Capítulo 18: Declaración de guerra
Eran cercas de las diez de la mañana, cuando Elena comenzaba a abrir los ojos con lentitud, intentando ajustarlos a la luz que entraba por el ventanal de su habitación. Los vagos recuerdos de su noche de bodas se hicieron presentes, provocando en ella un largo suspiro. Luego estiró las vértebras de su espalda y notó que había dormido como hace tiempo no lo hacía. Por primera vez en meses, la culpa no la atosigó durante la noche.
En medio de su despertar, se percató de la ausencia de sus ropas, y de la muñeca izquierda ya liberada de las esposas subyugadoras que su esposo utilizó como ventaja a su favor. Las declaraciones hechas por Manuel durante la noche anterior, regresaron a su memoria.
«Imposible esconderle algo» pensó.
Enseguida, giró su cabeza hacia uno de los costados y encontró a Barboza con un rostro pensativo; sentado en un extremo de la habitación.
—Buenos días —saludó con seriedad, acariciando la argolla que a hora llevaba en su dedo anular.
—¿Qué haces ahí? —preguntó Elena sin evitar notar que ya estaba listo para salir.
—Te miraba dormir.
La mujer frunció el ceño y se molestó con la idea de ser observada.
—¿Ahora también vigilarás mis sueños para evitar que alguien más aparezca en ellos?
—De ser necesario, lo haré —expresó un Manuel exaltado, poniéndose de pie.
La furia apareció y la vio surgir a través de su garganta.
—¡El que seas mi esposo no te da derecho a controlar mis emociones y sentimientos!
—Entonces, tú tampoco trates de controlar los míos.
—¡Tus emociones son solo celos! —replicó Elena con rapidez.
—Celos que tú propicias con cada uno de tus actos —acusó el pirata que despegaba la atención de la castaña.
—Sabes bien por qué lo hago, Manuel. No siento lo que tú sientes por mí —soltó ella con desdén.
—¡No me provoques, Elena! De lo contrario, te juro que voy a agarrar tu hermoso cuello entre mis manos y lo romperé en pedazos —aseguró Barboza ya muy cercas de la joven.
—No soy uno de tus lacayos a los que puedes intimidar con tus amenazas —respondió con las manos presionando las sábanas blancas que la cubrían.
—No, pero eres mi mujer —expuso y luego enderezó el cuerpo para alejarse de ella—. Te guste o no, me debes respeto y si no puedes aprender a hacerlo por ti misma, seré yo quien te enseñe cómo hacerlo.
La puerta sonó, y la resiente pelea de Barboza y Elena fue detenida por Danielle, con un mensaje urgente para la pareja de recién casados.
—Lamento interrumpir, pero deben abrirme la puerta. Es urgente —dijo la rubia desde el exterior de la habitación.
—¡¿Qué quieres?! —bramó Manuel desde el interior, como si Danielle tuviese la culpa de su nueva pelea.
—El capitán los espera lo más pronto posible en el recibidor, necesita hablar con todos.
Danielle apenas si terminó de emitir el mensaje cuando Barboza abrió la puerta, evidenciando su reciente enojo.
—Me adelanto —indicó con la mirada en Elena, quien seguía en la cama cubierta por las sábanas.
Danielle se hizo a un lado del camino de Barboza, pues notó el natural descontento reflejado en el rostro del contramaestre.
—¿Ahora qué le pasa? —preguntó Danielle cerrando la puerta de la habitación tras de ella.
Elena respiró hondo, volvió el rostro y soltó la información que tarde o temprano saldría a la luz.
—Lo sabe todo, incluso antes de la ceremonia. —Le dolía aceptarlo, pero los problemas apenas comenzaban—. Lo supo desde la misma noche en que sucedió y el mismo Alejandro se lo confirmó.
Danielle miró anonadada a Elena, haciendo unos enormes ojos y una mano en la boca.
—¿Me estás hablando de lo que hubo entre Alejandro y tú? —inquirió pasmada.
La castaña asintió con un leve movimiento de cabeza sin haber levantado la mirada.
»¿Se casó contigo pese a saberlo y liberó a Alejandro sin retarlo a duelo o algo? —Las palabras fueron arrojadas al aire en una lucha por entender el comportamiento de quien creían inhumano.
—Supongo que no le importó —respondió Elena encogiendo los hombros.
—Elena, si lo sabe Manuel, es probable que también lo sepa tu padre —manifestó Danielle, imaginando el final de Alejandro, mientras se reclinaba en la cama.
—Quizá... Realmente, no lo sé. ¿Qué importa ya? Ahora soy la esposa de Barboza y también su mujer. Es eso lo que ambos querían, ¿no? —expresó Elena buscando salir de la cama.
—No tanto como eso, supongo que deben intentar llevar un matrimonio normal.
La castaña detuvo sus movimientos y dedicó unos segundos a meditar el consejo de su amiga.
—Danielle, Manuel es un hombre extraño, de verdad me atrae, pero no sé qué pensar respecto a esos celos enfermizos; lo mucho que se esfuerza por vigilarme, pareciera que solo quiere controlar mi vida y decisiones.
Elena envolvió su cuerpo en la sábana y se puso de pie, desahogarse era todo lo que podía hacer después de lo sucedido una noche previa.
»Cuando mi padre me habló de las intenciones de Manuel para conmigo no sentí miedo en absoluto. Muy por el contrario, pensé que era el hombre adecuado para mí. Sin embargo, por ahora, no sé qué debo creer: un día es cariñoso y atento conmigo, para luego acorralarme con sus crudas palabras y su misteriosa manera de actuar. Para ser sincera, no tengo idea de cómo hablarle, lo siento casi un extraño. Incluso lo desconozco más que cuando surgió este compromiso.
La rubia mostró una limitada sonrisa llena de ternura, la quería era su amiga y también él, verlos luchar en esa tormentosa batalla la apenaba más de lo que ellos pudieran imaginar.
—Manuel es así: celoso, desconfiado, solitario, pero es bueno y te ama. Nada más tienes que abrirle tu corazón.
—¿Mi corazón? Danielle, él no quiere mi corazón, no desea escucharme. Anoche intenté hablar con él y me lo impidió. Manuel únicamente pensaba en una cosa y no eran mis sentimientos —declaró al tiempo que se daba media vuelta.
La otra sonrió con picardía.
—Bueno, el hombre tiene una vida detrás de ti y llegó al punto en el que podía hacer lo que muchas veces imaginó. —Se acomodó de nuevo en la cama y abrazó una almohada que tenía al alcance—. Los hombres son diferentes a nosotras. Además, ¿qué es lo que quieres que te diga? Yo no soy una mujer casada o con experiencia en esto. Lo que sí te puedo aconsejar es que deberías darle una oportunidad, de lo contrario los dos serán infelices.
—En eso tienes razón —contestó Elena, mirando hacia el dosel de su cama.
—Anda... Mejor cuéntame, ¿qué tal anoche? ¿Te trató mal? —interrogó Danielle acercándose a Elena.
—No, claro que no. Al menos eso creo. Él fue mucho más intenso y apasionado, pero sin dejar de cuidar de mí —resolvió la recien casada con un rubor en las mejillas.
—Eso suena a que te gustó —insinuó Danielle con picardía.
—No lo creo. Bueno... No lo sé. Mejor no me hagas caso, porque ni yo me entiendo. Cuando lo tengo cerca me desarma el solo pensar que se me va a acercar y, por otro lado, supuse que buscaría a Alejandro para matarlo después de anoche. En vez de ello lo liberó, inclusive después de saberlo todo—. Elena detuvo sus pensamientos, pues había algo que no terminaba de comprender —a menos que nos haya mentido —insinuó.
Danielle negó con la cabeza de manera inmediata.
—Manuel no miente. Además, yo estuve presente cuando dio la orden y esta mañana Julia me dijo que Alejandro ya no está en su casa. Nadie lo ha visto.
—Se habrá ido ya... La última vez que hablamos le dejé clara mi posición. En definitiva, no le gustó, mas no existe otro camino y, por otro lado, si no la hubiera aceptado, me habría buscado después de su liberación, cosa que no hizo.
—Supongo que tienes razón en ello. Pero, ya; mejor sígueme contando, ¿quién de los dos estuvo mejor? —preguntó Danielle con una picara sonrisa.
Elena se sonrojó en el acto y golpeó a su amiga con delicadeza.
—¡Danielle! No me preguntes esas cosas. Olvida eso y ayúdame a vestirme que mi padre ha de estar de lo menos paciente con un tremendo dolor de cabeza.
La rubia soltó una divertida carcajada.
—Es que tú no sabes las condiciones en las que llegó...
—Y prefiero no saberlo. Mi padre parecía la novia, estaba de lo más feliz —dijo Elena confabulada con las sonrisas de su amiga, luego la duda borró expresión de felicidad—. Danielle, ¿tú sabes de qué cosa nos quiere hablar?
La joven se encogió de hombros e hizo una mueca con la cara antes de responder.
—Imagino que se trata del nombramiento de Barboza como capitán.
—¿Tan pronto? —cuestionó la castaña con la incertidumbre en el rostro—. ¿No será que nos hablará del próximo compromiso?
—¿Qué compromiso?
—El tuyo con Camilo —aseguró Elena en tono de burla—. Ahora te martirizará a ti con sus fechas de boda —agregó divertida.
—¡Ay, no! Camilo no, además no es mi tipo —refunfuñó Danielle acariciando el bordado de la almohada con la yema de los dedos.
—¿Y cuál es tu tipo?
Danielle sabía perfectamente que ella solo pensaba en un hombre; sin embargo, se trataba del esposo de su mejor amiga... la amiga que ella consideraba una hermana. Por lo que su amor por Barboza tenía que permanecer guardado como un secreto.
—Cuando lo encuentre te lo diré. Lo que sí creo, es que la conversación del capitán tiene más que ver con problemas marítimos.
—¿Problemas de nuevo? ¿Ahora por qué? —preguntó Elena ajustando el corset.
—Exactamente, no lo sé. La Gitana llegó esta mañana y el resto de los capitanes se encerraron de nuevo en la gran cabaña. Después tu padre volvió y me pidió sacarlos de la habitación.
—Entonces, será mejor que me apresure, podría ser algo delicado —dijo Elena mientras terminaba de vestirse.
Las jóvenes damas arribaron apresuradas a la sala de estar, donde residía una pequeña reunión entre Manuel, Montaño, Julia, la Gitana y Bartolomeo. Todos y cada uno de ellos con expresiones serias de incertidumbre.
—¿Estás segura de que no te siguieron? —preguntó Montaño dirigiéndose a la Gitana.
—Me fui mucho antes de que se aparecieran por ahí, Malaco. Aunque, esos hombres pudieron haber averiguado algo más. Mi gente dice que anduvieron haciendo muchas preguntas.
La Gitana portaba su característico vestuario negro, usa accesorios extravagantes que colgaban de su cuello y manos, el cabello siempre lo llevaba alborotado, así como la ya legendaria pipa que la mujer no soltaba jamás.
—¿Alguien te dijo qué clase de preguntas?
—Todas encaminadas hacia lo que sucedió con ese hombre. Ya te lo dije, no era cualquier muchacho: es un Díaz —aseguró la pirata de voz ronca.
Elena soltó un diminuto sonido que apenas si fue escuchado, pues rápidamente relacionó aquellos problemas con Alejandro.
—Díaz o no, él fue responsable de la muerte de Juan. Sabes tan bien como yo, que no tuve opción —dijo Montaño desde su sillón.
La mujer negó con la cabeza en un acto de acomodar la información.
—El problema aquí no es lo que ya pasó. El problema es el muchacho, habrá que regresarlo. ¿Está vivo? —indagó Bartolomeo.
—Por supuesto que está vivo, pero para nuestra desgracia, el maldito fue liberado ayer —respondió Barboza, dirigiendo una mirada amenazadora hacia Elena e intentando observar alguna expresión de su parte.
—¿Lo liberaste ya? —preguntó Montaño con una cara de horror.
—Sí que lo hizo y en mal momento —aseguró Julia bebiendo una copa de licor rojo.
La Gitana también quería indagar en el problema, pues ella recordaba que el castigo fue extendido a un año en la piratería como mínimo.
—Faltaban meses para que se cumpliera el año, ¿por qué lo liberaste?
Manuel Barboza analizó a Elena una vez más y luego volvió la mirada hacia la Gitana; pensando en la mejor posible respuesta.
—Digamos que pagó la deuda.
—Si lo liberaste ayer, no pudo ir muy lejos. Después de todo no ha salido ningún barco aún —aseguró Bartolomeo, aferrado a la idea de entregar a Díaz.
—¡Ay, por Dios! ¿Y qué haremos con él? ¿Lo entregaremos amarrado y flotando en un bote, con una nota que diga: solo vino a visitarnos? No hay manera de regresarlo sin ser atacados, tendremos que abandonar esta isla, como la Gitana hizo. Si ellos llegan aquí, nos atacarán desde el mar y destruirán nuestros barcos. No habrá manera de salir; esta isla tiene una sola entrada —alertó Julia en un grito sin soltar la copa que llevaba en mano.
—Pongamos una trampa. Hagamos lo que dice Julia: encontrarán al muchacho aquí, irán tras él y querrán investigar sobre nuestros tesoros y guaridas. Luego, podremos volver y atacar desde la playa. Tendremos oportunidad si nos preparamos ya mismo —soltó Montaño, siendo uno de los mejores estrategas de la hermandad.
—Es gente muy peligrosa, Malaco. Ya hundieron al Poseidón y quién sabe qué tipo de naves o armas tengan. Yo creo que lo mejor será huir, y más tarde, ya veremos —comentó una Gitana resignada.
—No considero que debamos huir o rendirnos. En la reunión, todos acordaron pelear; somos piratas y conocemos mejor que nadie el mar junto con esta isla: podemos ganar —expresó Barboza, pues no sentía deseos de huir como cobarde.
—Consiento la idea de Montaño y Barboza: morirán muchos, pero también admito que es la mejor opción si deseamos continuar en la piratería —señaló Bartolomeo en apoyo a sus colegas.
—Bien, de acuerdo, entonces nos prepararemos para la batalla, pero no ahora, todavía no es el mejor momento. Dejaremos que se confíen y que nos consideren unos cobardes que huyen —dijo Montaño con esa mirada particular que ponía cuando sabía que tendría que pelear.
Julia se puso de pie en el acto, ante el acuerdo de batalla recién aceptado.
—Entonces le daré la orden a mi gente. Informaré a todos que habrá que abandonar la isla—. Luego ella salió de la cabaña junto con Bartolomeo.
El capitán Montaño por su parte, comenzaría con las órdenes desde ese punto; no sin antes asegurarse de la seguridad de Elena y Danielle.
—Hija, lamento que esto suceda un día después de tu boda, pero tenemos que irnos ahora mismo. Prepárate para abordar lo más rápido posible —declaró con calma—. Manuel, encárgate de reunir a los muchachos pronto, debemos hacerles saber que serás el nuevo capitán de la María. Yo reuniré una tripulación y necesitaré un nuevo contramaestre. Elevaré anclas en la condesa.
—Iré con usted en la Condesa, padre —dijo Elena sin perder la menor oportunidad.
—¡No, tú vendrás conmigo! —espetó Barboza a los ojos de todos, puesto que seguía molesto y sin ganas de seguir soportando los desplantes de Elena.
—No quiero, iré con mi padre—. Los ojos cafés miraron con rebeldía el rostro de quien le daba órdenes.
—No, y no me obligues a subirte a la María utilizando la fuerza —resolvió Barboza en un tono autoritario.
—Elena, no discutas con tu marido. Se te dio una indicación, es mejor que Danielle y tú vayan en la María —expresó el capitán mientras masajeaba la sien con la yema de los dedos, ya que tenía un fuerte dolor de cabeza.
—Padre, ¿cómo quieres que me aleje de ti, cuando hablas de muerte y guerra? Yo no puedo hacerlo —soltó preocupada.
—¡Pues lo harás y punto! ¡En mi barco no te quiero!
Elena decidió callar, haciendo notar su enojo contra Manuel y su padre. Volvió la cabeza y regresó a su habitación a regañadientes para empacarlo todo.
Estaba claro que debían salir de ahí a la mayor brevedad posible.
—Veo que Elenita sigue algo molesta, Malaco —comentó la Gitana después de presenciar el berrinche de la hija de Montaño.
—Esta niña agota mi paciencia —emitió en largo suspiro.
No obstante la vieja pirata no se quedaría callada como la buena amiga que era de Montaño.
—Justo ahora es cuando comienzas a lamentar tus decisiones. Hace años te dije que traerla contigo todo el tiempo, sin libertades de ningún tipo, provocaría repercusiones para ti. La criaste a tu imagen y semejanza, entre violentos hombres sin permitirle aspirar a otra cosa,que no fuera ser la esposa de un pirata.
»Para nosotras las mujeres, la vida ya es muy difícil en el mundo natural y en el mundo de la piratería lo es aún peor —reprendió autoritaria la pirata que conocía bastante bien a Montaño.
—¡Por Dios, mujer! Estoy consciente de mis errores como padre.
—Seguro que sí, viejo amigo. Esa niña tiene tu temperamento. Debiste prepararla como hiciste con Manuel. A él lo hiciste fuerte e invencible. En cuanto a tu hija, la convertiste en alguien que no tiene idea de cuál es su camino.
—Elena sabe que su camino es con Manuel Barboza, nadie la protegerá como lo hará él. Cuando el mundo vea sus grandezas, me lo agraderá.
—Sí, lo sabe. Incluso cuando ella pudo haber forjado uno propio —agregó la Gitana con la pipa en la mano.
El corpulento hombre negó con la cabeza para frenar la conversación de una.
—Elena es el menor de mis problemas por ahora —continuó Montaño.
Luego salió de la cabaña para hacerse cargo de reclutar la nueva tripulación que lo acompañaría en la Condesa.
Momentos más tarde, una Elena frustrada, se encontraba abordando el barco de la María junto con Barboza y Danielle. Barboza fue el primero en subir a cubierta, extendiéndole la mano a Danielle para ayudarla a saltar y luego hizo lo mismo con Elena.
La resiente esposa se mostraba renuente a tomar la mano del nuevo capitán de la María, pero Barboza apenas si hizo una mueca con la cara, cuando sujetó la mano de Elena con brusquedad para que esta acabara con los pies en la María.
—No me hagas perder la paciencia, Elena. Por tu bien, espero que comiences a sosegarte —indicó el pirata sin soltarla.
—¿Si no lo hago, qué? —replicó la mujer retándole con la mirada.
—¿De verdad quieres que te lo diga? —preguntó sin esperarse a una respuesta por parte de su esposa, pues enseguida la liberó y les indicó que fueran adentro de la habitación.
En el camarote, Elena notó que era la primera vez que navegaba sin su padre guiando a la tripulación, ya que él se encontraba en uno de los barcos conjuntos, comandando el resto de los navíos.
La mayor parte de los capitanes siguieron con lo pactado durante la gran reunión; subieron a sus naves para adentrarse en el mar, así se prepararían para todo lo que pudiera pasar: fuera guerra o fuera paz.
Julia, por su cuenta, estaba siendo golpeada por tantas emociones. Abundaba la nostalgia y la angustia de dejar la isla en la que vivió por muchos años; la misma que se había convertido en la guarida de los piratas del Caribe y que tenía enterrada como un tesoro el cuerpo de su madre. Para el resto de los piratas, se trataba de un simple adiós a uno de sus escapes del mar, pero para Julia, esa despedida lo era todo.
—Espero nos volvamos a ver —susurró para sí misma y continuó con las indicaciones para sus fieles hombres.
Desde la Condesa, el capitán Montaño también padecía grandes preocupaciones ante el nuevo encuentro. Debido a que sentía, que gran parte de la declaración de guerra había sido provocada por la desaparición y castigo de Alejandro Díaz.
«Debí dejar que se fuera» se decía una y otra vez.
Después maldecía el nombre de los Díaz y finalmente regresaba al espíritu de fuerza que lo caracterizaba. No estaban dispuestos a huir como cobardes, no agacharían la cabeza ante ellos, ni permitirían que se doblegara su espíritu aventurero; defenderían sus decisiones, creencias y trabajo de la única manera que sabían y podían hacerlo: de pie, con honor, con sus manos y espadas manchadas de sangre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro