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Capítulo 28: Extraña conexión

Las oficinas de Agustín Guzmán y de la policía local, se mantuvieron bastante ocupadas después de la promesa de Rafael Díaz de acabar con los contrabandistas. Esto, debido a que eran muchas las denuncias que se recibían a diario de quienes creían que cualquier desconocido, foráneo o comerciante de economía cuestionable podía estar involucrado en la piratería. 

Guzmán, afectado por su complicado trabajo, no tenía más remedio que enviar a sus agentes para averiguar y eliminar las sospechas reportadas por la ciudadanía local. 

Esa tarde, mientras se organizaban los patrullajes para la fiesta del santo patrono, llegó uno de los hombres de la marina con una nota importante para Agustín.

—¿Una nota del puerto? —preguntó el hombre con un semblante confundido—. ¿Qué pasa, ahora?

—Han llegado las embarcaciones del comodoro, señor —respondió el marino, entregándole la nota.

Agustín tomó con suma rapidez el papel buscando leer con detenimiento, pues sabía que se trataba de algo relevante o secreto que seguro tenía que ver con el famoso viaje de Díaz.

Recién hemos llegado de la lejana isla del coco, como ya lo sabemos, territorio pirata. Requiero que de manera discreta despeje las celdas para mis prisioneros, un hombre y una mujer: ambos piratas. De ninguna manera, quiero que compartan celda con otros delincuentes de menor importancia. Serán interrogados y juzgados pronto.

Rafael Díaz

Agustín levantó su mirada en dirección al que se encontraba frente a él, confirmándole que estarían preparados para sus prisioneros. Apenas salió el marino de las oficinas de la policía, Agustín ordenó a su carcelero poner en libertad de manera inmediata a quienes tenían en cautiverio. 

La mayoría eran personas pobres acusados de robar, borrachos encerrados por causar disturbios en las calles o prostitutas que vendían sus servicios en la vía pública. No obstante, a pesar de que Agustín leyó en la nota las razones que el señor Díaz tenía para mantenerlos en sus celdas, él no podía terminar de entender dicha razón. ¿Por qué no matarlos rápidamente? ¿Qué información tenían que fuera tan importante? ¿Por qué tenerlos a la vista de toda la ciudad? 

Aunque la nota especificaba que debían actuar con discreción, quienes estuvieran en aquella plaza o deambulando por las calles podrían ver el ingreso de los prisioneros. Agustín supuso que más tarde lo terminaría de entender y continuó con sus labores pendientes, buscando tener todo listo para el señor Díaz.

Al paso de una hora, tres carruajes arribaron a las instalaciones de la policía, uno de los carros era ocupado por el comodoro acompañado por Alejandro y Rafael Díaz. En el segundo, se transportaron los prisioneros y en el último viajó la escolta que custodiaba a los presidiarios que Rafael presumía como trofeos. Los hombres bajaron con prontitud de sus respectivos carruajes, mientras la aglomeración de gente comenzaba a crecer. En definitiva, todos querían saber si Díaz cumplió en algo su promesa.

—Me alegra verlos de regreso, señor —expresó Agustín.

—A nosotros también nos complace estar de vuelta, espero estén preparadas ya las celdas —expuso mientras acomodaba el saco gris que portaba. 

—En efecto, señor. Ya no hay nadie en su interior a excepción de mi gente.

—Perfecto, entonces lleven adentro a los prisioneros —indicó Díaz, ingresando a la comisaría.  

En el acto, el comodoro emitió la orden a los guardias que los acompañaban. 

La multitud aguardaba deseosa de observar a los piratas que Díaz trajo consigo, como si de algún monstruo marino o de alguna rareza se tratara, los murmullos iniciaron cuando vieron como un hombre corpulento de barba crecida y ropas sucias, salía encadenado de pies y manos del carruaje. 

 —Tiene que ser un pirata —decían todos de oído en oído. 

Detrás de él, observaron la figura delicada de una mujer que tenía problemas para abrir los ojos ante la luz del día. 

—¿Quién es ella? —preguntaron entre murmullos, sin dejar de seguirla con la mirada.

Nadie pudo asegurar que fuera parte de la hermandad de ladrones que asechaban la ciudad. Aun cuando sus ropas y su semblante fuera el de una mujer pobre, los movimientos y el porte aseguraban una buena educación como señorita de sociedad.

Los presidiarios fueron encerrados de nuevo, pero en esta ocasión los resguardaron en celdas individuales. Por su parte, Barboza no aceptaba la idea de perder de vista a Elena, temía que pudieran someterla a interrogatorios abruptos que incluyeran algún tipo de tortura física. 

El cólera provocado por semejantes pensamientos, propició el descontrol temperamental de Barboza, pegando gritos que incluso podían escucharse a las afueras del edificio de la policía local de Magdalena. 

Hombres iban y venían en todas direcciones, intentando mediar el explosivo momento que atestiguaban sin atreverse a entrar a la celda de castigo. La imponente presencia y tamaño de Barboza impidió que se atrevieran siquiera a gritarle. Además, Barboza era reconocido por su crueldad en batalla y la sagacidad que mostraba con el uso de las armas. Cualquier intento por Imponerse se convertiría en un suicidio, según los aterrorizados marinos.

—¿Qué pasa con ese hombre? ¿Por qué no lo callan? —bramó Rafael Díaz cansado de escuchar el escándalo. 

El diplomático caballero luchaba por mantener una conversación con todo el que quisiera escuchar su futuro plan. 

—Sucede que se ha enfurecido, seño —declaró el guardia que mantenía su arma aferrada a su cuerpo. 

Díaz dejó de lado un par de papeles y posicionó la vista en el guardia. 

—¿Por qué? ¿Qué le han hecho?

—Nada fuera de separarlo de la mujer como nos ordenó —respondió el uniformado observando a su supervisor. 

—Ya parece que haremos lo que él pida —bufó Díaz con un tono de ironía—. ¿Qué más quiere? ¿Vino y mujeres? ¡Hagan algo para callarlo! ¡Golpéenlo de ser necesario!

—Nadie se atreve, señor—. Tragó saliva, con un semblante temeroso—. Es Manuel Barboza.

—¿Y eso a mí que me importa? —Díaz se encogió de hombros—. ¡Quiero que lo callen ahora mismo!

—¡Quien intente callarlo morirá, padre!  —interrumpió Alejandro en un grito, provocando un silencio en la oficina—. Es un hombre peligroso.

—Pueden hacerlo por fuera de la celda —señaló Rafael luego de asimilar lo dicho por su hijo. 

El guardia negó una vez más. 

—Ya lo intentamos y no funcionó.

—Déjenmelo a mí —expresó Alejandro, quien se puso de pie para controlar la situación.

—Hijo, ¿no has dicho que es un hombre peligroso? —cuestionó Rafael deteniendo los pasos del hijo. 

—Lo es —aseguró el rubio—. Pero no me hará daño. De algún modo, hemos creado una conexión.

—¿Estuvo a punto de matarte en esa isla y crees que has suscitado una conexión? Ahora sí que no entiendo nada —manifestó Díaz una vez más, llevando una de sus manos a la cabeza.

—Me refiero, a que sé exactamente lo que le tengo que decir, ni siquiera tengo que entrar a la celda. Solo hablaré con él.

El comodoro y Díaz no hicieron más que intercambiar miradas y gestos de incógnitas para después aceptar la decisión de Alejandro. A fin a cabo, él conocía a Barboza mejor que cualquiera de los presentes.

—Le diré a uno de mis hombres que le acompañe —dijo el comodoro para después dar la orden con un leve movimiento de mano.

Los guardias aterrorizados escoltaron a Alejandro a la celda donde se encontraba un Barboza enfurecido y fuera de sus cabales; dando gritos que provocaban eco en las frías y vacías celdas de la policía.

—¡Barboza, tranquilízate! No servirán de nada tus gritos. ¡Debes sosegarte! —sugirió con un tono de voz relajado, pero lo suficientemente alto como para que este le escuchara.

El pirata frunció el entrecejo en el momento en el que lo vio entrar con ese andar despreocupado y al mismo tiempo autoritario. 

—No mientras alejen a Elena de mí. ¿Por qué se la han llevado? ¿Qué es lo que le harán? —preguntó exaltado.

—Ella estará bien, te lo aseguro —expuso mostrando ambas manos para que notara que iba desarmado. 

—No te creo, no confió en ti o tu gente—. Negó con el rostro—. ¿Por qué nos han separado?

Alejandro supo que el pirata estaba tan desesperado como podía estarlo, toda arrogancia fue disipada, no quedaba ni un solo rastro. 

—No hay una razón en especial. Te aseguro que nadie le hará daño, solo están aquí para ser interrogados y juzgados —mencionó en un intento por calmar sus miedos. Aun cuando este fuera su enemigo, consideraba que no necesitaba recordarle su tragico final. 

—¡Está bien! ¡Júzguenme y mántenme como un pirata, pero no a Elena, ella no lo es! —rugió Barboza con las manos en los barrotes de su celda y la mirada profunda puesta en Alejandro.

—¡Yo tampoco quiero eso para ella, pero se niega a aceptar mi ayuda! —interceptó Alejandro igualando el tono de voz de su antiguo adversario. 

—No le pidas su permiso, porque no obtendrás nada por las buenas. Es orgullosa y terca. Nada más sácala de aquí —exigió Manuel, prácticamente a modo de súplica evidenciado por un pecho palpitante y respiraciones profundas. 

Alejandro mostró inquietud ante un Barboza vulnerable que tenía frente a sus ojos. Hasta ese momento, el muchacho aseguraba de que el pirata empleó su matrimonio con Elena para hacerse de la capitanía de la María. Sin embargo, él también era un hombre enamorado cuyo orgullo fue pisoteado por la mujer que amaba. 

—¿De verdad la quieres? —preguntó aprovechando el encuentro con el esposo de su amada. 

Por su parte, Barboza respiró hondo, dio un par de pasos hacia atrás y ajustó los huesos del cuello. Mantuvo la boca cerrada con el nulo deseos de decir algo, aunque sabía que tenía que hacerlo. No por él, sino por Elena. 

—Mis sentimientos por Elena es lo más puro y humano que yo poseo —explicó sin titubeos—.  Puedo hacer lo que sea, incluso renunciar a ella.

Alejandro lo observó fijo, cada palabra dicha parecía real. 

—¿Por qué no lo hiciste antes?

—¡No estábamos en esta situación! —emitió en grito al tiempo que golpeaba los barrotes con la palma de la mano—. Creí con toda confianza que yo era lo mejor para ella, aun cuando debí saber que esto tarde o temprano sucedería—. Tragó grueso y continuó pese a que sus intintos le decían parar—. Debes sacarla de aquí y alejarla de la piratería para siempre. ¿Lo entiendes?

Alejandro supo que en esta ocasión la felicidad estaba a su al cance, con Barboza de su parte, sería más sencillo que Elena aceptara la ayuda que tanto se negó a recibir. 

—Si hago lo que me pides será solo para tenerla a mi lado. ¿Aceptas eso? —cuestionó con rigidez en el habla. 

—¡Mantenla a salvo y lejos de la horca! —soltó un debilitado Barboza. 

Alejandro mostraba un nuevo brillo en sus ojos, un brillo esperanzador de recobrar a la mujer que amaba.

—Hablaré con ella, pero tienes que mantener la calma. Serán más permisibles si cooperas y no matas a nadie —repuso con el pecho inflado.

—Yo sé que es lo que tengo que hacer, tú encárgate de Elena —replicó el pirata que por ahora le daba la espalda al tipo que meses antes enamoraba a su mujer. 

Alejandro hizo un breve movimiento con la cabeza y dirigió sus pasos hacia la profundidad de un largo pasillo repleto de celdas vacías. Muy al fondo y después de cruzar una puerta, se encontró con el rostro de Elena sumergido en la oscuridad. La castaña afligida, aparecía en las penumbras con el pecho agitado y el cuerpo tembloroso, resguardada tras los fríos barrotes.

—¿Qué pasó? —preguntó la joven en el momento que miró a Alejandro acercársele.

—Barboza está más tranquilo. Se inquietó porque pensó que te harían daño —respondió.

—¿Y no será así?

—No si tú quieres —dijo sin dejar de mirarla.

Elena intuyó que Alejandro buscaría convencerla de nuevo, así que decidió ser más rápida e intentar algo a su favor.

—No saldré de aquí sin Manuel, si me quieres a mí, tendrás que liberarlo a él también.

La vida le daba la delantera una vez más; sin embargo, la mujer que amaba se negaba a ser rescatada. Arrugó la frente, tenía deseos de regresar el tiempo y haberla tomado el día de la fiesta en la que se conocieron.

—No puedo hacer eso y tengo que sacarte de aquí lo más pronto posible—. Negó con la cabeza—. ¿Por qué no lo entiendes?

Elena notó su particular tono de voz, ese que se volvía más rígido con cada negativa de su parte.

—Simplemente, porque no puedo hacerlo. Te lo he dicho ya anteriormente, me quedaré con Manuel en vida o muerte.

—¡Sí, me lo has dicho ya varias veces! ¡Lo elegiste a él y no a mí! ¡Lo quieres a él y no a mí! —gritó con el deseo de que las palabras fueran borradas de su existencia—. Elena, sigo sin entender lo que yo fui para ti, pero te diré que el mismo Manuel me ha pedido que te saque de aquí.

La mujer frunció el ceño al tiempo que se le hacía un nudo en la garganta. Estaba molesta, al grado de no querer saber más sobre ninguno de los dos hombres que le juraban amor. Las lágrimas brotaron, y el desahogo surgió desde su adolorido cuerpo.

—¿Ahora deciden pensar en mí? —cuestionó fastidiada por el autoritarismo del hombre sobre la mujer—. ¡Debieron haberlo hecho cuando todo esto comenzó! ¡Debieron permitirme tomar mis propias decisiones, pero no fue así! ¡Ni mi padre, Manuel o tú, debieron tener ese derecho! 

Respiró hondo sin desviar la cruda mirada que le lanzaba al caballero.

»Ya dejen de decidir por mí. ¿Por qué no me dejan llevar lo que me resta de vida a mi antojo? —Entrelazó los barazos y levantó el rostro—. Ve y dile que no acepto. Dile que me quedaré con él en vida y muerte, aunque ustedes dos tengan la concienca a tope.

Alejandro sintió como la impotencia crecía con cada negativa que recibía, dejó que saliera parte de su frustración, golpeando uno de los muros de la celda conjunta. Acción que le provocó fuertes magulladuras en los nudillos que comenzaban a inflamarse.

—Si él también sale, si arreglo que eso pase, ¿te quedarías conmigo? —preguntó aún entre las sombras y dándole la espalda a la mujer de la celda.

—¿Qué? —emitió la voz de Elena durativa.

Alejandro giró, buscando la mirada de Elena. 

—Si encuentro la manera de liberarlo para que huya y viva... ¿Te quedarías conmigo?

De nuevo la respiración agitada y el cuerpo tembloroso se hicieron notar, la castaña tragó algo de saliva y dio un largo suspiro como buscando encontrar valor.

—Sí, aceptaré el trato, pero tenemos que salir juntos y solo hasta que yo lo vea partir sobre un maldito barco pirata, solo hasta entonces, me quedaré contigo.

—¡Tengo que sacarte ahora! ¡Comprende que tu terquedad te llevará a la horca! —exclamó el hombre que se sentía cada vez más sofocado. 

—Entonces date prisa, si lo que quieres es salvar mi vida —aseguró Elena para internarse de nuevo en la oscuridad.

—Está bien, Elena. Tú ganas.  Te quedas aquí hoy, pero bajo ninguna circunstancia permitiré que llegues a la horca, así tenga que sacarte de aquí a la fuerza. ¿Comprendes? Le diré a los guardias que te coloquen más cerca de Barboza, debes mantenerlo tranquilo —espetó Alejandro para después alejarse por el largo pasillo.

Elena lo miró retirarse con recelo, mientras recordaba las sabias palabras que su padre un día le dijo: «Se creen dueños de la vida de todos». 

Alejandro ahora era un aristocrata más que quería ser obedecido por todo el que miraba con despotismo. Lo detestaba, no quería estar cerca de él, pero si quedarse a su lado era lo único que podía salvar a Barboza, entonces estaba dispuesta a cumplir su promesa.  

Lamentablemente, para la joven, entendía que ahora estaba en una lucha ella sola contra el mundo y que su padre ya no estaría ahí para protegerla.

Un par de minutos después, arribó un guardia con el propósito de trasladar a Elena hacia una de las celdas conjuntas a la de Manuel Barboza, quien al verla, sintió que la serenidad le volvía al cuerpo, aunque no fuera por mucho tiempo, pues entendía que serían pocos los momentos que les quedaban juntos antes de que decidieran llevarlos a la horca o  de que ella decidiera aceptar la ayuda de Alejandro para salir del problema.

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