Capítulo 21: Duelo de mercenarios
De nuevo la noche protegía la serenidad de las naves detenidas en medio de la nada, con los marineros hablándose casi entre susurros en medio de la oscuridad. El movimiento del mar, en compañía de las nubes que empezaban a formarse en el cielo, era lo único perceptible fuera de las naves. Al mismo tiempo, los barcos se comunicaban con ayuda de la luz de velas o lámparas de aceite; luces que aparecían y desaparecían cada vez que los piratas cubrían la iluminación con las manos o trozos de telas, igual que una especie de clave morse percibida con la mirada, era casi un lenguaje que solo entre piratas conocían a la perfección. Barboza hizo la lectura de las señales que venían desde el JJ, donde citaban a los capitanes de cada barco a una reunión más, cuyo fin era la de dar a conocer la estrategia que Montaño utilizaría para vencer en la batalla. Esta se llevaría a cabo en el barco de Julia, puesto que era considerado territorio neutral para cada líder.
Barboza se apresuró a pedir que bajaran uno de los botes salvavidas para después despedirse de Elena.
—Habrá una nueva reunión en el barco de Julia a la que debo asistir. Antes, pasaré por tu padre. El contramaestre será quien se quede a cargo, por favor, siéntete protegida —expresó, seguido de un inocente beso en la mejilla.
Con copas de vino sobre la mesa y a la luz de varias velas encendidas, la reunión filibustera estaba por iniciar. No había capitán que no hubiera aceptado la idea de pelear, aun cuando las incógnitas de aquella batalla seguían en el aire para la mayoría de los piratas. El miedo a morir no era nada comparado con los deseos de volver a la altamar, ejerciendo la piratería con las libertades que acostumbraban: sin restricciones, con cinismo y con un amplio delirio de grandeza que les hacía presumir.
—Montaño, ¿Ya has pensado en algo? —preguntó Julia sin rodeos y de pie en su camarote, ya que ese era el nuevo escenario para la toma de decisiones.
Montaño levantó la mirada, sin haber bebido un solo trago de licor.
—Muchas estrategias vienen a mi cabeza, pero también son muchas las probabilidades de que esto salga mal. No creo que deba arrastrarlos a pagar por mis errores como capitán, así que, será mejor que sea yo quien los entretenga para que ustedes emprendan un camino seguro rumbo al otro lado del mundo con tranquilidad.
—¿Es esa tu estrategia, Malaco? ¿Huir? —cuestionó la mujer con la decepción en el rostro.
—Es lo mejor para todos, Julia.
—¡Pues no, no lo haré! No abandonaré todo lo que tengo. Incluso la tumba de mi madre está en esa isla y no permitiré que esos hombres, que son quienes nos tienen en estas condiciones, se apoderen de todo lo que hemos obtenido con nuestro trabajo.
Los piratas se vieron entre sí, la decepción y el dolor de la mujer era algo más que evidente; no obstante, creían que no tenían un triunfo asegurado.
—¿De qué trabajo hablas, mi querida Julia? ¿Del robo? ¿Del secuestro? ¿De apoderarnos de cuanto barco mercante encontramos? Tu trabajo es distinto al nuestro, querida. Tu trabajo es brindarnos lo que una hermosa esposa nos brindaría al llegar a casa: una calurosa bienvenida, un hogar, ser atendidos como si lo mereciéramos. Entiendo por qué no deseas que esto acabe así, pero nuestro caso es muy distinto al tuyo —explicó Bartolomeo estando de pie junto a Montaño—. Nosotros siempre hemos huido, asesinamos para ser temidos, robamos para los gobiernos y son ellos quienes ahora nos traicionan. Ellos quedarán como los buenos salvavidas y nosotros pasaremos a la historia como hombres salvajes
—Yo acepto. Será mejor retirarnos ahora para vivir con los tesoros que ya tenemos ganados, nos mezclaremos con la sociedad lo mejor que podamos. Con suerte, viviremos largas vidas o posiblemente terminemos ahorcados —declaró Dominic, brindando a favor de aquella decisión.
—Yo no estoy de acuerdo con lo que ustedes quieren—exclamó Barboza algo molesto—, no deseo morir colgado en una plaza. Prefiero continuar huyendo con un nombre falso en cada puerto. Me niego rotundamente y si he de morir en batalla, lo prefiero.
—¡Calma, Barboza! No hay alternativa —intervino Montaño, colocando su manos sobre enorme hombre.
—De hecho, sí la hay. Yo tengo una mejor idea, Montaño. Sin embargo, quiero que me escuchen con la cabeza fría —pidió Julia al tiempo que recibía la atención de cada uno de los hombres de la habitación, pues nadie imaginaba lo que estaban a punto de escuchar—. Hace unas horas descubrimos un polizón en este barco, pero más que un polizón, se trata de una poderosa arma a nuestro favor.
Las miradas de Montaño y Barboza se entrelazaron, puesto que intuyeron con suma rapidez quién era la persona de la que Julia hablaba. De inmediato, Barboza manifestó sus pocos ánimos de dialogar sobre Alejandro Díaz, expresándolo en un frío semblante plasmado en la cara.
Julia miró el rostro de Barboza, pero lo ignoró del todo para continuar con la reunión.
—Encontré a Alejandro Díaz en mi barco, hablé con él y lo he convencido de entregarse a su gente.
—¡Pensé que lo habían liberado ya! ¿Por qué aún lo tienen aquí? —soltó Dominic con enojo.
—El muchacho fue liberado. Yo estaba presente cuando Barboza lo hizo, fue el mismo muchacho el que no quiso regresar con los suyos.
—¿Por qué? ¿Le gustó la piratería? —preguntó la Gitana y soltó una estrepitosa risa.
—No sería el primero, una vez que entras, es muy difícil salir. ¿Dónde está? ¿Qué hará a nuestro favor? —continuó Bartolomeo.
—Lo entregaremos, abogará por nosotros y listo. Seguirá todo como si nada —expresó Julia con una sonrisa en su rostro.
—¡¿Y ese es tu fantástico plan?! —espetó Donatello, incredulo de que aquello fuera posible, después de todo, Díaz era un aristocrata, alguien ajeno a la piratería, pese a que hubiera fungido commo tal durante los pultimos meses—. ¡Nos harán pedazos! No somos suficientes para empezar una batalla, somos apenas unos cuántos barcos con una pobre y entorpecida tripulación. No olviden que hundieron a dos de nuestras naves sin siquiera tocar la puerta para preguntar si el señorito Díaz se encontraba ahí. ¿Qué demonios te hace pensar que esta vez esperarán?
—Tienen información sobre nosotros, saben dónde o con quién está el muchacho y si regresamos ahora mismo: estoy segura de que estarán hurgando en los cajones de mi ropa interior, tratando de encontrar algo que los lleve a él. Ya se tomaron demasiadas molestias buscándolo, ¿por qué no continuar? —resolvió Julia, utilizando su voz de mando para imponerse ante los hombres.
La Gitana analizó lo dicho por Donatello, inhaló algo de humo por su pipa y luego lo soltó con su particular forma de hacerlo.
—No pararán hasta encontrarlo y eso sí es seguro: lo quieren vivo o muerto —dijo en apoyo a Julia.
—Podríamos entregarlo muerto —propuso Barboza desde uno de los rincones de la habitación, muy poco dispuesto a participar en la toma de desiciones de esa noche.
—Sí, podríamos, pero no lo haremos. Julia, ¿estás completamente segura de que abogará por nosotros? —preguntó Montaño a sabiendas de que el plan era un tanto arriesgado para cualquiera.
—Lo estoy, capitán. Tiene sus razones personales para hacerlo, puede usted preguntarle si gusta, está en el camarote conjunto.
Donatello enfureció después escuchar el trato que el caballero de Magdalena estaba recibiendo.
—¿Y eso es importante? ¿Una plática entre amigas? Mejor dime, Malaco... ¿Quién lo entregará? ¿Lo harás tú? —interrumpió con afán de molestar.
—¡Está claro que lo haré yo! La guardia costera no solo busca a Díaz, también me quieren a mí. Yo los metí en este embrollo y asumiré mi responsabilidad.
—Tampoco te des tanta importancia, Malaco. Lo único que hiciste fue seguir lo que el código marca, tenías que cobrarte con la vida del muchacho —indicó la Gitana introduciendo la pipa a su boca.
—¡Debiste matarlo y dejarlo por ahí para que los suyos lo encontraran, lo sepultaran y nos dejaran en paz! ¡Siempre complicas todo porque eres un débil! —gritó de nuevo Donatello.
En el acto, Barboza desenvainó su espada apuntándola en dirección al capitán que seguía provocando a Montaño.
—Le ruego mida sus palabras, capitán. De lo contrario, no seré capaz de contener mi espada.
El pirata frunció el ceño, de ninguna manera tenía la sabia intención de detener sus alegatos.
—¡Ay, mira! ¡Ahora eres demasiado viejo y por eso tu entusiasta yerno te defiende!
Montaño rápidamente se interpuso entre la espada de Barboza y el cuerpo de Donatello.
—¡Ya basta! Tú y yo arreglaremos esto ahora mismo. Estoy tan harto de que vivas cuestionando mis decisiones, pertenecemos a la misma hermandad, pero tal parece que lo has olvidado. ¡Desenvaina tu espada y acabaremos con esto de una buena vez en un duelo a muerte! —declaró Montaño con su espada en mano. Tenía la mirada de fuego, esa que sólo mostraba cuando era presa de su temible temperamento.
—¡Duelo aceptado! —respondió el enemigo, mostrando su espada frente al capitán—. Te asesinaré y le daré tu carne a los tiburones.
Una fea dentadura apareció tras la espesa barba de Donatello, le daba placer la idea de una pelea cuerpo a cuerpo con el pirata que más odiaba.
—Es gracioso que lo digas, porque yo estaba pensando en arrancar el resto de tus extremidades para que hagan juego con la que ya te quité una vez.
Donatello explotó en ira lanzando su cuerpo sobre Montaño y de un momento a otro, ambos piratas se encontraban sobre la cubierta del JJ, batiéndose en un duelo guiado por aquellos sentimientos acumulados que surgían ante la presencia de sus enemigos. Pese a que los mercenarios tenían edades avanzadas, el duelo era una gran exhibición de dos hombres diestros en combate. Recorrieron gran parte de la cubierta con sus afiladas navajas que iban de arriba a abajo y de izquierda a derecha mientras brillaban los reflejos de las armas con la tenue luz que la luna les ofrecía.
El capitán Montaño sufrió un rasguño por parte de la cuchilla de Donatello; sin embargo, no se detendrían de ningún modo. Después de todo, el duelo fue aceptado a muerte y el resto de los presentes no podían ser más que simples espectadores de aquel combate cargado de rencor. De nuevo, Donatello agitó su espada con rudeza en dirección al cuerpo de Montaño, logrando causarle una herida notable en uno de los brazos. Donatello sentía la victoria en sus manos y el dulce sabor de la venganza que le provocaba en arrebatarle lo que Montaño le quitó años atrás. Sin éxito alguno, Donatello tuvo que conformarse con ver a su oponente salir del alcance de su espada, abriéndose paso nuevamente por cubierta hasta llegar a babor de la nave.
El cielo relampagueó, demostrando su grandeza, las gotas de la lluvia se hicieron presentes en el escenario de batalla. Con la respiración jadeante y las energías agotadas, ambos hombres comenzaban a trastabillar con la humedad que se acumulaba sobre la cubierta, pero el duelo continuaba impulsado por el deseo de ver sangre derramada. De nuevo, un relámpago iluminó la cubierta y Montaño se percató de unas cuerdas sueltas sobre la misma, entonces, haciendo uso de su inteligencia y sagacidad, llevó a su enemigo rumbo a esa dirección, donde el hombre tropezó. El capitán no dudó de su ventaja y sin cese alguno, introdujo el arma en el cuerpo de Donatello. Ante el movimiento, el hombre terminó tendido sobre la cubierta del JJ. Finalmente, siseó un par de sonidos agonizantes limitados por la sangre que emana de su boca, miró a los hombres de cubierta y con el último aliento de aire que quedaba en sus pulmones, manifestó lo siguiente:
—Nos vemos en el infierno, hermanos—. Luego, se dejó morir.
Los piratas que presenciaron el encuentro asintieron con la cabeza al capitán Montaño en muestra de su apoyo y respeto. Barboza respiró con tal profundidad, que manifestaba lo agradecido que estaba por no tener que llegar con una triste noticia para Elena.
Julia ordenó recoger el cuerpo de Donatello y enviarlo a sus hombres. Así, ellos se encargarían de rendirle honor al cuerpo de su capitán sin vida. Sin embargo, Montaño tenía otros planes para Donatello. El recién victorioso capitán, solicitó amputar el resto de sus extremidades y lanzarlas por la popa antes de entregar lo que quedaría del cuerpo. De ninguna manera, tenía la intención de faltar a la promesa hecha a su enemigo.
Por su parte, Julia no tuvo otra opción que la de aceptarlo, dio un respiro profundo y con un movimiento de cabeza asintió a sus hombres para que obedecieran la indicación del capitán. Después llevó a Montaño con el joven Díaz para intentar llegar a un acuerdo que los hiciera salir a todos de su complicada situación.
De pie, frente a la puerta del camarote, estaba Alejandro Díaz, observando con claridad cómo el capitán Montaño sangraba de uno de los brazos y respiraba con dificultad. Julia les permitió un momento a solas en la habitación para que estos pudieran llegar a un diálogo amigable, así acordarían lo que ella misma propuso momentos antes.
—Julia me ha dicho que estás dispuesto a volver con los tuyos —expresó el capitán mientras dejaba caer su cansado cuerpo sobre una silla.
—Ella cree que es la mejor opción para todos —repuso el rubio sin alejar la vista del capitán.
—Es la mejor opción para ti, muchacho. Dime, ¿por qué no te fuiste cuando Barboza te liberó?
—Amo a su hija, señor —dijo con firmeza sin el más mínimo titubeo frente al viejo mercenario que acababa de salir victorioso de un violento duelo de armas.
Aquel dibujó una inquietante sonrisa, había algo en el aristocrata que no le disgustaba del todo.
—Ella ya tiene dueño, hijo. Será mejor que te olvides de Elena.
—Uno no es dueño de quien detiene a la fuerza. Elena le pertenece al hombre que ha elegido su corazón y claramente ese no es Barboza. Me iré con mi gente y abogaré por ustedes, solo a cambio de su permiso para llevar a Elena conmigo.
Montaño reflejó de nuevo la sonrisa luego de fijar la mirada en Díaz.
—No, muchacho. Elena no es tema de conversación ahora, prefiero la muerte a entregarte a mi hija, incluso prefiero verla muerta a dejarla en manos de gente como la tuya. Así que, dime, ¿moriremos todos o seguiremos vivos?
Alejandro se vio acorralado entre la espada y la pared frente a la decisión que tenía que tomar para el capitán Montaño, el mismo capitán que lo secuestró y aprisionó por largos meses. ¿Tanto era su odio, que prefería verla muerta? Para él no tenía sentido, nada lo tenía, pero ahí estaba, en medio del mar en un barco de bandera negra, convertido en un burdo pirata y enamorado de la hija de uno de ellos.
—Dígame una cosa, señor. ¿Cómo fue que terminó eligiendo esta vida? ¿Por qué arrastrar a la persona que dice amar a esto?
Las preguntas de Alejandro le causaron gracia al capitán, eran preguntas que él se hacía con frecuencia y que evidentemente conocía bien la respuesta.
—Esta no es una vida que todo hombre sueñe vivir y no son las aventuras que uno quisiera contar en las reuniones familiares. Al contrario, la gente se aleja cuando dices tu nombre y lo asocian con la palabra pirata. —Tomó una boterlla y sirvió una copa que tenía a la mano—. Yo era un hombre con suerte. Lo tenía todo: una preciosa esposa que me amaba, una hija encantadora, amistades por doquier, un apellido y más dinero del que podía gastar.
Montaño bebió de la copa y luego sirvió una más.
»Era un hombre recto, nadie podía decir que Antonio Montaño había hecho algo fuera de la ley. Lamentablemente, la peor noche de mi vida llegó a mí, cuando un par de caballeros ebrios, observaron la delicada figura de mi mujer y se les antojó. Quisieron apoderarse de su cuerpo en contra de su voluntad y en parte lo lograron, porque en medio de la pelea provocada por mi cólera y mi rabia, ella fue asesinada a mano fría por uno de ellos. Luego yo los maté a los dos, pero las personas presentes no vieron nada que los incriminara a ellos; nadie escuchó los lamentos de dolor o las llamadas de auxilio de mi esposa. Me llamaron asesino y sí, tenían razón, yo era un asesino, mas no, por intención propia. Fue la maldita aristocracia y la hipocresía de la gente que no quería ver cómo dos «caballeros» se podían haber atrevido a semejante atrocidad. —tomó un trago he hizo una mueca por el ardor que sentía en el brazo herido.
Por otro lado, Alejandro seguía sumergido en la historia que consumió a Montaño desde años atrás.
»Decidí no pagar por un crimen del que no me sentía responsable y me prometí no permitir que esa misma sociedad podrida le hiciera lo mismo a mi querida Elena. La tomé en mis brazos y huimos. Llegué a Manzanilla buscando un barco clandestino para salir de Magdalena sin una idea de dónde terminaría. Un par de piratas me ofrecieron poner a mi hija a salvo a cambio de entregarles una vida de servicio y así lo hice. Luego, con mucho esfuerzo, arduo trabajo e inteligencia, llegué a ser capitán y después de establecerme como tal, regresé por mi más grande tesoro: mi hija.
Montaño sonrió una vez más, pero esta vez, su cara era un reflejo de la ternura que le inspiraba su hija.
»La arrastré a mi mundo porque me di cuenta de que aquí el que te odia te lo dice a la cara, y si te han de matar, será mirándote a los ojos. Elena siempre ha estado más segura aquí a mi lado, que en medio de ese mundo al que tú llamas hogar.
—¿Por eso es que usted me odia? —inquirió el rubio, despejando los cabellos que caían sobre su cara.
—No te odio a ti en específico, odio a todos los de tu clase. —Montaño notó el orgullo, la valentía y la clara inocencia que aun existía en la mente de Alejandro, era conciente de que su presencia en su barco fue a causa de la mala suerte y no podía culparlo por ello—. Te diré que, si no me hubiera tocado vivir esta vida, si mi hija y yo nos encontráramos dentro de tu sociedad: probablemente, te hubiese permitido cortejarla, pero los mundos que tenemos por ahora son muy distintos.
»¿Tú crees que tu padre y tu madre la van a recibir como a una hija más? ¿Que tu familia la amará de manera incondicional a pesar de ser lo que es? ¿Supones que llevará una vida normal, con amistades y será bienvenida en sociedad? No, hijo. La rechazarán por dónde la vean, perderás a tus amistades y tu familia te dará la espalda. Me atrevo asegurarte que tu padre te quitará el apellido y tu herencia. De permitirles estár juntos, serían un simple par de desgraciados, porque uno no vive de amor, muchacho. Uno vive de oxígeno y alimento, por lo que, cuando hay hambre, hay problemas.
»Tal vez, estás pensando en cambiar la identidad de mi hija, decir que pertenece a la sociedad aristócrata; hija de un mercader que se gana la vida honestamente. Sin embargo, Elena no querrá dejar mi apellido, no querrá negar sus raíces. ¿Sabes por qué? Porque a pesar de ser lo que soy: me ama y yo a ella. Sólo Dios y su madre que nos ve desde el cielo, saben bien que cada una de mis decisiones han sido por ella y para su protección.
Montaño terminó su largo discurso y bebió un último trago de licor.
—Entonces, te preguntaré una vez más, muchacho. ¿Cooperarás con nosotros?
Alejandro respiró a profundidad, meditando cada una de las palabras dichas por el capitán. Desde luego, el robusto capitán tenía razón.
«Un hombre verdaderamente sabio e inteligente» pensó.
De inmediato, entendió la situación y aceptó que lo único que podía hacer, era salvar la vida de Elena una vez más.
—Lo haré, señor. Aunque esto no quiere decir que he renunciado a Elena. Volveré por ella y esta vez, ni Barboza o usted, podrán negarme la oportunidad de ganarme ese derecho honestamente.
Montaño asintió con la mirada, reconociendo la terquedad que Díaz demostraba. Le hacía sentir que tenía agallas y si la vida les permitía estar juntos, no tendría razones para objetar.
—¡Entonces, vamos! Tenemos algo de prisa por acabar con esto.
Ambos hombres salieron del pequeño camarote donde dialogaron con suma tranquilidad. Primero salió Montaño, tomando de su brazo herido y detrás de él apareció Alejandro. El caballero de Magdalena, se encontró rápidamente con los ojos de Barboza observando cada uno de sus movimientos.
—El muchacho irá conmigo, ya que seré yo quien lo entregue y haga el trato con su gente. Todos ustedes esperarán tras de mí, listos para una posible batalla, pero sin mostrar los cañones. Sólo responderemos a sus ataques en caso de ser necesario, no iniciaremos uno. Con suerte, esto terminará bien.
—Yo iré con usted, capitán —respondió Barboza en el acto.
—No, tú te quedarás en la María con Elena. Te necesito ahí, protegiendo a mi hija y si tienen que huir: huirán. ¿Está claro? Eso es para todos.
Barboza asintió a regañadientes, del mismo modo que lo hizo Julia y el resto; no obstante, las ordenes de Montaño era todo lo que tenían, Alejandro se convirtió en la esperanza de salir impunes y libres.
Los capitanes subieron a sus botes salvavidas para regresar a sus barcos y compartir con sus tripulantes lo que estaba por suceder. Por otra parte, la situación incómoda para Barboza y Alejandro empeoraría todavía más, cuando se dieron cuenta de que tendrían que compartir el bote con el fin de tomar lugar en los diferentes barcos. El camino de regreso se tornó oscuro y silencioso, pese al sonido del golpeteo de la lluvia sobre las aguas del mar. Cuando al fin llegaron a la condesa, Montaño introdujo su mano en uno de los bolsillos del saco que acostumbraba a usar.
—Manuel, hijo. Toma esta carta y dásela a Elena. Querrá venir enseguida a verme, mas no se lo debes permitir, enciérrala en su camarote de ser necesario y protégela con tu vida.
—No tiene que pedirlo, capitán. Elena está a salvo conmigo —consintió el pirata que lucía preocupado.
—Ah... Una cosa más. Has el favor de enviarme a Danielle para que atienda esta herida. Mañana muy temprano la regresaré a la María —replicó sonriendo para su segundo.
Manuel asintió con la cabeza y observó cómo el capitán comenzaba a sentir agudizarse el dolor que la herida le provocaba, pues se encontraba haciendo un esfuerzo para lograr subir por la escalera de su barco.
—Ahora tú —ordenó, indicándole a Alejandro que subiera por la escalera.
Alejandro compartió una mirada de odio con Manuel, donde sin decir una sóla palabra, ambos hombres se declaraban la guerra.
—Quiero que sepas que tu estúpida boda con Elena, no me ha hecho renunciar a ella, por lo que espero que no te sientas victorioso.
—Es mejor que te resignes ahora. Sube a tu barco y has tu vida. Aunque, si decides seguir creyendo que Elena te pertenece, con gusto puedo refrescar tu memoria —respondió el pirata, mostrando el arma que colgaba de su sinturon y la misma mirada de odio que el rubio de demostró.
—Pronto lo sabremos —masculló Alejandro y comenzó a subir por la escalera.
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