Capítulo 16: Una boda
La mañana de la boda llegó, y por fortuna, el clima era perfecto para una ceremonia en altamar. Por el momento, no existía hombre o mujer en la isla que no tuviera conocimiento sobre la gran celebración de ese día, pues Montaño invitó a toda su comunidad a festejar la unión. El barco fue limpiado como nunca antes por la tripulación y decorado con flores de todos colores. El banquete sería un gran festín de cerdos, aves y pescados, preparados por los empleados de la isla. Algo que no podía faltar era el vino y en definitiva habría mucho; nadie perdería la oportunidad de embriagarse antes de volver mar adentro.
Julia caminaba con un paso acelerado hacia la cabaña de Montaño, con una gran sonrisa, cargaba una enorme caja en manos. Tenía la insignia de hacerle saber al capitán que ya todo estaba listo para la ceremonia.
—Buenos días, capitán. Tengo aquí el ajuar nupcial de Elena —pronunció la mujer de piel bronceada bastante satisfecha con su trabajo.
—¡Muéstrame! ¡Muéstrame! ¡Quiero ver lo que mi hija usará! —exclamó el capitán tan entusiasmado que pareciera que él era la novia—. Está vez has superado mis expectativas, Julia. Mi hija lucirá perfecta para su boda. Ella aún está durmiendo, pero vamos a despertarla que ya es tiempo.
—Supongo que no durmió bien la pobre, sabiendo lo que le espera —comentó Julia, entrecerrando los ojos pues temía haber cometido un error con su indiscreción.
Pese a su notoria preocupación, Montaño no se percató de ello. Seguía emocionado con el vestido de Elena.
—¡Que hermoso vestido! —gritó Danielle, luego de percatarse de la prenda que Montaño tenía sobre sus manos.
El hombre volvió el rostro y analizó de cerca a la rubia.
—Buenos días, querida Danielle. Hazme un favor, ve a despertar a Elena y que se ponga presentable, porque ya han traído su ajuar —indicó en su lucha por recobrar la compostura.
Por su parte, Danielle parecía no comprender la orden del capitán, arrugó la frente e hizo una evidente mueca que manifestara su incognita ante la cuestión.
—Pero... ¿Cómo? ¿Elena no está aquí?
—¿Aquí? ¿Dónde? Debería estar en su habitación —continuó Montaño igual de confundido.
—No está ahí, capitán. Yo dormí con ella anoche y esta mañana cuando desperté ya no estaba.
—Tampoco la he visto salir. ¿Dónde está Manuel? Búscalo, rápido —ordenó pensando que podrían estar juntos.
Danielle corrió a la habitación ocupada por el contramaestre, golpeó la puerta un par de veces, pero nadie abrió. Luego, entró a la recámara y la encontró vacía. Las cosas del hombre que la ocupaba seguían en el lugar, incluso había señales de haber pasado la noche ahí. No obstante, Barboza no aparecía por ningun lado.
—Manuel tampoco esta aquí, aunque sí pasó la noche en su recámara —confirmó con rapidez, regresando al recibidor de la cabaña.
—Julia... ¡Hay que buscarlos! —demandó el capitán con un rigido semblante.
—¿Por qué? Tal vez sólo anden por ahí solos antes de la ceremonia —alegó Julia, intentando entender la situación.
El capitán comenzaba a hablar sobre un arsenal de situaciones en las que se podía encontrar su hija, cuando fue interrumpido por el ruido provocado por la puerta principal de la cabaña; siendo abierta de golpe por Elena. Usaba un vestido humedecido de manta blanca; traía el pelo revuelto con una mezcla de agua y arena, cargaba los zapatos en en las manos, por lo que sus pies iban descalzos. Después de su entrada a la casa, notó las miradas inquientantes que tenía sobre ella.
—¿Qué pasa? —preguntó desconcertada—. ¿Por qué las caras?
—¿Dónde estabas, hija? ¿Por qué vienes en esas condiciones?
Elena dejó los zapatos en el suelo y atravesó la entrada.
—Yo... solo salí a caminar, no pude dormir mucho; así que quise ver el amanecer desde la playa, después me sentí atraída por el mar y recordé que tenía mucho tiempo que no me acercaba al agua.
—¿Manuel fue contigo? —inquirió el padre más relajado.
—¿Conmigo? No, claro que no—. Analizó las expresiones de todos, puesto que le era claro que algo sucedía—. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
El padre relajó el semblante y caminó hacia su hija, debía verse más sereno para que nada resultara mal aquel día.
—No pasa nada, hija. Te buscamos en tu habitación y no estabas. Julia ya ha traído tu vestido, ¿Por qué no vas a tomar un baño para que te lo pongan?
—De acuerdo, enseguida —respondió la joven con la incertidumbre de no entender lo que pasaba. Aun así, cogió aquel elegante vestido y se retiró a su habitación junto con Danielle quien le ofreció ayuda para prepararse.
—Julia, busca a Manuel Barboza por favor, tiene que andar por ahí afuera —ordenó Montaño, retomando un semblante de angustia.
—Descuide, capitán. Yo me haré cargo —resolvió la mujer para salir dando ancadas de la cabaña del capitán.
Pensó en buscarlo en donde la tripulación de la María a sabiendas de que Barboza no era de los que se embriagaba con otros hombres, después recordó el miedo del capitán Montaño por la desaparición de Elena y la plática que tuvo con ella la noche en que visitó a Alejandro. Todo estaba más que claro para ella.
«Si Barboza se enteró de lo que pasó esa noche, entonces podría estar con el prisionero».
Lo siguiente que hizo fue dirigir sus pasos hacia su cabaña, donde finalmente, encontró a Barboza sentado cual pasivamente sobre las escaleras del pórtico de Julia. La mujer respiró con profundidad y se acercó a él de la manera más sigilosa que pudo, como si tratara de evitar que este saliera huyendo.
—¿Qué haces aquí, Barboza? —preguntó al tiempo que el contramaestre levantaba la mirada—. El capitán está buscándote.
—Supuse que hoy no habría órdenes para la tripulación —respondió con un tono relajado.
—Pues no, no las hay. Se les ha dado el día libre, pero el capitán no te necesita para eso, te requiere para detalles de tu boda —mintió.
—¿Ya regresó Elena? —cuestionó Manuel, inspeccionando el camino que Julia hacía en su dirección.
—Sí, ya está en casa. ¿Cómo sabías que estaba fuera? ¿Estaban juntos?
—No estábamos juntos, los dos tuvimos la misma idea. Me preparaba para salir a caminar cuando escuché ruidos tras la puerta, la seguí y vi que se quedó en la playa por un tiempo. No quise molestarla, así que me interné en la selva y luego vine para acá.
—¿Por qué no hablaste con ella? —interrogó la pirata, incredula a su respuesta.
—Te lo dijé, preferí dejarla sola —expuso evadiendo los ojos de Julia.
—¡No me mientas, Barboza! Te conozco, dime la verdad. —Julia lo conocía bien, reconocía que no era un hombre de palabras, era alguien de acciones.
—Porque creo que si me acerco a ella, me pedirá cancelar el matrimonio... ¡Por dios santo que no quiero hacer eso! —declaró después de un largo suspiro, agobiado y dolido. La voz lo evidenciaba.
—¿Por qué lo crees? —preguntó Julia, sentándose junto a él, ahora atraída por un posible momento de desahogo.
—Porque por más que la observo, nada más veo la indiferencia que ella siente hacia mí; veo resignación cuando le hablan de nuestro matrimonio —explicó con una clara expresión de dolor, un ligero temblo en los labios y movimientos excesivos en sus manos—. En pocas palabras, no se casa conmigo porque quiera hacerlo, me desposará para proteger al hombre ese.
La conversación que Elena tuvo con Julia comenzaba a tener sentido, las piezas ensamblaban, ahora ella sabía que tanto la joven como el pirata decían la verdad. Cada uno con su versión, analizando la situación desde su punto de vista, pero siendo claros en cuanto a sus sentimientos.
—¿Por qué lo tiene que proteger de ti? —interrogó a pesar de conocer la respuesta.
—Cometió una falta y quise matarlo. Elena me pidió perdonarle la vida a cambio de casarse conmigo —informó a sabiendas de que aquello resultaría grotesco para Julia.
La muejr rodó los ojos y rascó la cabeza. Creía que estaban complicandose la vida con semejante idiotez.
—Barboza, si la amas tanto como dices, ¿por qué simplemente no le permites elegir?
—¿A qué te refieres?
—Eres un hombre inteligente. Sabes bien cómo hacer para enamorar mujeres. Debes hablar con ella; ponla en libertad para tomar sus propias decisiones, permítele elegir al hombre con quien quiere estar. Si te elige, habrás ganado su confianza y cariño, sin recurrir a esas bajezas de trueque. Aunque, si lo elige a él... Al menos ella será feliz y tú no habrás fallado.
El hombre arrugó la frente y la mirada de fuego apareció de inmediato.
—¡Julia, no la quiero perder! De permitirle elegir, ella se irá con él.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto que sí, ¿crees que no lo había pensado? Supones que disfruto verla así, resignada. ¡No! De verdad quiero que sea la misma de antes: la mujer sonriente, soñadora, que disfrutaba de pequeños detalles como la brisa del mar; el sonido del agua, que baila y canta en todo momento, quiero a la mujer amorosa con su padre y cariñosa con todos nosotros.
Bajó los ojos y enfrentó su cobardía.
»Desde que llegó a mi vida no pude sacarla de mi cabeza, es ella la razón de que controle mi verdadero ser. A cada día, a cada momento, intento ser el mejor en lo que hago para ser digno de su cariño. Yo solo soy un filibustero, un ruin pirata, sé que no merezco más que la horca, pero por dios bendito que viviré amándola hasta que ese momento llegue. —Volvió el rostro y enfrento a la pirata que le escuchaba con total atención—. Julia, yo no puedo ofrecerle lo que él tiene: un apellido, un hogar, la tranquilidad y la estabilidad de no ser perseguido por la guardia costera; dormir tranquilamente sin el miedo de ser asesinado por las noches.
Estaba descontrolado, no del modo en que acostumbraba a estarlo, sino que ahora era presa de un fuerte desahogo, las palabras estubieron reprimidas en su mente y corazón por varios meses, y ahora, no tenía mayor remedio que el de dejarlas fluir.
»Él no debe tener un nombre falso en cada puerto, no tiene que vivir ocho meses en el mar. No puedo ofrecerle nada a Elena, que no sea la frialdad del oro a manos llenas, lujos y joyas. ¡No, Julia!—negó con el rostro a filo de llanto—. No puedo luchar contra ello y no puedo ponerla en libertad. Prefiero ser un cobarde por el miedo a perderla a vivir sin ella.
El mar de sentimientos que abatían el interior de Barboza, salieron en aquella emotiva declaración de amor que el pirata soltó sin poder controlar, consistentes con sus cobardes acciones. Se puso de pie y salió del pórtico de Julia, dejando a la mujer con los pensamientos perdidos y sin palabras para decir.
Horas después, llegó el momento de la ceremonia. Elena estaba lista para salir de la cabaña de su padre y abordar el barco del capitán Bartolomeo. Montaño, orgulloso, la llevaba escoltada de su brazo mientras que el resto de los invitados a la ceremonia ya abordaban la nave nupcial. Manuel, por su cuenta, se fue acompañado de Julia y Danielle, minutos antes que Elena, omitiendo todo tipo de conversación poco prudente por parte de Julia. Durante el camino hacia la playa, Barboza le pidió a Julia las llaves de su cabaña. Ella no entendía de qué se trataba, pero aun así se las entregó sin oposición. Luego de varios minutos, llegaron a la costa y Manuel habló con uno de sus hombres de confianza.
—A mi regreso quiero ver al prisionero en una de las casas de la costa. No lo golpees, le das algo de comer y de beber.
El hombre asintió mientras tomaba las llaves que su superior ponía en sus manos.
—¿Qué es lo que harás? —preguntó Julia, observando el intercambio.
—Cumpliré con mi promesa: lo liberaré —resolvió con la fría mirada fijada en el mar.
La novia llegó al barco de Bartolomeo marcando el inicio de la ceremonia nupcial donde asistieron solo la mayor parte de los capitanes. Los invitados vestían trajes de gala, haciendo gozo de aquellas riquezas obtenidas a lo largo de su vida como corsarios o piratas. Las jóvenes damas, lucían hermosos vestidos y finas joyas. De la misma manera, Manuel Barboza dejó de lado la comodidad de las ropas de marinero para usar un elegante traje azul marino con detalles bordados en hilos dorados. Únicamente por ese día, recogió su cabello en una coleta para verse más presentable; no era un hombre al que le gustara lucir impecable en todo momento, aunque esta vez, la ocasión lo ameritaba. Por otro lado, la novia vestía el maravilloso vestido blanco con dorado que Julia consiguió para ella, Danielle le ayudó a peinar su cabello con una diadema de oro, así su belleza destacaría por si sola.
Llegado el momento, Elena le fue entregada a Barboza y el capitán Bartolomeo comenzó con unas breves palabras que hacían hincapié en que pirata o no, todos tenían derecho a amar y a ser amados. En épocas sombrías como las que se avecinaban para ellos, siempre habría que tener la esperanza y la ilusión de vivir un gran amor. Después continuó con las preguntas y ambos se aceptaron en matrimonio para amarse, respetarse y honrarse hasta que la muerte les llegara. Finalmente, el primer beso como marido y mujer se dio para que los invitados estallaran en aplausos, al tiempo que disparaban sus armas en dirección al mar, pues el enlace matrimonial era motivo de celebración para todos.
En tierra firme, Alejandro era dirigido a una de las chozas de palma, construidas a las orillas de la playa, cuando de pronto escuchó aquellos disparos que se dieron desde el barco hacia el aire.
—¿Son armas de fuego? —preguntó con la mirada al aire.
—Sí, son en el barco del capitán Bartolomeo —respondió el pirata, empujando a quien caminaba con cadenas en manos y pies.
—¿Qué sucede? ¿Es un ataque? —inquirió con cierto temor marcado en la voz. Lo inquietaba, no tenía idea de por qué, pero así era.
—Nada de eso, muchacho. Es solo lo que dicta la tradición en nuestras bodas.
La palabra boda resonó en la cabeza de Alejandro, buscó a su alrededor el origen de los estruendos, queriendo ver algo que le hiciera pensar que no era lo que su traicionera mente le dictaba.
—¿Quién se casa? —cuestionó de nuevo y a sabiendas de que conocía la respuesta.
—Barboza y la señorita Elena —replicó el hombre despreocupado.
Una vez más, la debilidad abrazó el cuerpo de Alejandro, impidiéndole pisar con equilibrio, sintiéndose como si estuviera de regreso en el pestilente sótano de la María; recordando los golpes que recibió de la mano de los piratas; el dolor provocado por aquellos latigazos azotados sin clemencia sobre su espalda. Quería gritar y correr en dirección al barco, quería impedir a toda costa lo que sabía que era un hecho.
Un par de horas más tarde, la celebración del barco ya había terminado, por lo que los invitados y los novios regresaban a la playa para ser encaminados al lugar designado para el gran banquete, donde todo pirata de la isla fue invitado. Elena ya no regresaba del brazo de su padre, sino que era escoltada por Manuel Barboza, quien para bien o para mal, se había convertido en su esposo.
No existía mujer o pirata que no disfrutara de la fiesta, incluyendo al capitán Donatello: el enemigo de Montaño. Todos bebían, comían y bailaban o al menos eso intentaban. En la mesa de honor, Julia se deleitaba de los mejores vinos acompañada de Antonio y Bartolomeo, los hombres reían escandalosamente tras contar grotescas historias e inhumanas bromas. Danielle, por su parte, apenas si le quitaba los ojos de encima a Manuel, pues para ella, no había hombre más atractivo en toda la isla.
La mente de Elena seguía perdida mientras fingía escuchar las audaces pláticas que su padre tenía con Julia y Bartolomeo. Aun cuando no le disgustaba del todo la idea de haberse casado con Barboza, tenía un hueco en el estómago que le impedía sentirse segura de su decisión. Momentos después, el hombre que trasladó a Alejandro se acercó a Barboza solicitando hablar con él. Manuel se disculpó y se retiró con elegancia, sabiendo del asunto que aún tenía por resolver.
—Barboza, hice lo que me pediste, ¿ahora qué hago con él?
—¿Sigue encadenado? —interrogó un tanto molesto de que le fuera recordado.
—Sí.
—Muy bien, déjalo ahí. Yo me encargo.
Alejandro permanecía solo, sumido en sus pensamientos dolorosos que no hacían más que golpearlo continuamente. En su lejanía, apenas si escuchaba el ruido de la fiesta y tampoco seguía custodiado por alguien más; supuso que estarían en la celebración de la famosa boda que maldecía. Debido a la falta de vigilancia, vio una oportunidad de recuperar su libertad, mas no tenía las fuerzas en el cuerpo o en el alma para pretender escapar, ¿con qué objeto lo haría? El caballero de Magdalena se sentía derrotado.
Luego escuchó unos pasos acercándose a la chosa de palma y cuando levantó la mirada, vio al hombre que sin limitaciones hizo su vida miserable, Manuel Barboza y Alejandro Díaz una vez más se encontraban de frente.
Alejandro conocía muy bien el rencor que Manuel le tenía, aunque en esta ocasión parecía ser más grande el odio de Alejandro hacia Barboza.
—¿Y ahora qué me vas a hacer? —cuestionó de manera acusatoria frente al contramaestre—. ¿Me golpearás de nuevo?
El otro caminó a su alrededor y notó su descontento, suspuso que ya que estaba enterado de su reciente boda con Elena.
—No, esta vez no te voy a golpear. Por lo contrario, he venido a liberarte —expuso gobernado por la fuerza que le hizo sentirse victorioso.
Por su parte, el rubio no comprendía, ¿por que lo detestaba tanto cuando la mujer que amaba lo eligió a él?
—¿Por qué?
—Porque ya has cumplido con tus castigos y ya no nos sirves de nada. Te irás mañana mismo en uno de los barcos que transporta personal de la isla, te dejarán en un puerto y de ahí podrás ir a donde te plazca. Aquí tienes las llaves para quitarte las cadenas y el oro que has ganado estos meses como grumete —señaló después soltar sobre la arena ambas cosas.
—¡No me iré! —aseguró el recien liberado.
—Puedes hacer lo que quieras, pero a mí barco ya no subes.
—¿Tu barco? ¿Es por eso que te casaste con Elena? ¿Es lo único que te interesa de ella? La ves como un negocio solamente. —prefería la muerte antes que callar, prefería ser asesinado ahí mismo, antes que hacerle sentir a Barboza que le temía. Lo odiaba a tal punto que anhelaba tener la fuerza necesaria para retarlo a un duelo a muerte.
Los enfurecidos ojos negros de Barboza se clavaron en la altanera mirada de quien le reclamaba.
—¡Jamás me atrevería a verla igual a un sucio negocio como lo hacen tú y tu gente! ¡Me casé con ella, porque la quiero conmigo, mas no tengo por qué darte explicaciones! ¡Te he liberado y te irás mañana! —gruñó al tiempo que salía a relucir su enfurecido caracter.
—¡Tendrás que subir mi cadáver a ese barco, solo así lograrás separarme de Elena!
—Ese no es un problema para mí —expresó Barboza a la vez que mostraba a su adversario una sinica sonrisa. Después giró el cuerpo y se dirigió hacia la salida de la choza de palma.
—No tardarás en darte cuenta de que ella es mía —gritó Díaz, buscando sacar de sus cabales a Barboza.
Manuel escuchó las agrias palabras de Alejandro, palabras que no venía venir, no al menos de él o en ese momento. Oprimió con fuerza los puños, casi al grado de provocar dolor en los nudillos. Había una sensación naciente de querer destrozarle la cara a golpes y sacarle las entrañas con sus propias manos; sin duda, requería hacerle saber quién era Manuel Barboza en realidad y por qué era un pirata respetado. Pero de algún modo se sintió ganador y retomó esas palabras como un grito ahogado de desesperación que Alejandro dio por haber perdido a Elena. Se giró de nuevo para colocarse de frente al desesperado hombre.
—Elena no le pertenece a nadie, es una mujer libre con la capacidad de tomar sus propias decisiones. Hace tiempo que eligió por sí misma, que yo sería el hombre con el que se casaría y lo hizo por voluntad propia. Si te mintió es porque después de todo, lleva en su sangre la piratería.
Alejandro solo pudo tragar saliva y fingir que no le habían herido las palabras de Barboza a pesar de que le temblaba la quijada por el enojo que intentaba ocultar. Desde luego, era evidente que tanto Manuel como Alejandro deseaban enfrentarse en un duelo. Tal vez sería cuestión de tiempo para que así lo hicieran; sin embargo, esa tarde no sería. Manuel victorioso, lo dejó solo en aquella choza con el alma hundida en su rabia y dolor.
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