas. Te doy mi palabra ante ello.

—¿Un pirata? —replicó Antonio luego de tragar saliva.

—Sí, un pirata, obtendrás oro, mucho más de lo que tienes ahora. También aventuras; tendrás tu libertad y sobre todo, la seguridad de que esa niña será protegida.

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