Capítulo 24: Estragos de una batalla
Desde la María, Manuel Barboza observó el desencadenamiento de aquellos disparos, con total claridad logró percatarse de la caída del cuerpo de Montaño sobre la arena. El hombre que le enseñó todo, estaba herido o posiblemente muerto, sin algo que él pudiera hacer desde donde se encontraba. El naciente dolor en el pecho le dio paso a un grito desesperado repleto de amargura y venganza. Ansiaba la muerte de quienes dispararon primero.
—¡No! ¡Fuego! ¡Fuego! —ordenó rápidamente con todo el aire que tenía en sus pulmones.
Los artilleros de la María prendieron las mechas en el acto, provocando así, los disparos que señalaban una guerra contra la tripulación enemiga. Entre los estruendosos cañones y el ajetreado movimiento en la embarcación, Elena no paraba de preguntar por la vida de su padre. ¿Qué fue lo que provocó el ataque que su marido ordenó?
—¡Elena, ve adentro, aquí no es seguro! —señaló el capitán sin desprender ambos ojos de la playa.
—¡No, no iré! Debes decirme qué le ha pasado a mi padre. Dime, por favor. ¡Necesito saber! —suplicó colgada del cuerpo de aquel fuerte hombre que trataba de encerrarla en uno de los camarotes del barco.
El descontrol de la mujer no tenía remedio, no bajo esas circunstancias que se salían de su cauce. Debía hablarle con la verdad y solicitarle la pertinente ayuda.
—Le dispararon —expuso sin mayor remedio, enfrentando el dolor que surgió en los ojos de su Elena.
—¿Se puso de pie? —preguntó de nuevo con el pecho a punto de explotarle y el rostro temeroso de la respuesta.
Elena vio a su padre herido en más de una ocasión, ¿por qué esta vez debía ser diferente? Estaba segura de que el viejo hombre era lo suficientemente fuerte y terco como para soportar un disparo.
—No lo sé. Necesitamos llegar a la playa y para hacerlo, tenemos que acabar con ellos antes. Ahora, por favor, ve a ponerte a salvo, porque no podré concentrarme en la batalla si debo cuidar de ti.
Elena asintió de inmediato, después de escuchar las tranquilizadoras palabras que su ahora protector, le brindó. Buscó internarse en una de las alcobas del barco para mediar su tembloroso cuerpo y dejar de obstaculizar el trabajo de los piratas, pero ante el bullicioso ataque, la pareja no pudo percatarse de la bala de cañón que venía disparada hacia ellos. El mástil de la María fue golpeado con tanta fuerza que una parte de este fue derrumbado, provocando enormes daños sobre la cubierta. Elena saltó hacia uno de los extremos de la nave, queriendo escapar de ser golpeada por el mástil. No obstante, sus intentos por salvarse fueron en vano, ya que, terminó siendo derribada por los escombros que provocaron su caída directa al agua que rodeaba la isla.
Por otra parte, Manuel yacía sobre la madera, intentando recuperarse de un mal golpe recibido; parpadeó un par de veces con la finalidad de enfocar la vista: el humo, los gritos y las pretenciones de los hombres por salvar sus vidas, le impedían asimilar lo último que sucedió. Miró por todos lados, pero fuera de la atemorizante guerra que les amenazaba, no pudo encontrar a Elena.
—¿Dónde está? —preguntó a uno de los cañoneros que le pasaba de frente.
—Cayó por la borda, capitán —señaló el marinero que corría con un par de mechas sobre las manos.
Barboza se puso de pie instantáneamente para asomar la cabeza por la borda, ahí logró visualizar la lucha que la mujer tenía por salir a flote del agua, puesto que estaba siendo arrastrada por las pesadas ropas de una dama. Sin dudarlo por un segundo, Barboza saltó del barco para llegar hasta su esposa. Utilizó gran parte de su fuerza y energía para lograr ponerla a salvo en la orilla de la playa, donde la guerra fue desatada.
En el agitado mar los barcos se disparaban de un punto a otro, mientras estaban cubiertos por las nubes del humo desprendido por el quemar de la pólvora de cañones y pistolas. Sobre las aguas flotaban las maderas que, en algún momento, formaron parte de las enormes naves de batalla. Del mismo modo, hombres caían al agua para ser arrastrados por las corrientes hasta que terminaran sobre la arena o bien, golpeados por imponentes rocas que formaban parte del arrecife que enmarcaba la isla.
Elena y Manuel lograron recuperarse lo más pronto que pudieron luego de la agitada lucha contra el oleaje. Elena retiró parte de sus ropas para dirigirse al área de combate con apenas un camisón por encima. Por otra parte, Barboza, como el fuerte guerrero que era, tomó la espada de uno de los cuerpos tendidos en la arena para internarse en la contienda con todas sus energías concentradas en la venganza. Incluso Elena sentía cómo crecía el odio, la rabia y la impotencia al ver el ataque que aquellos supuestos caballeros iniciaron en sus territorios, el mismo territorio que pertenecía a la hermandad para la que su padre sirvió y donde ella vivió experiencias buenas y malas, pero nunca, una como la que se estaba viviendo ese día en la isla del coco.
Barboza combatía rodeado de enemigos y uno a uno caían los pocos hombres que se atrevían a interponerse en su camino. De pronto, un marino uniformado que intentaba llenarse de gloria, acercó su cuerpo y espada en dirección de quien aseguraban, se convertiría en leyenda. El valiente hombre agitó la espada en señal de combate; sin embargo, Manuel Barboza sabía cómo detenerlo e interpuso su arma contra la de él, ejerciendo fuerza para evitar ser herido. El hombre sucumbió ante la resistencia impuesta por su adversario y terminó por dar unos pasos hacia atrás con la esperanza de atacar en otra dirección. Dio un brutal impulso buscando una estocada final sobre el pecho de Barboza sin éxito alguno, pues la saña, tan solo provocó desequilibro en aquel marino, quien se fue hacia delante, tropezando y cayendo sobre un bulto de arena. El valiente hombre, apenas si se dio cuenta del momento donde soltó su espada por la debilidad originada desde la mortal herida causada por la cuchilla de Barboza. El marino se detuvo por unos segundos mirando en todas direcciones, su cuerpo ardía, pero su mente se negaba a entender que era un hombre muerto.
—¡Rápido, desenrollen las velas, ratas! —gritó Julia desde el JJ donde se encontraba de pie junto al timón de su barco, al tiempo que observaba a la tripulación correr por la cubierta—. ¡Todo a babor! —ordenó en un intento de salir del alcance de los cañones de una de las enormes naves que pertenecían a la guardia costera.
El JJ comenzó a moverse tan rápido como las velas fueron liberadas, pese a ello, la cola de la nave alcanzó a ser golpeada por una bala.
—¡Maldición! ¡Mi nave! —maldijo la capitana, pues amaba tanto a ese barco como la propia isla—. ¡Gringo, asegúrate de que los muchachos tengan los cañones preparados! ¡No pienso permitir que esos malnacidos se queden con mi isla o mi nave!
El hombre asintió y se movió con agilidad entre el ajetreo de la nave hasta llegar a donde el jefe de artillería trabajaba. Así mismo, Julia dirigía el JJ junto al barco que se atrevió a disparar los cañones en su contra, apenas la capitana vio al contramaestre de regreso, ella dio la orden que provocaría una fuerte sacudida en la nave.
—¡Fuego! —gritó la mujer.
El barco tembló como si la furia de la tierra se hiciera presente. Los cuarenta cañones que el JJ tenía en su interior, estaban siendo disparados con el único objetivo de castigar al barco que se atrevió a dañar la cola de su nave.
Las fragatas comandadas por de los capitanes de la hermandad, continuaron con la estrategia de Julia. Las embarcaciones de bandera negra comenzaron a rodear los Galeones de la guardia costera, mismas, que doblaban en cantidad los barcos del comodoro. La guardia costera no tenía manera de disuadir a sus enemigos de retirarse de la contienda, por lo que los estragos de batalla se hicieron presentes. Era, sin duda, un particular día que terminarían recordando para toda su vida.
Por otro lado, en la playa de la isla, la pareja corría sobre las arenas ya cubiertas de sangre y pólvora. El miedo invadía a Elena el solo pensar que podía toparse con el cuerpo de su padre, lamentablemente para ella, así fue. La debilidad y el dolor se adueñaron de su ser para caer de rodillas frente a los restos sin vida del hombre que lo había dado todo por ella y por su madre. El grito desgarrador de Elena fue opacado por el estrépito de los cañones que no detenían los disparos contra los barcos enemigos, mientras Barboza, con la espada empuñada, no paraba de batirse en duelos con los hombres que le interceptaban. Hasta que, finalmente, llegó el momento que buscaba con ansias, Manuel Barboza se encontró cara a cara con Alejandro Díaz. Ambos hombres con la espada empuñada, las emociones al límite, llenos de dolor, rabia y coraje; ambos se habían herido de diferente manera, los dos tenían las razones suficientes para ensañarse uno con el otro.
—Yo no maté al capitán —declaró Alejandro sin evadir la furiosa mirada del pirata.
—Eso no me consta —respondió aquel que estaba concentrado en aniquilar.
—Jamás me hubiera atrevido a causarle semejante daño a Elena —replicó el rubio de nuevo, volviendo su atención en la castaña que seguía en duelo.
—Eso tampoco me consta —repitió con la mirada fija en su oponente.
—¡Yo estoy con ustedes! ¡Tienes que creerme! —dijo Alejandro una vez más.
En sus ojos se miraba el reflejo del desconsuelo de Elena por su padre muerto y a Manuel convertido en el mismo demonio.
Ambos hombres seguían apuntándose con las espadas salpicadas de la sangre que brotaba desde el filo de la navaja.
—¡El capitán confió en ti! ¡Era como mi padre! ¡Confió en ti y terminó muerto! ¡No cometeré el mismo error! —soltó Barboza.
En el acto, se lanzó por sobre Alejandro, acompañado por un grito de guerra que marcaba el inicio de un duelo cuyo final podría ser la muerte.
Los hombres en la playa seguían peleando por sus vidas, del mismo modo que los barcos continuaban disparando los cañones sin un cese. El comodoro daba la orden de abordaje, puesto que planeaba dejar la playa lo más pronto posible, sin duda, el hombre temía que todos terminaran muertos en aquella isla que pertenecía a la piratería. Rafael Díaz gritaba el nombre de su hijo, pero este no estaba dispuesto a huir como un cobarde con la insignia de perdedor; él quería irse de ahí con Elena, quería ser el encargado de eliminar a Manuel Barboza de la faz de la tierra para que el pirata dejara de interponerse en sus apreciados anhelos.
Manuel y Alejandro se abalanzaban uno sobre el otro sin detenerse, no solo era la fricción entre el filo de las espadas lo que les fortalecía el odio en cada movimiento, sino también las miradas cruzadas llenas de rencor que ambos hombres mostraban hacia su rival. De pronto, Alejandro resbaló al tropezar con uno de los cuerpos que yacía sobre la arena y Manuel creyó que podía vencer a su enemigo de la misma manera que Montaño lo había hecho horas antes con Donatello, así que empujó su espada con todas sus fuerzas hacia su adversario, sin contar, que este sería realmente ágil, ya que, había tomado un puñado de arena con las manos para aventarla sobre el rostro de Barboza, impidiéndole verle mientras se ponía de pie nuevamente. Manuel tuvo que retroceder un par de pasos con la finalidad de recobrar la vista y encontrar de nuevo el equilibrio perdido.
—Si no te detienes, yo no lo haré —aseguró Alejandro en posición de defensa.
—¿Por qué supones que quiero que te detengas? —cuestionó Barboza con aires de grandeza e intentando clavar el arma en el cuerpo de su adversario.
No obstante, Alejandro había demostrado ser diestro en combate, dando un giro sobre su cuerpo para salir del alcance de la afilada arma de Manuel y colocarse a su espalda, teniendo así, la oportunidad de atacarlo. Sin embargo, Manuel había entendido el movimiento de su oponente y supo detener el ataque que Alejandro intentó, empujándolo de nuevo a un par de metros de distancia.
Ambos hombres notaron el cese de los cañones de los barcos, los navíos de la guardia costera comenzaban a retroceder por órdenes del comodoro, quien se encontraba a punto de subir a uno de los botes salvavidas para llegar a su nave. El padre de Alejandro no paraba de indicar a los marinos que ayudaran a su hijo, pese a que cada uno de ellos se encontraba realmente ocupado tratando de salvar su propia vida. Además, Barboza era conocido, no solo entre los piratas, sino también en el mundo de los marineros; nadie se atrevería a involucrarse entre ellos. Esa era una batalla de la que solamente Alejandro se podría salvar.
Tanto Alejandro como Manuel, mostraban sus movimientos cada vez más mortíferos. Sin duda, buscaban terminar con la pelea, de la única manera en la que esta podía acabar; exclusivamente la muerte podría finalizar la rivalidad entre ellos.
Los piratas de la isla habían sido derrotados mientras los barcos de la guardia costera se retiraban del alcance de los cañones de los piratas. El único combate que continuaba, era el de Manuel y Alejandro, quienes comenzaban a mostrar signos de cansancio, pero ningún signo de derrota. Alejandro cojeaba y salpicaba sangre de una de sus piernas, pues Barboza le había lesionado con el filo de su espada. Rafael Díaz, al darse cuenta de la condición de su hijo y de la insistencia de los hombres del comodoro por alejarse pronto de la playa, tomó una de las pistolas que pertenecían a los marinos y corrió hacia donde Elena se lamentaba; sometió a la mujer con el arma en la cabeza de un movimiento brusco que la castaña apenas pudo anticipar. Ella luchó por liberarse del hombre, encajándole un cuchillo sobre la pierna derecha, sin embargo, dicho acto no sirvió de nada, ya que el hombre la tenía acorralada.
—Si no te detienes ahora, ella morirá —amenazó Rafael, para ver a ambos combatientes frenar sus salvajes instintos.
—¡Suéltala! —gritó Alejandro, pero su padre no tenía la más mínima intención de hacerlo.
—¡Tú, suelta el arma! —ordenó el viejo hombre en dirección a Barboza.
Manuel dio un fuerte respiro y con una mueca de molestia sobre su rostro, terminó por soltar la espada.
—¡Guardias, mátenlos! —sentenció.
—¡No puedes hacer eso, padre! —interrumpió con rapidez Alejandro estando ya de pie frente a Manuel y Elena —¡No permitiré que los maten!
—¡Él te hizo daño, es un pirata! —espetó el padre.
—Si los matas, me perderás. No volveré contigo jamás.
El Sr. Díaz era un hombre de poco sentimentalismo, siempre y cuando no se tratara de su hijo, no quería dañar la relación que había forjado con él por tanto tiempo, él realmente lo amaba. Fue por ello, que finalmente aceptó la decisión de Alejandro. No los matarían en ese lugar o en ese momento, pero pidió que fueran llevados a uno de los barcos del comodoro en calidad de prisioneros, ya después, buscaría la manera de deshacerse de ellos.
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