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Capítulo 5: Reencuentro

Alejandro Díaz era un joven de veinticuatro años que pertenecía a una de las familias de mayor linaje —como a ellos les gustaba nombrarse—, contaban con mansiones extravagantes en algunos de los puertos mercantes más importantes de la época. Los antepasados de la familia  habían hecho una gran fortuna con la exportación e importación de telas; alfombras, especias y algunos otros artículos de considerable valor. 

El padre de Alejandro acostumbraba a llevar a su hijo consigo a todos sus viajes de negocio y a las tiendas de comercio donde vendían la mercancía que llegaba desde tierras lejanas en sus barcos. Él decía, que no había mejor educación para su hijo que la de enseñarle el negocio de la familia por mano propia, negocio que él un día manejaría.

Estando encerrado en un pestilente sótano de un barco pirata, Alejandro no podía más que agradecer aquellos viajes que había tenido con su padre, pues le ayudaban a no sentirse demasiado mareado e incómodo a pesar de los golpes recibidos y de que la bodega de un barco, no era exactamente igual de cómodo que un camarote de lujo. Para el prisionero, aún era muy confusa la situación en la que se encontraba, pero estaba decidido a volver a su hogar con vida.

Dos pisos arriba de la celda, se ubicaban los camarotes privados de la embarcación: uno le pertenecía al capitán y el otro a su hija, donde dormía con su dama de compañía y amiga Danielle. Las habitaciones, a pesar de ser parte de un barco pirata, estaban perfectamente decoradas y equipadas. En la de Elena había una cama con espacio para dos o tres personas; contaba con hermosas sábanas de tela suave y agradable al tacto; conseguidas en la lejana china. En uno de los rincones, estaba una tina de baño cubierta por un biombo de origen japonés. Los muebles fueron hechos con las maderas más finas como caoba y ébano: principalmente obtenidas de África y Asia. El suelo fue cubierto, en gran parte, por extravagantes alfombras tejidas a mano por artesanos hindús y las paredes decoradas por retratos pintados por artistas famosos de Europa. Pero la parte que más apreciaba Elena, no era lo que podía encontrar en el interior, sino la ventana que tenía en uno de los extremos de la habitación; misma que le permitía disfrutar de la vista y sentirse en libertad bajo la inmensidad del océano; ver los colores del atardecer y sentir el aire fresco que el mar ofrecía por las mañanas. 

El día del abordaje, cuando Elena entró a su camarote, padeció de incomodidad debido a los hechos, no sentía la misma emoción que la acompañaba cada vez que subía a uno de los barcos de su padre; ella creía tener la obligación de hacer algo por el joven golpeado y prácticamente secuestrado que arrastraron a la nave.

—Danielle, necesito que me hagas un favor. —Acechó a la rubia sujetando los dobleces de su vestido con ambas manos. 

—¡Ay, no! Ya sé por dónde vas —expresó soltando el aire a señal de fastidio. 

Sin embargo, Elena no se detendría, había una especie de remordimiento que la atormentaría hasta que ese joven fuera liberado, o al menos eso era lo que intuía. 

—Por favor, solo necesito que lo ayudes: límpiale las heridas, llévale algo de comer y de beber. Tú lo viste igual que yo, ¿consideras que lo merece después de habernos ayudado?

—No, claro que no lo merecía, aunque sabemos que de ninguna manera se libraría del código. —Negó con la cabeza al tiempo que se fingía ocupada entre las cosas de un baúl. 

—Sé que su brutalidad es normal—dijo posicionándose frente a su amiga para llamar su atención—. Únicamente pienso que sus circunstancias en este barco pueden ser menos crueles. Lo ayudaría yo misma, pero sabes que tanto mi padre como Manuel siempre me están vigilando y después de lo de hoy, no me permitirán acercarme.

—Está más que claro que no lo van a permitir, Elena. Te pusiste en evidencia y en contra de Barboza. Escucha, sí te ayudaré, primero porque tienes razón; no lo merecía.  Segundo porque eres realmente molesta y no me dejarás en paz hasta que lo haga, pero antes tenemos que esperar a mañana o a que se calmen los ánimos de todos —expuso Danielle buscando tranquilizarla por al menos unas horas.

Momentos después, cuando el barco ya iba encaminado hacia su nuevo destino y la noche abrazaba la inmensidad del océano, las jóvenes escucharon golpes tras la puerta del camarote. Era Manuel con un mensaje para Elena.

—Elena, tu padre quiere verte —informó Barboza detrás de la puerta con voz apacible.

—Enseguida voy —respondió mientras abría la puerta, no sin antes lanzar una mirada de «te lo dije»  a Danielle, para después salir de la habitación escoltada por Manuel. 

Elena pretendía entrar directamente al camarote hasta que Barboza obstruyó el paso con uno de sus brazos, la joven castaña sin sorprenderse en absoluto, miró el esculpido brazo del contramaestre y luego fijó la mirada en él. Era obvia su molestia basada en los desplantes de ella. 

—¿Qué necesitas? —preguntó.

—Deberías decírmelo tú.

La joven dama hizo una mueca con los labios apretados para evitar decir algo.

—Podremos hablarlo más tarde. Ahora debo entrar —soltó sin agregar nada más. Después abrió la puerta y pasó por debajo del fuerte brazo del contramaestre. 

»Diga usted, padre —dijo con amabilidad ya estando de pie frente al capitán, quien en ese momento no se encontraba de buen humor.

El regordete hombre mostró un semblante rígido iluminado solo por la luz de las velas, tomó una bocanada de aire y frunció el ceño que le demostraría a su hija que no tenía manera de convencerlo. 

—Tengo la ligera sospecha de que vas a seguir tratando de ayudar a ese hombre, así que te lo diré de una sola vez: si te veo a ti o a Danielle cercas de él; hablando con él, mirándolo o siquiera que lo menciones; te encerraré en tu camarote hasta que toquemos tierra y te aseguro que esta vez no será una simple amenaza —indicó caminando hacia ella con total firmeza—. Es un aristócrata y un asesino; se creen dueños del mundo, de todas las riquezas  y de personas como nosotros. He pasado toda mi vida cuidando de ti y no pretendo perderte ahora, ¿has entendido?

Elena notó a su padre bastante molesto, y supo que no podría conseguir lo que quería en esta ocasión. El incidente de la plaza causó serios problemas para su padre, por lo que se limitó a asentir con la cabeza y soltar un «sí, padre» casi en un murmullo.

—¡Ah! Otra cosa, le debes una disculpa a Manuel —ordenó, señalándola con el dedo. —¡Es tu prometido, por Dios! Y te comportas como una chiquilla malcriada frente a él, pero... qué vergüenza, tal parece que te crio una persona irrespetuosa y sin educación.

La joven frunció el entrecejo de la misma manera que lo hizo su padre momentos antes, si bien, sabía que le debía respeto al hombre, le molestaba la sola idea de acatar siempre sus decisiones. 

—No me crio una persona sin educación, padre; aunque, sí un pirata —reprochó antes de salir de la habitación para dejar al capitán aún más enfurecido. 

A las afueras de la habitación vio de nuevo a Barboza cercas de la proa; observando las aguas recorridas con ayuda de un catalejo. Elena pensó en obedecer por esta ocasión a su padre y disculparse con Manuel. Después de todo, él era un buen hombre que sólo hacía su trabajo. Sin embargo, ella aún se encontraba demasiado furiosa y sensible con todo el mundo como para disculparse.

—Lo haré mañana —dijo para sí misma y fue a su camarote para hablar con Danielle—. Mi padre está furioso y sabe que intentaremos ayudarlo.

—Sí, claro. Lo imaginé desde el principio —repuso la rubia que apenas si se inmutó por la noticia. 

—¡Además, quiere que me disculpe con Manuel! —agregó dejándose caer sobre una silla de tapiz rojo. 

—¡Ay, Elena! Solo a ti se te ocurre gritarle a tu prometido frente a tantas personas, incluyendo a tu padre y la tripulación, cualquiera estaría más que molesto contigo con semejante espectáculo.

—¿Tú también? Ya mañana me disculparé con él. Por el momento, lo que tenemos que hacer es pensar en cómo llevarle agua y comida a Alejandro. Tal vez, podamos pedírselo a alguno de los tripulantes.

—Nadie se va a atrever a desobedecer al capitán. Fue muy claro cuando le indicó a Barboza las condiciones del prisionero y él jamás deja un nudo mal amarrado. Tú lo sabes mejor que yo. Deberías de hacerle caso al capitán por esta ocasión, además no lo dejarán morir de hambre y dentro de unos días le permitirán salir a cubierta. Tiene que trabajar, ¿no?

—Supongo que sí... ¿Podrías al menos averiguar eso con Manuel? ¿Por favor? Y te prometo dejar el tema en paz, una vez que concluya esto —emitió al tiempo que se inclinaba en dirección a Danielle para tomarle las manos. 

Por su parte, la rubia no pudo hacer más aparte de suspirar profundo y asentir a sabiendas de que resultaría inútil cualquier plan que se les ocurriera. 

—Está bien, aunque será mejor esperar a mañana, después que te disculpes con él. —Miró a Elena hacer una cara retorcida cuando escuchó las últimas palabras, puesto que aún no sentía deseos de pedir una disculpa—. Lo siento, pero tienes que hacerlo. Te quiere tanto, que en cuanto te disculpes, hará lo que le pidas.

Esa noche, Danielle y Elena no hablaron mucho. Ambas fueron directo a la cama, intentando dormir y olvidar los últimos acontecimientos. Con normalidad se encontraban rodeadas de hombres peleando, batiéndose en duelos, enfrentamientos, muertes y sangre. Lamentablemente, para ellas, esta ocasión era diferente, tomando en cuenta que se trataba de alguien ajeno al mundo al que pertenecían y —quien sin siquiera conocerlas— fue en su auxilio aquella tarde en Magdalena. Elena pensaba en las cosas que su padre siempre decía sobre los aristócratas, que eran poco honorables y cobardes. Entonces... ¿Por qué él habría actuado diferente? ¿Habría hecho lo mismo de saber quiénes eran ellas en realidad? 

Tal vez no —respondió para sí misma, «posiblemente, solo nos ayudó porque creyó que se trataba de dos nobles damas de familias distinguidas» suponía al momento de quedarse dormida.

La mañana siguiente, Elena salió de su camarote temprano, sabiendo que tanto su padre como Barboza ya estarían despiertos. Así que decidió buscar a Manuel para cumplir con lo solicitado por su padre antes de que se enterara de que había hecho caso omiso la noche anterior. Volteó a todos lados sin percibir algo que no fuera el aire fresco que le ofrecía la mañana. Tuvo curiosidad por la ausencia de Manuel y creyó que podría seguir durmiendo. 

«Quizá no hay nadie vigilando al prisionero », pensó. 

Dio media vuelta sobre sus talones y se encaminó hacia uno de los costados del barco donde se encontraban las escaleras que descendían al segundo piso de la nave, pero incluso antes de poner un pie sobre el primer escalón de la escotilla, apareció Barboza; subiendo las mismas escaleras que Elena pretendía bajar. 

—¿A quién buscas, Elena? —preguntó este con un semblante desencajado.

—A ti... Manuel —respondió con una voz tímida y cortante.

—Bueno, aquí estoy. ¿Qué necesitas?

—Quería disculparme por lo que dije ayer en Manzanilla, sé que hice mal y no debí hablarte de ese modo, perdóname —dijo Elena bajando un poco la mirada.

Barboza a pesar de ser un hombre al que le había tocado crecer y formarse con piratas: se convirtió en una persona justa, sabía diferenciar entre el bien y el mal, reconocía el trabajo arduo y pesado, así como la maldad y la bondad. Para él, ser pirata no fue una elección o un estilo de vida, sino el único camino que conocía, la única labor que le fue enseñada. 

Esa mañana, despertó más temprano de lo normal, pues no pudo conseguir una noche placentera, más bien todo lo contrario. Se le miraba cansado con grandes ojeras, usaba la ropa que acostumbraba a vestir cuando subía al barco, botas grandes y negras —que mantenían sus pies secos— portaba un pantalón bombacho con una camisa ligera sin nada debajo que le permitían sentirse fresco.

Al escuchar la disculpa de Elena, su rostro se ablandó como si le hubiera vuelto un poco de energía al cuerpo; observó a la joven con una mirada profunda, que consentía ver el marrón de sus ojos, mientras utilizaba una mano para levantar el mentón de Elena con delicadeza.

—Jamás haría algo que fuese indigno de ti, lo único que busco es cumplir con mi rol en este lugar y poder protegerte. Tu padre y tú, pero sobre todo tú, son lo mejor que tengo; me han dado una parte importante en sus vidas y eso ya lo considero un regalo... No puedo permitirme perderte.

—No debes preocuparte por ello, no me perderás, aunque quisiera huir, ¿a dónde iría? ¿Con quién? Jamás he andado por ahí sola o logrado algo por mí misma, no soy como tú, no soy como nadie en este barco. —Lo dijo con recelo por la audacia de los piratas. 

—Eres mejor que el resto de nosotros —respondió Barboza, intentando abrazar a la mujer que amaba. 

Sin embargo, Elena aún no se sentía cómoda con las muestras de cariño que le ofrecía su prometido. Así que buscó la manera de salir de su alcance sin hacerlo sentir ignorado.

—Así es como me gusta verlos: sin peleas y sin culparse. Somos piratas y muchos de nosotros hemos terminado aquí por hacer locuras por amor. Pronto tendremos que ponerle fecha a su boda, ¿de acuerdo, hija? —preguntó el capitán Montaño quien acababa de salir de su habitación para presenciar la romántica escena entre Manuel y Elena.

—Cuando guste, padre. Sabe usted que no puedo ir a ningún lado —resolvió con tono burlón, pues se encontraban en el océano—. Si me disculpan, iré con Danielle a desayunar algo. 

Ambos hombres contemplaron a Elena alejarse. Los dos sabían que seguía molesta por la situación, no obstante, ya nadie podía hacer algo para cambiar los hechos. 

—¿Ella se disculpó? —preguntó Montaño con los brazos entrelazados.

—Sí, capitán. Lo hizo, aun cuando sé que usted se lo pidió. 

Transcurrió una semana desde que zarparon de Manzanilla, tanto Danielle como Elena se disponían a salir de su habitación, luego de haber tomado el desayuno para dar un pequeño paseo por cubierta y observar a la tripulación trabajar —muy a pesar de las indicaciones de Manuel y Montaño de permanecer en el camarote—. Esa mañana, Danielle logró divisar a Alejandro —el andrajoso prisionero que habían tenido por toda una semana en el sótano del barco—; tenía un aspecto completamente diferente a cuando lo vieron por primera vez en la  plaza de Magdalena; le habían quitado sus ropas y le dieron algo más simple para vestirse como marinero: pantalones desgastados y una camisa grande que logró ajustarla al cuerpo con una faja de tela; su cabello iba alborotado por el viento. A pesar de la suciedad que llevaba encima aún se podía ver el rubio de su pelo y los ojos azules que le caracterizaban.

—Elena mira, es tu salvador —dijo Danielle, utilizando un tono de burla, ya que durante la semana completa Elena no había parado de hablar de él. 

La joven volteó con rapidez para cerciorarse por sí misma de lo dicho por Danielle 

—Es verdad, pero... ¿Qué está haciendo?

—Limpiando la cubierta, es obvio —señaló la rubia mientras mordía una manzana —. Recuerda que tiene que trabajar para tu padre.

—Sí, pero él no haría eso, sino el trabajo de Juan. 

—No, claro que no ¿apoco crees que Barboza lo quiere tener tras de él todo el tiempo como hacía con Juan? Era lógico que le darían el trato de un grumete, y por favor no hagas un escándalo por eso. Mejor aprovecha que no está tu padre o Barboza a la vista y ve a darle las gracias por su ayuda.

—¿Las gracias? ¿Cómo supones que me va a ver con buenos ojos, si por mi culpa está aquí?

—¿No dices querer ayudarle? Ve a saludar.

La castaña mordió uno de los labios, miró de reojo alrededor de la nave y apretó la falda del vestido con ambas manos como quien busca algo de valor. 

—Está bien, me acercaré, pero tú me dices si viene mi padre o Manuel. 

Daniell asintió y Elena caminó tímidamente a donde el prisionero pensando en la cantidad de cosas que tenía para decirle desde el incidente en la plaza. 

—Hola, ¿me recuerdas? —soltó con timidez.

Alejandro levantó la mirada de las labores que le ordenó Barboza y la fijó en el rostro de la doncella que le hablaba. 

—¿Cómo olvidarte? Eres la mujer de la plaza —respondió el joven sin mayor interés.

—Sí, la misma. Quería darte las gracias por haberme ayudado aquel día, de no haberlo hecho, dudo mucho que yo estuviera aquí.

—Yo tampoco estaría aquí —replicó para ver signos de preocupación en el rostro de Elena.

—De verdad hice lo que pude para evitarlo, yo no quería que terminaras aquí, aunque solo será un año, después te dejarán ir —explicó escondiendo el nerviosismo entre los dedos de sus manos.

—Eso ya es algo, espero el tiempo pase rápido —dijo el joven al tiempo que deslizaba uno de sus cabellos por detrás de la oreja.

La castaña recordó haber visto ese movimiento y ese cabello en algún otro lugar, creyó estar imaginando, pero se atrevió a preguntar. 

 —¿Asistes con frecuencia a las fiestas en Magdalena? —interrogó casi en un grito que salió de manera espontanea. 

El muchacho arqueó una ceja y se encogió de hombros, le parecía una pregunta muy extraña. 

—En ocasiones, ¿por qué? —emitió al tiempo que arqueaba una ceja. 

—¿Fuiste a la fiesta de disfraces de la casa de la calle Santa Lucía?

El corazón del noble rubio se aceleró de manera inimaginable mientras le regresaba la ilusión al cuerpo, olvidando por completo el barco de bandera negra en el que estaba. 

—¿Eres tú la dama que salió huyendo? —cuestionó de manera energética percatándose de las mejillas sonrojadas de Elena y la sonrisa larga que no se podía ocultar.  

Pensar en otra cosa, le sería imposible, él apostaba a que el destino los había puesto en el mismo barco; muy a pesar de las circunstancias complicadas. 

 —Sí —expresó ella.

Ambos jóvenes ilusionados, sentían una energía que les invadía el cuerpo, sus miradas quedaron entrelazadas por segundos que parecieron horas y sin poder decir más, Elena comenzó a dar pasos hacia atrás, pues Danielle había comenzado a alertarle sobre la presencia de su padre.

 —¡Regresa! ¡Regresa ahora! ¡Tu padre ya viene!

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