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Capítulo 23: El final de una historia

Bajo la luz del sol matutino, las velas iban abiertas en su totalidad junto con la bandera negra izada, los barcos navegaban rumbo a la isla del coco en forma piramidal con La Condesa coronando la punta y marcado la pauta para la hermandad. Las naves parecían correr sobre las aguas a una velocidad de ocho nudos. Sin duda, era cuestión de minutos antes de comenzar a ver sobre el norte los navíos anclados de la guardia costera, rodeando a la misma isla que les había proporcionado hogar y cobijo. Con suerte, los barcos de sus oponentes se encontrarían vacíos y sus tripulaciones aún inspeccionando la isla. Tal cual Montaño y Julia lo tenían previsto.

A diferencia de la primera vez que Alejandro subió a un barco pirata, esta vez fue tratado más como un huésped que como un prisionero. Montaño le permitió un descanso en una cómoda guarida dentro de La Condesa, donde pudo disfrutar de una hamaca, libre de humedades o insectos. Sin embargo, antes del valioso descanso, Montaño le explicó con detenimiento que su decisión de haber abordado por voluntad propia un barco de vela negra, lo convertía en filibustero de nueva cuenta a pesar de su anterior liberación. No obstante, Alejandro puso poca atención a aquellas palabras. 

«Que más daba ser o no un pirata, al final de cuentas pronto regresaría a Magdalena»

Danielle alcanzó a identificar la figura de Alejandro en su salida del camarote y de inmediato, corrió a su encuentro, pues no pretendía quedarse con las dudas de su presencia en el barco.

—El capitán me habló de tu regreso y dijo que serías entregado a los tuyos —soltó la joven curiosa ya estando frente a él.

—Al parecer ese es su plan —respondió Alejandro mientras pasaba un par de dedos por sus cabellos rubios.

—¿Lo harás? ¿Abogarás por todos? —cuestionó la joven que se hizo de cierta información una noche antes cuando limpiaba la herida de Montaño. 

—Haré lo necesario para salvarte a ti y a Elena. Son lo único bueno en esta historia —replicó este a sabiendas de que sería mal tomado por la rubia. 

—Eso no del todo cierto. El capitán y Barboza son buenas personas, pero les ha tocado ejercer el papel de malos. Son las circunstancias las que se han apoderado de sus vidas.

—A Barboza no lo menciones, que ya tuve suficiente de él, y el capitán no es la persona más pacífica en este barco. —Las palabras salieron con un sabor agridulce, puesto que seguía contrariado después de la plática que tuvo con Montaño en el JJ—. Aunque me ha contado algunas cosas sobre su vida, que no sé si debo creer. 

Volvió el cuerpo en dirección de Danielle, necesitaba, de algún modo, la confirmación de la triste histora. 

»Dice que unos caballeros asesinaron a la madre de Elena —expuso en un susurro para evitar que alguien más los escuchara. 

Danielle suspiró hondo, conocía el pasado y el dolor que causaba en quien ahora fuera su familia. 

—Es verdad, por eso nunca le permitirá a Elena irse contigo. Regresaste por ella, ¿cierto?

—Es mi intensión, aunque ya no estoy seguro de que quiera irse conmigo —dijo el joven y volvió la mirada hacia el mar para darse cuenta de la cercanía con la isla del coco.

Por otro lado, Montaño despertó agotado esa mañana, se le veía el rostro cansado y los años encima. Pareciera que las batallas peleadas a lo largo de su carrera como pirata, empezaban a reflejarse en su cuerpo desgastado. Danielle corrió a su lado a fin de ofrecerle ayuda para moverse por cubierta; sin embargo, el capitán era un pirata fuerte y audaz; uno que, además, acababa de salir victorioso de un duelo a muerte. Por ningún motivo podría permitir que su tripulación lo viera débil debido a los mimos de una jovencita de diecinueve años.

—Danielle, ¿sigues aquí? Pensé que ya estarías de regreso en La María —cuestionó el robusto hombre que se empeñaba en mostrar firmeza. 

—No quise dejarlo, capitán. Tengo que cambiar ese vendaje antes de que baje del barco —respondió la rubia, señalando el brazo. 

Aquel observó la tenue línea de sangre que se dibujaba  en el bendaje que Danielle hizo una noche antes, debía ocultarlo con alguna prenda antes de que alguien más se percatara del daño. Miró el preocupado rostro de la joven y negó con una sonrisa para ella. 

—Eso ya no es de importancia, hija mía. Habrá tiempo para hacerlo más tarde, por ahora es imperativo que regreses pronto a la María con Barboza y Elena.

—Lo siento, capitán, me temo que ya no será posible. Mire de frente: hemos llegado a la isla —señaló con la mano apuntando hacia el norte—. Además, he decidido quedarme con usted. Nos casaremos y navegaremos juntos por el mundo.

El corpulento capitán soltó una pequeña sonrisa enternecida por la jovencita que le proponía matrimonio con gracia. Era como una hija, jamás se hubiera atrevido a verla de un modo distinto. 

—Estoy seguro de que serías una esposa maravillosa, pero hay hombres mucho más apuestos y jóvenes que yo. Fuera de eso, no sabemos lo que nos depara el futuro después de hoy —enunció dando pequeños golpecitos en el dorso de la mano de ella. 

—No diga eso, capitán. Usted tiene que regresar para que le cambie ese vendaje —replicó ella una vez más, al tiempo que le obsequiaba un abrazo al robusto hombre. 

El capitán Montaño sonrió y respondió emotivo al abrazo de Danielle.

—Será mejor que entres al camarote y bajo ninguna circunstancia salgas —indicó, reafirmando su autoridad. 

Danielle obedeció de inmediato. Se retiró a la habitación mientras que el capitán fijaba la mirada en el norte, observando el camino que restaba por recorrer y deseando que las cosas salieran como Julia imaginó.

—¿Durmió bien, señor Díaz? —preguntó después de un par de minutos.

Por su parte, a Alejandro le costaba creer la cortesia con la que era tratado ahora por el hombre que le sentenció a un castigos que creía no merecer. 

—Es difícil decirlo, capitán. Me preocupa no poder cumplir con la tarea que me ha encomendado.

—Roguémosle a dios que así sea, muchacho. Sobre todo ahora que eres uno de los nuestros.

Asertivamente, el capitán Montaño seleccionaba cada una de sus palabras para con Alejandro, buscaba que no le quedara la más mínima duda de la situación en la que se encontraba: un hombre con la fuerza, temperamento y astucia para pertenecer a la hermandad. Aunque él lo hubiera aceptado o no.

Conforme los barcos se fueron acercando cada vez más a la isla del coco, la velocidad de navegación fue bajando. La formación piramidal con la que navegaron se fue rompiendo y los cañones se prepararon sin que sus oponentes se percataran de aquello. A poco menos de un kilómetro de la isla, los barcos fueron detenidos en su totalidad, estableciendo una clara formación de ataque.

—No te preocupes, joven Díaz. Esto es sólo por precaución, aunque no pretendo iniciar un ataque, tampoco me gusta la idea de convertirme en un blanco para la guardia costera —comento el capitán con la mirada en Alejandro. 

»¿Qué es lo que observa vigía? —preguntó en un grito con el propósito de conocer las novedades que le harían saber los movimientos de sus actuales enemigos.

—Hay hombres en la playa apuntando con sus armas. También, en los barcos hay gente armada, pese a que están fuera de una posición de ataque.

Montaño asintió, relajando el cuerpo de un modo discreto.

—Es una pequeña ventaja a nuestro favor, aun cuando no están tan descuidados como creía — dijo para sí mismo con las manos entrelazadas por la parte trasera de su cuerpo. 

De inmediato afrontó la situación y dictó su siguiente orden a todo pulmón.

»¡Bajen la bandera negra y suban la bandera blanca! Así sabrán que no queremos atacar, también necesito que bajen los botes—. Volvió el rostro y notó que Alejandro seguía al tanto de sus deseos—. En cuanto a usted, señor Díaz, si me hace el favor de colocarse a la vista de su gente para que lo reconozcan.

De un momento a otro, el nuevo contramaestre se acercó al capitán con curiosidad y algo temeroso, pues sabía lo escrupuloso que era su líder.

—¿Ha dicho, dandera blanca, señor? No tenemos una de esas.

El capitán puso los ojos en blanco y promovido por la estúpida pregunta, pegó un grito que puso a todos a correr.

—¡Entonces, husen sus calzoncillos o una sucia camisa! 

Después de la ver a sus hombres buscar el trozo de tela que prometía la paz, Montaño recordó ser un pirata. Uno que no suele hacer tratos para mantener la paz, un ruin filibustero que toma lo que quiere en el momento que quiere. Luego rechinó los dientes y puso un semblante de pocos amigos. 

«Buscaré la manera de que esos malnacidos no se salgan con la suya» pensó.

Desde la playa, la tripulación de la guardia costera, analizaba de manera meticulosa los movimientos de los barcos recién llegados. La información fue llevada al comodoro, quien se encontraba reunido con el señor Díaz y con el resto de los caballeros que los acompañaron en la cacería. Los hermanos Pereira aprovecharon su estadía en la isla, puesto que tenían información de primera mano sobre las expediciones y atracos que hacían con regularidad los miembros de la hermandad de filibusteros. Así mismo, construyeron una larga lista de las personas con las que en algún momento hicieron negociaciones, incluyendo personajes de suma importancia y reconocidos en el país, por lo que relacionarlos con el contrabando de bienes y servicios no les beneficiaría por ningún motivo. Debido a ello, Rafael miraba dicho informe como una gran oportunidad de negocios a su beneficio; todo a cambio de borrar sus nombres de la lista. Sin embargo, el comodoro se encontraba renuente ante esa idea. Él pensaba que de no eliminar a los piratas y a quienes les contribuían de una sola tajada: el problema persistiría constantemente e incluso podría empeorar.

La reunión fue interrumpida por un marino, mencionando la valiosa información que tenía para todos ellos.

—¿Qué pasa? ¡Habla ya! —exigió el comodoro, observando los jadeos del uniformado.

—¡Señor... hemos visto barcos piratas viniendo hacia acá! Uno de ellos colocó una bandera blanca o eso creemos.

El comodoro soltó los papeles que tenía en la mano y arrugó la frente, jamás había visto rendición por parte de los filibusteros.

—¿Una bandera blanca? ¿Estás seguro de que son piratas? —interrogó incrédulo. 

—Lo estamos, señor. El resto de los barcos mantienen su identidad de piratas.

—Está bien. Enseguida voy para allá—. Con el rostro aun más pálido que de costumbre, el comodoro miró contrariado al resto de los caballeros—. ¿Ahora qué haremos?

—¿Tiene usted a sus hombres en los barcos? —inquirió el jefe de la policía.

—No están todos, pero sí suficientes.

—¡Los quiero muertos! —demandó Rafael Díaz en el acto.

El comodoro regresó a la playa, acompañado de Díaz, los hermanos Pereira y el jefe de la policía, ya que, sus decisiones serían las que definirían el futuro de aquella posible contienda. Mancera consideraba aquel retorno de los piratas una evidente trampa. Estuvieron huyendo constantemente, escondiéndose de cualquier batalla, sin defenderse o responder a los atentados. De pronto se les ponían de frente, listos para recibir la furia de sus ataques. 

«No, algo está mal» imaginó

Desde luego, eran hombres inteligentes, astutos y sagaces, cualquiera que fuera el plan, no podía ser algo bueno. Se aproximó a la playa, encontró a cada marinero listo y en posición de ataque, fuera por tierra o agua. Los valientes hombres únicamente esperaban la señal de confirmación de quien dirigía la misión.

—Capitán, veo a un hombre con la descripción de Alejandro Díaz —aseguró uno de los tripulantes con el puesto de vigía.

Rafael agarró de inmediato el catalejo a fin de confirmar la presencia del joven que figuraba a bordo del navío con bandera blanca.

—¡Oh, por Dios! ¡Es mi hijo! ¡Alejandro! —chilló aquel hombre de tez clara, señalando la nave—. Por favor, indique a sus hombres que no le disparen a mi hijo.

El comodoro seguía confundido, desconfiando de todo acto que viniera de los perros del mar. 

—Señor... si el joven Díaz está entre ellos, será mejor no atacarles, pondríamos en riesgo su vida. Además, están usando una bandera blanca —señaló con los ojos puestos en el regordete hombre. 

No obstante, aquel apenas si lo escucho, en su mente sólo surgía la palabra venganza. 

—¡Al diablo la bandera blanca! Recuperaremos a mi hijo y después los atacaremos. ¡Los quiero muertos! —solicitó una vez más. 

Mancera asintió, pero en el fondo desaprobaba el plan de Díaz. Entendía lo peligroso que podía ser para todos iniciar con una batalla en ese lugar, pues sus desventajas eran muchas: no conocían la isla, ni las aguas que los piratas utilizaban para su resguardo. Sin duda, era ilógico lo que él solicitaba. Sobre todo, sabiendo que aquellos enemigos salieron de la isla, para después regresar, lo que les indicaba que esa acción parecía más una trampa a una simple casualidad.

Al cabo de unos minutos, con el sol brillante sobre sus cabezas, observaron cómo desde la nave de bandera blanca, bajaban tres botes salvavidas sin que el resto de los barcos mostrara movimientos que los alertaran a disparar. Montaño, Alejandro y diez hombres de la tripulación, descendieron para hacer uso de uno de los botes que los llevaría rumbo a la playa, donde la guardia costera los esperaban. El resto de los botes iban repletos de piratas armados.

—Al parecer traerán con ellos al joven Díaz, señor —informó el vigía sin retirar los ojos del catalejo.

—¿Viene encadenado? —inquirió Mancera, previendo lo que podría suceder. 

—No, señor.

—¿A punta de pistola? ¿Amordazado o cegado? O cualquier cosa que nos alerte de disparar —interrogó una vez más. Necesitaba comprender el suceso, puesto que en ese momento, todo era irreal. 

—No, señor. El joven está libre, tampoco muestra resistencia.

—¿Están seguros de que se trata de Alejandro Díaz? —cuestionó el confundido comodoro con una clara expresión interrogativa. 

—Estoy seguro, es mi hijo —intervino Rafael inmediatamente.

En la María, Manuel Barboza observaba la situación con el catalejo, atento a cada acción en la isla y en los barcos de guerra de la guardia costera. Ante cualquier movimiento sospechoso, estaba preparado para responder al ataque. 

Por otra parte, Elena era gobernada por el nerviosismo; apoderándose de cada una de sus respiraciones. La mujer se encontraba de pie junto a Barboza, ya que, necesitaba tener la información en tiempo real y no a unas cuántas horas o minutos después.

—¿Qué pasa, Manuel? —preguntó con las manos entrelazadas e intentando ver más alla de lo que su vista podía lograr. 

—Los botes están llegando a la playa, nadie ha disparado, pero tanto ellos como los nuestros se apuntan con las armas —respondió el pirata, observando  por un catalejo. 

Los hombres que presenciaban aquel momento desde la isla, no lograban creer lo que miraban con sus propios ojos: tres botes repletos de piratas, armados en su totalidad, arribaron a la isla donde estaban siendo recibidos con mosquetes y sables apuntando a sus cabezas. No obstante, ellos ni siquiera se inmutaban o mostraban un reflejo de miedo sobre sus rostros. Muy por el contrario, se les miraba relajados y seguros de lo que estaban haciendo, como si acabaran de llegar a su morada luego de un gran atraco. 

Alejandro se posicionó a uno de los costados del capitán Montaño sin intentar caminar hacia su padre, simplemente se quedó del lado de los piratas.

—Me alegra que se hayan puesto cómodos en esta hermosa isla en la que acostumbramos a pasar nuestras humildes vacaciones —dijo Montaño, señalando hacia interior de la selva.

—Nuestra estancia en este lugar no ha sido la misma que para ustedes, capitán. Asuntos importantes nos han traído hasta estas tierras —explicó el comodoro con tranquilidad, pues sus tácticas de rescate le dictaban mantener la calma.

—Sí, sí... ya imagino de qué se trata, pero ya estamos de vuelta en casa. Desde luego, el Joven Díaz ha aceptado, amablemente, dejar de lado sus planes de navegar en nuestros barcos para acompañarnos de regreso —expuso colocando una mano sobre el hombro de Alejandro. 

—¿Sus planes? —cuestionó el padre de Alejandro—. Hijo, por favor, acércate y dime: ¿por qué este burdo pirata habla de tus planes? 

—Cuide sus palabras, señor Díaz. Puede que sea pirata, pero jamás he sido burdo —replicó el capitán molesto con el adjetivo que acababa de recibir.

Por su parte, Alejandro tragó saliva, vio al hombre que estaba a su lado y luego puso los ojos sobre su padre. 

—Me es imposible moverme de aquí, padre. Sin duda, me siento muy feliz de verle una vez más. Pero lo que dice el capitán es verdad, aunque en un principio, nuestro encuentro no fue el más amigable, ahora fui yo quien decidió subir a sus barcos —aseguró Alejandro, sonando un tanto incomodo con la situación, puesto que ambos bandos seguían acosándose con las armas. 

—¿Por qué no puedes venir a mi lado? ¿Qué amenaza te han hecho? 

—Hay un par de asuntos que debemos poner sobre la mesa, antes de regresar a su lado.

—¡Por Dios, hijo! —repuso el padre que lucía desesperado por estrechar el cuerpo de su hijo—. ¿De qué me estás hablando? Lo único que pondremos sobre la mesa son las cabezas de estos hombres que se han atrevido a secuestrarte.

—¿Secuestro? ... No mi estimado, señor Díaz. Lo que ha sucedido no ha sido un "secuestro" como usted lo llama —declaró Montaño, después de reír con descaro—. Verá usted, existen una serie de reglamentos y códigos en nuestra hermandad. Mi trabajo es honrarlos de la misma manera que ahora el joven Alejandro debe hacerlo.

Sin embargo, las palabras del pirata no aplacaron la rabia que el aristocrata sentía, sino que muy por el contrario, estas sólo provocaron aumentar su despotismo.

—¡Alejandro no pertenece a su hermandad! ¡Él pertenece a la sociedad en la que ha vivido y crecido toda su vida sin cometer crímenes como lo han hecho ustedes! En nuestro mundo también tenemos leyes que seguir, y de nuestro lado, lo que ustedes han hecho se llama secuestro —expresó con la paciencia ya agotada.

El comodoro notó la reacción de Rafael y decidió tomar el asunto en sus manos, puesto que no deseaba que una batalla explotara en aquel lugar desconocido para ellos.

—Capitán, secuestro o no, nada más hemos venido en busca del muchacho y no nos iremos sin él.

—Comodoro, como puede ver, nosotros hemos vuelto con la insignia de regresarles al muchacho, aunque lo haremos sólo a cambio de que se nos permita continuar con nuestras labores igual que lo hemos venido haciendo hasta el momento de hoy. —Observó a cada hombre frente a él, sobre todo a esos que lucían elegantes trajes y largos sombreros—. En pocas palabras, ¿cómo podremos proporcionarles la cuantiosa tajada de la que gozan sus gobiernos, si derrumban nuestros barcos, mientras asesinan y hostigan a nuestra gente?

Mancera abrió ligeramente la boca, dudó en responder, no sabía que lado era peor, si el de los corruptos o el de los ladrones. 

—Lo siento mucho, capitán, pero lo que usted me pide va más allá de mi poder como comodoro. Han asesinado, robado y saqueado por años. No puedo permitirles continuar con todo esto. Deberán acompañarme y enfrentar los cargos correspondientes.

Montaño elevó ambas manos a fin de tranquilizar al líder de los marinos. 

—Bien, bien... Estoy dispuesto a aceptarlo siempre y cuando el muchacho también sea juzgado.

—¡¿Cómo te atreves?! —Rafael perdió la calma de nuevo, detestaba tanto a ese hombre que sólo querpia verlo morir en la horca—. ¡Por qué no entiendes de una buena vez que mi hijo no es un vil delincuente como todos ustedes! ¡Comodoro, dispáreles ahora mismo...!

—Comodoro Mancera, ¿por qué no le pregunta al muchacho? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo fue que terminó en nuestro barco? Y ¿Por qué no está atado de pies y manos? —interceptó Montaño sin mostrar un grado de incomodidad.

Aquel sólo viró su mirada hacia el muchacho, esperando la interesante respuesta. 

Por su parte, Alejandro temía responder a sabiendas de que de no hacerlo las cosas terminarían por ser expuestas de una peor manera.

—Maté a un pirata que trabajaba para el capitán Montaño. Después me llevaron ante una mujer que dijo que tenía que respetarse el código, según este, mi castigo debió ser la muerte, pero por salvar la vida de la hija del capitán se me sentenció a un año a sus servicios.

El comodoro intentó entender aquel acontecimiento, enlazándolo con la información que tenían bajo su dominio, todo concordaba con las investigaciones. 

—Aun así, eso es un secuestro, capitán —indicó Mancera, puesto que ellos no tenían razones para seguir el código del que hablaban. 

No obstante, Montaño dibujó una relajada sonrisa sobre su rostro. La historia no había terminado.

—Joven Alejandro, ¿por qué no les platica, cuándo exactamente se le liberó de su castigo para que regresara a casa? Y ¿Cuántas monedas recibió por sus servicios? 

De nuevo las miradas se situaron sobre el rubio, quien apenas entendió la gravedad de sus actos. Hizo una mueca y siseo la respuesta que lo sentenciaba una vez más.

—Fui liberado hace cuatro o cinco días y sí recibí un pago por mis servicios.

Los susurros se escucharon a las espaldas del comodoro, todo marino creía en la culpabilidad del muchacho. Mancera intentó ignorarlos para continuar con la sesión de preguntas y respuestas. 

—¿Por qué no regresó a casa entonces? ¿Se lo impidieron? —interrogó.

—No, luego de ser liberado, ya nadie me vigilaba—. Negó de nuevo, agachando el rostro—. Me aproveché de ello y subí a uno de los barcos de bandera negra.

—¿Lo ven? Yo no soy el que exige algo fuera de la ley. El joven Díaz es ahora uno de los nuestros, les guste o no. Entonces, señor Santa María, ¿qué decide? ¿Podemos volver a nuestra playa? —Montaño sonaba satisfecho, victorioso y convencido de que tenía ganada la jugada que tegió desde su barco. 

El jefe de la policía secreta, no pudo responder a aquella pregunta. Seguía atónito y sólo miraba con detenimiento a quienes se encontraban de su lado.

—¿Se conocen? —preguntó Alejandro al capitán, temiendo la respuesta.

—Por supuesto, muchacho. —asintió despreocupado—. Él es el encargado de mantener a todo el mundo alejado de Manzanilla. Claro está, que es a cambio de una buena bolsa de monedas, pero eso no es todo; el señor Augusto Santa María, como el caballero que es, nos ha presentado con tu padre cuando requería de nuestros servicios para eliminar a la competencia y posicionarse como el mejor en su ramo.

Montaño había logrado herir con profundidad sin necesidad de disparar un arma, Alejandro quería pensar que aquello que le dijeron era una mentira, aun sabiendo que el capitán no mentía, después escuchó a su padre pedir la cabeza de todos ellos una vez más y supo que cada palabra dicha por Montaño, era verdad.

—¿Eso es cierto? —preguntó de nuevo el joven.

—¡Y qué, si lo es! —respondió el padre en un tono altanero—. ¡Hice lo que tenía que hacer para que llevaras la vida que tienes! Jamás hubiese logrado lo que tengo si no hubiera eliminado de alguna manera a la competencia, no con estos hombres robando nuestros barcos a cada momento.

—¡Entonces, no tienes por qué exigir su cabeza cuando tú eres parte de todo esto: tú, la policía, el gobierno y yo también! 

—No, hijo. Tú no, tú has sido víctima de todo —dijo suplicante y debilitado por la culpabilidad de su primogenito. 

—¡¿No has escuchado nada?! Acepté un pago, me subí a sus barcos por voluntad propia después de mi liberación. No uso un grillete, padre. No se trata de un secuestro, aunque te duela aceptarlo —expresó dando un par de pasos de un lado a otro y la mano en el rostro.

—¡No tiene importancia, hijo! ¡Diremos que así fue, por eso no debes preocuparte! Las leyes están hechas a nuestra conveniencia.

Aquellas frías y egocentristas palabras, golpearon duro el corazón del muchacho que se debatía entre sus ideas. Comprendió que todo lo que un día le fue enseñado era incorrecto y que en vez de ello era una simple manipulación por obra del dinero. Todo le resultó detestable, al grado de querer vómitar. 

—¡¿Qué estás diciendo?! ¡La ley solo aplica en pobres y no en ricos! —reclamó en un grito.

—¡No me hables de ese modo! Las cosas han sido así desde siempre —resolvió el Sr. Díaz, cansando de la altanería de su hijo. 

—Siendo así, te diré que prefiero ser parte de la comunidad pirata a pertenecer a tu sociedad de hombres ricos y empoderados, con falta de escrúpulos. Pese a que estos hombres han robado, lo han hecho de frente; no envían a alguien más y lo que es aún más importante: aquí las leyes sí aplican para todos. Puedes subir a tu barco, padre. Yo aquí me quedaré —replicó con desden, adolorido por lo que salió de su garganta. 

Por otro lado, el capitán Montaño se sentía realmente orgulloso de lo que acababa de lograr. Planeó cada movimiento y cada palabra para buscar que el muchacho se volviera contra su propio padre. A decir verdad, esa era la única carta que tenía para jugar, la valiosa estrategia que ideó para salir de ahí sin un sólo rasguño y con todo a su favor. Al parecer, hasta el momento, estaba funcionando. 

Sin embargo, Montaño no contaba con el coraje y la rabia que desencadenaría por parte del Sr. Díaz. Los resentidos sentimientos se hicieron notar rápidamente después de la declaración de su único primogenito. Una vez más los piratas demostraron ser más listos que ellos y no se podía permitir regresar a Magdalena como simples perdedores, no después de haberle prometido a todos que acabaría con la piratería definitivamente. 

Así que, apoderado por su rabia y coraje, tomó el arma que portaba y la disparó sobre el cuerpo de Montaño. Fueron unos cuántos segundos lo que tardó el capitán en desplomarse por completo sobre la arena. El resto de los piratas respondieron al ataque, como se les ordenó antes, y en cuestión de segundos tanto hombres de la marina como piratas con sed de venganza, se apoderaban de la playa para convertirla en un nuevo campo de batalla; peleando entre armas de fuego, espadas y golpes... En un día que quedaría marcado en la historia de aquella hermandad.

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