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Capítulo 8: Noche Agitada

Manuel Barboza solía ser un hombre solitario que disfrutaba de los momentos de silencio donde no podía escuchar nada que no fuera parte de sus pensamientos, pero una noche en particular quiso buscar la compañía de quien se convertiría en su esposa. Él creía que una plática afectuosa y sincera podría cerrar la brecha que se había abierto entre ellos desde que Alejandro apareció en sus vidas.

—¿Eres tú, padre? —preguntó Elena al escuchar que golpeaban la puerta de su camarote.

—No, soy yo, Manuel. Quisiera hablarte un momento —respondió al tiempo que Elena le abría la puerta y posicionaba sus enormes ojos sobre él. 

—Pasa, si gustas —dijo Elena con timidez, confiando en que sería una de las peticiones habituales que hacía su padre.

Este tragó saliva, puesto que cuando estaba frente a ella toda inseguridad aparecía. 

—Quisiera hablarte a solas, si no te molesta. Aunque prefiero que sea afuera, no quiero que tu padre se moleste por esto. 

Elena miró a Manuel con firmeza,  imaginando que se trataba de algo serio. Luego volvió la cara hacia su compañera de habitación, hizo una mueca de incertidumbre y finalmente asintió.

—Sí, por su puesto.

Atravesó la puerta y los dos caminaron por cubierta hasta acercarse a uno de los costados del barco, donde estaban los grandes barriles cargados de agua y mercancías. Elena vio a Barboza venir hacia ella de la misma manera que un león asecha a su presa, esperaba no tener que salir de su alcance como lo hizo la última vez.

—Elena, es una noche muy tranquila y quisiera hablarte sobre mis sentimientos sin que te sientas hostigada o presionada. 

Por la mente de Manuel pasaban las pocas ocasiones en las que se atrevió a hablarle a Elena de sus afectos hacia ella. Él era un hombre reservado, entendía que no sería el marido romántico y detallista con el que todas las doncellas soñaban, pero sí sería el hombre que vive para hacer feliz y proteger a su mujer.

—¿Qué pasa, Manuel? —inquirió la joven alisando su vestido. 

Este respiró hondo y decidió abrirse como lo tenía planeado. 

—Hace apenas unos meses que te hablé de mi interés por formar una familia a tu lado. Sé que aceptaste por voluntad propia, aunque no enamorada. Así que, pensé que para cuando se llegara el día de nuestra boda, tú sentirías algo más que solamente cariño y respeto por mí; mas ahora tan solo veo tu indiferencia, es... como si yo no existiera en tu vida. Realmente, intento comprender qué es lo que está pasando... pero no lo consigo. Me ignoras constantemente y encuentras la manera de molestarme. Dime, ¿qué es lo que pasa?

La castaña tragó grueso, era obvio que tarde o temprano las represalias aparecerían. 

—Sé que ha sido diferente desde la última vez que zarpamos... —respondió Elena, cuidando verse tranquila.

—Ha sido diferente desde que conociste a ese hombre, Alejandro —interrumpió molesto.

Elena, contrariada, buscaba la manera de desligar a Alejandro de aquella conversación por miedo a que Barboza dedujera lo que en realidad sucedía.

—Sí, tiene que ver un poco, pero no su persona, sino lo que sucedió. Ya te expliqué que si lo defendí fue porque me sentía comprometida con él por haber intervenido en el ataque.

—Entonces, el del problema aquí, soy yo —dijo Barboza, señalándose a sí mismo.

—No, no. Manuel, tú eres bueno a pesar de que seas un...

—¿Pirata? ¿Es eso?

—No, no, por favor, permíteme terminar —dijo con los temblorosos labios y la voz ahogada—. Sí, me he alejado de ti, pero tienes que entender que todo esto no fue fácil para mí. Mi padre sólo habla de lo mala que es la gente con dinero y de repente uno de ellos me ayuda. Él terminó en este barco gracias a nosotros. Esta vez no ha sido culpa de la sociedad, incluso he pensado que tal vez no son tan crueles como ustedes dicen.

El pirata la miró fijo, creyendo por un breve instante que lo que sus oídos escucharon fue parte de su inseguridad y no una clara defensa de la mujer que se convertiría en su esposa. Aquello le provocaba repulsión, no hacia ella, sino hacia el grumete que descansaba bajo la cubierta. 

—No entiendes nada, ¿cierto? —expresó Manuel, llevando una de sus manos al rostro —La mayoría de estos hombres son piratas porque se han visto obligados, ¿acaso supones que la vida que llevamos es de lo mejor y todos deseamos vivir en el mar? Huyendo, recolectando tesoros y riquezas sin poder disfrutar abiertamente de ellas. No, Elena. Muchos de nosotros únicamente queremos llevar una vida tranquila con una familia en una pequeña casa y tal vez es muy estúpido de mi parte creer que lo merezco, que merezco la vida que ellos llevan. Yo no elegí ser pirata, yo nací en este mundo y si te escogí a ti para esposa es porque tú quieres lo mismo que yo. A menos que, tú pienses que por ser pirata no soy merecedor de todo eso. Anda, dímelo, aún estás a tiempo.

Elena contempló a Manuel, consternada, puesto que él le estaba dando la oportunidad de acabar con el matrimonio como ella lo deseaba, aun cuando también sería terminar con los sueños de una persona que apreciaba.

—Te pido me des tiempo de pensarlo y debes saber que si decido romper el compromiso, no será porque eres pirata —aclaró mirando su rostro para dejarlo sin palabras y aún más solo.

Manuel Barboza, por primera vez, sintió los movimientos del barco sobre el agua del mar. Aunque esa noche el cielo estaba despejado y el mar estaba sumamente tranquilo, la noche agitada que sentía, se debía a las frías palabras que escuchó de la mujer que amaba, quien posiblemente estaba dispuesta a romper el compromiso que meses antes ambos acordaron. Después de la partida de Elena, la soledad fue quien le hizo compañía y el miedo de perderla se apoderaba de él. No tenía idea de lo que debía hacer, tendría que buscar la manera de recuperarla. 

—¿Rogarle? Soy un pirata, no puedo permitir sentirme derrotado por una mujer. No puedo caer por amor. —Se decía a sí mismo. Optó por hacer las cosas como cualquier hombre despechado por amor lo haría, buscó una botella de ron y subió al mástil para llorar sin ser visto, para embriagarse sin que nadie sintiera pena por él.

Horas antes del amanecer, cuando la oscuridad de la noche aún protegía a quienes no deseaban ser vistos; Alejandro salió a colocar la carta en el lugar de siempre, no sin antes asegurarse de que nadie observara. Guardó la carta en el cubo de lavado y la cubrió con un trapo sucio. Enseguida, tomó un poco de aire fresco mientras apreciaba la inmensidad del mar para después regresar al paraje de su descanso, pues la noche, ya casi estaba por terminar y todos despertarían para vivir un nuevo día en alta mar. Él, especialmente, pensaba en las tareas que cada vez más pesadas Barboza le exigía. 

Todo parecía tranquilo como de costumbre para Alejandro, pero cuando se navega en un barco pirata, lo último que debes esperar es tranquilidad y como prueba de ello, estaba Manuel Barboza, quien desde el carajo acababa de observar todos los movimientos de Alejandro durante esa noche. Barboza bajó determinado a averiguar qué era lo que el hombre escondía, pero... así como no estaba preparado para lo que Elena le había dicho momentos antes, tampoco lo estaba para leer la carta que Alejandro escondió en el cubo de lavado.

Mi muy amada Elena

Hace tiempo que ya no pasa un día sin que piense en ti, ¿qué es lo que has hecho conmigo? Si me encontrara libre de tus hechizos, ya hubiera saltado de este barco, hubiera preferido ahogarme a seguir obedeciendo órdenes de quien no las pide con respeto. No entraré en detalles porque está es una carta donde me quejo de tus encantamientos y no de mis problemas laborales. Por otra parte, me gustaría ir al final del libro para conocer el desenlace de esta historia, pues deseo con todas mis ansias que sea un final feliz y no uno lleno de tragedias.

Respondiendo a tu anterior carta, te diré que sí te llevaría conmigo a cualquier lugar que quisieras. Inclusive, enfrentaría a mi padre y al mundo entero de ser necesario... Todo por la felicidad de vivir a tu lado.

Siempre tuyo, Alejandro

Después de leer la carta, Manuel no pudo más que oprimirla con sus manos; miró hacia todos lados como buscando con quién o con qué desquitar su rabia y coraje. Sin embargo, sólo se le ocurría una persona, a su mente sólo llegaba un nombre.

Horas después, Danielle despertó para buscar de forma sigilosa la carta que Elena esperaba tan ansiosamente. La rubia indagó sin éxito por todos lados, simulando la búsqueda de un pendiente dorado y pasado de varios minutos regresó fastidiada al camarote.

—¿Aún sigues leyendo esas cartas? Ya hasta las has de saber de memoria —dijo la joven en su retorno.

—¡Estoy tan enamorada, Danielle! —expresó entre suspiros—. Todavía me cuesta trabajo creer que esto me esté pasando a mí. Me hace tanta ilusión cada vez que me dices que sí hay carta para mí.

—Bueno, pero en esta ocasión no hubo carta.

—¿Hoy tampoco? —preguntó con tristeza y con una de sus cartas en la mano.

—Tal vez Barboza incrementó la vigilancia nocturna —comentó Danielle.

—No lo creo. Anoche que salí para hablar con él no había nadie, únicamente estábamos nosotros.

—¿De verdad piensas que quería tener fisgones mientras tenían su momento a solas? Seguramente envío la vigilancia después de que ustedes dos hablaron —soltó Danielle utilizando un tono pícaro.

—¡Oh, no! ¡Te aseguro que no fue así! —respondió una Elena apenada—. ¿Por qué no le preguntas sobre la vigilancia? Ya van cinco días sin cartas.

—Mejor pregúntale tú —respondió Danielle—. Tú eres su prometida. Por cierto, tampoco has hablado de tu compromiso con Alejandro, ¿vas a dejar que se entere hasta el día del matrimonio cuando todos estén borrachos?

—Precisamente por eso es que espero la carta de Alejandro. Necesito que responda a mi pregunta, ya que, no sé si me aceptaría como esposa sabiendo quien soy y de dónde vengo; o si solo soy una distracción para él en este barco.

—¿Y crees que te lo dirá en caso de que sea lo segundo? Para mí que tú eres la que está jugando, tanto con Alejandro como con Manuel —expuso la rubia mientras arreglaba la cama donde descansaban.

—Claro que no, pero tengo que hacer algo para aclarar esta situación. Además, anoche Manuel me pidió que pensara lo del matrimonio. Al parecer, cree que tengo razones para no casarme con él. —La castaña mordió un labio y cambió su semblante hacia uno de preocupación. 

—¿Y no es cierto? —preguntó Danielle empleando el sarcasmo.

La hija del capitán la miró fijo y se puso de pie de un brinco. 

—Bueno sí, tiene razón. Sin darme cuenta, lo culpo de todos mis problemas, cuando él también está padeciendo todo este embrollo. Debería tomar una decisión y hacérselas saber lo más pronto posible. Sin embargo, ni si quiera yo lo sé. —Elena encogió los hombros. 

—Entonces, averígualo pronto, porque pueden salir perdiendo los tres.

En definitiva, Elena quería pasar toda una vida al lado de Alejandro Díaz, pero ¿cómo lograrlo sin sentir que traicionaba a su padre y a quienes habían dedicado su vida a cuidar de ella?, Barboza tuvo razón en lo que dijo la noche anterior: nadie elige ser pirata por voluntad propia. Todos llevaron una vida difícil. ¿Qué tan malo era querer llevar una vida normal? Así que, no culpaba a Barboza por desear un matrimonio con ella, pese a que medio año fuese sobre un barco y la otra mitad en una ciudad costera diferente cada vez. Por otro lado, también estaba la idea de dejar el mundo del mar, los viajes y las aventuras para adquirir la responsabilidad de atender una casa y educar hijos; sin mencionar la vida en sociedad a la que tanto admiraba. 

«Yo no pertenezco a ese mundo» Se recordaba entre los pensamientos.

Esa misma mañana, después de la plática y el desayuno; Danielle y Elena salieron a caminar por la cubierta como era su costumbre. Elena tenía la esperanza de ver a Alejandro en sus labores, pero el rubio nunca apareció.

—¿Por qué no está? —Se preguntó—. ¿A dónde crees que lo mandó esta vez Manuel?

—No lo sé, tal vez está en la bodega acomodando especias o en el carajo —indicó Danielle. 

Ambas chicas voltearon al puesto de vigía en la parte más alta del mástil para asegurarse que el enamorado de Elena no se encontrara en el carajo como Danielle sospechó; no obstante, luego de ver el lugar desierto —salvo por unas aves—, las dos amigas comenzaron a reír.

De pronto, la risa de las jóvenes se vio opacada por el escandaloso momento que los piratas provocaban, eran risas con tonos de burlas y saña. Sin duda, algo estaba por pasar; puesto que transcurrieron muchos días sin tener la más mínima aventura y necesitaban un poco de entretenimiento antes de continuar. Danielle y Elena lograron ver al pirata más grande del barco con uno de los látigos que utilizaban para castigar a quienes se creían más listos que el contramaestre o su capitán.

—¿A quién castigarán en esta ocasión? ¿Será uno de los nuevos? —indagó una curiosa Danielle.

Elena sentía que el mundo se le movía, primero no encontró la carta de Alejandro, tampoco lo vio en cubierta y ahora un castigo se llevaría a cabo. Inmediatamente, las ideas se le pusieron en orden.

—¡Se trata de Alejandro! —declaró levantándose de un salto. 

Al mismo tiempo, Barboza demandaba subir al prisionero y atarlo al mástil. Desde el segundo piso y detrás de él, venían varios hombres jalando y empujando a quien fuera castigado. Elena no se había equivocado, azotarían a su amado Alejandro.

—¡Treinta azotes! —ordenó Barboza.

—¡No! ¡No pueden hacerlo! —abogó la mujer al escuchar el castigo y sin darse cuenta se encontraba ya a un lado de Barboza; tomándolo del brazo y suplicando parar.

—¡No se detengan! —rugió una vez más el contramaestre del barco, al tiempo que ignoraba las suplicas de Elena.

—¡Por favor, detente, no lo castigues! Dime, ¿qué es lo que ha hecho? —preguntó Elena con desesperación.

—Intenta quitarme lo que me pertenece —respondió Manuel con la mirada de un demonio puesta en Elena.

Aunque la hija del capitán intentó nuevamente convencer a Barboza, el castigo fue iniciado con el ruido del látigo cortando el viento para terminar golpeando la espalda desnuda del sentenciado, lo siguiente era un grito ahogado de dolor. La sangre brotaba de la carne viva cada vez que esta era desprendida y azotada por la crueldad del látigo.

—¡Por favor! —chilló una vez más con lágrimas en el rostro, sin embargo, el contramaestre no tenía la intención de parar el castigo. 

La molestia e indignación de Barboza a causa de las súplicas de Elena fue tanta, que de un movimiento la tomó en brazos haciendo uso de su fuerza para encerrarla en el camarote, sin importarle que Montaño estuviera observando el correctivo.

—No permitiré que continúes dejándome en ridículo frente a todo el mundo, si quieres seguir llorando, hazlo. Pero aquí, donde nadie te pueda ver o escuchar —espetó Manuel sumamente furioso.

La mujer continúo gritando, llorando y suplicando desde el interior de su habitación. Aun cuando los gritos de la joven no sirvieron de nada. Estos, no lograron ablandar el semblante de Barboza, no disminuyo el número de latigazos que Alejandro recibió o la fuerza con la que fueron dados. El caballero de Magdalena fue castigado una vez más.

Al cabo de unos minutos, los ruidos del exterior desaparecieron. La castaña seguía encerrada bajo llave sin poder salir para averiguar lo que ocurría en cubierta. Hasta que una voz le alertó de lo que que se avecinaba para ella. 

—Elena, soy yo, Danielle —susurró la joven tras la puerta.

—Danielle, ¿qué pasa ahora? ¿Qué sucede?

—Amiga, Barboza encontró las cartas que le enviaste a Alejandro. Este castigo ha sido solo el principio. Barboza quiere el exilio y el capitán aceptó —aseguró la rubia aún tras la puerta. 

Lo que Elena recién escuchó, no era algo nuevo en su vida y recordó las tantas veces que su padre castigaba a los piratas que intentaban dañar su imagen de capitán. Sin piedad, los arrojaba al mar cercas de islas desiertas para que murieran en soledad; golpeados por los arrecifes o como almuerzo de un tiburón. Ese era el castigo del exilio marcado en el código pirata.

Montaño rompió el código en un par de ocasiones, primero lo hizo cuando logró ser capitán de su primer navío «la María» y decidió llevar a su hija consigo. A pesar que el código establece no llevar mujeres o niños a bordo de barcos piratas, puesto que para ellos es presagio de mala suerte, sin mencionar las peleas que pueden surgir entre los mismos para mostrar su masculinidad. La segunda vez que el capitán Montaño rompió las normas fue cuando encontró a un niño de apenas trece años; robándole en una de las playas donde anclaban con regularidad para abastecerse. Montaño debió castigarlo con azotes, pero en vez de ello, optó por subirlo a su barco y educarlo. Con el tiempo y astucia, ese niño se convirtió en su contramaestre y el prometido de su hija. Debido a esos actos de bondad con respecto a una mujer y a un niño, el capitán se ganó el apodo de «Malaco», que significa blando o débil; pero Elena conocía a su padre y sabía que él podía ser cualquier cosa, menos débil. Sería inútil para ella abogar por el perdón para Alejandro, no obstante, debía intentarlo.

Las largas horas pasaban y Elena permaneció encerrada en su habitación hasta el anochecer. Danielle atravesó esa puerta para informarle que tanto su padre como Barboza la esperaban en el camarote principal. El camino de una habitación hacia la otra no es más que unos cuantos pasos por cubierta, pero en ese momento, el camino fue lento y largo, como esperando nunca llegar a su destino. Elena golpeó la puerta y escuchó la voz de su padre consintiendo la entrada. Respiró profundamente y decidió que haría lo necesario para ayudar a Alejandro.

—Explícame, ¿qué es esto, Elena? —cuestionó el padre, aventando sobre la mesa un puñado de cartas firmadas con el nombre de su hija.

—Son mis cartas, padre —respondió bajando la mirada.

—Creí haberte dado una orden, creí que había quedado claro que no debías acercarte por ningún motivo a ese hombre. —El enfurecido hombre reclamó la respuesta golpeando la mesa con la mano hecha puño. 

—Padre, yo....

—¡Cállate! —ordenó te tajo—. ¡Cállate antes de que pierda la paciencia contigo! Me desobedeciste, ¡Desobedeciste a tu padre y a tu capitán!

—¡Yo no soy parte de la tripulación, no soy un pirata! —replicó la hija con un tono altanero.

—Estás en mi barco, Elena. Llevas mi sangre, la sangre de un pirata. De modo que, te guste o no, eres una de los nuestros. Aunque no enrolles velas, no marques un curso o no mates un hombre; eres testigo de lo que sucede en este barco. Ese hombre y tú no tienen nada en común, por más estupideces que se hayan escrito —expuso el padre apuntando a la dirección de la puerta—. Ahora, ese hombre morirá por tu desobediencia y tendrás que vivir con ello. Ese será tu castigo.

—¡No lo exilie, padre! Por favor, no volveré a verlo o a escribirle. Viviré encerrada en mi camarote. La culpa ha sido mía, fui yo quien se empeñó en hablar con él, yo soy quien debe recibir el castigo.

—Hija... Esto no se trata de castigos o culpables como tú lo crees; has dañado mi corazón y el de un hombre que te ama. —cerró los ojos y resopló—. Creí tener una hija bien educada que sabría respetar un compromiso y tú has faltado a mi palabra dada y no nada más eso, sino que, también te involucraste con quien te dije que no lo hicieras. Fue uno de ellos quien mató a tu madre.

—¡No fue él, padre! —interrumpió Elena de forma tajante. 

—¡Pero sí uno de los suyos y todos son iguales! —bramó el capitán con suma molestia—. Todo este asunto me tiene cansado, yo ya he dicho lo que se tiene que hacer. Sin embargo, en esta ocasión no seré yo quien tenga la última palabra. El mayor agraviado y a quien le debes una disculpa es a tu prometido, si es que todavía se quiere casar contigo. Yo los dejo para que hablen a solas. 

El capitán salió de la habitación con un semblante de enojo y cansancio al mismo tiempo que cargaba con la desilusión y la vergüenza sobre él; lo que sea que pasara no le quedaba más que aceptarlo y tratar de remediarlo de alguna manera. Caminó hacia el lugar de su timón para tomar grandes tragos de aire fresco e intentar mitigar su enojo.

En el camarote del capitán, Elena seguía de pie junto a la mesa donde reposaban sus cartas, mientras Manuel Barboza permanecía sentado en uno de los rincones de la habitación que conocía bastante bien. La luz de las velas no le permitía a Elena ver el semblante del contramaestre, aunque ella podía imaginarlo.

—Manuel, sé que te encuentras molesto y merezco que lo estés, pero es necesario que hablemos —dijo ella después de un largo silencio.

—¿Hablar? Ahora sí quieres hablar, cuando hace apenas unas horas te pedí que abrieras tu corazón conmigo; quería que me explicaras lo que estaba pasando y tu respuesta fue que querías tiempo para reflexionarlo. ¿Pensar que cosa, Elena? Si lo tenías claro, ¿querías tiempo para evitar que me diera cuenta de lo que pasaba? Yo ya sabía que era lo que sucedía en mis malditas narices, sabía que habías logrado encontrar la manera de comunicarte con él, pero jamás creí que estuvieras planeando dejarnos —argumentó Barboza caminando hacia ella.

—¿Dejarlos? ¿de qué hablas? Yo no buscaba huir con nadie.

—¡Entonces que es esto! —gritó exaltado mientras golpeaba la mesa donde se encontraban las cartas de Elena.

La castaña dio un par de pasos atrás luego de mirar a su prometido convertido en una bestia, el pecho parecía explotarle, pero algo tenía que ocurrírsele para salvar de la muerte a Alejandro.

—Es evidente que estás muy afectado con todo esto, pero te ruego que no lo mandes al exilio, busca otro castigo, excepto el exilio.

—El castigo ya fue elegido y no hay nada que hacer; ni quiero hacerlo —declaró caminando hacia la puerta.

—¡Me casaré contigo! —gritó Elena y las palabras que salieron de su boca se quedaron haciendo eco en la habitación, parando en seco los pasos que Manuel daba hacia la puerta—. Si perdonas el castigo de Alejandro y lo liberas de toda piratería, incluso del código, me casaré contigo. Mañana mismo si así lo quieres. Tienes mi palabra.

Manuel con las manos hechas puño y el ceño fruncido sintió que aún podía vencer, aún podía quedarse con la mujer que amaba. Lo había herido profundamente, pero tampoco podía imaginarla con alguien más.

—¿Cómo puedo confiar en tu palabra si ya fallaste una vez? —preguntó sin siquiera voltear a verla.

—Por qué esta vez no tengo opción. Si no lo hago, él morirá.

—Está bien, acepto el trato. Cumple tu palabra y lo liberaré —respondió Barboza mientras salía de la habitación para dejar a su aún prometida sumergida en sus propias promesas.

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