Capítulo 9: Falsas palabras
De regreso en el húmedo y mal oliente sótano; Alejandro padecía los golpes recibidos, en esta ocasión no solo dolían más, las enormes heridas estaban marcadas sobre toda la espalda mientras la sangre brotaba de la carne viva y desprendida. Había sangre en todas partes de su cuerpo, apenas si podía moverse para intentar mitigar un poco del dolor que sentía. Ahí, recostado en el frío y húmedo suelo; únicamente podía recordar el momento en el que el contramaestre se lanzó sobre él, buscando darle muerte con sus propias manos. Aunque, no lo hizo, probablemente la muerte hubiera resultado mucho más conveniente para él. Alejandro no tenía ni la más mínima idea de cuál había sido su error, pensó en las cartas de Elena, negándose a la idea de que alguien hubiera podido encontrarlas o siquiera sospechar.
«Tendrían que haberme visto» supuso.
Igual no importaba mucho la razón por la que fue castigado una vez más, el daño ya estaba hecho y aún tenía que soportar esa vida por un año.
El capitán Montaño no acostumbraba a dar explicaciones sobre sus acciones o decisiones, nunca antes había bajado al sótano de su barco para ver a un prisionero, eso era parte de las tareas de Barboza, pero en esta ocasión, siendo un asunto que involucraba a su única hija, decidió bajar a lo más profundo de su barco para hacerle una visita al prisionero. El lugar donde se encontraban las celdas de castigo era muy por debajo de cubierta, no existía ventilación o entrada de luz, el olor a humedad y moho impregnaba todo el lugar, las ratas y los animales ponzoñosos era la única compañía que se podía encontrar. El capitán bajó solo con la ayuda de una lámpara de aceite que le permitiría ver el rostro de su prisionero.
—Explícame, ¿qué es lo que quieres de mi hija? —preguntó al hombre bañado en sangre una vez que se posicionó frente a este.
El rubio ablandó la rigidez de su rostro, puesto que había pasado largas horas buscando darle entendimiento a sus castigos.
—Así que fue por eso que me hicieron esto —respondió con la voz entre cortada por el dolor e intentando sostenerse con la pared.
—¿Barboza no te lo dijo? —preguntó de nuevo el capitán.
—No, señor, su contramaestre no habla mucho y dialogar los problemas tampoco es lo suyo.
Montaño no dudó de sus palabras, conocía a su segundo lo suficientemente bien como para aceptar lo que el grumete le dijo.
—Bueno, entonces te lo diré yo, se te ha castigado por romper el código con el que nos regimos los piratas. —Tenía una voz pasiva aunque imponente, la verdadera voz de un capitán—. Te creíste más listo que tus superiores, pensaste que podrías enamorar a Elena para que ella abogara por tu libertad, ¿cierto? El problema es que ella no es cualquier mujer, ella es la hija de tu capitán a la que no le puedes dirigir la palabra a menos que yo lo permita.
—Lo siento, señor. Supuse que se trataba de una señorita casadera como en mi ciudad, lo que yo escribí para ella fue sincero y si me lo permite; quisiera continuar tratando a su hija, capitán — respondióel prisionero con cortesía como si su situación fuera muy diferente y estuviera sentado en la comididad de un sofá, hablándole de sus intenciones para con su hija.
No obstante, el capitán se mostró sorprendido ante la simplicidad con la que aquel abordaba el tema. Acaso, ¿no le temía?
—Te convertiste en pirata por acudir en su auxilio, el castigo de ayer fue por sus cartas y me dices que todavía quieres pretenderla... Sí que tienes agallas muchacho—. Rio provocando eco en el lugar.
—Podría soportar mil castigos más para que me dé su permiso, señor —expresó Alejandro con el conocimiento de que le hablaba al padre de su amada, aun así, se mostró molesto por la actitud del viejo.
—Te diré algo que veo que aún desconoces. Tú habrás sido sincero con mi hija en tus cartas, pero ella no lo ha sido contigo.
Alejandro miró al persuasivo capitán sin imaginar lo que este estaba por decirle.
—¿De qué habla? —preguntó con semblante curioso y la mirada fija en los ojos de Montaño.
—De verdad no tienes idea, ¿cierto? Elena y Manuel Barboza están comprometidos en matrimonio desde hace mucho tiempo. Incluso antes de tu llegada a este barco. Elena te mintió en cada una de sus cartas, no fuiste más que un tema de conversación para ella y Danielle.
—¡Miente! ¡Lo que dice no es cierto! Es uno más de sus juegos —bramó el joven prisionero, exaltado por lo que había escuchado. El corazón acelerado lo traicionaba, puesto que el miedo a la verdad salió a la luz manifestado por su enojo.
—No tengo por qué mentirte, lo que viviste ayer no fue a causa de los celos de Barboza, sino mi autoridad recordándote quién es el capitán y si tú crees que esto ya no puede empeorar, es porque aún no has visto nada, muchacho—. Montaño se giró para darle la espalda al pricionero—. En tu mundo podrás sentirte dueño y señor de todo lo que se te antoje: propiedades, tesoros, mujeres, barcos; pero aquí no eres más que un simple y burdo pirata.
—¡Yo no hice ningún juramento! —gritó, la sóla idea de ser llamado pirata le provocaba repulsión hacia sí mismo.
Montaño se giró de una y volvió a darle la cara quien aguardaba detrás de los barrotes.
—No hace falta, para los tuyos todos somos basura y todos tendremos el mismo final ruin que aseguran merecemos —expuso sin conseciones—. Final que no es otro que el de morir en la horca frente a tu gente como si se tratase de un espectáculo.
Las palabras de Montaño provocaron que Alejandro perdiera toda ilusión de salir con vida de ahí, pensando en todo lo que había vivido durante las últimas semanas.
«He recibido el castigo de un capitán que ha cobrado la muerte de uno de sus marinos, el castigo de un padre protegiendo a su hija y sospecho que aún falta el castigo de un prometido que se ha ofendido por mi atrevimiento de hablarle de amor a su futura esposa. Se han ensañado conmigo, la vida también lo ha hecho, porque ha permitido reencontrarme con la mujer que me quitó el sueño, que me robó los anhelos, me ha hecho el más feliz y de pronto todo es falso, todo es mentira. Comienzo a esperar cosas peores y a temer no sobrevivir el tiempo restante de esta vida como pirata ».
Fueron muchos los pensamientos que pasaban por la cabeza de Alejandro; sin embargo, la conclusión siempre fue Elena. Deseaba que todo lo dicho por parte del capitán hubiese sido una alucinación, debido a un mal golpe recibido en la cabeza. Anhelaba bajar del barco para huir con la mujer que conoció en esa fiesta de máscaras; deseó no haber matado al hombre de la plaza. Finalmente, entendió que nada de lo que quisiera podía volverse realidad, al menos, no estando encerrado y herido de cuerpo y alma.
Mientras tanto, en la ciudad de Magdalena, el jefe de la policía secreta, junto con el alcalde de la ciudad, se encontraban indagando entre los vendedores ambulantes de la plaza, puesto que querían averiguar cualquier cosa o dato que los llevara a la captura de los forajidos. Haciendo uso del poder que ejercían, hostigaban por medio de amenazas a quienes se negaban a proporcionarles la información. Los vendedores no sabían lo que era peor para ellos, si las amenazas que los piratas hacían o la conminación de quienes juraban proteger al pueblo. Después de varios días de hostigamiento y de impedirles trabajar como de costumbre, la gente comenzaba a hablar, describían lo más limitado que podían la obtención de sus mercancías, la ubicación de los piratas y todo lo referente a la playa Manzanilla. Cualquier información sería importante para localizar al hijo de Rafael Díaz.
Por otro lado, los hermanos Carlos y Marcos Pereira, lograron internarse en la playa de Manzanilla mientras fingían ser dos fugitivos que huían de las autoridades. Estando ahí, preguntaron por la llegada de las próximas embarcaciones para cruzar los mares rumbo a tierras lejanas, pero la Gitana era una mujer muy inteligente que no acostumbraba a dar información a nuevas personalidades o a quienes ganaban su desconfianza. En cuyo caso, solicitaba un pago por adelantado para permitirles quedarse en su playa a esperar los barcos, así podría darse una idea del tipo de hombres que eran, gente con dinero o quienes no lo tenían.
Los hermanos, que tenían todos los recursos disponibles para realizar el pago solicitado por la Gitana, lo hicieron para permanecer en la costa e investigar lo que necesitaban. Pasaron unos días preguntando a discreción por el joven rubio de ojos azules y tez fina de la manera más astuta que pudieron hacerlo. No obstante, algunos de los hombres de confianza de la Gitana sospecharon sobre las verdaderas intenciones de los hermanos y antes de que siquiera planearan su captura; los Pereira ya habían desaparecido de la playa. La Gitana envió algunos de sus hombres a averiguar lo que sucedía y a buscar a los desconocidos que se atrevieron a indagar en su playa.
Los mismos vendedores de la plaza confirmaron la información a los piratas, les platicaron todos los cuestionamientos y las amenazas hechas por el mismo gobernador y los jefes de la policía local. Aunque la mayoría de los vendedores intentaron a toda costa evitar proporcionar ciertos datos; los piratas que trabajaban para la Gitana supieron que la playa de Manzanilla había dejado de ser un lugar seguro para ellos. Por ahora solo tenían dos opciones, abandonar la playa o pelear contra quienes trataban de introducirse en sus terrenos. Pelear era algo que acostumbraban hacer, pero teniendo la mayoría de los barcos de vela negra en altamar, sería muy difícil ganar esa batalla. A la Gitana no le quedó más remedio que dar la orden de subir todo a los navíos que aún estaban disponibles, liberó a las mujeres que trabajaban en su burdel y les dio dinero suficiente para que guardaran silencio de todo lo que vivieron, vieron o escucharon en Manzanilla.
El Sr. Díaz, junto con todas las personas que trabajaban en la búsqueda de su hijo, planearon toda una emboscada con decenas de hombres de la marina. Tenían información suficiente para poder ingresar a la playa, conocían la cantidad de piratas que protegían el lugar y sabían los nombres de los participes en el secuestro de Alejandro Díaz. En pocas palabras, contaban con lo necesario para vencer y tomar posesión del lugar; asesinar a quienes no servían de nada y tomar como prisioneros a los que representaban más pistas.
En su llegada a la playa, observaron que no estaban los vigilantes o las personas que fingian ser simples pescadores como lo describieron los Pereira; las casas de esos hombres se encontraban deshabitadas como si las personas hubiesen desaparecido. Llegando a la costa, percibieron el humo que salía de las casas de palma que residían sobre la playa, misma que se encontraba completamente desolada. No había piratas, no había barcos, no había una sola construcción en pie o un solo documento que marcara el rumbo que siguieron. Los hombres de Rafael Díaz, no hacían más que mirarse sorprendidos, puesto que se trataba de ladrones, asesinos y secuestradores. ¿Cómo lograron ser más listos que ellos? Algo tenían que encontrar, algo tenían que haber pasado por alto.
El comodoro ordenó a su gente comenzar a rastrear algún indicio que los guiara a Alejandro, mientras los Pereira aconsejaron a Rafael armar una tripulación y dar inicio a la búsqueda de su hijo por mar.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro