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Capítulo 2: Ataque premeditado

Era muy temprano por la mañana cuando Danielle entró corriendo a una habitación poco iluminada, debido a las gruesas cortinas que impedían el paso de la luz solar. Traía como consigna aligerar el sueño de su amiga, puesto que estaban a punto de ser descubiertas por aquellos planes que tuvieron una noche anterior.  

—¡Elena! ¡Elena! Despierta pronto, tu padre está a punto de subir. Al parecer quiere hablarte y si tú sigues en cama, se dará cuenta de la escapada de anoche —alertó desplegando las telas que cubrían las ventanas. 

La habitación se iluminó en el acto, por lo que Elena se puso de pie de un brinco y corrió a ponerse presentable para su padre; buscando que no notara su falta de sueño y las ganas que tenía de seguir en la cama.

No pasó mucho tiempo después, cuando un robusto hombre atravesó la puerta, percatándose del cansancio reflejado en el rostro de la castaña.

—Hija, todavía sigues dormida, ¿acaso regresaste muy tarde de la fiesta de anoche? —preguntó el padre a sabiendas de la respuesta. 

A Elena no le quedó más remedio que sonreír y tratar de minimizar la situación, pues sabía que su padre casi siempre se enteraba de todo lo que hacía o no hacía, dada la extrema vigilancia con la que ella vivía.

—¡Claro que no, padre! Apenas estuvimos unos minutos y volvimos. Además, era una fiesta de disfraces y nadie me ha visto el rostro —respondió Elena jugueteando con el hombre y colocándose por encima el antifaz que utilizó la noche anterior.

—Querida hija, tienes que entender por qué es que te impido salir de casa; tú y yo no pertenecemos a esta sociedad, ellos nos han repudiado por la razón que tú ya sabes y ser pirata no es bien admirado para nadie —repuso en un intento por reprenderla—. Por tal motivo, es que debemos mantenernos escondidos y usar falsas identidades. Al menos, hasta que llegue el momento en el que podamos retirarnos de la piratería. Ya falta poco para ello, Elena. 

El hombre tomó una bocanada de aire y caminó hacia un extremo de la habitación, luego levantó la mano y señaló con el dedo índice, como quien acaba de recordar algo. 

»Lo que me recuerda, que deben estar listas para esta noche porque nos iremos mañana temprano.

Los ojos de la castaña se hicieron grandes al tiempo que se le formaba una imprudente sonrisa en la cara. 

—¿Mañana? Pensé que sería hoy mismo. Entonces...  ¿Me permitirá dar una vuelta por la plaza antes de irnos?

El padre soltó el aire y rodó los ojos. 

—Hija, ¿acaso no escuchas nada de lo que te digo? ¡No debes salir de casa! —emitió haciendo énfasis en su última frase.

—Padre, solo serán unos minutos. Luego subiremos a ese barco de nuevo y no volveremos hasta dios sabe cuánto tiempo —explicó a modo de reproche—. Se empeña en llevarme con usted a todos lados y yo me aburro demasiado. 

»Por favor, solamente será un momento —soltó suplicante como un último intento.

—¿Aburrirte? ¡Por dios, Elena!  —emitió fastidiado por los reproches de su única hija—. No hay nada más divertido que las aventuras de un pirata; sin embargo, si quieres salir, será hasta que Manuel vuelva... Así él podrá acompañarlas.

—¿Manuel no está? ¿A dónde se ha ido? —preguntó curiosa.

—Fue a Manzanilla, reclutará unos hombres para mí. 

El padre de Elena era capitán de su propio barco con tripulación pirata, un hombre grande y corpulento de facciones toscas, la edad ya se le notaba y tenía fama de ser un hombre tanto rígido como disciplinado. Pero con Elena, su hija, siempre terminaba cediendo. Después de todo, ella era lo más importante para él desde que su amada esposa le fue arrebatada.

—Padre, para cuando Manuel regrese ya será tarde y me dirá que ya no es seguro salir. —Corrió a un costado del robusto hombre y le permitió una enternecedora mirada que le haría cambiar de opinión—. Permítame ir con Danielle, le prometo que no tardaré.

—Está bien, está bien, haré que Juan las acompañe y esa es mi última palabra —sentenció el padre para después salir de la habitación a sabiendas de que había perdido una batalla más con su hija.

Las dos jóvenes se sentaron a comer algo mientras retomaban un poco de la plática que habían tenido la noche anterior, luego de llegar de aquella elegante fiesta. Elena le contaba cada detalle del memorable momento que vivió con el joven del antifaz negro. Lamentaba no volver a verlo o siquiera saber su nombre, aun cuando ella estaba acostumbrada a conocer personas por escasos momentos.

Constantemente, vivía con el anhelo de establecerse en algún lugar con el objetivo de hacerse de una vida mucho más tranquila a la que vivían en altamar, donde solían presenciar todo tipo de actos como asesinatos, batallas, peleas, ataques y robos. Estaba cansada de aquello a lo que su padre pertenecía y soñaba con la idea de convertirse en una dama de sociedad. 

Unas horas más tarde, Elena y Danielle se encontraban listas para salir a pasear a la plaza. Como habían acordado con el capitán, las damas serían acompañadas por Juan —un joven carismático que trabajaba para el padre de Elena dentro de la piratería—. Juan sabía comportarse perfectamente cuando visitaban ciudades o puertos para permanecer encubiertos y no ser identificados como piratas. El muchacho, tenía una debilidad, pues al estar tanto tiempo mar adentro, cuando veía doncellas o señoritas de cualquier clase, no podía perder la oportunidad de cortejarlas, o al menos eso era lo que intentaba, considerando que en muy pocas ocasiones tenía suerte. Ese día no fue la excepción para Juan y decidió aprovechar la oportunidad de divertirse con alguna mujer que encontrase en la plaza mientras hacía su trabajo, cuidando de las mujeres. 

De camino a la plaza, Danielle y Elena se fueron adelantando, dejando varios metros por detrás a Juan; quien intentaba impresionar a una señorita que parecía ser la empleada del café de la plaza. Tomaron asiento en una de las bancas, cuando un hombre de ropa andrajosa y larga barba se acercó a ellas con un cuchillo en mano. Las jóvenes se dieron cuenta de las intenciones del hombre; comenzaron a gritar y a forcejear con fuerza ante el ataque pronunciado del pirata que intentaba encajar el cuchillo en el cuerpo de Elena.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —gritaban las jóvenes afligidas y desesperadas, que hasta el momento habían podido evitar la tragedia. 

Por fortuna, para ambas, en el momento en el que se inició el altercado, un joven valiente de cabellos rubios que estaba a la vista de la situación, corrió para tratar de auxiliar a las damas en peligro. Ignorando que se trataba de un pirata, intentando cobrar venganza, sacó la espada que siempre portaba para su protección y sin titubeo alguno: encajó el arma sobre la espalda del hombre; ocasionando la muerte del atacante. Segundos después apareció Juan, quien sin tener idea del suceso, atacó al hombre que auxilió a Elena.

—¡Juan, no! —exclamaron Elena y Danielle, pero él sólo buscaba cumplir con la tarea encomendada por su capitán. 

Se batieron en un duelo por un par de minutos con las espadas y las miradas cruzadas. Pero al ser Juan el más joven y menos diestro en combate, fue alcanzado por el arma de su oponente, perdiendo la vida en el acto. Tanto Danielle como Elena no sabían de qué manera reaccionar, el caballero de la espada únicamente había actuado en defensa propia, aun cuando fue el mismo hombre el que le arrebató la vida a un buen amigo: uno que pertenecía a la comunidad pirata. 

Por otro lado, los gritos y el llanto que surgieron durante el encuentro, llegaron a oídos de un hombre de características muy varoniles; alto, fornido y de tez morena. Se trataba de Manuel Barboza, el hombre de confianza del capitán Montaño y el segundo al mando del barco. Elena vio acercarse la figura del contramaestre, al instante supo que los problemas aún seguirían y que el suceso podría no quedar en dos muertes.

—¿Qué paso aquí? —gritó Manuel furioso, casi convertido en el mismo demonio, con una de sus manos sobre la empuñadura de su espada, listo para usarla y cobrar venganza por la muerte de su amigo.

—¡No, Manuel! ¡Él no ha sido el culpable! —exclamó Elena de pie frente a quien le había salvado.

—Entonces, ¿quién mató a Juan? —cuestionó una vez más con el ceño fruncido y los ojos en el cuerpo del hombre caído. 

—¡Fue él! —sollozó Danielle con lágrimas en los ojos y las manos llenas de sangre a un costado del cuerpo de Juan.

La castaña analizó la cautivadora escena, había sangre, dos cuerpos y un hombre desconocido con la espada empuñada. 

—Bueno, sí fue él, pero lo hizo para defenderme, Juan no estuvo aquí cuando este hombre me atacó e intentó asesinarme —explicó Elena, apuntando a donde yacía el atacante de la barba—. Cuando Juan llegó, él ya estaba muerto y pensó que fue mi atacante, cuando en vez de ello, fue mi salvador.

El descompuesto rostro no emitía otra reacción fuera del descontento y la incógnita, aquello que sucedió estaba desordenado en su cabeza. 

—¿Salvador? ¿Pero de qué hablas? Mató a Juan, ¿sí o no? —cuestionó el contramaestre desesperado por atravesar la carne del asesino con su espada. 

—Sí, lo mató a él, pero salvó mi vida —finalizó Elena en un susurro entrecortado por el llanto. 

Manuel apenas si podía organizar en su cabeza lo que las jóvenes intentaban narrar, Elena defendiendo a un completo desconocido y alegando que le salvó la vida, mientras Danielle lo culpaba de la muerte de Juan. Sin duda, el código pirata era bastante claro en cuanto a vengar la muerte de sus miembros, pero ahora había dos situaciones pendiendo del mismo desconocido hombre.

—Tenemos que irnos, los guardias no tardaran en llegar. Ustedes dos encárguense de los cuerpos y en cuanto al atacante de Juan; debemos llevarlo con nosotros —ordenó Barboza a los tripulantes que le acompañaban.  

Después de mirar como subían los cadáveres a los caballos, Barboza regresó la vista hacia las mujeres que observaban sin decir una sóla palabra.

—Vamos, hay mucho que explicar—emitió, ignorando los sollozos de las jóvenes.  

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