Capítulo 33: Tesoros y proezas
Manuel y Elena lograron llegar al embarcadero, donde se escondieron en una pequeña caseta de vigilancia completamente vacía; respiraron por breves segundos buscando recuperar el aliento que perdieron tras la carrera y en el acto, miraron los barcos anclados a las orillas del muelle. En uno de los extremos estaba el JJ y junto a él, La María. Barboza no pudo sentir mayor alivio y felicidad que ver a la preciosa María aguardando por su regreso. Por un instante, pensó en caminar libremente por el puerto para abordar su nave, pero Elena le recordó la compleja situación de la que aún no se libraban.
—Debemos esperar al resto —expresó mientras miraba como el rostro de Barboza regresaba a la normalidad.
Las dos naves, situadas junto a otro navío que no parecía ser de velas negras, aguardaban en oscuridad y silencio el regreso de su infrahumana tripulación.
—Aquí era donde debíamos vernos, Julia lo dijo muy claro —aseguró Elena.
—Lo sé, pero algo está muy raro. La tripulación todavía no vuelve a pesar de que ha pasado algo de tiempo. Estaba seguro de que ya estarían aquí y que debido a eso fue el cese de cañones —respondió Manuel.
—¿Qué haremos?
—No lo sé, por ahora no podemos hacer mucho. Hay demasiados guardias que parecen estar buscando algo.
—Más bien nos buscan a nosotros —resolvió la castaña.
—Es seguro, pero tampoco han intentado acercarse a los navíos. ¿Por qué? No creo que no los hayan reconocido como barcos de vela negra. Además, no sé cuáles son los barcos que han disparado los cañones, estos no pueden ser porque están aquí, a menos que los atraparan y por eso están ancladas en el muelle —especuló Manuel acariciando su mentón.
—De alguna manera tenemos que saber qué es lo que pasa. Pronto amanecerá y si no salimos de aquí... Ni siquiera puedo imaginar lo que sucederá —dijo la mujer con el rostro temeroso—. Tal vez podríamos hacer una de esas señales que ustedes hacen para comunicarse entre barcos, durante la noche —sugirió.
—Buena idea, ayúdame a encontrar una vela.
Dos de los guardias caminaban con miedo a través de las penumbras que ahora sofocaba la ciudad. En su camino, se escuchaban algunos gritos ahogados por el viento helado que venía desde el mar, cualquier guardia o pirata que anduviera vagando por la zona podía sentirse vulnerable ante la idea de lograr ser visto por el enemigo. Incluso, atacado sin siquiera levantar un arma.
Estando ya en el interior del muelle, un hombre aseguró haber escuchado ruidos que venían desde el punto de vigilancia del embarcadero.
—¡Escuchaste! —expresó el guardia atemorizado.
—Sí, viene de la caseta. Supongo que son quienes se encuentran haciendo guardia esta noche — aseguró el segundo de los guardias con un mosquete en la mano—. ¿Por qué no vas a ver de quien se trata?
—¡No, claro que no iré! Yo prefiero salir de aquí lo más pronto posible. Que tal si se trata de un pirata.
—¡Oh, vamos! No seas un miedoso. Si se trata de un pirata lo matas y listo.
—Ya que tan valiente te crees, ¿por qué no vas tú?
—Pues, porque yo fui quien escuchó el ruido.
—¡Exacto! Justo por eso. Tú tienes que ir.
—Muy bien, iremos los dos, pero estoy seguro de que es uno de los nuestros —comentó el guardia, para dirigir sus pasos rumbo al origen de los ruidos.
Continuaron acercándose con suma precaución hasta llegar a la entrada de la caseta de madera. Los dos hombres respiraron hondo y con señales de mano confirmaron que entrarían a la cuenta de tres.
—Uno, dos, tres —susurraron a la par y empujaron la puerta.
Sorpresivamente, para ambos, no parecía haber registro de alguien en el lugar, salvo por una lámpara de aceite que estaba encendida.
—No hay nadie —dijo uno de los guardias, mientras observaba las naves ancladas en el muelle.
—¿Y esa luz? —preguntó un guardia al otro.
Sin embargo, la pregunta fue opacada por el sonido de un cuerpo cayendo al suelo. El guardia que seguía de pie, apenas si pudo entender lo que estaba sucediendo cuando sintió el frío metal de un cuchillo sobre su garganta. Frente a él, estaba una mujer de sucias ropas y a su espalda, un fuerte pirata inmovilizándolo, así este no intentaría alguna actividad peligrosa.
—No dirás absolutamente nada que no sea necesario y si gritas o intentas algo morirás, ¿está claro? —amenazó Barboza.
El hombre se limitó a menear la cabeza para asentir.
—¡Manuel! Hay una luz encendida en el barco. ¡Funcionó! —dijo Elena apuntando hacia el navío frente a ellos.
—Tapa la luz dos veces con lentitud, de responder de la misma manera, se trata de nuestra gente —aseguró el pirata.
Elena obedeció la indicación y esperó la respuesta del barco que se dio casi de manera inmediata. Con las energías de regreso en el cuerpo, la mujer miró a Barboza sin decir una sola palabra, pues no quería que alguien ajeno a la conversación los escuchara.
Manuel asintió de igual manera y regresó su concentración al guardia que tenía bajo amenaza para un interrogatorio.
—¿Cuántos hombres nos buscan?
—No lo sé —respondió el guardia.
—Dime un número aproximado.
—Esta mañana éramos cerca de doscientos hombres tan solo en la ciudad.
—¿Hay más? ¿Dónde están?
—En la playa de Manzanilla, los esperaban allá.
—¿Saben que llegamos?
—No lo sé, supongo que sí. El comodoro envió un mensajero a Manzanilla y al resto nos dividió aquí en la ciudad.
—¿Te pidió matarnos?
—No, señor. Yo no fui enviado a matar piratas. El comodoro Mancera, nos pidió buscar al joven Alejandro Díaz.
—¿A Alejandro? —preguntó Elena con la mirada fija en el guardia—. ¿Por qué? —Manuel miró a Elena alertada por la situación e intentó no ser dominado por los celos que con normalidad surgían de él.
—¡Responde! —soltó Barboza, sometiendo al hombre con mayor fuerza.
—Lo acusan de traición por ayudar a uno de ustedes, a un pirata.
Elena pensó en la huida de prisión y supuso que se trataba de eso. Luego enfocó de nuevo su mirada en el barco que se encontraba frente a ellos y Barboza continuó con el interrogatorio.
—¿Tienen a piratas con vida en algún lugar de la ciudad?
—No que yo sepa. El señor Rafael Díaz nos ordenó matarlos sin importar lo que tuviéramos que hacer, pero luego hubo una discusión entre el comodoro y él. Por ahora, la orden es encontrar al joven Díaz. El comodoro dirige la ciudad en este momento.
—Gracias por responder y espero comprendas que no puedo dejarte con vida —expresó Barboza a punto de cortarle el cuello.
El hombre gritó desesperado como un último intento de salvar su vida.
—¡Espera, espera! No me mates, permíteme ir con ustedes. Serviré a su código, trabajaré para ti. Sé que eres el gran Manuel Barboza, así que, haré lo que me pidas —suplicó el hombre casi de rodillas.
Elena y Manuel únicamente intercambiaron miradas junto con expresiones de incógnita.
—Bien, te diré que es lo que harás si quieres seguir con vida, al menos por esta noche —respondió Barboza sin retirar el cuchillo del cuello del marino—. ¿Ves ese barco de enfrente? —señaló el pirata llevando al guardia a donde pudiera ver el barco.
—Sí, sí, es de ustedes, ¿cierto? —preguntó el guardia tragando algo de saliva.
—Sí, pero no solo ese, los que están rodeándolo también son nuestros y cada uno de esos barcos tienen una tripulación que ya sabe que estamos aquí. Se trata de gente que está dispuesta a quitarte la carne de los huesos si llegaras a equivocarte en algo, así que, te diré lo que debes hacer para salvarte —hostigó el pirata —Vas a caminar hacia ese barco y cuando subas en el, les darás un mensaje a mis hombres: les dirás que necesitamos que inicien el ataque de nuevo para lograr subir a los barcos y salir de aquí en breve. Además, tiene que ser lo más pronto posible. ¿Entendiste?
—Sí, señor. Aunque, ellos pueden atacarme sin permitirme decir algo.
—Bueno, eso sí sería mala suerte para ti —expresó con una disimulada sonrisa.
—¡Manuel! —soltó Elena.
—¡Calma! Les diré desde aquí que yo te envié. Tenemos un lenguaje para esto.
Manuel comenzaba a arrepentirse de aquel terrible plan, pues el hombre podría correr a ponerse a salvo, en lugar de entregar su mensaje. De cualquier modo, solo así podría saber si realmente se encontraban tan solos como el guardia le aseguró. Barboza caminó de nuevo a donde la lámpara y procedió a cubrirla una y otra vez con su mano a fin de tapar la luz. Enseguida, vio con claridad como la luz del barco se encendió dos veces y en el acto, asintió para Elena.
—Bien, lo haremos cuando yo te lo indique.
Tomó algo de aire y luego soltó al hombre para que saliera de ahí en dirección al barco. Sin embargo, casi inmediatamente, el guardia se desvió de su camino en un intento por correr hacia la ciudad. Por desgracia para el hombre, el intento de huida, fue frustrado por el mismo búlgaro que llegaba acompañado por el chino para asesinar al guardia que corría despavorido. Manuel vio como caía el hombre en manos de sus hermanos y enseguida se alegró de su presencia.
—Menos mal que ya están aquí, tenemos que subir al barco. ¿Dónde está el resto?
—Escondidos en una de las casonas, no muy lejos de aquí. El problema es que el ajetreo que había en la ciudad ya no existe y nos es imposible andar con libertad. Me temo que son más los guardias que nosotros.
Barboza asintió con un movimiento.
—Lo sé, mi mujer y yo llegamos aquí hace algún tiempo. Lo único que conseguí fue sacarle información al guardia que recién mataste.
—Oh, lo siento. ¿Era importante?
—No, de hecho, nos hiciste un favor a todos.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Aseguró que esperaban el ataque en Manzanilla, enviaron a un mensajero hace horas. Supongo que la guardia costera no tardará en arribar a la ciudad por este mismo puerto. Debemos encender esos cañones y salir de aquí antes de que eso suceda.
—Justo a eso he venido, capitán.
—¡Ah! Hay otra supuesta ventaja. Según el guardia, no buscan matarnos.
—¿No? Entonces creo que los maté por error —dijo el búlgaro con cinismo.
—Me refiero a que en este momento no somos su prioridad. El comodoro tiene a la mayoría de su gente cazando a Alejandro Díaz.
—¿Al niño bonito?
—Sí, el mismo que viajó con Julia y el capitán Montaño —respondió Barboza.
—La señorita Danielle estaba con él. Los vi juntos en la batalla.
—Manuel, tenemos que ayudarlos —insistió Elena de manera alarmante, ya que, de ninguna manera, dejaría a su suerte a su mejor amiga.
—No te apures, algo haremos. Danielle volverá con nosotros.
—¿Y a Alejandro? ¿A él también lo ayudarás? —interrogó la joven con la inquietante mirada en su esposo.
—Me temo que no tengo opción. Tengo una deuda de sangre con él.
—¿De verdad? —preguntó intrigada.
—Él se metió en una batalla, donde yo pude salir herido o muerto. Me ayudó y esa es la razón por la que lo están cazando. Alejandro ha vuelto a ser uno de los nuestros, ahora es un pirata.
Elena sintió un pequeño cosquilleo en el estómago después de pensar en los amargos momentos que le hizo pasar cuando él solo intentaba ayudarlos.
—Yo me acercaré al barco para ver la manera de disparar de nuevo esos cañones, los necesitamos para salir de aquí hoy mismo y antes del amanecer —mencionó el búlgaro.
—De acuerdo, al instante que sean disparados, yo saldré en busca de Danielle y del resto. Elena, tú te quedarás aquí mismo, el chino cuidará de ti. Luego, el búlgaro volverá por ti para llevarte a La María, apenas le sea posible, ahí te veré junto con Danielle, ¿entiendes?
—Sí, pero por favor cuídate.
Asintió Elena, al tiempo que colocaba una de sus manos sobre la mejilla de Manuel.
—Escucha, si tienes que salir de aquí sin mí, debes hacerlo. En todo caso, no te preocupes, no te librarás de mi tan fácil —respondió Manuel, con una disimulada sonrisa ocultada tras su agotado semblante.
Enseguida, volvió la mirada hacia el camino del muelle para ver como el búlgaro corría por la plataforma para llegar al JJ.
Con suma delicadeza, el búlgaro colocó un pie sobre la cubierta del JJ. Un ligero crujido de la madera, erizo la piel del viejo pirata que contemplaba la idea de morir ante una posible emboscada sobre la nave de Julia. Siseó un par de sonidos omitidos por el silbido del viento y luego tarareó una canción que solo los piratas reconocerían.
Desde las penumbras del JJ, surgió la infrahumana tripulación que aguardaba a sus capitanes.
—Búlgaro, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Por qué han tardado tanto tiempo?
—Nos tendieron una trampa. Sabían que vendríamos y nos permitieron la entrada con el objeto de no dejarnos salir.
—Sabía que algo estaba mal —expresó un pirata de larga barba y ceño fruncido—. Se lo dije a la capitana y no le importó. Nos trajo hasta acá a morir. ¡Tenemos que irnos! —dijo para después escupir sobre la cubierta del JJ.
—Todavía no es tiempo. Ellos ya están cerca, lograremos salir todos de aquí, pero para ello, necesitan que los cañones suenen una vez más. ¡Oh, hermanos! ¡Ustedes debieron verlo! La ciudad emanaba dolor, mientras las llamas alcanzaban los cielos, y sus edificios caían como simples rocas; nuestros aceros, cañones y furia azotaron la ciudad, dejándolo todo cubierto de sangre y lamentos. Magdalena fue nuestra esta noche y caminamos sobre sus calles como un ciudadano cualquiera. Sin duda, se contarán magníficas historias sobre lo que ha sucedido hoy, incluso tenemos tesoros.
—¿Hay un botín? —preguntó uno de los hombres.
—Sí, lo hay. Nuestros capitanes no saldrían de ahí con las manos vacías. Además, ¿ven aquellas naves?
—Sí, sí —respondieron los hombres, cada vez más interesados en las palabras del búlgaro.
—Podríamos robar una o dos, todo depende de nosotros. Únicamente, debemos tenerlas listas para cuando todos vuelvan.
Los piratas asintieron muy contentos y motivados después de las promesas que salieron de la boca del búlgaro.
—¿Qué hacemos ahora, Búlgaro? —cuestionó un pirata flacucho.
—Es necesario regresar al mismísimo infierno de donde salimos, hundiremos e incendiaremos sus naves, abriremos fuego con los cañones, convertiremos la ciudad en simple polvo. Entre más pronto lo hagamos, más pronto saldremos de este puerto con dos de sus naves. ¡Vamos todos a trabajar, que este caos nos ayudará a llenarnos de tesoros y proezas!
Los cautelosos movimientos de los perros del mar, fluían como si de insectos inofensivos se tratara, brincando de un barco a otro, ocultos por la negra noche o sumergidos en la oscuridad del agua. Lograron preparar las naves, como el fiel búlgaro les señaló, siempre impulsados por la codicia y avaricia de elevar anclas con las naves cargadas de grandes tesoros y enormes proezas que enaltecieran aún más sus grandezas. Los escasos guardias que custodiaban las entradas y salidas del embarcadero, ignoraron por completo cada acción realizada durante los últimos minutos. Evidentemente, sus mentes y deseos se enfocaban en mantenerse con vida.
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