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Capítulo 32: Dos silencios

Los guardias que servían con fidelidad a la ciudad de Magdalena, estaban de nueva cuenta trabajando en la búsqueda de Alejandro Díaz, según las órdenes del comodoro. Sin embargo, a diferencia de la primera vez, ya no se trataba de un rescate. Por el contrario, era la captura de alguien que a los ojos de Mancera se había vuelto un traidor, revoltoso y filibustero.

Mancera se propuso corregir la complicada situación en la que Magdalena se encontraba. Bajo las tormentosas circunstancias, para él no era suficiente controlar las llamas y eliminar a los piratas. Estaba claro, que también sería necesario derrocar a los hombres que gobernaban la ciudad a su antojo y necesidades; hombres que operaban y aprobaban la piratería, escondidos detrás de sus finos escritorios para mantener sus bolsillos llenos junto con sus poderosos puestos. Por obvias razones, Mancera consideraba que el caos desatado en la ciudad fue un precio demasiado alto a pagar, y semejante sacrificio, no debía quedar impune. Haría todo lo que estaba en sus manos para castigar a los culpables; incluyendo hombres, políticos y piratas.

En medio de la batalla, Manuel se detuvo por un instante para recuperar el aliento, al mismo tiempo que humedecía sus labios con algo de saliva y limpiaba el sudor que caía sobre su rostro. Notó que la cantidad de hombres peleando comenzaba a disminuir e intuitivamente miró hacia el suelo buscando reconocer cuerpos, sin saber si la mayoría de los muertos eran piratas o aquellos que fueron sus captores. La duda le provocó temer por la vida de su esposa y deseó encontrarla para salir del abismo en el que estaban. Enseguida, caminó con lentitud para evitar ser visto por los guardias que seguían de pie en batalla. Desde la distancia, escuchaba los saqueos que los piratas iniciaron; generando más pánico del que ya existía entre los ciudadanos. 

Uno de los edificios que rodeaba la gran plaza, terminó por ser derribado y cayó al suelo; terminando en escombros y pedazos. Tras el evento, Manuel contempló la posibilidad de que Elena hubiese sido atrapada por los escombros de un edificio o herida por la espada de un guardia. De manera inmediata, borró esa idea de su cabeza y siguió en su búsqueda, ignorando la vulnerabilidad que sentía debido a las imágenes que le abrumaban la cabeza.

Los gritos de una mujer forcejeando hicieron que Barboza corriera en la dirección de una elegante mansión que rodeaba la plaza. Sin mayores interrupciones, el pirata hizo su arribo al jardín de la casona, donde se logró percatar de que la dama en peligro era Julia. La mujer estaba por completo desarmada, peleaba por salvaguardar su dignidad contra dos hombres que lograron derribarla sobre el suelo a fin de divertirse con el cuerpo de Julia.  Manuel, molesto con el acto,  tomó del cuello a uno de los hombres y lo lanzó por los aires, haciendo alarde de su fuerza y tamaño. El otro hombre que atacaba a Julia, intentó defenderse inútilmente, ya que apenas si logró levantar el sable cuando el mismo Barboza le atravesó el pecho con la espada que portaba en mano.

—¡Gracias, Manuel! —expresó Julia, tomando la mano del pirata para ponerse de pie.

—Supongo que el vestido te impide moverte con agilidad —respondió Barboza sabiendo que Julia podía defenderse perfectamente sola.

—¡No molestes! No debí hacerle caso a Danielle. Además, todo esto se está complicando. Será mejor que comencemos a salir de aquí, antes de la llegada de más guardias.

—Lo sé, pero no encuentro a Elena o a Danielle.

—Vi a Elena ayudando a unos niños que parecían ir al puerto. Bartolomeo también estaba de aquel lado, cuidando de ella. Le haré saber a mis hombres que tenemos que salir ahora mismo —replicó Julia con un semblante desgastado.

Barboza recorrió gran parte del camino que lo llevaría al puerto, evitando mirar los cuerpos de mujeres y niños que yacían en el suelo; eran simples personas que quedaron sepultadas por los escombros; inocentes que fueron atrapados por las llamas, fusiles o espadas. Las secuelas de aquella batalla disputada en la ciudad de Magdalena se convirtieron en una pesadilla para quienes eran ahora simples espectadores. El pecho de Manuel comenzó a expandirse cuando vio a una mujer arrastrarse con sus últimas fuerzas mientras gritaba el nombre de su hijo.

—¡Vamos, coloque su brazo sobre mi cuello! —Barboza se inclinó con la intensión de auxiliar a la mujer.

Lamentablemente, en cuanto la mujer se percató de que el hombre que la ayudaba era un pirata, pegó un grito exigiendo ayuda con mayor fuerza. Barboza no tuvo otra opción que dejar a la mujer donde se hallaba, aunque este fuera un campo de batalla.

Caminó por largos minutos que le parecieron horas, hasta chocar con un guardia herido que se desangraba en el suelo. El hombre balbuceó un par de cosas que Barboza ignoró. De nuevo el detonante estallido de un edificio colapsando, después de ser golpeado por los cañones.

—¡Maldición! —bramó perdiendo la paciencia y en medio de su desesperación, gritó el nombre de su mujer, sin recibir respuesta. 

Apuñó la mano y frunció el ceño con el pecho a punto de explotarle.

—¡Elena! —llamó una vez más.

—¡Manuel! ¡Manuel! 

Alguien gritaba a la distancia, giró su rostro en todas direcciones, buscando el origen de su llamado; al tiempo que notaba que el sonido se hacía cada vez más cercano.

—¡Elena! —reclamó y el grito que pegó finalizó en un encuentro con su amada—. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? —preguntaba sin dejar de abrazarla.

La mujer asintió sumida en el abrazo. 

—Estoy bien, no te preocupes. El capitán Bartolomeo está buscando a Julia y a los demás. Tenemos que irnos ahora.

—Julia ya viene para acá con todos los hombres.

—¿Y Danielle? —preguntó Elena sin retirar la mirada de su esposo.

—No lo sé, creí que estarían juntas.

—Nos hemos separado sin querer, pero no podemos irnos sin ella, tenemos que encontrarla.

—Aparecerá, ya verás que vendrá en camino con el resto. Debemos apresurarnos —indicó, sosteniendo la mano de Elena partiendo, hacia el punto de reunión. 

Una vez que Julia y Bartolomeo ordenaron la retirada, los piratas atravesaban la ciudad sin la menor complicación posible. No había quien interceptara sus caminos; estaban siendo protegidos por el camuflaje de la oscuridad de la noche, mezclado con el humo que no permitía ver más allá de dos o tres metros de distancia, junto con el ruido desenfrenado que los cañones producían cada vez que eran disparados. Por desgracia, para los marinos de escuálidas y desalineadas figuras, el tiempo les apremiaba, puesto que perdieron gran parte de este cuando se tuvieron que enfrentar al nuevo batallón que les atacaba. En su intento por llegar al muelle, notaron el cese de cañones sin un previo aviso, como si el concierto que incitaba la guerra hubiese sido terminado. Ahora, eran los lamentos y los gritos de las personas que demandaban ayuda, lo único que se podía escuchar.

—¡Nos encontrarán! —alertó uno de los hombres de Bartolomeo.

—Aún tenemos el humo, el fuego y el miedo que hemos sembrado —dijo Julia como respuesta.

—Tratemos de avanzar lo más que podamos en silencio y sin llamar la atención. No nos han visto —señaló Bartolomeo por su cuenta.

Lograron adelantarse algunas calles, pero entre más cerca estaban del embarcadero, mayor era la lejanía con la plaza y, por lo tanto, de la protección que el humo y el caos les otorgó por algunas horas, sin mencionar el nuevo batallón de hombres que ahora recorría las calles de la ciudad.

—Será mejor escondernos —sugirió el búlgaro, después de mirar las sombras de los guardias en su búsqueda.

—¡Debemos llegar al barco pronto! —respondió Bartolomeo en un murmullo—. Escondernos será lo mismo que entregarnos.

—No necesariamente, señor. Déjeme ser yo quien averigüe que es lo que ha pasado con los cañones y si hay gente esperándonos en el puerto. Si los cañones pararon, es probable que ellos hayan caído por algún tipo de ataque.

—El búlgaro tiene razón, Bartolomeo —expresó Julia, guardando su espada.

—Si el barco ha caído, ¿qué haremos? ¿Nos entregaremos? Moriremos de igual manera —alertó uno de los tripulantes.

—Podemos robar sus barcos, siempre están ahí en el embarcadero. Habrá maneras de salir, pero si nos están esperando en el muelle no podremos regresar —aseguró de nuevo el búlgaro.

—Está bien, tú y el chino irán. Estaremos esperando dentro de esta casona, eviten venir hacia acá si los persiguen y de ser atrapados será mejor que se den por muertos.

—Sí, capitán. Volveremos con respuestas en un par de minutos —afirmó el filibustero para emprender su camino junto con su compañero de aventuras a sabiendas de que corrían el riesgo de no regresar.

A un costado de los restos de la iglesia, seguía el comodoro comandando la búsqueda y resiente cacería de piratas, sin dejar de procurar la ayuda para quienes fueron afectados. Los incendios estaban por ser sofocados luego de la larga noche que pasaron luchando contra ellos. Además, como ventaja extra para el comodoro, pronto amanecería y la luz del día les permitiría atrapar a los responsables. Sin embargo, Mancera no solo pensaba en las cabezas de cuanto salvaje pirata azotó la ciudad, él también deseaba la destitución de quienes apoyaron por completo el plan de Rafael Díaz, lo que propició el caos en su ciudad. Esa noche, en medio del infierno, una ola de resentimientos creció lo suficiente como para revelarse sobre los hombres que se negaron a escucharle. Debido a esto, decidió hacer público el elaborado plan de Rafael Díaz donde según las propias palabras del caballero: «Ningún sacrificio sería demasiado si él obtenía lo que quería»

—¿Aún no aparece Díaz? —preguntó el comodoro a uno de sus guardias.

—No, señor. El humo sigue siendo demasiado, pero pronto se disipará.

—Vigilen los barcos, no quiero que siquiera un bote de remos salga sin mi autorización —indicó el comodoro, observando cómo se acercaba en su dirección Rafael Díaz y sus déspotas amigos. 

Cada uno de ellos con la intención de exigir retomar el control de la ciudad. Por desgracia, para los caballeros, el comodoro no tenía la más mínima intención de escuchar sus reclamos.

—¡Por dios! ¿Qué ha pasado aquí? Espero que al menos el plan haya resultado y esos bastardos ya se encuentren bajo nuestra custodia —expresó Díaz en dirección al comodoro.

—En eso se equivoca, aún no tengo a ni un solo pirata encadenado, aunque sí tengo a los responsables del infierno.

—No entiendo —replicó Díaz.

—Con gusto les explico, caballeros—. Mancera se volvió a donde sus hombres aguardaban—. ¡Atención, Guardias! Estos hombres fueron quienes permitieron que los piratas ingresaran a nuestra ciudad en busca de la mujer y el hombre que teníamos en cautiverio. El resultado de esta maniobra, ustedes ya lo vieron: no hubo sino muertes y destrucción; no tenemos ni la más mínima idea de donde se encuentran los piratas. Tal vez ya salieron de Magdalena, aunque, ¿eso que importa? Yo mismo le entregaré a la ciudad a los verdaderos responsables. Quiero que los encadenen y los encierren en donde sea posible. Pagarán por su soberbia —indicó el jefe de los marinos.

—¡No, claro que no! El culpable de esto fuiste tú a causa de tu incompetencia y pésima dirección. ¡Tú eres el que será destituido! —aseguró Díaz.

—Eso lo decidirá la ciudadanía de Magdalena o al menos quienes hayan sobrevivido —resolvió Mancera, mientras los guardias apuntaban a los caballeros con sus armas—. ¡Ah, y otra cosa! Tu hijo será juzgado como el burdo pirata que es —dijo directamente a Díaz, para después darles la espalda y seguir con su camino.

Por otra parte, La corta temporada que Alejandro vivió como pirata —pagando su deuda para con la hermandad—, le permitió alcanzar la madurez que difícilmente hubiera logrado como caballero de sociedad. Confiar más en su instinto y menos en los hombres, fue una de las valiosas lecciones que él ganó después de su pequeña aventura en la María. Esta vez, una corazonada, le decía que tendría que salir de la ciudad al igual que los filibusteros. Danielle y él se mantenían escondidos debajo de las escaleras de la entrada de una casona situada en una de las calles más oscuras de aquel campo de batalla que era ahora Magdalena. Hombres iban y venían en todas direcciones, pero ya no había peleas o gritos que sofocaran el ruido que los metales proporcionaban al chocar.

Danielle pensaba, con tristeza, que la falta de cañones se debía a que los piratas se habían marchado, olvidándose de ella.

—¿Qué haré ahora? ¿Crees qué se hayan ido sin mí? —preguntó al borde de las lágrimas.

—No lo creo, probablemente hacen lo mismo que nosotros. ¡Espera! Ahí viene alguien —indicó Alejandro tapando la boca de Danielle y acercándose aún más a ella.

—El comodoro ha encarcelado a Rafael Díaz y a los caballeros que le ayudaron en la cacería. Al parecer, tienen algo que ver con la entrada de los piratas a Magdalena. El hijo de Díaz sigue libre y el comodoro exige que sea encarcelado y juzgado como pirata. ¡Búsquenlo! —transmitió uno de los guardias de mayor rango, para un par de hombres uniformados que deambulaban por la ciudad.

Danielle observaba atónita a Alejandro en medio de la oscuridad. 

—¡No puedo creerlo, Alejandro! ¿Por qué te quieren encerrar? —preguntó la joven susurrando para evitar ser escuchados.

—El plan, todo lo que sucedió esta noche, no solo fue culpa de ustedes. Mi padre permitió que esto sucediera, ellos sabían perfectamente que vendrían por Elena y Barboza porque yo cometí la estupidez de decírselos y ahora las consecuencias son claras: gente inocente murió, la ciudad fue destruida, ustedes siguen atrapados sin poder salir, yo soy considerado un pirata más y el intocable Sr. Rafael Díaz recibirá su castigo.

—Pero él sigue siendo tu padre. Supongo que intentarás ayudarlo y todavía puedes hacer algo por ti. Me refiero a que puedes decir que fuiste presionado y hostigado por medio de amenazas.

—Danielle, yo cambié mi suerte esta noche. Maté a los guardias de la comisaría, luego vi a Manuel peleando contra cinco guardias y lo ayudé porque creí que no podría salvarse solo, asesiné a dos buenos hombres para ayudar a un pirata. Eso me regresa al principio cuando protegí a Elena.

—No voy a criticar tu decisión, pero ¿por qué lo hiciste? Manuel y tú ni siquiera se soportan.

—Lo hice porque últimamente todo lo que hago es por ella. Yo estaba ahí cuando mi padre asesinó al capitán y no pude hacer nada. Si Manuel hubiera muerto el día de hoy, Elena estaría destrozada.

—Posiblemente, aunque tú hubieras tenido el camino libre y ella siente cosas por ti —respondió  intentando ver más allá de la oscuridad.

—No, ella... ella no me ama. Tal vez un día lo hizo, pero dejó de hacerlo cuando lo eligió a él —dijo Alejandro retirando su cabello del rostro y bajando la mirada.

La rubia volvió la mirada hacia él. Estaba claro que el caballero de Magdalena requería consuelo. 

—Te diré algo que tal vez me reclame Elena más tarde. Pero, ella se casó de manera precipitada para poder salvar tu vida. En pocas palabras, ella sí te ama. Cuando Manuel y el capitán encontraron las cartas, habían decidido conducirte al exilio y nadie sobrevive a ese destino: es un castigo cruel e injusto. Pudiste morir de inanición o saltando al mar. Elena aceptó casarse con Manuel a cambio de tu libertad. Por ello, Barboza te liberó el mismo día de la boda.

—Yo le pregunté y ella fue quien me dijo que era su decisión desposarlo. Incluso, le pedí huir esa noche y se negó.

—Sí, porque ella tenía que casarse con Manuel.

—¿Sin sentir algo por él? ¿Estás segura? —preguntó Alejandro tomando de ambos hombros a Danielle.

Ella negó con la cabeza.

—No sé qué debo decir. La mayor parte del tiempo Elena no sabe lo que quiere. Un día dice amarte con el alma y cuando Manuel se le acerca se desbarata toda. Supongo que los quiere a los dos —respondió la joven algo intrigada.

—¿A los dos? —cuestionó el rubio contemplando la extraña idea—. De todos modos, no tiene caso.

—¿Por qué lo dices?

—El tiempo que estuvieron como prisioneros, le pedí de mil maneras que se olvidara de Barboza para quedarse conmigo. Le brindé mi apoyo, mi protección y mi amor. Sin embargo, ella solo quería morir al lado de él. Me lo gritó más de una vez a la cara.

—Eso es porque está agobiada por tanto problema, pero tú tienes que luchar por ella —expresó la joven mirando los ojos azules de Alejandro.

—¿Por qué tanto interés, Danielle? ¿Por qué te importa tanto si Elena y yo estamos juntos? ¿Es por Manuel?

—¿Cómo se te ocurre? Somos amigos, solamente —respondió con un tono de vergüenza y desviando la mirada.

—¿Él lo sabe? —preguntó de nuevo, seguro de que no se equivocaba.

Ella asintió con timidez. 

—Sí, lo sabe, pero no es lo que imaginas. Entre él y yo nunca ha pasado nada. Él exclusivamente tiene ojos para Elena desde hace muchos años.

—¿Elena lo sabe?

—No, por supuesto que no. Ella lo ignora por completo. No puedo decirle que estoy enamorada de su esposo y tampoco tiene importancia que lo sepa cuando es obvio que Manuel jamás me corresponderá.

—Ellos no se merecen tu amistad —bramó.

Ambos se quedaron en silencio por algunos minutos después de haberse sincerado, miraron a su alrededor para recordar que seguían escondidos: en peligro de ser vistos y atrapados por cuanto guardia vagaba por la ciudad. Agudizaron su vista y oídos esperando escuchar o ver algo que les alertara sobre la posibilidad de salir de su escondite para huir de Magdalena. Por su parte, Alejandro, ahora deseaba con mayor fuerza encontrar a Elena. Él contemplaba la lejana oportunidad de quedarse con la mujer que amaba a pesar de lo poco que ahora tenía para ofrecerle.

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