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Capítulo 20: Esperanza errática

La guardia costera inició un plan de ataque contra los habitantes de la Isla de Coco, era la primera vez que el comodoro Diego Mancera recibía la orden de acabar directamente con cualquier barco de bandera negra que se apareciera en su camino. Las órdenes anteriores indicaban ignorarles sin atacarles, ya que los grandes piratas de la época eran protegidos por los distintos gobiernos del mundo, a cambio de una parte importante de los botines ganados. 

En ocasiones anteriores, el comodoro escuchó de las pequeñas caserías organizadas contra algún filibustero cuya cabeza tuviera un alto costo por haber intentado pasarse de listo; no obstante, eso solía ser todo. Cuando Mancera supo el objetivo de la nueva misión, que no era otro más, que la de acabar con la hermandad americana, se puso a disposición de sus superiores de manera inmediata, pues deseaba ser él, quien entregara las primeras cabezas de todo aquel que ejerciera la piratería. 

Siendo el comodoro un fuerte estratega, diseñó un plan de arremetida después de una exhaustiva investigación sobre cada uno de los puertos e islas que representaban un punto de negocios o escape para los saqueadores. Luego de la declaración de guerra contra la hermandad, la guardia costera logró hundir un par de barcos de bandera negra y eliminó a todo contacto con piratas en tres de los muelles mercantes de la región.

La búsqueda del joven Alejandro Díaz fue tema de conversación en los últimos meses desde su extraña desaparición. Los investigadores privados contratados por el señor Díaz: los hermanos Pereira, se encargaron de recabar la mayor cantidad de información que pudieron sobre el capitán Montaño y su tripulación. Sabían el nombre de las naves de Montaño, la ubicación de algunas de sus residencias y guaridas, así como las aguas que este acostumbraba a navegar. La presencia de Elena en el barco de Montaño, también fue parte de las averiguaciones. El padre de Alejandro Díaz había expresado su intención de capturar a la hija del capitán de la María para utilizarla como carnada, así podrían negociar hijo por hija; o bien, cobrarse con Elena todo lo que el capitán hubiera hecho con su hijo.

La flotilla de naves comandadas por el comodoro, siguió cada una de las indicaciones según lo planeado. Aproximadamente, diez barcos se organizaron alrededor de la Isla del Coco, preparados para un posible combate. No tardaron mucho en notar la presencia de unas cuantas naves lúgubres y la ausencia de hombres que buscaran defenderse. El comodoro se percató de la falta de movimiento a los alrededores de la isla y supuso que podría tratarse de una trampa, ya que, con frecuencia, solían montar ese tipo de estrategias donde simulaban estar ausentes para atacar a sus enemigos desprevenidos. 

—Permaneceremos aquí hasta ver el más mínimo movimiento de alguna embarcación y les daremos un par de horas para que nos muestren la presencia del joven Díaz. A estas alturas, ya deberían saber que hemos venido por él —señaló el comodoro a su primer oficial con la vista sobre la isla—. Una vez fuera de peligro iniciaremos el ataque.

Para su sorpresa, los oficiales de aquella misión ignoraban por completo que las naves que precavidamente vigilaban, fueron abandonadas como carnada para evitar un desembarque inmediato, de ese modo, los piratas tendrían aún más tiempo para su huida de la isla. 

—Me parece inaudito que el comodoro no esté atacando la isla en este momento. Estamos perdiendo tiempo valioso para mi hijo —manifestó Rafael Díaz, quien viajaba en el barco comandado por Mancera.

—Al parecer busca ser cauteloso, señor. Queremos rescatar al joven Díaz con vida y cualquier falta de tacto de nuestra parte, podría alterar el comportamiento de esos hombres, después de todo, son piratas.

—Pues esos piratas han sido mucho más inteligentes que todos ustedes. Debí recurrir a ellos mismos para la cacería de Montaño.

—Le ruego tenga un poco de paciencia, señor. Verá que, dentro de poco, usted será reconocido por haber acabado con todos los filibusteros que rodean estas aguas —respondió una vez más  el jefe de la policía secreta: Augusto Santa María.

Transcurrieron cercas de tres horas de rigurosa observación, donde además del humo de fogata que emergía desde el centro de la isla, no pudieron percibir sonido o movimiento de ningún hombre. El comodoro Mancera dio la orden a sus marinos de acercarse a la isla, haciendo uso de uno de los pequeños botes salvavidas, así podrían confirmar las sospechas del comodoro que le hacían pensar que estaban frente a una isla abandonada.

Los marinos tocaron tierra e iniciaron la búsqueda cautelosa de piratas: inspeccionaron la playa y enseguida se adentraron en la selva. Caminaron por casi una hora hasta encontrarse con la majestuosidad de la pequeña colonia organizada en el centro, donde estaban las grandes cabañas que pertenecían a los capitanes de la hermandad americana. Se mantuvieron ocultos por varios minutos para evitar ser vistos y capturados, pero nadie nunca se escuchó o se apareció a la vista de los marinos.

Finalmente, y después de casi todo un día, entendieron lo que en realidad sucedía. Los piratas ya no estaban en la isla, habían huido y les proporcionaron falsas evidencias para hacerles creer de su presencia en el lugar. Todo calculado con inteligencia y sagacidad; todo un montaje que les permitiría escapar a sus espaldas. 

Ya cercas de la puesta del sol, los hombres que se internaron en la selva, surgieron de ella dando las señales al comodoro de la falsedad de las pistas.

—¿La isla está vacía? —cuestionó el comodoro después de recibir las noticias—. ¿Cómo es posible? ¿Sabían de nuestro plan de ataque?

—Supongo que alguien de Manzanilla dio la alerta y huyeron de nuevo —dijo el Primer oficial.

—¿Cómo? De ser así, las noticias corren rápido.

—No tengo idea, capitán, pero el señor Díaz no estará nada contento cuando se entere de que hemos perdido todo un día —confesó el marinero que portaba su sombrero en las manos con una expresión temerosa.

Mancera vio la obviedad en sus marinos, estaba al tanto de que cada hombre en sus barcos contemplaba la idea de que el capitán había perdido autoridad ante las imponentes órdenes de Díaz. 

—No me importa si se molesta. Esta cacería va más allá de la búsqueda de un hombre, se trata de acabar con la piratería y francamente, creo que los hemos subestimado.

—¿Qué haremos ahora? ¿Desea que les indique a los marineros que regresen?

—¡No! Es decir... Espera. Me interesa saber que hay en esa isla. Hablaré personalmente con el señor Díaz y le explicaré las resientes noticias —expuso de tajo, antes de considerar cualquier otra posible opción—. ¿Dónde está? 

El marino asintió al tiempo que tragaba saliva.  

—En su camarote, señor.

El comodoro recorrió el camino que le llevaría a donde Rafael Díaz aguardaba por noticias. En el trayecto, pensó en las palabras idóneas para realizar la labor de convencimiento, con la finalidad de que Díaz aceptara dedicar un día o dos a la inspección de las tierras. Probablemente, la búsqueda de nuevas pistas les proporcionaría la información necesaria para nuevas conjeturas o incluso la búsqueda del cuerpo de Alejandro en caso de haber sido asesinado. Sin embargo, ¿cómo hablarle a un padre de las pocas esperanzas que se tenían en encontrar a su hijo con vida?

—Adelante —respondió una voz desde el interior de la habitación.

—Comodoro, hable. Díganos cuáles son las noticias —dijo con ansiedad el señor Díaz. El padre, que de momento se encontraba reunido con el resto de sus colegas.

El comodoro, exhalo algo de aire y dio un paso hacia el frente para mostrar su lideresa. Aquella que perdía cada que se encontraba frente al Rafael Díaz. 

—Las noticias no son muy favorables que digamos, señor. Mis hombres han inspeccionado la parte interna de la isla y me han notificado que está desierta. Al parecer, los piratas nos han sembrado evidencia falsa que nos hiciera pensar que aún se encontraban aquí.

—Huyeron igual que en Manzanilla —aseguró Díaz.

—Así parece, señor —replicó el comodoro.

—¿Saben de nuestros pasos?

—Imagino que, si de algún modo se enteraron de nuestra presencia en Manzanilla, también saben de nuestros ataques para sus refugios. Señor, quisiera decirle que tengo la esperanza de que se encuentren a los alrededores de estas aguas, aunque no es así.  Creo que la mejor opción por el momento es inspeccionar la isla nosotros mismos.

El hombre levantó el rostro y negó de inmediato.

—Perderíamos mucho tiempo. No es razonable lo que dice.

—Si me permite, señor —expresó uno de los hermanos Pereira, quienes sentían gran entusiasmo por conocer e indagar las guaridas de aquellos filibusteros—. Considero que, si inspeccionamos un poco, sería de mucha ayuda. Mi hermano y yo podemos encontrar algunas pistas que nos ayuden a descifrar la ubicación de su hijo. Inclusive, el conocimiento de nuevas guaridas. En la playa de manzanilla, tenían pequeñas casas donde reunimos valiosa información pese a que trataron de desaparecerla incendiándolo todo.

Los Pereira se vieron entre sí, era como si la codicia que había en su interior, les estuviera atrayendo hacia la posibilidad de hacerse de nuevos tesoros piratas. No obstante, Díaz era el líder de la cacería y quien tomaría la decisión.

—No lo sé. Cada momento que pasa es crucial para la vida de mi hijo.

—Tal vez pudieron dejar a su hijo aquí —especuló el jefe de la policía secreta, haciendo un esfuerzo por convencer a Díaz. Al igual que los Pereira, el dorado de un tesoro se estaba reflejando en sus ojos.

—¿Dejarlo? Ya lo hubieran visto los hombres que bajaron.

—Pudiera estar atado en algún lugar más privado. Incluso pudo huir y esconderse; o, lo encerraron con el propósito de que no saliera de la isla. Sin embargo, no lo sabremos si no revisamos el sitio —indicó uno de los detectives evitando mencionar la posibilidad de un asesinato.

Díaz dedujo rápidamente que se trataba de un complot para convencerlo, un vil juego de palabras enfocadas en la manipulación de sus decisiones. No obstante, aquellas especulaciones pudieran ser reales, tan reales como la posibilidad de la eminente muerte de su descendencia.

—Bien, entonces que así sea, pero comodoro, dígales a dos de sus barcos que continúen la ruta. De esa manera, podrán continuar con la búsqueda de algún avistamiento de barco pirata, así nos mantendremos alerta.

—De hacerlo, sería alertarlos de nuestro acercamiento, y dos de nuestros barcos no podrán hacer mucho. Sobre todo, si viajan en grupos —reprochó el capitán cuestionando las órdenes de Díaz.

—¡No me interesan sus estúpidas estrategias marítimas! ¡Quiero que zarpen dos barcos en busca de mi hijo, que para eso he pagado esta cacería! —gritó exaltado Rafael Díaz.

—Como usted diga —respondió de mala gana con rigidez en el rostro y salió del camarote, para iniciar con las órdenes encaminadas a la expedición de la Isla del Coco.

En mar abierto, las naves de bandera negra se encontraban de momento sin un rumbo y con las velas completamente enrolladas. Los capitanes, todavía estaban a la espera de las órdenes de Montaño. Había tripulaciones que deseaban la huida definitiva y había quienes tenían el deseo de pelea. Aunque las razones del inicio de la cacería seguían siendo ignoradas por la mayoría de los piratas.

Ver a Julia en altamar se había vuelto enternecedor para muchos de los hombres que la rodeaban. Era grande la nostalgia que sentía al alejarse de las tierras donde creció, así como los crueles pensamientos enfocados en la destrucción de todo lo que con esfuerzo y trabajo duro logró construir. Ambos sentimientos la invadían al grado de no querer alejarse ni un metro más de la Isla del Coco. Su contramaestre, «el Gringo», era el hombre que más apoyo le proporcionaba a Julia, incluso antes de la muerte de su madre. Esta ocasión no sería la excepción, pues el viejo hombre cuidó de ella con el fin de mantenerla firme ante la decisión de huida.

El barco bautizado como el «JJ» en honor a Julieta y Julia, era capitaneado por la honorable pirata. La mujer por el momento figuraba de pie frente al timón, exigiendo a su contramaestre una botella de vino de la cava privada que tenía en el almacén del barco.

—Posiblemente, si me mantengo lo suficiente ebria, podré sobrevivir luego de ver el ataque de mi preciosa isla —Se dijo a sí misma mientras tomaba con ambas manos el timón del barco.

Después de unos minutos de autocompasión, escuchó el escándalo que venía por debajo de la cubierta. El estrepitoso momento fue provocado por su contramaestre con un hombre reconocido para ella: Alejandro Díaz. El mismo joven que Julia hospedó en su casa por varios días y el mismo por el que su isla sería atacada con desdén.

—¡Oh, Dios mío! Tú sí que sabes hacer las cosas interesantes —manifestó Julia cuando vio a Alejandro frente a ella—. ¿Cómo demonios llegaste a mi barco?

—Necesitaba salir de la isla, igual que todos ustedes —respondió el joven de cabellos rubios que seguía siendo retenido por los piratas.

La mujer no parecía querer quitarle la acusadora mirada de encima, aunque más que parecer molesta, había un particular brillo no solo en la mirada sino también en la voz.

—Barboza te puso en libertad. Yo estaba presente. ¿Por qué no tomaste el barco de los sirvientes? Ellos ya están a salvo.

—Lo sé, fui liberado, pero no me iré. Al menos, no sin Elena.

—Está bien, acompáñame a un lugar más privado. ¡Gringo, suéltalo! El muchacho es de confianza —dictó la mujer con una nueva fuerza en su voz—. Él y yo tenemos una pequeña plática pendiente.

Julia analizó a todos con recelo, y de un movimiento de cabeza le dio la señal a su segundo para que este cuidara de su barco. Enseguida, tomó de la mano a Alejandro y lo empujó hasta su camarote.

La habitación de Julia no era elegante, aunque sí acogedora y funcional para ella. Había una gran cama decorada con colores fuertes como su personalidad, no tenía un espejo, pero sí una mesa con finos licores junto con su colección de armas colgadas sobre la pared. La pirata observó a Alejandro, notando que la imagen de aquel muchacho debilucho se había repuesto desde la vez que llegó a la Isla del Coco. Por lo menos, ya no sufría de deshidratación, ni se le veía tan falto de energía. La mujer le proporcionó un par de botas negras que hacían juego con un pantalón y una camisa blanca, que dejaba ver algo de su pálido pecho desnudo.

—Veamos, muchacho. Siéntate y bebe algo. Te hará bien —incitó Julia mientras le ofrecía un vaso de licor.

»Primero que nada, no andes por ahí hablando de tus intenciones para con la hija de mi capitán Montaño. Muchos de estos hombres le son fieles a Barboza y al mismo Montaño. Si te escuchan, querrán matarte. Para ellos, es como hacerles un favor. Segundo: no puedes pretender de buenas a primeras que ella se vaya contigo. Elena ya eligió a Barboza, permítele ser feliz y sigue tu camino. Sin duda, eso también será bueno para ti, porque no perteneces a nuestro mundo; y tercero: ¿Por qué diablos no estás en la maldita isla? Debiste quedarte ahí, tu gente viene en tu búsqueda y de haberte quedado, mi preciosa isla no correría peligro.

El rubio arqueó una ceja, sorprendido por la revelación de Julia. Hizo el vaso con el licor de lado y levantó la mirada a donde la pirata le hablaba.

—¿Vienen a buscarme? ¿Cómo lo saben? —preguntó sorprendido.

—Tenemos ojos y oídos en todas partes. Siempre estamos vigilando, aunque evidentemente no son tan eficientes, ya que dimos por hecho tu salida de la isla. —Julia iba de un lado a otro, tomaba asiento y de nuevo se ponía de pie.

—¡Ahhh! ¿Y de pronto me quieren hacer el favor de regresarme a casa?

Incluso para Alejandro aquello sonaba a fantasía pura.

—Bueno, sí. Se escucha algo raro, sobre todo después de cómo llegaste a mi isla, pero te diré una cosa: ni Barboza, ni Malaco tenían la intensión de asesinarte. Los dos tenían una deuda de sangre contigo —repuso ella señalando con el dedo lleno de anillos.

Alejandro suspiró hondo y frunció el ceño.

—Barboza no parecía querer ayudarme la noche de la celebración de la estúpida boda, cuando fue a buscarme para decirme que estaba dispuesto a asesinarme si no me alejaba de Elena. ¿Adivina qué, Julia? ¡No lo voy a hacer! —expuso en un grito que proclamaba rebeldía.

—¡Maldición! ¿Por qué los hombres son tan tercos? —bramó la mujer, tallando su rostro—. ¡Alejandro! Así te llamas, ¿verdad? Mira, te diré algo que no debo decirte, pero esto se está saliendo de control y morirá mucha gente si no nos apoyas. Incluso tu amada Elena corre peligro.

—¿Qué pasa? —exigió de inmediato luego de beberse el trago que Julia le sirvió.

—Al parecer, tus familiares o alguien que te estima mucho, inició un rescate. La guardia costera y muchos otros barcos: te están buscando en nuestras guaridas, y no es extraño para nosotros el hecho de que sepan dónde están los nidos de ratas. Ellos y todo el mundo lo sabe, solo que no se atrevían a entrar o a actuar en nuestra contra, porque el mismo gobierno aprueba algo de lo que hacemos —explicó Julia, frotando la yema de sus dedos como una señal del dinero—. Pero ahora, de pronto, mandan al fondo dos de nuestros barcos; atacan a nuestros compradores y aliados en tierra. Lo que nos dice que buscan exterminarnos.

—¿A los piratas? —inquirió el muchacho que observaba a Julia.

—Sí, a todos los piratas. Pero, también acabarían con todo aquel que tenga un lazo cercano a nosotros: Elena, por ejemplo—extendió la mano—. Ella no solamente es la hija de un capitán de vela negra, también es ahora la esposa de un pirata, uno de renombre. Es parte de nosotros y sufriría, sin duda alguna, el mismo final que nos espera a nosotros.

El caballero de Magdalena se puso de pie y negó de inmediato.

—No será así, abogaré por ella.

—Sí, tal vez te escuchen o puede que no. Al final, nunca seremos aceptados por la sociedad, por tu sociedad, para ustedes solo somos ratas del mar y quien lo padecería de nuevo, será Elena. Sin embargo, hay algo que puedes hacer por todos nosotros y por ella, por supuesto.

—¿Qué es? —preguntó Alejandrodurativo.

La mujer se giró para darle la espalda, hizo una pausa y sonrió a discreción.

—Entregarte tú mismo.

—¿A quién? ¿A quiénes me buscan? —cuestionó confundido.

—Obvio —respondió dándole la cara de nuevo—. Te acercamos a la isla, te bajamos en un bote; ellos te ven y te auxilian. Te verán con esas hermosas mejillas rosadas y esos fuertes músculos intactos; les dirás a todos que fuiste muy feliz como pirata, que fue una pequeña aventura y que no hay rencores. Después nos perdonan y nosotros podremos seguir trabajando.

Julia tocó los hombros de Alejandro mientras sonría con una clara alevosía.

»Tu amada Elena podrá seguir tocando puerto para que puedan verse cada vez que ustedes quieran; escondidos de Barboza, por supuesto. Todo con un pequeño toque de peligro. ¿No es eso fascinante, romántico y lo correcto?

—Lo dices todo tan bonito, Julia. Únicamente te hizo falta decir que todo eso es falso. ¡Soy la carnada para que no les disparen y así ustedes atacar con ventaja! —aseguró Alejandro de pie frente a Julia, retirando las manos que la mujer tenía sobre su cuerpo.

—Eso suena más real, tanto que casi lo creo. Sin embargo, no sucederá. Mírame a los ojos, Alejandro —insistió Julia parándose frente a él—. Te daré una de mis armas y quiero que te sientas libre de dispararla. De matarme, podrás adueñarte de este barco e ir tras Elena si lo deseas. Pero antes, déjame decirte que fui yo quien le permitió a Elena subir a la habitación aquella noche, y yo le aconsejé que buscara su propio camino basándose solo en su corazón. Yo sé que ella terminó en tus brazos esa noche, incluso Barboza lo supo y muy a su pesar te liberó. Los dos jugaron limpio. Desgraciadamente, para ti, ella ya lo eligió.

Alejandro apenas si podía asimilar lo que la mujer le confesaba, no estaba preparado para aceptar la idea de una derrota, no bajo las circunstancias en las que sucedió, donde se sintió en desventaja.

—¡No, Julia! ¡Me amarraron y torturaron por meses! No podía siquiera voltear a verla o escuchar su voz. Le hablé a su padre de mis intenciones y se burló de mí: me gritó a la cara el compromiso que Elena tenía con Barboza. ¿Lo peor? ¡Ese hombre ni siquiera estaba dispuesto a respirar el mismo aire que yo! ¡Quería aplastarme como a una maldita cucaracha, porque se sentía amenazado por mi presencia al lado de Elena! ¿Te parece eso un juego limpio?

—Está bien, entiendo y tal vez tengas razón. Aunque tampoco puedes pretender llevártela. Tenemos reglas, muchacho, y las esposas de los capitanes no se tocan. Antes tendrás que aniquilar a Barboza y siendo honesta: veo muy difícil que eso suceda.

—¡Yo no le juré respeto a ese código y ella no es su esposa! —declaró el aristócrata ya fuera de sus casillas.

—Oh, no hace falta que jures nada, ya que, tú subiste a mi barco por voluntad propia. Me temo que ahora eres uno más de los nuestros y si te empecinas en no volver con los tuyos: no habrá una mujer por la que luchar.

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