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Capítulo 3: Deuda de sangre

La casa donde solían refugiarse en aquella ciudad de nombre Magdalena, era un lugar bastante grande a las afueras de la localidad, pero al mismo tiempo lo suficientemente cerca para pasar inadvertida. Se trataba del hogar donde residió la madre de Elena antes de morir, por lo que el capitán Antonio Montaño —a quien apodaban el capitán Malaco— siempre deseaba regresar no sólo por negocios, sino también por el gran afecto personal y sentimental que la casa representaba para él y su hija.

Tras cruzar la puerta, un aura nostálgica invadió el cuerpo de la castaña, el sentimiento iba desde el triste deceso de un buen amigo y miembro de la hermandad, hasta el posible cruel desenlace que le aguardaba al muchacho rubio que cometió el error de auxiliarla. Regresar a la casa donde vivió en brazos de su madre cuando era bebé, sería sumamente complejo después de los últimos sucesos donde su verdadera identidad había quedado en riesgo.

Elena era apenas una niña de dos años cuando su madre fue asesinada por manos de unos aristócratas ebrios, que trataron de aprovecharse de ella durante una velada a la que había asistido con su marido. Antonio, al ver semejante atropello hacia su amada esposa, no pudo contener la rabia y el coraje, así que, presa de su dolor, decidió hacer justicia por mano propia: matando a quienes le habían quitado lo que más amaba. Fue así, como Antonio Montaño tuvo que refugiarse en el mar y en la piratería para salvar su vida, su libertad y la de su hija.

La puerta fue abierta de golpe y los semblantes desencajados no se hicieron esperar. Montaño corrió en la dirección de la terrible escena con la corazonada de que algo muy grabe sucedió en el paseo.

—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Danielle, se encuentran bien? —preguntó el capitán al advertir los vestidos de ambas jóvenes, cubiertos de manchas de sangre.

Por su parte, ellas tenían el pelo despeinado y los rostros llenos de lágrimas, estaban lejos de mantener el control, por lo que Manuel Barboza tomó las riendas de la conversación, explicando lo dicho por las jóvenes y las averiguaciones hechas por su gente.

—Ha sido un ataque en contra de Elena, capitán. Al parecer, es uno de los tripulantes de La Balandra. Usted sabe que tienen años siguiendo nuestros pasos desde aquella vez donde les robamos el botín —informó con el cuerpo erguido y la preocupación naciente.

La Balandra era uno de los barcos piratas que enemistaban con Montaño. En un enfrentamiento entre ambos barcos, la tripulación de La Balandra se vio afectada cuando su capitán, Donatello, perdió uno de sus brazos por obra de la espada de Montaño en un combate por el botín ganado después de un atraco. Luego de haber perdido la extremidad, el capitán de dicha embarcación juró vengarse y amenazó a Montaño con arrebatarle la vida a Elena.

—¿Quién es él? ¿Qué hace aquí? —cuestionó el capitán, haciendo referencia al de cabellos rubios que amarraron y llevaron ante él por la fuerza.

La joven cesó el llanto y se plantó frente al enorme pirata que reclamaba respuestas.

—¡Este hombre me ha salvado de morir, padre! —intervino, decidida a no permitir que le hicieran daño.

—También ha sido él quien ha matado a Juan, capitán —aclaró Barboza, volviendo una intimidatoria mirada hacia Elena.

La confusión reinaba en el contexto de aquella historia que estaba siendo contada desde distintas posiciones, una defendía al joven y otra lo sentenciaba.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó el capitán en su lucha por entender el suceso.

El rubio levantó la cara, tomó aire y divulgó su identidad a fin de salir del problema en el que estaba metido.

—Mi nombre es Alejandro Díaz Durán, y no entiendo qué es lo que está pasan...

El sonido de la voz de aquel desdichado fue remplazado por un agudo quejido, debido a un golpe que recibió en el estómago por parte de Barboza, obstaculizando la respiración e impidiendo averiguar más sobre su detención.

—¡Hablarás nada más lo que se te indique! —amenazó el contramaestre con rigidez en la voz.

—¡Basta, Barboza! —ordenó el capitán, masajeando la sien.

—¡Padre, por favor, déjenlo en paz! —intervino Elena una vez más—. Él empuñó su espada en defensa propia, Juan ha sido el que lo atacó primero para intentar matarlo.

No obstante, Barboza estaba en desacuerdo, por lo que no permitiría que el desconocido fuera justificado.

—Juan no atacaba sin razones, Elena —reprochó tajante.

—Las cosas se dieron por razones equívocas. Él salvó mi vida, ¿acaso usted lo matará por ello? —insistió volviéndose a su padre e ignorando lo dicho por Barboza.

El capitán Montaño meditó por breves instantes la situación, tratando de poner un punto final a la desagradable historia. Desde muy dentro de él, deseaba cortar la garganta del hombre, aun cuando no podía dejar de lado el acto heroico del caballero para con Elena. Finalmente, no tuvo más opción que la de recurrir a las fuertes leyes de la hermandad de piratería a las que ellos servían.

—Suban todo a los carruajes, incluyendo los cuerpos y al prisionero. Nos iremos hoy mismo a Manzanilla y pediremos consejo a la Gitana. Ella nos dirá lo que debemos hacer, porque las manos del hombre que te auxilió, son las mismas que le dieron muerte a Juan —agregó en dirección a su hija con la mirada sombría.

Horas después, Danielle, Elena y el capitán subieron en un carruaje custodiado por los mejores hombres de Montaño. El resto de la tripulación viajó en caballos, todos guiados por Manuel Barboza al frente de la caravana que llegaría al amanecer a la playa de Manzanilla; un territorio que pertenecía completamente a la piratería.

La Gitana era una mujer con facciones de cincuenta años, de baja estatura, cabello negro y alborotado con algunas canas a la vista. Solía fumar más que cualquier hombre y tenía un temperamento que ningún caballero o filibustero pudo manejar. De hecho, fue precisamente por ello que se convirtió en una de las piratas más temidas de la región. Pese a que era mujer, no se tentaba el corazón para castigar o asesinar a los hombres que se atrevían a faltarle el respeto a ella o a las prostitutas que trabajaban para ella en su burdel.

Se escuchaban muchas historias sobre la Gitana, unas decían que fue la esposa de un cuantioso e importante heredero que se deshizo de ella, cambiándola por alguien más joven y bella, por lo que, cegada por los celos, decidió darles muerte y huir. Otra historia aseguraba que nació y creció en Manzanilla, donde después fue abandonada por su familia debido a su terrible comportamiento. Un cuento más, decía que era una viajera que iba de un punto a otro en busca de los hijos que abandonó. Sea cual fuera la historia real de la pirata, nadie la conocía.

Esa mañana, muy temprano al amanecer, la Gitana despertó con la llegada de la tripulación del capitán Antonio; quienes tomarían posesión de la María, el barco principal y más preciado de Montaño.

—Los esperaba más tarde, Malaco —dijo, refiriéndose a Montaño.

—Lo sé, querida amiga, pero las circunstancias no tan favorables nos han hecho retirarnos con mayor urgencia en esta ocasión. Necesito que hablemos —explicó colocando una mano en el hombro de la pirata.

La mujer miró a su alrededor y notó las caras largas de incertidumbre que los tripulantes de la María traían plasmadas. Era evidente que su apresurado retorno a las aguas, traía consigo noticias poco favorables para la tripulación. La Gitana no preguntó más e hizo caso omiso a lo que las evidencias mostraban. Luego invitó a Montaño a una choza de palma que servía como oficina, en la que podrían hablar en completa privacidad.

Elena no podía hacer otra cosa, además de esperar la decisión del capitán. Buscó alejarse de todos y permitió que su cuerpo tocara el calor de la arena. Posicionó la mirada en el mar, a lo lejos pudo observar a gran parte de los piratas, preparando a la María para zarpar en el momento que el capitán diera la orden. Otros tantos perdían el tiempo, jugando con las mujeres del burdel de la Gitana y unos cuantos se dedicaban a molestarse entre sí; apostando y peleando.

La muchacha escuchó unos pasos detrás de ella, sabiendo que quien se acercaba era Manuel Barboza.

—Debiste esperar a que yo llegara —expuso el contramaestre, todavía a sus espaldas.

—¿Qué es lo que le harán? —preguntó ella después de volver la mirada.

—Sabes que sólo hay dos posibilidades —respondió Barboza encogiendo los hombros y analizando las olas del mar.

La preocupación invadió el cuerpo de Elena una vez más, ya nada tenía que ver con la muerte de Juan o el ataque que padeció a manos de un pirata, su única prioridad tenía que ver con el prisionero de su padre.

—¡No pueden matarlo, por favor, no puedes permitirlo! —suplicó poniéndose de pie frente al enorme hombre que era Manuel Barboza.

—Entiendo que creas que le debes algo, pero no es así. La sangre derramada fue la nuestra, no la suya.

Ella lo miró con recelo, ¿acaso habría manera de ablandar el corazón de un filibustero?

—Acepto que debe ser castigado por la muerte de Juan, pero... ¿Matarlo? Él me ayudó —dijo con desespero.

—¡Sabemos que te ayudó, no has perdido oportunidad de decirlo! —soltó ya cansado de escuchar las mismas palabras que no paraba de entonar.

—¿Es eso lo que te molesta entonces? ¿Cómo puedes sentirte enojado con un hombre por ayudarme? Yo... no entiendo—. La castaña dio dos pasos hacia atrás y se giró para evitar discernir con el contramaestre.

—No es el hecho de haberte ayudado lo que me molesta, sino la manera en la que tú lo defiendes cuando se trata de un simple aristócrata —replicó haciendo alarde de su enojo y señalando al tipo que estaba a muchos metros lejos de ellos.

—¡Aristócrata o no, él me ayudó! —emitió la hija de su capitán en un grito que fue sofocado por el viento y el mar.

Barboza ensombreció la mirada y se plantó al frente de la mujer que momentos antes le dio la espalda.

—¡Cualquier imbécil puede empuñar una espada y tú lo sabes! Podría intentar hacerte daño aquí mismo y más de uno vendría en tu auxilio.

Elena no bajó la mirada y en vez de ello, le declaró la guerra.

—Los hombres de aquí son piratas, Manuel. Ellos primero averiguan sus beneficios y luego actúan —emitió en un susurro que se perdía con el viento.

Sin embargo, el pirata sí alcanzó a escucharla, dio un paso más cerca de ella y le dijo casi al oído.

—Cuida tus palabras, Elena. No olvides que yo soy uno de ellos.

Antes de siquiera pensar en una respuesta oportuna para el pirata, Elena escuchó el ruido provocado por el movimiento de una cortina —hecha de caparazón de caracoles— que provenía desde la choza donde se encontraba su padre reunido con la Gitana.

—Manuel, Elena, Danielle: ¡Vengan acá! —solicitó quien ahora mostraba mayor preocupación.

Los tres acudieron a la cabaña, sabiendo que habría un extenso cuestionamiento sobre los hechos de la tarde anterior.

—Quiero que me expliquen con exactitud qué fue lo que pasó, ¿por qué Juan terminó muerto? Y ¿por qué dices que ese hombre te ha salvado de morir? —señaló la mujer, con la mirada en Elena.

Los tres comenzaron a contar su versión de las cosas. Elena hizo hincapié en el momento heroico de Alejandro, Manuel habló de la muerte de Juan, y Danielle sólo estaba agradecida de que su mejor amiga y ella siguieran con vida. Sin embargo, el futuro seguía siendo incierto para ellos.

—¿Y qué hacía Juan lejos de ustedes, cuando se supone que las cuidaba? —preguntó de nuevo indagando más en la historia.

Danielle y Elena se vieron entre sí, hasta que la castaña decidió decir la única verdad.

—Se quedó hablando con la mujer del café de la plaza —contestó Elena, sintiendo pena con la respuesta.

La Gitana soltó una carcajada descontrolada que terminó con una tos ahogada.

—Sabía que acabaría muerto por culpa de un par de piernas, se lo dije antes y al parecer no me escuchó. Yo misma he tenido que ponerlo al margen en varias ocasiones al querer propasarse con mis mujeres —comentó la Gitana, haciendo referencia a las prostitutas que trabajan en su burdel—. Bueno, capitán... Las cosas ahora están muy claras. No lo puedes matar porque tienes una deuda de sangre con él, eso está claro, pero tampoco podemos soltarlo.

—¿Por qué? —cuestionó Elena de manera inmediata y casi exaltada.

—Él ya sabe demasiado —dijo la mujer exhalando el humo de su pipa.

Elena parpadeó un par de veces y frunció el ceño, puesto que no parecía entender lo suficiente.

—¿Saber? ¿Qué es lo que sabe? Llegó aquí por cuenta nuestra —manifestó con un tono que su padre no aceptaría.

Montaño dejó de lado todo regaño y se dedicó a explicar la situación, aquella que estaba acabando con la paciencia de todos.

—Hija, él sabe quién soy yo, sabe quién eres tú, quienes somos todos nosotros y a dónde pertenecemos. Para nuestra desgracia, ahora también conoce la playa y si desconoce el camino es porque Barboza tomó la precaución de cubrirle el rostro —argumentó caminando de un lado a otro con la mano sobre el sable que colgaba de su cinturón—. Sin embargo, es cuestión de tiempo para que comiencen a buscar, a indagar y a dar con nuestro paradero. Soltarlo, hija mía, sería poner en riesgo la vida de cualquier pirata y de quienes sírven a nosotros.

—Eso es cierto, aunque, no todo está perdido. Es verdad que no puedes matarlo, pero puedes cobrar tu deuda de la siguiente manera: un hombre por un hombre, Juan por el caballero —sugirió la Gitana con firmeza—. Tienes en él un hombre valiente, eso no lo puedes negar después de lo que hizo por Elenita. Además, es joven, tiene una espalda fuerte y ambas manos: te servirá para trabajos pesados.

—¡No, por supuesto que no servirá como pirata! Estamos hablando de un señorito de sociedad, que seguramente tiene empleados para cualquier cosa. Incluso ha de tener quién lo bañe. No durará en alta mar ni un día —expresó Barboza con tono molesto y los brazos entrelazados.

Una ligera curvatura surgió en los labios de la mujer de cabello alborotado.

—Y ahí tienes la solución, Barboza. Ustedes habrán pagado la deuda de sangre que tienen con él y el joven habrá pagado la suya para con la hermandad. De morir se desharán de él rápido.

Por su parte, Elena seguía negada a la solución, la conciencia le gritaba que lo ayudara a salir de esa vida que ella misma reprochaba.

—Yo no creo que sea justo que le castiguen con una vida como pirata —replicó en un grito, defendiendo al caballero que la salvó de morir.

—Una deuda, es una deuda, mi niña; y los piratas podremos ser lo que tú quieras, pero respetamos el código. Aunque, si quieren ser más bondadosos con el hombre, pueden retenerle por un tiempo definido. Al menos hasta que consideren que ha cumplido y luego pueden dejarlo en libertad. —La Gitana levantó el rostro después de exhalar el humo de la pipa, hizo una pausa y sonrió una vez más—. Al fin y al cabo, ya será un pirata para entonces como todos lo que llegan aquí y no podrá decir nada, porque podría tener el mismo destino que nosotros. Un día o una vida de piratería, son castigados exactamente igual.

—La horca —agregó Barboza, deseando no haberlo mencionado.

La Gitana lo confirmó con la cabeza.

—Bien. Entonces que así sea. Barboza, trae ante mí al prisionero —ordenó Montaño con frialdad en su voz.

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