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Capítulo 4: El castigo

Elena y Danielle no podían creer que aquel que tenían frente a ellas fuera el mismo que las auxilió en la plaza de Magdalena; tenía la ropa rota y llena de sangre. Sangre que en un principio parecía no ser de él, pero al verle el rostro, notaron que no podría ser de alguien más. El prisionero fue golpeado al grado de no poder abrir uno de sus ojos; tenía un labio hinchado y la boca llena de arena; sus movimientos eran limitados, gracias a las gruesas cadenas que le ataban manos y tobillos.

—¿Qué le han hecho? —preguntó extrañado el capitán Montaño.

—Al parecer los muchachos se enteraron de que mató a Juan y quisieron recordárselo —respondió Barboza sujetando los brazos del afectado.

—¡No lo creo! Ellos te respetan, no hacen nada sin tus órdenes y no has perdido oportunidad de culparlo —alegó Elena con total molestia y señalándole a la cara.

Montaño notó el descontento por parte de ambos, entrecerró los ojos y levantó la palma de la mano para declinar las incriminaciones de su hija para con el contramaestre. 

—¡Ya basta, Elena! Es mejor que no digas nada —ordenó tajante.

La joven castaña quería responder a pesar de saber que nada de lo que dijera o hiciera lo liberaría del castigo impuesto por su padre. Por otro lado, Barboza escuchaba molesto las acusaciones de Elena mientras intentaba mediar su difícil temperamento.

—¡Bueno, ya! ¡Ya basta! —intervino la Gitana, buscando calmar la situación. —Igual la calentadita le ayudará a entender su nueva condición de vida, será mejor que se apresuren porque el hombre está desaparecido desde anoche y es probable que comiencen a buscarlo pronto. Por el momento, yo me encargo de apaciguar las cosas aquí.

El muchacho encadenado y golpeado, no pudo evitar escuchar la temeraria conversación de los piratas, lo que le daba a entender que lo peor estaba por sucederle.

—¿Qué es lo que me harán?—. Logró articular a pesar de las heridas en sus labios.

Las miradas de todos se entrecruzaron, el rubio que estaba por recibir un castigo, demandaba su libertad sin tener en cuenta que la acaba de perder. No obstante, el capitán Antonio Montaño se paró frente a él, dándole la cara al nuevo miembro de La María. El resto se limitó callar y a observar la condena dicha con la tajante voz de su capitán. 

—Alejandro Díaz, si es ese tu verdadero nombre, se te ha acusado de haber matado a un pirata: uno de los nuestros. Así que, ahora, tú le debes tus servicios a la hermandad. Trabajarás para mí, subirás a mi barco y serás parte de mi tripulación por un año o hasta que demuestres que has pagado tu deuda.

—¡No! ¡No! Por favor, no pueden obligarme a hacer eso —reprochó con las palabras atrapadas en el pecho y con el rostro apenas levantado—. Yo no hice nada, lo que pasó fue un accidente, yo solo ayudé a esa mujer de ahí. ¡Por favor diles lo sucedido! 

Elena no pudo más que llevarse una mano a la boca y bajar los ojos, pues sabía que su padre jamás permitiría que el desconocido quedara en libertad.

—Es mejor que te quedes callado, muchacho —aconsejó la Gitana, atravesando su choza de palma y la pipa todavía en su mano—. Tu castigo debió ser la muerte, pero tu nuevo capitán tiene una deuda de sangre contigo.

—Deuda que ya he pagado al perdonarte la vida —interrumpió Montaño dando un paso al frente y colocándose al nivel de los ojos de Alejandro.

El hombre vio pasar por su cabeza todo tipo de cosas, recordando las inquietantes historias que solían escucharse sobre los piratas, pero de eso a convertirse en uno, existía un abismo al que posiblemente no sobreviviría.

El capitán dio la orden de abordaje y la playa comenzó a vaciarse; los hombres de Montaño subieron en botes salvavidas para llegar a la María, él hizo lo mismo junto con Danielle, Elena y Barboza. Finalmente, Manzanilla volvía a la normalidad con tan sólo unos cuantos piratas ebrios y el ruido de las olas del mar.

Todos subieron a la cubierta de la María, el majestuoso barco de madera oscura de aproximadamente novecientos metros cuadrados nada más en la superficie, con dos mástiles coronando el velaje y cuarenta cañones defendiendo a su tripulación. La nave de bandera negra, comandada por Montaño, era ya reconocida por su despiadada tripulación y su particular afición por atacar naves mercantes procedentes de Magdalena, —la misma ciudad que el capitán visitaba con frecuencia—. Después de subir al navío, Barboza comenzó con las órdenes para zarpar; no obstante, permanecía molesto por sus recientes conflictos con Elena: la hija de su capitán. 

—¡Hazlo de nuevo, está mal! —Le indicó el contramaestre a un marinero, después de ver un terrible amarre de velas. 

No obstante, el hombre no tenía deseos de repetir su trabajo y prefirió ignorarlo. Barboza, siendo autoritario y perfeccionista de su trabajo, se dirigió de nuevo al marinero para reprenderlo.

»¡Que lo hagas de nuevo te dije! —gruñó de un modo amenazador. 

—Oye, Barboza, arregla tus problemas con la hija del capitán y no me molestes a mí con tus tonterías —respondió, desmeritando en trabajo de Barboza.

El contramaestre enfurecido como ya era costumbre, tomó uno de los cuchillos que portaba en su cinturón y lo presionó contra la boca de aquel altanero. 

—Repite lo que dijiste —señaló, sometiendo al pirata con ambas manos sobre uno de los enormes barriles que estaban en cubierta. 

El marinero parpadeó un par de veces sin intentar nada más, quería defenderse, aunque era más el miedo que le tenía a su superior. En cuestión de segundos, Montaño apareció y se percató de la situación casi de inmediato. 

—¡Barboza, suéltalo! —exigió el capitán, sabiendo de la fuerza y destreza de su segundo.

—Si vuelves a decir algo como eso, te arrancaré la lengua y se la daré a los peces, ¿comprendes? —amenazó el contramaestre al oído del andrajoso hombre.

El marinero asintió con la cabeza y notó cuando Barboza retiró el cuchillo de su boca para usarlo sobre la línea de amarre del velamen, estas soltaron el agarre y se les permitió fluir según el viento.

»Ahora tendrás que subir al mástil y cambiar toda la cuerda —ordenó Barboza con un frío semblante que intimidaba a cualquier miembro de la tripulación.  

El pirata, sin mayor opción, inició con su labor sin objetar de nuevo, cogió la soga del suelo y subió por el mástil. 

—¿Qué pasó ahora, muchacho? —preguntó el capitán que lo había observado todo.

—Nada, señor. Ya casi está todo listo para zarpar —respondió este sin entrar en detalles. 

Por su parte, era tanta la confianza que Montaño depositaba en el contramaestre que muy pocas veces se detenía a cuestionar sus decisiones o acciones para con la tripulación. Era un marinero inigualable y su destreza era envidiable. 

—Bien. Barboza, el nuevo será tu responsabilidad, deberás enseñarle cuáles serán sus tareas en este barco como grumete, así como las consecuencias de su desobediencia; y por cierto, intenta sosegarte, ya no quiero más problemas con él, ni con nadie.

Manuel asintió, sabiendo que, aunque Alejandro no fuera de su agrado; tendría que verle la cara por una larga temporada. Sin embargo, eso no era un problema para él, pues con el tiempo se aseguraría de que padeciera cada minuto de su estancia en la María para enseñarle cuál era su lugar en el barco. Por otro lado, la presencia del rubio no era una de las principales preocupaciones de Manuel. Después de todo, tenía asuntos personales mucho más importantes que priorizar y entre ellos estaba la pronta culminación de sus anhelados sueños.

Años atrás, cuando el joven contramaestre aún era un adolescente y un aprendiz: Montaño y su tripulación tocaron puerto en la famosa isla de Tortuga, buscando abastecerse. Fue entonces, donde una vieja bruja se acercó a Barboza —atraída por la fortuna y la energía que el muchacho desprendía—, tomó su mano alegando saber el futuro y sin esperar una moneda a cambio le habló de su destino. 

«Tú te convertirás en el más grande pirata que el mundo conozca, sólo hasta que tu corazón sea amado y herido por una mujer»

Barboza recordaba la profecía de la vieja bruja constantemente, sin creer que esta se volviese una realidad.

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