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Capítulo 6: De cacería

El jefe de la policía local —de la ciudad de Magdalena— era un hombre robusto de largos bigotes; Agustín Guzmán, gozaba de buena salud a pesar de la vida agitada que llevaba debido al cargo gubernamental que desempeñaba. Solía encontrarse de buen humor la mayor parte del tiempo, pero en esa última semana solo se le podía ver con un semblante muy desgastado; había pasado días completos sin dormir y eso le provocó problemas estomacales y un terrible aspecto físico. Se había convertido en una persona complicada y agresiva con sus inferiores, sobre todo con su secretario, Simón —con quien solía ser amable—. Sin embargo, debido al exceso de trabajo, este no paraba de gritarle.

—¡Simón! ¡Simón! ¿Dónde están las últimas notas del caso Díaz? —demandó desde el interior de su oficina, al tiempo que se ponía de pie y se colocaba el sombrero. 

—Aquí están, señor —respondió Simón, corriendo en su dirección y haciendo entrega de los documentos a su jefe.

—Iré a visitar a la familia Díaz, necesito entregarles la nueva información. Además, de enterarme de cualquier nueva información.

Hace apenas algunos días, la familia Díaz reportó la desaparición del único hijo varón y primogénito de Rafael Díaz. El padre de Alejandro vivía en constante desespero, haciendo todo lo que su dinero podía comprar y lo que su poder lograra alcanzar para dar con el paradero de su hijo. Esa tarde, en especial, cuando Agustín se acercaba a la casa de la familia Díaz, contempló grandes carruajes estacionados alrededor de la casa.

 —¿Qué es lo que pasa? —Se preguntó, mientras sacaba un pañuelo del bolsillo de su pantalón y limpiaba el sudor de su frente.  

«Espero haya aparecido el joven Díaz» caviló. Toda la presión que tenía Guzmán en esa última semana, se debía a la familia Díaz, pues Don Rafael le había exigido encontrar a su hijo o se encargaría de su despido inmediato. Sin duda, al ser los Díaz Duran una familia influyente, no podía permitirse pensar en algo fuera de resolver el caso.

Antes de llegar a la entrada de aquella mansión de imponente jardín, una de las empleadas domésticas abrió la puerta principal para permitir el paso del jefe de la policía.

—Lo están esperando en el despacho, señor —dijo la mujer, mostrándole el camino. 

Agustín presentía que algo andaba mal, pero optó por verse relajado y suponer que sus problemas se solucionarían pronto. 

Al entrar al despacho del Sr. Díaz, un lugar amplio y finamente decorado, se encontró con personalidades ya conocidas en el mundo de la política, como: el jefe de la policía secreta —el Sr. Augusto Santa María—; un hombre muy rígido y firme, que optaba la mayor parte del tiempo por complacer a la clase alta adinerada de la ciudad. En uno de los elegantes sillones de piel negra, estaba sentado el alcalde de la ciudad: Leopoldo Aristegui, quien era un amigo muy cercano de Rafael Díaz; Leopoldo ganó las elecciones, prácticamente gracias al señor Díaz, ya que él se encargó de conseguir votos con la clase prestigiada de Magdalena. Por otro lado, junto a un amplio ventanal que permitía el paso de la luz natural, estaban dos de los detectives privados mejor cotizados del país: se trataba de los hermanos Marcos y Carlos Pereira; dedicados a resolver los crímenes más atroces y complicados. Solían trabajar solo para quienes podían cubrir sus cuantiosos honorarios.

—Buenos días —saludó Agustín, quien había palidecido al ver a semejantes personajes reunidos en una sola habitación.

Rafael Díaz dejó de lado toda bienvenida formal y se fue directo al punto central de la reunión, sin moverse de su escritorio o molestarse en presentarlo, dio las órdenes que continuarían con la búsqueda de su hijo varón. 

—Agustín, al fin llegas, te informo que he decidido poner el caso de mi hijo en manos mucho más eficientes que las de la policía local. Has el favor de entregarles la documentación del caso a estos caballeros. La requieren para comenzar hoy mismo con la búsqueda de mi hijo.

 El padre de Alejandro se propuso hacer todo lo posible para encontrar a su primogénito, pues para él, Alejandro era el miembro más importante de su familia.

—Señor, si me permite, puedo decirle con seguridad que las evidencias apuntan a que...

—¡No me interesa nada de lo que digas, Agustín! Te he dado la oportunidad durante una semana y no has hecho más que darme simples suposiciones y excusas absurdas. Quiero encontrar a mi hijo con vida. ¡Así que, has lo que te pido! —expresó a modo de grito el padre de Alejandro, mientras golpeaba el fino escritorio de cedro oscuro que adornaba el lugar.

—Sí, señor. Antes, podría hablarle del más reciente hallazgo; eso ayudaría mucho en la investigación de los caballeros —continuó rápidamente antes de ser callado de nuevo por Díaz.

—Pues entonces... ¡Habla ya! —señaló Rafael, después de tomar asiento tras el enorme escritorio.

Agustín miró los conocidos rostros de los presentes en el despacho y tragó saliva antes de comenzar a hablar:

—Hace unos días, cuando interrogamos a su señora esposa sobre la última vez que vio a su hijo, nos comentó que él tenía planeado salir a buscar a uno de sus amigos más cercanos: el joven Burgos. Sin embargo, el muchacho nunca llegó a la cita. Hablamos de nuevo con Burgos y nos aseguró que se verían para ir al embarcadero a atender asuntos personales.

—¿Al embarcadero? —preguntó Rafael—. Nuestros barcos estaban fuera ese día, ¿a qué iría Alejandro al puerto? ¿De qué asuntos personales hablas?

—Los asuntos personales los desconocemos, señor. Aunque, hemos verificado la ausencia de las naves comerciales y en efecto: no había negocios pendientes de su compañía. Lo corroboramos con el administrador de su empresa. Entonces creímos que, al tratarse de un asunto personal, tal vez decidió asistir al embarcadero solo, más nadie lo vio en el lugar o a los alrededores. —Respiró hondo y echó una ojeada a los documentos que tenía en la mano—. Por otro lado, un joven muy similar a su hijo, sí fue visto por el camino estrecho que llega a la playa de... Manzanilla.

Rafael Díaz frunció el ceño.

—¿Manzanilla? No es esa la playa de los...

—Piratas, sí... Llevamos años tras esos sin vergüenzas —intervino el jefe de la policía secreta. 

Augusto Santa María, odiaba a los piratas más que nadie. En varias ocasiones estos habían sido mucho más listos que él y toda su flotilla: dejándolos en ridículo ante la ciudad y el país.

—Eso es imposible, mi hijo es un caballero, jamás se mezclaría con esa gente —negó Rafael tajante.

—El hombre que aseguró haberlo visto, ignora si iba amarrado o libre. No obstante, hay otra información que tal vez tenga algo que ver con esto —continuó Agustín Guzmán.

—¿Qué es?

—En los reportes del día que se vio al joven Alejandro por última vez, encontramos que hubo una pelea en la plaza de la ciudad. La mujer que hizo el reporte aseguró que se trataba de un caballero auxiliando a un par de mujeres de un hombre cuya descripción suele ser la de un pirata.

—No entiendo, ¿eso que tiene que ver con Alejandro? —cuestionó el padre con la cara de incógnita. 

—Creemos que ese caballero pudo ser su hijo.

—Y de ser así, ¿Alejandro desapareció a manos de unos piratas? 

El robusto hombre se dejó llevar por todo tipo de pensamientos tortuosos que le aseguraban que la vida de Alejandro corría peligro. 

—Es una probabilidad, señor —consintió Agustín, mientras limpiaba el sudor de su frente nuevamente.

—Si lo que dices es verdad, será realmente muy difícil dar con su paradero. Debemos interrogar a esas mujeres y cada vendedor o persona que haya estado presente en la plaza ese día —sugirió Augusto Santa María al tiempo que se acariciaba la barbilla. 

—No sabemos de qué mujeres se trate y menos de los testigos... bueno, es mucha la gente que frecuenta la plaza, señor —resolvió Agustín, tratando de mantener el control del caso.

—También es mucha la gente que me conoce y sabe de mi familia. Dudo mucho que no quieran contribuir con un simple interrogatorio. Además, esos piratas se han convertido en una verdadera plaga. Encima, si es verdad, que ya no solo están en las costas o en mar abierto, sino que ahora también se encuentran entre nosotros, necesitamos hacer algo rápido para acabar con ellos —soltó Díaz haciendo alarde de su poder. 

—Puedo mandar a uno de mis hombres a investigar entre la gente que frecuenta la plaza, pero los vendedores no hablarán; ellos hacen tratos con esas ratas y siempre están bajo amenaza o a su favor —continuó Augusto Santa María.

—Eso déjamelo a mí, haré que revoquen sus permisos de ventas de no hablar. Después de todo, hacer tratos con piratas está prohibido y debe ser castigado —anunció Leopoldo Aristegui con una sínica sonrisa mientras bebía de su brandi.

—Si nos lo permiten, nosotros nos encargaremos de investigar más sobre esa playa de piratas... Manzanilla. Probablemente, ahí podamos encontrar algo —comentó uno de los Pereira. 

Los hermanos Pereira al escuchar de la famosa playa se sintieron atraídos de inmediato. Sin duda, disfrutaban del peligro y de la recaudación de información que representaba todo un reto para ellos.

—Excelente, cualquier precio que tenga que pagar por información o lo que sea que se tenga que hacer, será poco. En esta ocasión se trata de mi hijo, pero después será uno de nosotros o el mismo presidente. Los piratas son quienes han iniciado una guerra al intentar mezclarse con nosotros y si tenemos que acabar con cada uno de esos malnacidos: que así sea.

Los hombres presentes en la habitación sabían del riesgo que conllevaba enfrentarse con piratas; eran ruines, sin escrúpulos e inteligentes; sabían moverse en el mar a la perfección. No había barco de la ciudad que no hubiese sido asaltado por piratas. De haber comenzado a mezclarse entre la sociedad, con certeza conocían ya todas esas nuevas estrategias de combate que tenían planeadas contra el enemigo. Perder contra ellos, no solo era una muerte casi segura, sino también se convertirían en objeto de burla del país completo; tenían el riesgo de perder sus riquezas, el honor y el respeto de la sociedad, lo que para cualquier aristócrata era peor que la muerte.

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