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Capítulo XXV: ¿Qué Hay Detrás de la Fábrica de Dulces?

XXV

«¿QUÉ HAY DETRÁS DE LA FÁBRICA DE DULCES?»

«Para hacer la paz se necesitan dos;

pero para hacer la guerra

basta con uno sólo».

Arthur Neville Chamberlain

Como era costumbre en el sur, las noches se volvían más movidas cuando más de una alma sureña se unía. Desde el inicio fueron ocho personas diferentes, pero nunca llegaron a pensar en juntarse. Su primera vez fue el 6 de octubre en el torreón de ciencias, y la segunda vez fue en el solsticio de invierno. Ahora, la noche del 29 y la madrugada del 30 de enero sería la tercera vez donde las almas sureñas decidirían unirse para un problema común.

La noche empezó bien. Marina y Félix salieron de tocar. El de cabello largo llevaba en su coche los instrumentos como era costumbre, y en el asiento de copiloto iba la morena, la cual sonreía al ir al lado de su amigo. El resto de la banda se despidió cuando cerró el local, que por esta ocasión debido al fuerte clima invernal, sus puertas se cerraron antes de medianoche.

Los dos chicos iban en el coche y con la música a todo volumen. Al no tocar hasta las tantas de la madrugada, los dos tenían demasiada energía que debía salir. Félix sonreía tras al volante mientras Marina cantaba con horror las canciones que sonaban en la radio. Por fortuna, la radio era el último medio de comunicación el cual no estaba inundado con propagandas de las marchas, porque las noticias se habían vuelto un circo en el momento en que tacharon a los sureños de vándalos.

Las calles de Madrid se teñían de blanco por última vez, y los copos de nieve dejaron de caer; solo fueron dos horas donde el invierno aclaró que su fin había llegado. Marina cantaba con alegría, pero se olvidaba de hacerlo cuando reconocía las pinturas en las paredes. Leía las palabras escritas y reconocía el odio hacia el sur. Marina tampoco negaba que no hubiera cosas que el sur haya pintado, pero la diferencia es que no eran comentarios peyorativos o atacantes como los del norte.

Félix comenzó a conducir más despacio. El efecto que tenía de la droga se le estaba bajando y necesitaba restaurarlo cuanto antes. Félix divisó su edificio a unas pocas calles más, dejó el coche en el estacionamiento de este y le dijo a Marina si le acompañaba a su apartamento. Los dos subieron por el ascensor hasta llegar a la planta donde vivía Félix.

―Solo venimos por una cosa y a dejar los instrumentos, el resto de la noche te dejo que la propongas ―avisó el músico.

―Vale ―sonrió―. Solo por curiosidad, ¿qué vas a coger?

―Una cosa ―respondió. Abrió la puerta y salió disparado a su cuarto.

Marina ya tenía sus sospechas y recordó las palabras de Henry hace unas horas. La pelirroja se adentró más al apartamento y se acomodó en la entrada de la habitación del músico. Todo el cuarto era un desorden, la ropa estaba tirada por doquier y se podía oler la droga en cada esquina. Allí estaba Félix, apretando su brazo con un torniquete y buscando una vena para inyectarse.

―No me puedo puto creer que sea verdad ―dijo Marina y Félix saltó del susto, botando la jeringa al suelo. El músico encaró a la chica y por primera vez se había quedado sin palabras―. Dime que eso no es lo que creo que es.

―Marina... yo... ―titubeó. Félix ni siquiera se molestó en esconder los objetos, solo se sentó en el borde de su cama pasando una mano por su cara y sus cabellos tras quitarse el torniquete―. No sé qué decirte.

―¿Desde hace cuánto?

―Diciembre. Nochebuena ―confesó con un suspiro―. Me sentía tan solo que necesitaba hacer algo para distraerme... los porros ya no eran suficientes.

―Félix, por favor, tú no necesitas de esa mierda para sentirte bien ―dijo. Marina se sentó a su lado y le observó, aun cuando Félix no levantara su mirada―. ¿Qué pasa, Félix?

No quería decirlo. Eso era su pasado y cargaba un misterio indescifrable, pero ya no aguantaba más esconderse cosas. Félix necesitaba desahogarse con alguien que no le agravara más su problema como lo hizo Manuel o Dolores en su día.

―Poco antes de entrar a la carrera ―suspiró con pesadez―, tuve algunas discusiones con mi familia con respecto a ello. Al final cedieron de que podría estudiar música siempre y cuando acabara con la carrera de lenguas ―contó. Marina asintió y Félix prosiguió―. Sin embargo, a tan solo una semana de entrar a la universidad, toda mi familia desapareció.

―¿Cómo que desapareció? ―Preguntó, pero le resultó lógico cuando recordó la vez que estuvo en el piso y notó la gran cantidad de cuadros familiares y lo amplio que llegaba a ser el apartamento para una sola persona.

―No sé, Marina... o bueno, sí sé. Lo descubrí hace poco, en mi última prueba con la disquera, de hecho ―suspiró una vez más. Félix observó la bolsa entre sus manos y se lo pensó―. Resulta que mi familia estuvo envuelta en unas cosas muy turbias, y por eso se tuvieron que ir. No puedo contarte más porque no solo depende de mí, otra persona está involucrada en esto.

―¿Manuel? ―Preguntó Marina. Félix se sorprendió que lo dedujera tan rápido―. Solo lo digo por las palabras que dijiste de él en año nuevo. Lo de que es un sospechoso de asesinato.

―Sí, sí es Manuel ―confesó sin más―. Resulta que la situación de él y la mía estaban más relacionadas de lo que pensamos. En la disquera conocí a una chica y ella también estaba involucrada de alguna forma a toda esta mierda. Ella me reveló que Manuel tenía algo que ver con mi situación, y el resultado es mutuo.

―¿Eso significa...?

―Eso significa que mi familia puede estar involucrada en un asesinato ―concluyó―. No lo había pensado de esa forma hasta ahora. No tengo ni la más puta idea de cómo puede ser eso, pero es lo único que se me ocurre. Quizá por eso me dejaron... a fin de cuentas, lo que me duele no es que esté solo, sino que se hayan ido por algo tan brutal como lo es el tema de Manuel. Me siento hasta traicionado y olvidado.

―No es tu culpa ―Marina se atrevió a poner su mano sobre la de Félix―. Nada de esto lo es ―recalcó―, y no debes centrarte en todo lo malo que pasó. Sé que es una mierda, pero tú eres una persona que ve por un futuro porque sabe que lo que viene va a ser mejor que lo que pasó.

―Ojalá pudiera creerte, Marina...

―No me creas a mí, cree en los hechos. Te ofrecieron un trabajo en una discográfica.

―Y lo rechacé.

―Porque no te sentiste cómodo. Y como bien la oferta llegó una vez, puede llegar otra vez y las que hagan falta hasta que decidas quedarte, porque ese es tu destino. Lo que haya pasado con tu familia no te define ni mucho menos te debe importar demasiado.

―No sé, Marina, es algo difícil de asimilar ―musitó, y las lágrimas comenzaron a caer de sus ojos―. Esto al menos me hace sentir diferente.

―Quizá no lo entienda como tú porque nunca he sentido esa clase de abandono o traición...

―No sé si es prudente preguntarlo... sé que vives en la Casa de la Esperanza ―musitó. Marina le observó esperando a que hablara―. ¿Nunca conociste a tus padres?

―El primer adulto que conocí fue Ronda... el siguiente fue Sergio, junto a los demás adultos que vivían en la casa. Nunca tuve la oportunidad de conocer a mis padres, ni siquiera sé cómo se llaman ―contó con voz baja―. No es algo que me duela recordar, o que me avergüence contar, pero sí es algo que prefiero no mencionar.

―No te preocupes, no diré más nada al respecto ―persuadió y Marina sonrió.

―Pero siento que debo ser honesta contigo en algo, Félix ―dijo con un suspiro―. Yo también me metía cosas. Era peor, en demasiadas cantidades. Nunca le he dicho esto a nadie más que a una persona, pero creo que es justo que merezca contártelo a ti: yo bailaba.

―¿Te refieres a...?

―Bailaba en un garito de mala muerte en el sur cuando tenía diecisiete... bailaba en el tubo. No me avergüenza contarlo porque es un trabajo, pero sí me avergüenza lo que hacía después ―Marina sujetó las manos de Félix y se miraron a los ojos―. Necesitaba pasta para aportar en la casa, y entré a trabajar, pero comenzaron a pasar cosas en mi vida que... me tumbaron. Comencé a meterme para sobrepasar el dolor, pero solo estaba ignorando la realidad. Me di cuenta tarde, y dejé todo eso hace dos años cuando entré a la universidad. Al final del día me estaba destruyendo, y no quiero ver cómo te destruyes. Yo estaba sola, tú no lo estás.

―Marina, siento tanto lo que te ocurrió...

―Félix, ahora sé lo que te ocurrió, pero no puedo decir que entienda tus sentimientos porque somos muy diferentes. Sin embargo, te puedo garantizar que aquí me vas a tener para todo lo que necesites. No estás solo, nunca lo has estado.

―¿Y en un futuro?

―Voy a estar yo allí para ti, y te aseguro que muchas más personas también lo estarán. Solo te pido que dejes esta mierda ―pidió y miró la jeringa en el suelo―. Esto no es bueno para ti y lo sabes.

―No puedo, Marina ―sonrió para evitar romperse y llorar, pero no lo logró. Sus manos temblaron más y Marina las tomó con firmeza―. Por mucho que lo intente, no puedo.

―No digas eso, Félix. Eres capaz de dejar esta mierda atrás. Te puedo ayudar con ello.

―Agradezco tu intención, Marina, pero no creo que eso resulte. Ya ves lo que pasó hoy, necesitaba meterme más ―soltó sin importarle que las lágrimas volvieran a caer por su rostro. Eran débiles y escurridizas―. Me estoy haciendo más fuerte a su efecto y necesito más y más y más.

―Félix ―musitó Marina, levantando la mirada del músico para que la mirase. Ella también tenía sus ojos vidriosos, y su labio inferior temblaba al ver al chico de enfrente llorar―. Yo estoy aquí. No estás solo.

Antes de que Félix dijera algo para refutar las palabras de Marina, la pelirroja se atrevió y le dio un beso en los labios al músico. Al principio, Félix no mostraba movimiento ni emoción alguna a lo sucedido. Cuando Marina se separó, Félix posó sus manos en el rostro de la chica, sujetándolo y admirándolo por dos segundos para luego volver a besarla.

Félix no sabía por qué lo hacía, pero al menos le producía un mejor efecto del que el Zamper le daba. Marina se colocó encima del regazo del músico y siguió con el beso, quitándose la chupa de cuero y empujando a Félix para acostarlo sobre la cama. Félix sin pena alguna tocaba a la pelirroja por encima de las prendas, mientras Marina enredaba una de sus manos sobre el cabello del chico.

En cuestión de segundos, ninguno de los dos tenía ropa y solo fue circunstancial que terminaran teniendo sexo tras haberse confesado sus situaciones más personales jamás contadas. Félix comenzó a pensar que el Zamper era solo un efecto momentáneo, y Marina confirmó que necesitaba una distracción del agobio que empezaba a crecer en ella, sumándole el recuerdo amargo que tenía de pequeña sobre nunca haber conocido a sus padres.

Los dos jóvenes se sintieron felices después de tanto tiempo, ya no sentían la carga de la sociedad ni la presión de las decisiones en su vida. Por primera vez, fueron jóvenes que se distraían mediante el sexo, el cual era mejor que cualquier droga barata que se pudiera encontrar en las mugrientas calles del sur.

Mientras tanto, en la otra punta de la ciudad, Sara y Andrés mantenían una charla personal sobre su futuro, recordando lo dicho en el hospital hace unos días. El sureño había estado buscando lugares para vivir con Sara, mientras ella averiguaba una forma de poder visitar a su padre, así sea de forma emocional en el cementerio, aunque ninguna lápida llevaba su nombre de momento. Andrés entró a trabajar en el mercado donde trabajaba el padre de Sara, solo para poder ganar el dinero suficiente para irse.

Desde la operación de Sara, la chica no ha hecho mucho. Ha estado encerrada en su cuarto por muchas horas, por lo que Andrés pasaba demasiado tiempo tras la pantalla de su computadora y trabajando. Así que, el tiempo que Sara ha estado en soledad, le ha servido a Andrés para buscar el mejor sitio en toda España donde pueda vivir con Sara en armonía. Decidió Galicia, pero quería probar suerte por internet para ver si había una segunda opción. Ahora faltaba ver qué opinaba la chica.

―¿Te acuerdas de lo que te dije en el hospital? ¿Sobre querer ir a otra ciudad?

―Y te respondí que quería saber quién le había hecho eso a mi padre.

―Lo sé, pero esto lo planteo para después de que suceda aquello ―explicó―. En el momento en que tú sepas a ciencia cierta quién fue el bastardo que mató a tu padre, nos iremos de esta ciudad de mierda.

―Andrés, no te lo dije porque seguía drogada, pero no me creo capaz de seguir a una nueva vida ―musitó―. No creo hacerlo después de todo lo que he perdido.

―Oye ―suavizó colocando su mano encima de la sureña―, a mí no me has perdido. Nunca me perderás.

―Ya sé ―suspiró.

Andrés sabía las palabras que quería decir Sara, pero la sureña no se atrevía a expresarse como debía. Andrés reconocía muy bien que la chica, por mucho que hayan pasado juntos los dos, no se sentía cómoda con la idea de que Andrés formara parte de su vida. A diferencia de Sara, Andrés podría decir que sí veía cosas a futuro con ella. El problema estaba en que ellos dos se conocieron en los peores momentos de sus vidas, y pensaban que unirse les iba a traer felicidad. Sara solo recurrió a Andrés como un escape de su realidad, y Andrés recurrió a Sara para creerse personaje de cuento con un final feliz.

―El lugar es Galicia ―dijo Andrés con una media sonrisa―. Solo para que lo sepas. Estuve mirando una casa y un posible trabajo si al final decidimos ir.

―No estoy segura... de todo esto, Andrés.

―Comprendo.

―Voy a dar una vuelta por allí ―avisó, separando su tacto del sureño.

―¿A estas horas?

―Voy a estar bien. A fin de cuentas, todos los Carroñeros saben quién soy.

Sara se levantó de la silla, buscó una sudadera y se acomodó sus prendas para salir. La chica observó a Andrés en el comedor, seguía con su brazo extendido y tenía su mirada perdida en el lugar donde Sara estaba sentada. Andrés no quería mirar para dónde iría Sara, así que solo observó el lugar donde siempre le gustaría que estuviese: a su lado.

―Galicia. Recuérdalo.

―No lo olvidaré ―respondió, y en cinco segundos salió del apartamento, dejando un silencio abrumador por todo el lugar.

Andrés se levantó y observó el apartamento que no era suyo, y que solo vivía ahí como un recogido de la calle. El sureño revisó sus prendas y las notó desgastadas, lo poco que le quedaba seguía corrompiéndose, y él no tenía dinero para comprarse algo nuevo, debía ahorrar dinero para irse. Andrés también observó su cuerpo y notó que no ha bajado nada de kilos desde que dejó el psiquiátrico. Sin duda, el sureño ha mejorado en su físico.

Entendía los deseos de Sara, pero Andrés se enojaba porque ella no era sincera con él. Ella no solo quería quedarse para descubrir quién asesinó a su padre, sino que ella no se sentía cómoda con la idea de vivir con Andrés, porque él pensaba que muy en el fondo, Sara no lo quería de la misma forma que él a ella. Andrés tenía demasiadas dudas sobre sí mismo, pero nunca lo pensaba dos veces si las personas le querían, porque la primera impresión siempre era la respuesta final. Si bien era cierto que toda la situación fue al revés durante su estadía en el psiquiátrico, convivir más con ella cada día le ha hecho pensar que los sentimientos que Sara tenía con respecto a él se estaban deteriorando, y él no quería que eso también les pasara a sus sueños de querer vivir.

Andrés se adentró en la habitación y rebuscó su ropa, también iba a salir. Se colocó su música al pensar de esa forma de Sara y alejó esas ideas. El sureño aprovechó que Sara no estaba y se adentró en la habitación de Omar. Sara no le permitía el paso, y eran obvias sus razones del por qué. Andrés observó la habitación y reconoció varios libros tirados sobre la cama. Se acercó y notó que eran álbumes de fotos.

Andrés se tomó el atrevimiento de echarles un ojo y observó cada una de las fotos. Había varias de los padres de Sara, de su madre antes de que muriera, y ella se veía de quince años en esas fotografías. Luego observó las imágenes que tenía a Sara y Omar en primer plano. Andrés sonrió y comprendió la importancia de Omar para Sara a través de las veinte fotografías que encontró. El sureño aspiró haber tenido una relación así con alguien, pero siempre fue un desgraciado y nunca tuvo el privilegio de ello.

Andrés salió del cuarto y se comenzó a perder en las calles del sur, en un territorio que desconocía por completo, con su música puesta. La noche era fría, aun cuando ya no cayera nieve. Las tiendas estaban cerrando y los Carroñeros iban de paso. Durante el tiempo que Andrés ha estado viviendo en este lado del sur, ha comprendido que los Carroñeros eran más que diferentes a Las Cruces. Los primeros acosaban y molestaban a las personas, y Andrés ha sido testigo mientras trabajaba que había Carroñeros que buscaban a menores para ofrecerles droga y engancharlos desde tan pequeños; mientras que los segundos seguían respetando las vidas de las personas y, aunque nadie del norte lo creyera ni por todas las pruebas que les mostraran, eran los buenos del cuento, los que estaban siendo incriminados cuando en realidad realizaban la labor que ni la policía o la justicia se dedicaba a hacer en las calles sureñas, sobre todo, con el Bronx.

Sin pensarlo, Andrés se estaba adentrando al Bronx. No sabía si seguía un instinto, o si escuchaba una vieja voz que lo incitaba a probar una vez más aquel precioso producto que salía de esas casas derruidas y con mal olor. Andrés pensó bien y se adentró al Bronx porque tenía curiosidad, y su primera interrogante era saber cómo producían el Zamper. Por donde sea que mirase, Andrés solo notaba a personas en pésimas condiciones, buscando entre la basura y los garitos más asquerosos algo de droga para meterse. El olor que inundaba las calles era putrefacto: una mezcla de los ingredientes del Zamper separados, el olor de su producción y el rastro añejo de la sangre, mierda y basura podrida. Andrés no sabía cómo hacía para no desfallecer allí mismo de las náuseas y el mareo que sentía.

En su andar, Andrés reconoció que había algunas casas habitadas por personas, en ellas estaban mujeres mayores, ancianos que observaban la calle, e incluso niños pequeños asomados por las ventanas más altas de los edificios. La música retumbaba en las primeras plantas, asemejándose a discotecas de mala muerte. En la entrada de varios lugares se asentaban personas tras unas mesas, y ahí Andrés reconoció que se trataban de los vendedores de droga. En las esquinas y bajo las farolas había mujeres perdidas, no porque no supieran donde estaban, sino que su efecto de la droga era demasiado como para decir si seguían conscientes o solo dormían paradas en la mitad de la calle. Algunas mujeres se encargaban de la venta de droga, mientras que los hombres manoseaban a las más jóvenes para adentrarlas en una de las casas. Andrés también reconocía que muchas de las chicas poseían ropa cara que no era de la zona: eran chicas del norte.

Andrés sintió mareo por el olor y el panorama que se recostó en una pared a la espera de poder sentirse mejor. La imagen pública que tenía el Bronx no se asemejaba a lo que estaba viendo. Cuando rescató a Juan solo logró observar una casa, pues él y Las Cruces sacaron a Juan por la parte trasera de esta, nunca se adentraron al Bronx como tal. Andrés creía que era una calle privada, donde nadie pasaba, pero la realidad era muy diferente. Las noticias tampoco mostraban mucho del Bronx porque los pandilleros no los dejaban acercarse para sus reportajes. Andrés observó por encima a las personas desesperadas por algo de droga, y pensó que así se veía él antes, lo cual le produjo más mareos y ascos a su persona.

―¿Estás bien, hijo? ―Habló una voz a su espalda. Andrés se giró con velocidad y reconoció a un hombre cubierto en mugre. Era un anciano de unos sesenta y tantos. Se quitó los cascos y lo miró con miedo.

―Eh... sí... no se preocupe ―persuadió Andrés, tosiendo con fuerza por recibir una vez más el olor del Bronx.

―¿Primera vez?

―Sí, tenía curiosidad por ver qué hay por acá.

―Toma mi consejo, muchacho: vete cuanto antes ―balbuceó. Andrés casi no le entendió lo que dijo―. No quiero ver a más personas venir y caer por esta mierda.

―Descuide, señor ―tosió una vez más―. No vengo por eso.

―Ven conmigo, hablemos afuera de este sitio que veo que no te encuentras bien.

Andrés asintió solo porque quería irse del lugar, no porque quisiera hablar con el hombre. Cuando estuvo a dos calles lejos del Bronx, Andrés pudo respirar con tranquilidad. Aquel viejo hombre sacó de sus bolsillos un cigarro y lo encendió. Andrés observó la situación con pesar y el hombre le invitó a sentarse.

―¿Cómo lo aguanta usted? ―Preguntó por cortesía, solo por no dejar al hombre solo.

―Ya es un tiempo que uno se acostumbra ―contestó y Andrés se fijó en su dentadura: solo tenía cinco dientes.

―¿Cuánto tiempo lleva allá metido?

―Unos buenos años. Me metí porque salí de fiesta con unos amigos del instituto que hace mucho no veía ―comentó con nostalgia―. Ellos no cedieron a las drogas, yo sí. Comencé a venir más seguido y fue mi ruina. Hace mucho no veo a mi mujer ni mis hijas.

Andrés no tuvo palabras para decir. Observó la mirada perdida de aquel hombre, se había enganchado tanto a la droga que perdió el rumbo de su vida. Andrés pensó y recordó su situación; él pudo haber acabado de la misma forma si Marina no hubiera intervenido.

―Lo siento ―musitó. Fue lo único que Andrés pudo decir.

―Descuida. Eso fue antes de que trajeran el Zamper, así que imaginate lo mucho que caí.

―¿Trajeran?

―Sí. El Zamper lo trajeron al sur, terminó en el Bronx y así fue como más gente del norte y extranjeros se quedaron por esas calles. Los Carroñeros tomaron el poder al ser los no adictos y aquí estamos.

―¿Por qué nadie sabe de esto?

―Porque nadie le creería a un adicto ―respondió con obviedad. El hombre se levantó y tiró el cigarro al suelo.

―¿Todavía vienen personas nuevas?

―Cada día, parecen moscas atraídas por el azúcar ―comentó con un suspiro―. Hace un tiempo me crucé con una belleza del norte. Zapatillas, reloj y perfume de marca. Había venido con unas amigas para pasar un buen rato, y eso hicieron.

―¿Qué pasó después?

―La misma chica volvió el día después, y el siguiente, y el de después a ese, y así hasta que no necesitaba salir del Bronx para ir a su casa, porque esas calles eran su nueva casa ―explicó con voz baja―. Yo tuve una charla con ella, donde le advertí todo lo malo que le pasará. Los dos lloramos porque sabíamos los riesgos, pero ella era igual a mí, no le importó y se metió de cabeza. Ahora ella es una de las tantas que se paran en las esquinas para ver si en medio del polvo le ofrecen Zamper.

―Algunas personas son difíciles para cambiar de idea ―musitó sin que el viejo hombre le escuchase.

―Muchacho, tengo que volver. Espero no verte allá y que tengamos esa misma charla que tuve con ella.

―Espere, si es consciente de que tiene un problema de adicción, por qué no hace nada para evitarlo. ¿Por qué no se va del Bronx?

―Nadie deja el Bronx, no por su propio pie ―respondió serio―. He intentado irme y dejar esa mierda atrás, pero siempre termino volviendo con la cola entre las patas. No tengo remedio ―dijo y Andrés bajó la mirada, comprendiendo sus palabras.

―Una última cosa, me causó curiosidad eso del Zamper, ¿sabe quién lo trae? Pensé que lo fabricaban aquí.

―A veces lo fabrican, pero aquí solo lo exportan ―aclaró―. Si no escuché mal en su día, es un hombre que lo hacen llamar El Trajeado.

―¿El Trajeado?

―También escuché que no es bueno meterse en el tema de esa persona, así que mejor quedate con el nombre y hasta ahí ―advirtió. Se abrigó más con sus desaliñadas prendas y finalizó con unas últimas palabras y una sonrisa donde solo se veían cinco dientes―. Las personas que se han metido a buscar más sobre El Trajeado o los Carroñeros no acaban bien.

El hombre se alejó y aquello último dejó a Andrés con una idea en mente. El Bronx era más allá de lo que pintaban Las Cruces, y Andrés tampoco les culpaba, desconocían lo mismo que él hasta hace un momento. Ahora, el sureño tenía constancia de que alguien le proveía a los Carroñeros para que exportaran el Zamper a la ciudad, y de ser ese el caso, Andrés se preguntaba quién podía ser y cómo los Carroñeros accedían sabiendo que eso suponía en el sur una mirada negativa de parte de todo el mundo.

Además, lo último dicho por el hombre resonó en la cabeza de Andrés como una idea fugaz. Todo el que investigue al Bronx o al Trajeado acabará muerto, y por el momento solo ha habido cinco muertes públicas que han ocurrido en el sur. Quizá sea una locura de parte de Andrés pensar aquello, pero el sureño veía lógico que por un descuido el papá de Sara se haya encontrado con ese destino a mano de los Carroñeros. De hecho, las fotografías publicadas mostraban a personas vestidas de verde, similares a Las Cruces, pero Andrés no se dejaba llevar por las emociones y sabía muy bien que Las Cruces no tuvieron nada que ver, y lo más lógico sería la banda enemiga tratando de hacerse pasar por ellos. Entre más desprestigio a Las Cruces mejor.

Andrés suspiró con rabia y caminó con dirección al apartamento a la espera de Sara para poder decirle lo que descubrió, con la esperanza de que la chica desistiera de su búsqueda y escapara con él a otra ciudad cuanto antes. Quizá sería egoísta de su parte obligarla a pasar página, pero Andrés sabía bien que vivir por estas zonas era peligroso, y más aún cuando había al lado una zona con potencial peligro de ser criminal.

Quizá la noche habría ido diferente para Andrés de no ser por un pequeño factor. Al final de la calle, bajo la luz de la farola naranja, caminaba una persona con la cara tapada por una bandana, aun así, llevaba las prendas de Las Cruces y una distintiva caminata y cabellera. Diego caminaba hacia el Bronx, pero no iba solo, estaba siendo escoltado por dos Carroñeros que no paraban de empujarle de vez en cuando. Andrés resolvió que Diego no estaba entrando por su propio pie, algo estaba ocurriendo que hacía que Diego estuviera allí. Andrés se apresuró en tomar fotos e intuyendo lo que podría pasar, recordando las vivencias que le contó Juan, salió corriendo con dirección a la Guarida en busca de una respuesta.

Si nadie sabía que Diego estaba entrando en el Bronx, significaba que su vida estaba en peligro.

«Las personas que se han metido a buscar más sobre El Trajeado o los Carroñeros no acaban bien». Resonó en su mente y corrió con más ímpetu.

Después de aquel momento intimo que vivieron Félix y Marina, los dos se arreglaron y concordaron en dar una vuelta por la ciudad aprovechando la noche joven. Félix había dejado la droga en el apartamento, pero sin que él viera, Marina la tomó y la botó en la basura más cercana que encontró a la salida del edificio. Félix sacó su motocicleta y los dos emprendieron camino.

Marina le comentó que podrían ir a la Guarida y pasar la noche en la azotea, tomando cervezas y contándose más cosas para alegrar la velada. El músico comenzó su ronda de preguntas antes de salir del apartamento, y su tema de interés tenía que ver con Las Cruces. Marina le comentó que respondería todo lo que él preguntase con tal de que tuviera una cerveza a la mano.

Los dos llegaron a la Guarida y notaron una motocicleta estacionada en la entrada. Marina reconoció el vehículo como la moto de Johan, recordándola por el rescate en el cabaré y por la vez que fue a robar y dañar las cosas de los viejos de Johan. Marina se preguntó por qué estaba su moto allí a estas horas, así que entró con afán mientras Félix estacionaba su motocicleta.

―Lucas, ¿cuánto tiempo lleva esa motocicleta ahí?

―Unas tres horas como mucho ―comentó con duda―. Salí por la tarde, y cuando volví ya estaba ahí. Desde entonces ha pasado una hora y media.

―¿Has visto a un adolescente? ¿Pelo largo y color platinado?

―Desconozco, Marina, pero creo que nadie ha visto a alguien así.

―¿Está Diego por aquí?

―No, se fue y me dejó a cargo si algo llegaba a ocurrir ―dijo, apoyándose sobre el taco.

―¿Cómo dices?

―No sé muy bien, solo me dijo que me dejaba a cargo, es todo. Imagino que se refería por si aparecía algún ciudadano o un inconveniente.

―Vale. Cuando llegue me avisas, quiero hablar unas cosas con él ―dijo y Lucas asintió―. Estaré en la azotea.

Tras decir lo último, Félix entró por el gran portal y Marina le indicó que subiera por las escaleras de la derecha. Lucas volvió a su partida de billar con otras tres Cruces y el resto de la noche siguió con normalidad en la Guarida. Marina se preguntaba qué hacía Johan por acá y dónde podría estar Diego. La pelirroja esperaba que estuvieran los dos juntos, recordando un poco las charlas con Carla sobre ese tema. Marina no podía decir qué estaba bien y qué no, pero no podía negar que los movimientos de Diego y Johan serían demasiados irrespetuosos para Carla.

El frío en la azotea era diferente, pero no fue problema alguno cuando Marina encendió la vieja madera que se encontraba allí para crear una fogata. Félix se sentó, mientras Marina echaba más leña al fuego. El músico juntó sus manos y las mostró al fuego para ganar calor. Marina dejó cuatro cervezas en medio de los dos y se sentó para calentarse un poco.

―Así que te interesa saber cosas de nosotros ―canturreó Marina. Félix asintió y la pelirroja sonrió―. Perfecto. Dispara.

―¿Por qué el nombre de Las Cruces? ―Preguntó, abriendo la primera cerveza con la ayuda de sus llaves.

―Si no recuerdo mal, fue Miguel quien salió con la idea. Él era pequeño y había visto un vídeo musical por la televisión de unas cruces en llamas, de ahí tuvo la inspiración de que un día tendría un grupo que se llamara Las Cruces. Al final resultó una familia numerosa que un simple grupo de amigos; una comunidad para aquellos que buscaban personas iguales ―relató. Abrió su cerveza y tomó mientras Félix pensaba.

―A eso le llamo tener imaginación ―soltó. Los dos sonrieron y bebieron―. ¿Por qué hay una distinción en el sur? Entiendo que hay bandas y demás, pero no entiendo su origen.

―Miguel creó Las Cruces con el propósito de buscarle un hogar y una familia a todas las personas que no se sentían bienvenidas en ningún lado, o que de plano no tenían. Con el tiempo, el nombre de Las Cruces fue creciendo hasta el punto de que toda la ciudad lo conocía. De ahí que solo tachen a Las Cruces como la banda más peligrosa del sur y demás ―tomó otro trago de cerveza y siguió―. Pero eso solo surgió cuando se formaron las otras dos bandas. Se crearon los Pumas, una verdadera banda criminal que robaba a las personas; al tiempo se crearon los Carroñeros conforme más personas conocían el Bronx. Las dos bandas eran peligrosas y tuvieron demasiados enfrentamientos. Las Cruces delimitamos este territorio para evitar que sus guerras avanzaran a más terrenos. Los Carroñeros extinguieron a los Pumas y Miguel supo que esto no era un juego, así que creó unos acuerdos, delimitaciones, y así estamos en estos días.

―Te sabes muy bien todo, ¿estuviste en todos esos sucesos?

―No, la gran mayoría de cosas me las contó Diego. Él sí estuvo al lado de Miguel todo el tiempo, de hecho creo que se conocieron cuando Las Cruces no pasaban las diez personas. Yo conocía a Miguel y Las Cruces, pero no fue hasta que salí de bachillerato que me uní. Por eso entiendo que Miguel quisiera a Diego como líder, porque eran más unidos que nadie más y se conocían lo bastante para confiar en el otro.

―Diego es un buen líder. Recuerdo el rescate de Johan y cómo llevó toda la situación. Tiene madera para ello.

―Lástima que él no lo vea de la misma forma ―suspiró. Los dos tomaron otro trago y Marina habló antes de que Félix preguntara―. Quiero saber una cosa, ¿tú interés por Las Cruces se debe a qué?

―Es una idea que tuve mientras me drogaba... según dices, Las Cruces se crearon para ser una familia para aquellas personas que no tienen.

―¿Quieres entrar a Las Cruces?

―Me encantaría sentir la compañía de más personas ―corrigió con timidez.

―No te preocupes, Félix. Aquí tienes un lugar, siendo o no parte de la banda. Sin embargo, si de verdad quieres entrar a Las Cruces, solo debes decirme a mí o a Diego y haremos que suceda.

―Gracias ―Félix sonrió.

No era mentira que el músico quería sentirse apoyado por alguien más, pero aventurarse a meterse a Las Cruces era un paso enorme. Félix sentía curiosidad, pero no estaba seguro de sus acciones. Abrió otra cerveza y pensó una vez más sobre la situación. Marina recibió un llamado en su móvil y se alejó para tomarlo: era Lucas.

―¿Qué pasa, Lucas?

―No es Diego, pero sí es alguien que quiere verte. Al parecer eres la única persona que todavía la quiere aquí, así que ven rápido antes de que la echen.

―Voy.

No hizo falta decir un nombre para saber de quién hablaban. Marina se disculpó con Félix y le dijo que bajaría un segundo. El músico no puso problema, se recostó más cerca del fuego y encendió un cigarro a la espera de la pelirroja. Durante todo el rato no estuvo pensando en drogarse, y aunque sus manos seguían temblando, Félix se convenció que era por el frío y no por la necesidad. El músico se planteó que podía dejar el Zamper, porque no era adicto, pero entre más lo pensaba, más recordaba el efecto positivo que le daba.

Marina bajó con afán las escaleras y reconoció en la primera planta la figura de Sara. Notó su vientre y estaba plano a diferencia de año nuevo. Alrededor de seis Cruces tenían la mirada fija en Sara, y ella los miraba sin intimidarles. Marina se acercó y pidió a los demás que volvieran con sus actividades. La morena tomó a la chica y se la llevó a una habitación de la segunda planta.

―¿Qué haces aquí, Sara? ―Preguntó cerrando la puerta tras de sí.

―Necesitaba hablar con alguien ―confesó―. Carla no me coge el móvil y tú eres la otra persona que lo sabe.

―¿Carla no te coge el móvil? ―Preguntó y Sara negó. La morena ahora tenía más sospechas que antes, pero ninguna tenía sentido―. ¿Qué ocurre, Sara?

―Ya no lo tengo ―comentó con voz baja―. Ya no tengo al bebé.

―¿Cómo dices? ―Preguntó e invitó a Sara para que se sentara.

―Tuve una ecografía y me dijeron que era riesgoso tener al bebé, tanto para él como para mí ―suspiró con una lágrima cayendo por su mejilla―. Hace unos días tuve una operación. Ya no estoy embarazada.

Marina comprendió el dolor de la perdida que sufría Sara. No importaba lo que haya ocurrido entre ellas aquella noche de diciembre, Marina debía estar para ella como si fuera su hermana. La morena se acercó y abrazó a Sara con cuidado, mientras ella se rompía cada vez más sobre el hombro de la pelirroja.

―Lo siento mucho, Sara ―suspiró sobre la cabellera de la chica.

―Estoy sola, Marina, ya no tengo a nadie ―Sara seguía llorando en el hombro de Marina mientras se desahogaba―. Papá también está muerto. Fue uno de los cuerpos que encontraron.

Marina no quiso decir nada más porque no sentía justo hacerlo. Sara estaba devastada y las acciones valían más que mil palabras. Marina se abrazó más a Sara sin soltarla en ningún momento. La sureña lloraba sin parar, no lo había hecho con propiedad desde que se enteró de lo que ocurrió con su padre. Todas las noches al dormir, derramaba pocas lágrimas porque estaba en negación, y creía que su padre entraría por la puerta del departamento, para repetirle una y otra vez que él no estaba muerto. Pero eso era una fantasía, y ella se aferraba hasta que decía con sus propias palabras que su padre, quiera o no, estaba muerto.

La noche comenzaba a complicarse en este lado del sur, en especial con la reciente llegada a la Guarida.

Félix bajó un momento a la primera planta en busca de más cerveza, y Lucas al ver que él llegó con Marina se ofreció a ayudarlo. En la barra, Orlando les cedió las cervezas ya abiertas.

―¿Puedo haceros una pregunta?

―Qué pasa ―dijo Orlando.

―¿Hay algún requerimiento para unirse a Las Cruces?

―Yo propuse que hubiera unas actividades ―mencionó Orlando―, pero nadie quiso hacerlas.

―Nadie quería ser mordido por una serpiente ―repuso Lucas―. Pero sí hay algo para ser parte de: mostrar valor de sacrificar todo por la comunidad. En estos días, con todo lo que ha pasado, hemos recibido a nuevos aspirantes: jóvenes que quieren ver un cambio.

―Y los andamos necesitando ―dijo Orlando y suspiró.

―Y su iniciación o prueba, si lo quiere llamar así, han sido participar en las marchas y defender a la comunidad cuando la policía la ataca. Hemos recibido a ocho chicos nuevos. ¿Le interesa?

―Creo que sí...

―Aquí siempre habrá un lugar para todo aquel que quiera una comunidad.

Cuando dieron media vuelta, notaron la llegada de Andrés a través del portal. El sureño tenía su frente bañada en sudor y exhalaba con fuerza. Félix dejó las cervezas y se apresuró a llegar a donde estaba el chico.

―Andrés, ¿qué ocurre? ¿Por qué vienes así?

―¿Está Marina o algo? ―Preguntó, a duras penas se entendió.

―Ella está con Sara ―respondió Lucas.

―¿Sara está aquí? ―Preguntó entre más jadeos. Lucas asintió y Félix chistó.

―¿Qué ocurre, Andrés?

―Problemas ―respondió al músico―. Código uno ―dijo mirando a Lucas. El aludido abrió los ojos y chifló de inmediato para llamar la atención de todos.

Debido al escándalo, Marina y Sara salieron de su cuarto y observaron la primera planta desde un gran ventanal. Las Cruces estaban reunidas en un círculo y Andrés estaba en medio. Las dos chicas bajaron de afán con la intriga de qué estaba ocurriendo.

―Andrés ―llamó Sara y corrió a su lado limpiándose las lágrimas. Andrés preguntó por su situación, pero ella no quiso dar detalles, solo se abrazaron.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó Marina. Lucas se hizo a su lado.

―Andrés llegó corriendo. Dijo que estaba ocurriendo un código uno.

―¿Código uno? ―Cuestionó Félix esperando una respuesta.

―Posible guerra de bandas ―respondió Marina sin mirarle―. ¿Estás seguro de eso, Andrés?

―Vi a Diego caminar hacia el Bronx y estaba siendo escoltado por dos Carroñeros.

―Así que allá fue ―soltó Lucas―. En la motocicleta de afuera había una carta que era para Diego, se la di y luego se fue. Imagino que en esa carta estaba esa dirección o algo.

―¿En la motocicleta? ¿La que te pregunté? ―Dijo Marina.

―En efecto ―respondió.

―Esa es la motocicleta de Johan ―le dijo la morena a Félix―. Él, al igual que Diego no está. Sara dijo que Carla no le coge las llamadas.

―Llamaré a Manuel para ver si sabe algo de ellos ―avisó Félix y se alejó del círculo.

―¿Qué piensas, Marina? ―Preguntó Lucas.

―Diego no es de los que se van sin decir nada. La motocicleta de Johan lleva ahí un buen tiempo, pero no está ni en la Guarida ni por estas zonas del sur. Algo ocurrió con ellos, no sé si Carla pueda estar involucrada, pero tampoco responde a llamados.

―¿Qué haremos con Diego? Está entrando al Bronx, algo le va a pasar allí ―repuso Andrés.

―No podemos aventurarnos e ir allá sin saber bien qué ocurre ―alegó Marina.

―¿Qué propone? ―Preguntó Lucas, y todos le prestaron atención a la morena. Si bien fue a él quien Diego puso al mando en su ausencia, Lucas veía más capaz a Marina para llevar la situación.

―Reitero, Diego no es de los que se van sin decir nada, y menos cosas tan ambiguas... esperaremos hasta las seis de la mañana. Si Diego no aparece para esa hora, iremos nosotros mismos a sacarlo de allí, así tengamos que poner todo patas arriba. ¿Entendido? ―Mandó y todos asintieron y murmuraron sobre la situación―. No es seguro ir a estas horas de la noche, no conocemos la zona y seremos un blanco fácil si vamos en grupo o algo. Necesito que este grupo de la derecha me confirme el armamento que disponemos, el grupo de la izquierda me localice a las demás Cruces que faltan. Los demás ayudad en lo que queráis.

La multitud se disolvió y comenzaron a hacer las tareas pedidas. Marina era astuta, pero creía que sería demasiada coincidencia que Carla, Johan y Diego estuvieran juntos. A palabras de Andrés, Diego estaba yendo solo para el Bronx. Marina quiso salir de dudas y le llamó a Ronda por el paradero de Carla.

―Ronda, ¿Carla está por allí?

―No, Marina. Salió en horas de la tarde y no ha vuelto. Le pregunté a donde se dirigía para saber si necesitaba compañía y dijo que iría a la Guarida.

―Gracias, Ronda ―colgó. Lucas le preguntó con la mirada a Marina―. No está en la casa. Ronda dijo que salió para venir acá, pero tampoco está. Ni Johan ni Carla están, y Diego fue al Bronx.

―Tranquilícese, de seguro es una coincidencia ―calmó Lucas, porque él pensaba lo mismo que Marina sentía muy en el fondo.

―Ayer, en el centro, había una camioneta negra bastante sospechosa. No sé si me estaba viendo o si buscaba algo más, pero me escondí y la camioneta se fue ―comentó Marina―. Y con esto de los cuerpos encontrados... todo me huele muy mal.

―Marina ―llamó Félix―, Manuel tampoco me coge el móvil.

―Mierda y más mierda ―masculló Marina. Andrés y Sara se acercaron para saber lo que ocurría en esa charla―. Si es una coincidencia, es una muy grande.

―¿Qué ocurre? ―Preguntó Andrés mientras seguía abrazando a Sara, no por iniciativa, sino porque ella no le ha soltado.

―La moto de Johan lleva horas afuera, pero él no está aquí. Ronda me dijo que Carla salió para venir a la Guarida, pero tampoco está acá. Manuel no coge el móvil y eso es raro en él. Y Diego está entrando en el Bronx con qué motivo.

―¿Acaso Diego te dijo algo más? ―Preguntó Orlando detrás de la barra. El hombre se limpió las manos con un trapo y se acercó más.

―Lo último que me dijo es que cuidara de todo por si algo llegaba a pasar, pero no especificó más ―acotó Lucas. Los seis se vieron y comprendieron al tiempo.

Algo turbio estaba ocurriendo con ellos cuatro, y temían de que estuvieran entrelazadas sus situaciones. Sara estaba vulnerable y no se iba a alejar de Andrés, quien tampoco pensaba irse de allí hasta saber cómo estaba Diego; aún le guardaba estima al rubio. Félix comenzó a preocuparse por sus amigos, mientras que Marina pensaba una solución a todo este tema que se creó de repente.

―Seis de la mañana ―recordó la Marina y todos asintieron.

Una hora antes, cuando Andrés vio a Diego, el rubio se estaba preparando mentalmente para lo que vendría. Apenas cruzó la frontera en la estación de buses, dos Carroñeros lo interceptaron y lo acompañaron para dar fe de que el líder de Las Cruces venía solo y dispuesto a cooperar. El rubio no tenía ningún as bajo la manga, y menos cuando tres de sus amigos estaban secuestrados por un psicópata traficante.

Diego se acomodó mejor su bandana para evitar asfixiarse con el olor que desprendía el Bronx, y los Carroñeros lo empujaron a las calles mientras muchos de allí lo veían. Algunos distinguían su chupa de cuero de Las Cruces, mientras otros se preguntaban por qué iba tan cubierto. Los Carroñeros lo dirigieron a una casa donde el olor parecía no llegar, pero en su lugar había otro, y Diego reconoció el aroma de la sangre seca. En las baldosas de aquella casa había manchas rojas por doquier, la poca luz iluminaba un solo camino, y todas las habitaciones estaban cerradas a excepción de una. Diego cruzó la única puerta abierta y se dio cuenta que era el patio de la casa por el gran espacio que había. Allí dentro, Diego reconoció a una persona cubierta por un pasamontañas.

―Esto ―le dio una botella pequeña de plástico que contenía un líquido verde―. Siga por acá.

El hombre señaló unas escaleras que llevaban a una planta baja. Podría ser un sótano, pero la poca construcción en las escaleras y paredes denotaban que era más bajo tierra que eso. Diego se guardó la botella en el bolsillo de su chupa y sacó su encendedor para iluminar el camino, porque el mismo hombre que le dio la botella le exigió el móvil con solo una mirada y un movimiento de mano. Los Carroñeros que le seguían se detuvieron en las escaleras y Diego siguió por su cuenta. El rubio comenzó a pensar que esta situación era ridícula cuanto menos.

Tras caminar unos buenos pasos, Diego llegó a una sala más grande, deduciendo que se encontraba debajo de la plaza desolada del Bronx. Antes, el sur iba a tener una remodelación de estructuras, y en aquella zona solía haber una edificación de apartamentos y residencias. Todo quedó abandonado y los apartamentos fueron derruidos. Y al igual que Las Cruces con la Guarida, los Carroñeros se hicieron con el lugar y al poco tiempo el Bronx se creó como se conoce actualmente sobre las ruinas de viejas promesas.

Bajo una luz que iluminaba solo lo justo, Diego reconoció tres siluetas en el suelo y una de pie en la mitad de ellos. Conforme más se acercó, Diego logró ver a Carla, Manuel y Johan arrodillados con los ojos vendados. Atrás de ellos estaba Will, con su bate favorito y una sonrisa que nunca vio en él. El líder de los Carroñeros se cubría con sus pantalones militares, sus sucias botas y su jersey negro con manchas naranjas. Los tatuajes que veía solo eran los que tenía en sus manos y cuello. Estaba comiendo una manzana, de forma lenta, como si degustara de su sabor.

―Hasta que por fin llega nuestro invitado estrella ―anunció Will, asustando a los tres chicos vendados―. Ven, Diego, asume tu posición ―indicó con su bate, apuntando enfrente de sus amigos.

―Ya me tienes aquí, dime qué coño quieres y dejalos libres ―sentenció Diego aun con la bandana puesta.

―No, Dieguito, no te equivoques. Tú no estás en posición de demandar algo ―canturreó con cinismo y dio otro mordisco―. Te propongo un juego, porque mientras tú mandas a los tuyos a atacar a los míos, yo prefiero jugar y resolver esto de otra forma.

―Yo no mandé a nadie y lo sabes.

―Eres su líder, por ende eres responsable por las acciones que ellos hagan bajo el manto de esa chupa de mierda que usáis.

―¿Qué quieres jugar, Will? ―Diego cedió porque no quería discutir.

―Quitaros las vendas ―demandó Will y los tres le hicieron caso. Carla se levantó a abrazar corriendo a Diego mientras Manuel y Johan se agrupaban con paso lento. Diego les dio una palmada a ambos y los cuatro vieron a Will―. ¡Qué bonito reencuentro! Perfecto para esta noche. Ahora bien, he hecho un poco de investigación en vosotros, y como dije, no quiero causar ninguna guerra contra tu lado ni contra la gente que vive allí, así que prefiero hacerlo solo con vosotros cuatro. Tenéis una sencilla tarea: salir del Bronx con vida.

―¿A qué te refieres? ―Preguntó Diego. Carla y Manuel estaban aterrados y Johan solo veían con rabia la situación.

―Si seguís por la derecha os encontraréis cosas que preparé para cada uno de vosotros cuatro. Si completáis y sobrevivís a lo que ahí allí, podréis iros y no haré ningún movimiento contra Las Cruces, respetando los viejos acuerdos que había, porque no he visto ninguno nuevo.

―Te los iba a dar mañana temprano...

―Por favor, Diego, las excusas de instituto acá no sirven ―dijo mofándose―. Tenéis hasta las seis de la mañana para salir de aquí. Si para ese entonces no habéis muerto por ninguna prueba, os mataré yo mismo. Y si os negáis a hacer alguna prueba, también os mataré ―los cuatro chicos se miraron con miedo. Will tiró el corazón de la manzana al suelo y los miró―. No perdáis el tiempo y avanzad, queda poco para media noche y el tiempo escasea.

Will señaló el camino con su bate y los cuatro chicos siguieron como animales obedientes. Diego le dedicó una mala mirada, y el resto trataba de no verle para salir de ese lugar cuanto antes. El pasillo se hacía cada vez más oscuro y el encendedor de Diego no servía. Ninguno traía móvil porque se los quitaron los Carroñeros, así que no podían comunicarse ni alumbrar el camino.

Una vela estaba puesta sobre una mesa, y en ella había cuatro linternas para cada uno. Las tomaron y encendieron al instante, notando el largo del pasillo. Diego tomó la delantera, mientras Johan y Carla iban en el medio y Manuel atrás. El rubio veía inútil adelantarse sin los demás, en especial cuando no sabía cómo se encontraba cada uno.

―¿Estáis bien? ―Preguntó Diego.

―Por fortuna sí, no nos hicieron nada más que secuestrarnos ―respondió Manuel.

―No le mientas, Manuel ―repuso Johan y le mostró con rabia su antebrazo a Diego―. Sí nos hicieron esto.

―¿Qué ocurrió? ―Preguntó Diego al notar la marca de los condenados. Era pequeña, por lo que no sufrieron mucho.

―Díselo, Manuel ―alegó Carla. Diego miró la situación confundido, obligando detener el paso de los demás.

―Quería que tú, Carla y Johan tuvieran una charla tras lo ocurrido en año nuevo.

―No hay nada de qué hablar, Manuel ―respondió Diego con afán―. Lo que se tenía que decir ya se dijo.

―El punto es que los cité en la Guarida ―interrumpió―, y de la nada se bajaron unos tipos de una camioneta y nos llevaron.

―Esos bastardos se atrevieron a cruzar el límite hasta la Guarida ―masculló Diego―. Incluso os marcaron los desgraciados.

―Se ven que estaban decididos en sus acciones ―habló Johan.

―Mejor salgamos de aquí cuanto antes, yo no tengo deseos de morir ―interrumpió Carla y tomó la delantera.

Después de caminar por dos minutos bajo tierra lo que parecía ser un pasillo en círculo, los cuatro jóvenes llegaron a una sala, donde allí se encontraba un suelo con agujeros pequeños, como si fuera el perfecto lugar para un desagüe. Un pasillo se comunicaba con la sala, este iba para la derecha, lo cual suponía el recorrido que debían hacer. Manuel iluminó a una mesa que se encontraba en la izquierda y el grupo caminó hacia ella. En la mesa había un botiquín y una hoja, el rubio la tomó y leyó.

―Para el bailarín del prostíbulo del norte ―dijo y todos miraron a Johan sin pensarlo dos veces. El menor bufó―. A ti, que tanto te gusta que las luces estén en ti, ¿qué te parece ahora que tú estés sobre la luz? Colocate en el centro y dejate llevar por las luces que salen; sigue el color rojo con tus pies al desnudo y baila para tu público la danza ardiente.

―¿Qué puta mierda es eso? ―Chistó Johan.

―Dejando de lado el intento de tensión poética ―se burló Manuel―, creo que debes colocarte en el centro y seguir una luz para bailar. Es como estas máquinas de baile que había en las centrales con recreativas.

―Sé a cuales te refieres ―persuadió Johan quitándose sus zapatillas―. Menuda prueba, eh.

Los tres chicos se giraron al ver a Johan situarse en el medio. Al hacerlo, unas leves luces iluminaron la sala desde arriba y el pasillo por el cual debían seguir se aclaró. Gracias a la luz que se añadió, los chicos pudieron ver que desde una ventana había alguien vigilándolos. Diego reconoció que era Will debido al bate que llevaba en la espalda. Los estaban vigilando, así que no podían irse de allí hasta que Johan cumpliera la prueba, de lo contrario morirían.

―¿Cuándo sé que esto comienza? ―Llamó Johan.

Antes de que cualquiera respondiera, de cuatro agujeros del suelo salió una llama de fuego. Era débil, pero prometía quemar lo suficiente para dejar marca. Johan observó con temor y pánico creciente, y los cuatro chicos no variaban en su reacción.

―Sigue los pasos para la danza ardiente... ―dijo Carla pensando la prueba que le había tocado al menor―. Quiere que pongas tus pies sobre el fuego.

―No me puto jodas. ¡¿Quién mierda hace esto?! ―Chilló el menor―. Me niego a hacer esta puta mierda. No otra vez ―musitó lo último.

Un golpe sonó desde la ventana que los observaba. Johan entendió que no podía negarse a la prueba, pero sabía que intentar hacerla le causaría graves heridas, y quizá un posible desmayo por el dolor que fuera a sentir. Una música clásica resonó desde algún lugar del cuarto y Johan comprendió que debía iniciar.

―Tú puedes, Johan, no lo pienses tanto ―persuadió Manuel.

―Para ti es fácil decirlo, hijo de puta ―bramó Johan. Tomó un suspiro y estiró su pie al fuego―. Aquí vamos ―colocó su pie sobre la zona. Apretó sus dientes y cerró sus ojos con fuerza, aguantando soltar un quejido―. Mierda ―masculló.

La escena era cuanto menos dolorosa, cuando Johan colocó su pie izquierdo completo en la zona, a dos pasos se iluminó otra sección, quitando el fuego de donde estaba antes. El pie de Johan se calentó de sobre manera, pero no lo suficiente como para dejar de hacer la prueba. El menor no lo pensó dos veces y se abalanzó hacia la segunda sección, de ahí a la tercera, cuarta, quinta. El menor parecía bailar balé al ritmo de la música que se volvía caótica, y conforme el ruido aceleraba, la llama se intensificaba y Johan se obligaba a moverse más rápido, logrando saltar en vez de bailar.

Diego observó la ventana y juraba ver a Will reírse. Johan se aguantaba las lágrimas y hacía fuerza para no perder la fuerza y desfallecer, cayendo sin querer en una llama. Johan se movía con agilidad y rapidez, pero eso no impedía que sus pies se quemaran a tal grado de hacer saltar a Johan dos veces. Tras un minuto de danza la canción se detuvo y las llamas dejaron de salir. Will golpeó la ventana y se fue de esa zona, dando así por concluida la prueba.

Johan no resistió y se dejó caer al suelo agonizando de dolor. El menor gritaba sin remedio alguno, y Manuel se acercó a ver cómo estaban sus heridas. Carla se acercó con el botiquín e intentó calmar el ardor de la herida al echar soluciones que le bajaran la hinchazón. Diego procedió y vendó los pies de Johan para que no se raspara con el suelo o con las zapatillas. Johan se estaba quedando dormido.

―No, Johan, despierta hombre ―rogó Manuel y empezó a darle leves golpes en el rostro para despertarle―. No reacciona.

―No podemos dejarlo inconsciente, mucho menos dejarlo aquí tirado, necesitamos que despierte ―alegó Diego con rabia y desespero.

Los chicos comenzaron a curar a Johan, mientras esté seguía sin responder. Manuel buscaba su pulso cada dos por tres, pero Johan no había muerto ni mucho menos, solo se desmayó. Cuando se aseguraron de haber curado y vendado las heridas de Johan, los tres observaron al menor para ver si reaccionaba.

―Está despertando ―avisó Manuel.

―Dale esto, de seguro por eso lo dejaron ―chilló Carla y le pasó una pastilla tranquilizante. Manuel la tomó y se la dio a Johan sin pensarlo dos veces―. Dale agua para que la pueda bajar y también para que despierte.

Manuel le echó agua en la boca y Johan se tragó la pastilla. Después a eso el mayor echó el resto de la botella en la cara para reanimarlo. El menor abrió los ojos con temor, Manuel levantó su cara para que pudiera respirar mejor y dejaron su cuerpo boca arriba. Johan respiraba con afán y se seguía quejando del dolor en sus pies.

―Tranquilo, en unos segundos la pastilla te hará efecto y no sentirás tanto dolor ―calmó Manuel acariciando el cabello del menor.

―Menudo puto loco ―bufó Carla―. Si esto era para Johan, ¿qué nos deparará a nosotros?

―Esperemos que no sea tan basto ―dijo Manuel.

―Ese hijo de puta dijo que si no moríamos con las pruebas, él mismo nos mataría... ya sé por qué lo decía ―dijo Johan con voz quebrada por el dolor, la cual comenzaba a disminuir―. ¿Por qué mierda salí hoy de casa? ¡Mierda!

El golpe a la ventana resonó una vez más. Esta vez, el vidrió se abrió y Will se asomó. La escena de ver a los cuatro en el suelo, quejándose y temiendo por su vida le producía gracia.

―¡Tic tac! ―Avisó, y luego se escondió otra vez.

―Debemos movernos ―dijo Diego―. ¿Puedes caminar? ―Preguntó cediéndole los zapatos.

―Debería, solo porque no tengo otra opción ―el menor comenzó a ponerse los zapatos. Fue difícil, aún sentía dolor. Se levantó con ayuda de Manuel y caminó gracias a él―. Sigamos con esta mierda.

Los cuatro chicos abandonaron la sala y siguieron con el camino. Las linternas ya no eran necesarias, pero igual las llevaban para tener más visual de la zona. Ninguno decía nada porque se quedaron sin palabras al ver que los Carroñeros no estaban bromeando. Los cuatro sabían que se estaban jugando la vida allí, y que si fallaban en la prueba podrían morir.

―¿Alguien sabe por qué hacen esto? ―Preguntó Manuel.

―Diversión. Son enfermos, no hay más explicación ―respondió Carla.

―Además, lo hacen también por lo que ocurrió en diciembre, solo que esto es pasarse de la raya ―comentó Diego.

―Si alguno no sale vivo de esta... ―comenzó Johan, pero fue interrumpido por Diego.

―No digas eso.

―Dejame acabar ―chistó con rabia―. Si alguno no sale vivo de esta, quiero deciros que sois los mejores amigos que pude haber conocido, y perdón Carla si llegué a causar alguna discordia entre vosotros dos, no era mi intención ―comentó con voz rota. Carla no dijo nada, porque no sabía que responder.

―Gracias ―respondió Diego―, pero no digas gilipolleces. Todos vamos a salir vivos de aquí, porque si no os mato yo.

El grupo siguió con su largo camino de veinte minutos hasta llegar a una nueva sala. Era igual de circular que la anterior, y esta tenía una especie de plataforma. El borde del suelo era un agujero, solo había un pequeño circulo flotando en la mitad de la sala. Por donde debían seguir su camino entró una persona, rozaba los dos metros de altura y vestía solo con un pantalón militar.

En la entrada de los chicos había una hoja pegada en la pared. Carla la iluminó y leyó, al tiempo que Manuel dejaba a Johan recostarse en la pared y observaba el vació de la sala.

―Para el intento de líder. La fuerza bruta se te da bien, lástima que no te haya servido para salvar a tu querido líder de la policía ―dijo y Diego apretó su mandíbula―. Quizá si amenazo a tus amigos podrás ser capaz de salvarles. Mata a tu gran oponente y no te dejes caer al vacío.

―Veo que es mi turno ―murmuró Diego.

―Más te vale hacer caso ―dijo Manuel y señaló el vacío. Diego se asomó y deslumbró con su linterna una figura larga y verde: era un cocodrilo―. Esto es otro nivel. Ese tipo es un puto gigante y abajo hay un puto cocodrilo.

―Si no lo mato a él, muero, y si me caigo, también muero ―resolvió el rubio. Se deshizo de su chupa de cuero y se acomodó la camiseta que tenía puesta―. Salvaros el culo si no sobrevivo.

Tras el aviso, Diego avanzó hasta quedar en el centro de la sala. El hombre le sacaba tres o cuatro cabezas de diferencia a Diego, sin contar que era más ancho que el rubio. Diego pasó saliva y pensó en un segundo su plan para llevar a cabo. El sujeto dio el primer golpe y Diego perdió el equilibrio y se tambaleó. En el borde del círculo, Diego recobró su postura y se puso alerta ante cualquier movimiento. El rubio lanzó su golpe y la pelea comenzó. Los golpes volaban de ambas partes, Diego lograba darle, pero no se comparaban con el dolor que causaba aquel gigante. El escándalo alertó al animal en el vacío, el cual comenzó a dar vueltas por toda la zona que podía, chapoteando el agua en el que estaba; estaba acechando y esperando a su presa.

Johan observaba la escena con miedo, Manuel buscaba una forma para que Diego saliera con vida, y Carla sujetaba la chupa de cuero con fuerza y temor. Después de ocho golpes, Diego tenía su ceja y labio reventados. La sangre caía por el rostro del rubio y este comenzaba a perder la visión de tantos golpes cerca de sus ojos. Sentía la sangre en su boca y las ganas de escupirla, y también estaba seguro de que sus ojos se estaban tiñendo de negro. Diego se tambaleaba porque se estaba desorientando, mientras que el grandulón solo le miraba con cinismo.

Tanto Diego y el hombre se tiraron al medio y chocaron. El sujeto comenzó a hacer fuerza con Diego, intentando empujarle de una buena vez al vacío. Diego retenía con todas las fuerzas que tenía, pero se estaba debilitando y eso no era bueno. Tras pensarlo bien, Diego dejó de empujar un momento y saltó a la izquierda para que el hombre siguiera derecho y cayera.

Eso no pasó.

Diego saltó, el hombre siguió derecho, pero fue inteligente y tomó a Diego de su camiseta, jalándolo con él y cayendo al vacío. Carla gritó al ver a Diego caer, Johan se levantó con afán a pesar del dolor y Manuel corrió para ver si en realidad Diego había caído. El cocodrilo soltó un pequeño rugido y lo siguiente fue escucharlo masticar. Manuel temió por asomarse y llevarse una decepción.

Cuando el mayor asomó su mirada, vio una mano agarrada a un agujero de la estructura del círculo. Manuel no reconocía quién era porque no tenía luz. Cuando intentó iluminar para confirmar, un quejido sonó.

―¡¿Quieres dejar de ver y ayudarme a puto subir?! ―Gruñó Diego. Manuel se alivió y le extendió la mano. Diego se sujetó y logró subir con ayuda del mayor y de la rubia.

―Joder, creímos que habías caído ―suspiró Manuel con alivio.

―Caí. El hijo de puta me cogió ―alegó y escupió una gran mancha de sangre; sus dientes estaban bañados en rojo―. Solo me jaló, pero luego me soltó ―contó, y de repente Carla abrazó a Diego sin pensarlo dos veces. El rubio le devolvió el abrazo y sonrió.

―Estas en la mierda ―comentó Manuel. Diego tenía su rostro golpeado y su ropa machada de sangre. Además de su ceja y boca, su nariz también brotaba sangre. La mayoría de los golpes que recibió fueron a su rostro, y no al cuerpo. De seguro en unos momentos tendrá unas severas inflamaciones en la cara.

―Al menos sigo con vida ―suspiró. Carla se separó y le ayudó a levantarse.

―¿Seguimos? ―Interrumpió Johan―. A este paso el que siga se va a quedar sin una extremidad ―el menor se colgó del hombro de Manuel y siguieron con su paso.

Los dos se adelantaron mientras Carla y Diego se quedaban atrás. La rubia le entregó la chupa a Diego, y a su vez le intentaba limpiar un poco la sangre con algunas vendas que se quedó del botiquín.

―Por un momento creí que te perdía ―musitó la rubia.

―No caeré tan fácil ―persuadió con una sonrisa herida.

―Quiero pedirte perdón, por la forma en que me comporté en año nuevo ―dijo, pasando una mano por el rostro de Diego―. No me comporté de forma madura, y sobre reaccioné a algo que no está en mi poder para controlarlo... y tú tampoco lo puedes controlar.

―No te preocupes, Carla, no te guardo rencor ―dijo, peinando algunos mechones de la chica por detrás de la oreja―. Te entiendo. Es normal tu reacción ante esto. Y lo cierto es que yo tampoco lo entiendo.

Carla sonrió y abrazó al rubio. Diego le correspondió y permanecieron juntos por varios segundos. Se separaron y sonrieron con timidez. Carla se adelantó y Diego se atrevió a mirar al vacío alumbrando con la linterna. Notó al animal y las manchas de sangre en su boca y las otras regadas en la pared. Algunos parches de lo que era el pantalón militar yacían en el suelo. Diego confirmó que su atacante había sido devorado en cuestión de segundos. La caída no lo habrá matado, pero el lagarto de seguro lo había devorado.

Cuando Diego regresó al grupo se quedó unos pasos atrás para pensar en lo que acababa de vivir. Por un momento él pudo haber sido el muerto en ese vacío y su falta habría desatado un gran problema en el sur. No habría sido capaz de ayudar a sus amigos a salir del Bronx y Las Cruces se habrían quedado sin líder, solo que esta vez no sabrían por qué ni dónde estaría su cuerpo. Lo más probable es que los Carroñeros matarían a todas Las Cruces y quizá seguirían con el resto de la ciudad. Diego se detuvo y suspiró para pensar con claridad. El rubio se calmó para seguir con el camino que parecía no acabar. Aun cuando estuvo cerca de la muerte, Diego no temía morir, pero sí le preocupaba lo que su muerte causaría a su alrededor. Sin duda, espeluznante.

―¿Qué son estos túneles? ¿Por dónde estamos pasando? ―Preguntó Johan.

Llevaban caminando por unos buenos diez minutos, lo cual era poco considerando el tiempo que gastaron en los anteriores pasillos.

―Estamos debajo del sur, no hemos salido de la zona, solo hemos dado vueltas y más vueltas ―respondió Diego―. Juan me dijo que esta gente tenía unos túneles que se comunicaban con ciertas zonas del Bronx. Cuando quisieron remodelar este lugar, era para tapar los túneles que habían creado tras una guerra o algo por el estilo; los camellos se le adelantaron al gobierno español y nunca lograron tapar los túneles. Sé que comunican con la universidad, con la Guarida y demás, pero su entrada sigue siendo el Bronx. Solo hay una salida, pero nadie sabe cuál es ni a dónde lleva.

―Menuda mierda ―comentó Manuel.

―Sí que lo es ―respondió Diego.

―Por norma, los que quedamos somos Manuel y yo ―dijo Carla y los demás asintieron.

―Si para mí fue el baile por lo del cabaré, y para Diego fue una pelea como la que tuvo contra la policía en Halloween, ¿qué será para vosotros?

―Yo me puedo hacer una idea, pero no me gusta para nada ―dijo Manuel.

―Yo no tengo nada claro ―acotó Carla.

―¿Sabéis algo? Es chistoso lo que me pasó a mí en esa prueba, porque fue lo mismo que me hizo Jaime el tiempo que me mantuvo encerrado ―comentó Johan con nostalgia amarga. Todos se giraron para verlo―. Quizá fue coincidencia, pero menuda suerte tengo yo a veces.

Ninguno dijo nada, les parecía curioso que Johan pasase por lo mismo dos veces. Además, los chicos reconocían la fuerza de voluntad del menor, porque esas situaciones no fueron fáciles, y aun así él seguía de pie intentando seguir con las pocas fuerzas que le quedaban. Admirable más que nada. Sin duda, la resiliencia de Johan no se igualaba a la de alguno de sus amigos.

La tercera sala se hizo ver, y desde la lejanía los chicos podían notar a cinco hombres esperándoles. El grupo avanzó con decisión y llegaron a la entrada de la sala. Uno de los hombres señaló una mesa a la derecha de Carla y allí había un sobre. Lo mismo de antes, una hoja con un pequeño texto. En adición a eso, había un reloj, demostrando que eran más de las tres de la madrugada. Para los chicos les parecía increíble que esa fuera la hora, pero no tenían duda de que llevaban mucho tiempo allí encerrados y caminando por largos momentos en los túneles. A fin de cuentas, el sur era un lugar demasiado grande.

Carla volvió con el grupo y leyó la nota con temor.

―Para la puta y pobre pija ―leyó y rodó los ojos―. Qué educados que son ―comentó y siguió leyendo―. La pobreza es algo que no se ve en gente de tu calaña, e imaginar la noche que te quitaron todo nos llena de felicidad. Queremos ver qué tal fue esa experiencia, así que dejate sacar todo lo que llevas para que de verdad quedes en la pobreza absoluta.

―¿Todo lo que llevas? ―Preguntó Diego.

―Significa que estos hombres de aquí te van a quitar la ropa ―explicó Will, saliendo del pasillo contiguo―. Toda, sin excepción. Tendrás que seguir con el juego así.

―No, me niego a hacerlo ―respondió con firmeza.

―Me lo imaginaba... y mira que es la más fácil ―soltó Will―. Por fortuna, uno de mis hombres le dio algo a nuestro rubio favorito en la entrada. Espero que aún lo tengas.

―Sí lo tengo ―dijo enseñando la botella.

―Sí que estás en la mierda ―acotó Will con gracia―. Bien. Ese líquido es residuo de Zamper en su máximo esplendor. Conseguimos diluir el polvo y dejame decirte que así es más efectivo. Pega al instante, tanto que es hasta capaz de matar si no sabes manejarlo.

―No ―musitó Diego, negando con su cabeza.

―Es sencillo, o dejas que estos hombres de acá te despojen de todo lo que llevas puesto, o te bebes un veneno. Tú decides, rubia.

Carla se giró para ver a sus amigos y su mirada terminó en Diego. El rubio la veía con ojos brillosos y Carla temblaba.

―No lo hagas, Carla.

―Rebajarme a que me quiten las prendas es que me quiten mi integridad como persona, y eso no lo he perdido por muchas mierdas que me hayan hecho, Diego. Sé que sonará tonto, pero no puedo arriesgarme a que me hagan lo que quieran.

―Tampoco puedes arriesgarte a beberte esto.

―Deja que la chica escoja, Diego. Dale la botella y que dé un paso enfrente.

Diego accedió porque no tenía otra opción. Carla tomó la botella, era del tamaño de su palma. La chica caminó hasta tener enfrente a Will y el resto de Carroñeros.

―Eres una mierda ―soltó la rubia.

―Me lo dicen a menudo. Ahora, decide qué quieres.

Carla se giró para ver a sus amigos y luego observó la botella. El líquido era negro, con alguna mancha blanca. No tenía buena pinta, pero Carla no iba a dejarse humillar por ellos. El problema que veía Carla y que parecía que solo ella entendía, era que nada le garantizaba a ella que no le hicieran algo más que quitarle la ropa. Desnudar a una mujer sin su consentimiento era el primer paso de una cadena que nunca acababa bien.

―Perdón ―musitó y abrió la botella, tomándose su interior de un solo trago.

―¡No! ―Gritó Diego y corrió para tirar la botella.

Era tarde, ya no había nada del líquido. Carla hizo muecas por el sabor y sintió que estaba por vomitar todo.

―Descuida, Diego, estos son residuos. No va a estar drogada como tal, pero sí actúa como un veneno que te puede matar los órganos en cuestión de horas.

―Perdoname, Diego ―musitó Carla a su lado.

―Os recomiendo que mováis el culo. No sé qué tanto aguantará ella y su cuerpo para que esa mierda no le haga nada ―alertó Will con gracia―. Si sois lo suficientemente veloces, podréis llevarla a un hospital. De hecho, todos vosotros necesitáis un hospital con urgencia ―se mofó―. También te digo que hubiera preferido que Diego haya roto esa botella; me gustaría ver a esta muñeca sin nada de ropa.

―Vete a la mierda ―Diego no se contuvo y fue directo a darle un puñetazo a Will, pero Carla se le adelantó con un golpe que logró tambalear al pandillero. Los Carroñeros avanzaron, pero Will les detuvo.

―Calmaos, esto no acaba y solo les quedan poco menos de dos horas ―recordó mientras se masajeaba su mandíbula―. No creo que lo consigan. Recordad que esto no acaba al terminar las pruebas, sino cuando sobreviven y salen del Bronx, y esa es la peor prueba de todas ―advirtió con seriedad―. Y no me tentéis, que puedo mataros aquí mismo si quiero, pero estoy siendo justo.

―Vamos, Diego, solo queda una prueba ―recordó Manuel.

―Vamos ―finalizó Diego y se alejó con los demás por el pasillo que les corresponde.

El grupo dejó la sala y los Carroñeros atrás, los cuales no dijeron ni hicieron nada al respecto. Diego de vez en cuando miraba a Carla para detectar algún síntoma, pero la chica parecía seguir estable. Carla no sentía nada raro en su interior, pero no podía asegurar lo que sentiría después. Johan podía caminar por sí solo y Manuel temblaba en su lugar al saber que seguía él. Manuel podía hacerse una idea de lo que le tocaría, a fin de cuentas todas las pruebas han sido relacionadas con el pasado de cada uno, y el de Manuel se hizo público hace un mes. Al llegar a la última sala no había nada, solo una nota en la pared contraria y ningún pasillo más al que ir. Manuel se adelantó con cautela y tomó la nota.

―Para el mayor asesino internacional de todo el país. La última prueba aguarda en la plaza del Bronx. Recordad vuestros pasos para ir hacia atrás y ser más rápidos que una bala si queréis salir con vida del infierno que vosotros mismos creasteis.

―¿Tenemos que devolvernos todo lo que hemos caminado? ―Preguntó Johan.

―Tardaremos una hora como mucho. Debemos darnos prisa ―alertó Carla.

―¿Sabes a lo que te enfrentarás? ―Preguntó Diego.

―Sí, todos sabemos sobre qué es.

―No estás seguro de ello ―repuso el rubio.

―Todas las pruebas son de cosas que nos han pasado, y han ido de la reciente a la más vieja. Primero fue el secuestro de hace un mes, luego Halloween hace tres meses, y lo de Carla hace dos años. Lo mío fue hace tres años. Es una cronología hacia atrás en el tiempo ―resolvió Manuel―. La verdad es que no quiero pensar lo que me tocará.

―Manuel, no será nada grave. Aun así, lo que hiciste hace tres años no fue tu culpa ―repuso Johan.

―¿Es cierto lo que dijo Félix? ―Preguntó Carla―. ¿Asesinaste a alguien?

―No. Ni tampoco se me ha cruzado por la mente hacer algo así.

Diego miró a Manuel sin juzgar, mientras Carla tenía dudas sin resolver en su cabeza.

―No quiero pensar lo que nos encontraremos ―comentó Johan para cambiar el tema y todos asintieron, emprendiendo camino marcha atrás para salir de los malditos túneles.

―Me pregunto qué pruebas habrían sido si hubieran cogido a otras personas que no fuéramos nosotros ―dijo Carla para calmar la situación―. ¿Qué tal Marina o Andrés?

―Marina sería algo relacionado con robar ―repuso Johan.

―Andrés algo relacionado con la droga, quizá la botella que se tomó Carla sería para él en todo caso ―agregó Manuel.

―No pensemos en qué le habría tocado a los demás. Avancemos que nos queda poco tiempo y no sabemos qué tanto demorará la prueba de Manuel ―regañó Diego―. Además, Will dijo que nos tenía fichados. Dudo que haya querido ir por alguien más.

El resto se quedó callado y apresuró el paso. En pocos minutos pasaron por la prueba de Carla, luego de veinte minutos pasaron por la de Diego. Les costó otros veinte minutos pasar por la de Johan y unos veinticinco para encontrar la salida de los túneles. Cuando se encontraron fuera de los túneles, reconocieron que el cielo no estaba tan negro, que estaba comenzando a aclararse, por lo que les quedaba poco tiempo.

Las calles estaban solas, los copos de nieve que caían eran casi invisibles. Todos parecían dormir y los cuatro chicos cruzaron con afán para llegar a la citación. En la plaza había paredes a medio derruir, y en medio del lugar había una persona arrodillada con una bolsa en la cabeza. Enfrente de ella, una mesa con una nueve milímetros y una nota, junto a los móviles de cada uno.

Manuel dejó a sus amigos atrás y se acercó con temor, tomó la nota y guardó los dispositivos en su chaqueta.

―Retira la bolsa que cubre a tu víctima y dispara.

Manuel arrugó la hoja y la tiró, sabía que esta sería su prueba. El mayor caminó con paso lento y se colocó enfrente de la persona. No distinguía quién era por las prendas que llevaba, así que de un rápido jalón quitó la bolsa y reveló la identidad de la persona. Era un niño, con la boca tapada por una venda y sus manos y pies estaban atados. Manuel abrió los ojos con miedo. La situación se repetía, un niño más. El mayor observó a sus amigos y estos le veían con terror, ellos tampoco lo podrían hacer; era una prueba dura para Manuel y para cualquiera. Manuel observó el arma y luego al niño. El menor lloraba y su rostro brillaba de las lágrimas que soltaba.

El mayor se alejó varios pasos, pensando en qué hacer. Sus amigos no le decían nada porque no sabían qué aconsejarle. Manuel no quería disparar, pero él no quería morir ni tampoco quería que sus amigos muriesen. El sol comenzaba a asomarse por la lejanía y el tiempo seguía escaseando. Manuel comenzó a llorar de la impotencia que sentía y soltó un gruñido con rabia. Observó la pistola una vez más, y se quedó absorto en ella intentando pensar una solución para todos.

El problema fue querer hacer lo correcto para todos. Manuel cogió el arma y apuntó, pero no alcanzó a disparar cuando escucho unos pasos cerca.

―¡Se acabó el tiempo! ―Avisó Will, saliendo detrás de las paredes junto a un rottweiler: su perro mascota―. Seis de la mañana, y solo tres pruebas de cuatro fueron completadas. Pensé que eras un asesino, veo que me equivoqué.

―Nunca sería alguien como tú ―masculló Manuel, dejando la pistola en la mesa.

―Ya sé, eres otro tipo de persona: de los que ven y no hacen nada. Veamos cómo le haces para encubrir también este asesinato.

Con solo dos movimientos, Will sacó una pistola de la parte trasera de su pantalón y disparó sin mediar en la cabeza del niño. Manuel soltó un grito, Johan abrió su boca, Carla se quebró y Diego no pudo creer la crueldad de la escena. Johan corrió a abrazar a Manuel quien estaba a dos pasos de caer y romperse en el suelo. Sus ojos lloraban y la sonrisa en el rostro de Will no se borraba. Diego fue por Carla y luego por sus dos amigos.

―Vámonos chicos ―dijo el rubio.

―¿Qué creen que hacen?

―Irnos. Jugamos a tu estúpido juego y pasamos tus pruebas.

―Él no lo hizo y yo soy un hombre de palabra, Diego ―soltó, y varios hombres vestidos de naranja comenzaron a salir de las paredes detrás de Will. Todos tenían palos y cuchillos de todos los tamaños―. Esperaba que tú también fueras un hombre de palabra. Lástima que no hallan acuerdos... matadlos. ¡Matadlos a todos!

―¡Mierda, corred! ―Avisó Diego.

Johan ayudó a Manuel a levantarse y salir corriendo, mientras Diego tomaba la mano de Carla y corrieron también. Los cuatro chicos huían por las calles del Bronx mientras diez Carroñeros los perseguían con armas para matarlos. Will observó la escena y sonrió, saliendo de allí y dejando el cuerpo sin vida de aquel infante. El perro se quedó en su lugar ladrando y despertando a todo aquel que dormía cerca.

Al salir del Bronx, más Carroñeros se unieron a la persecución y los cuatro chicos corrieron con más ganas. Ninguno miraba atrás, sabían que de hacerlo perderían tiempo. Las calles del sur se llenaron de los alaridos de los Carroñeros, causando un alboroto descomunal. El sol salía por encima de los edificios y los chicos corrían con más fuerza para salir vivos de esta.

―¡A la puta Guarida cagando hostias!

Alrededor de treinta Carroñeros perseguían a los chicos. Diego jalaba a Carla, mientras Manuel tiraba de Johan quien comenzaba a sentir el dolor en sus pies. Al cabo de veinte minutos pasaron por la estación de buses, esperando así que los Carroñeros se detuvieran al adentrarse en el territorio de Las Cruces, pero estos siguieron para darle cacería a los cuatro chicos.

Diego maldecía, Carla lloraba, Johan se quejaba y Manuel rezaba. Los cuatro no daban para más, en especial Johan que sentía sus pies desangrarse por dentro de sus zapatos. Manuel jalaba a Johan, pero él no podía seguir. Diego se dio cuenta de ello y fue a socorrer al menor. El suelo resbaladizo por la nieve tampoco ayudaba y los chicos juraban que se caerían en cualquier momento. El rubio se giró para ver a sus atacantes: eran muchos y ellos pocos.

Les tomó treinta minutos llegar a la Guarida, estaba a una calle y los cuatro chicos estaban a dos respiraciones de desfallecer. A pesar de que se escondieron entre unas calles, de haberlos despistado por un momento cuando cruzaban entre callejones, y haber parado para tomar aire, seguían teniendo las fuerzas de correr porque querían vivir, y los Carroñeros los perseguían con las ganas de asesinarlos. Diego temía que aunque entraran a la Guarida, nada les impediría a los Carroñeros irrumpir y llevárselos o matarlos en ese lugar. Por pensar de más, Diego se resbaló y cayó al suelo. Carla lo socorrió con afán y el rubio retomó el trote, pero ahora tenía a los Carroñeros más cerca.

El alboroto era tan grande que muchas personas se asomaron por sus ventanas. La ventaja de perseguir como fiera a sus presas por las calles era que llamaron la atención, y eso bastó para que los oídos necesarios se dieran cuenta de la situación.

Marina, asomada en las escaleras de la entrada de la Guarida para tener más visual, reconoció a sus amigos corriendo de una turba iracunda de color naranja. Félix estaba a su lado y Andrés junto a Sara unos pasos detrás. Las Cruces estaban esperando en la calle, pues estaban saliendo para ir a buscar a su líder. Marina chifló llamando a todos y dio la orden.

―¡A cubierto! ―Gritó a los cuatro que huían. Estos se pegaron a la pared dejando la calle libre―. ¡Disparad!

Marina demandó y solo fue cuestión de un segundo para que una ráfaga de disparos se escuchara por toda la zona. Parecía el ruido cuando cae una tormenta fuerte. Los cuerpos fueron cayendo mientras Las Cruces disparaban sin mediar, todos liderados por Orlando. El grupo de amigos se recostó en el final de las escaleras de la Guarida y observaron los cuerpos caer. Diego reconoció ver más de cuarenta Carroñeros ahí. Cuando cayó la primera línea que venía, los que les seguían dieron media vuelta y comenzaron a huir para su zona.

―¡Cruces, al ataque! ―Gritó Marina una vez más y un grito de guerra se hizo sonar.

Diego contó Las Cruces que había: eran más de sesenta, y eso que no eran todos; Diego también reconoció a más jóvenes que no había visto nunca ―luego se enteró de que ellos eran nuevos que fueron reclutados por amigos de la pandilla―. Martín y Lucas lideraban el grupo que fue detrás del bando enemigo. Diego observó la escena con orgullo, admirando al instante a Marina; la morena estaba firme y decidida, no se doblegó ante nada. Diego miró a sus amigos, Johan se sostenía con cuidado, mientras Carla y Manuel lo intentaban ayudar.

―Despejado. Estáis bien ―soltó Marina bajando las escaleras con afán, seguida de Félix, Andrés y Sara.

Marina abrazó a Diego y este atrajo a Carla, Manuel y Johan. Félix llegó por detrás y abrazó a sus amigos, mientras Marina invitó a Sara y Manuel a Andrés para unirse al abrazo. Los ocho chicos, las almas sureñas, estaban juntos una vez más.

―Gracias, Marina, de verdad ―repuso Diego con dificultad. Aún seguía agitado.

―Nadie se queda atrás ―recordó y los chicos comenzaron a separarse del abrazo―. Por Dios, Diego, estás fatal.

―He estado peor ―repuso con una ligera sonrisa. Su rostro estaba marcado por sangre seca que impedía ver sus heridas abiertas y las inflamaciones ya se estaban notando.

―¿Cómo supieron lo de nosotros? ―Preguntó Manuel.

―Inferencias ―respondió Félix―. Muchas cosas encajaban. La moto tirada, no contestaban llamadas, Diego desapareciendo.

―Parece ser que Las Cruces habrían quedado en buenas manos ―comentó Diego, palmeando el hombro de la morena.

―Marina, los ahuyentamos y se perdieron más allá de la estación de buses ―informó Lucas acercándose; Martín le había avisado por llamada―. ¿Qué hacemos con estos cuerpos?

―Llamad al hospital. Hay que reportar esto como un ataque... uno que se hicieron entre ellos: los Carroñeros ―respondió Diego. Lucas asintió y Marina concordó―. Madrid y toda España conocerán por fin a los Carroñeros.

―¿Qué os pasó? ―Preguntó Félix y el rubio se adelantó.

―Larga historia. Solo puedo decir que ya no hay más acuerdos.

―Por supuesto que no, ellos rompieron los acuerdos al ir tras el líder de la otra banda. Eso ya es el inicio de una guerra ―alegó Sara.

―¿Cómo supieron que estábamos allí? ―Preguntó Johan, tratando de despistar su mente del dolor.

―Andrés te vio entrando al Bronx ―apuntó a Diego―. El resto se conectó solo ―dijo Marina.

―Gracias, Andrés ―repuso Diego, abrazando al chico que lo correspondió con firmeza.

A pesar de la felicidad de saber que estaban vivos, y de que sus amigos estuvieran bien, nadie se había fijado en la única persona que estaba teniendo los segundos contados. Carla se desplomó en medio del círculo y todos se alarmaron. Diego saltó en su auxilio y le comprobó el pulso: era débil.

Marina afanó a Lucas en su llamado a las emergencias. Los demás intentaban buscar una forma de reanimar a Carla mientras Manuel contaba por qué estaba así la rubia. Diego intentaba hacer respiraciones boca a boca, al tiempo que Sara ayudaba con un RCP. Johan también fue otro que cayó al suelo porque sus pies le dolían como el infierno; de hecho, estaban sangrando. La adrenalina le hizo olvidar el dolor, pero ya estaba calmo, por lo que no solo dolía, sino sufría. Manuel comenzó a ayudar a Johan en compañía de Andrés y Félix.

La morena contemplaba la situación de sus dos amigos heridos de gravedad y los veinte cadáveres que adornaban la calle abajo. Marina tuvo una idea para salir de esta situación. Cuando llegaron las emergencias a los veinte minutos junto a los medios de información, Marina les notificó una versión de la historia que esperaba y fuera creíble.

―Estos dos de allí son pareja y fueron torturados por varios de esos de allá, se hacen llamar los Carroñeros: dueños y creadores del Bronx de Madrid. Algunos se negaron y comenzaron un tiroteo entre todos ―chillaba Marina―. ¡Ayudad a la pareja, por favor!

Con la historia contada a los paramédicos y noticieros que anunciaban su noticia en vivo, no habría forma de que algún medio de comunicación borrara u omitiera esa información. El proceso fue largo y las ambulancias dejaron de sonar después de una hora y media. Ya no había ningún cuerpo de los Carroñeros. Carla y Johan fueron llevados al hospital de urgencias. Johan estaba a dos respiraciones del desmayo a causa del dolor, y los paramédicos creían que perdían a Carla con cada segundo que pasaba. En la Guarida, Diego estaba siendo limpiado y curado por Valeria, mientras Marina felicitaba y notificaba a las demás Cruces lo que estaba ocurriendo con sus amigos. Manuel estaba vigilando en la entrada en compañía de Félix, mientras que Andrés y Sara se escondían en uno de los cuartos para tener algo de calma.

Después de varias horas, Marina recibió la llamada del hospital y esta notificó la información a sus amigos. Johan estaba estable, pero tendrá que usar muletas por dos semanas mientras sus pies se recuperaban. Las quemaduras no eran graves, pero no iban a sanar rápido como a muchos les gustaría. Por otro lado, Carla también estaba estable, pero dormida tras el lavado de estómago. Los médicos determinaron que en su cuerpo había medicinas fuertes, capaces de cometer un suicidio. Diego se extrañó al no escuchar algo relacionado con las drogas, pero dedujo que todo había sido un plan de Will para infundir más miedo y tensión entre todos. Carla saldría cuando se despertara, y Johan debía quedarse tres días más en el hospital para el seguimiento de las heridas.

Ese mismo día, en horas de la noche cuando todos se habían ido a su casa, Marina se quedó con Diego para darle compañía. Las noticias de todo el día hablaron de lo ocurrido, y la confusión en la ciudad creció al saber que había una segunda pandilla; asimismo, la existencia de los Carroñeros no fue borrada de ningún noticiero.

Aunque el rubio no lo mostrara, la pelirroja sabía que él necesitaba la cercanía de alguien para sentirse bien y tranquilo después de lo que vivió en las últimas horas.

―Diego, sé que no me lo vas a contar, pero espero que todo mejore.

―Vivimos un puto infierno, Marina. Johan resultó quemado, Carla amenazada por intoxicación, a mi casi me come un puto cocodrilo y Manuel tuvo que dispararle a un niño.

―¿Lo hizo? ―Preguntó con temor.

―No, Will sí. Lo hizo enfrente de nosotros ―comentó con asco―. Menuda puta mierda lo que ocurre allá, Marina. Juan solo nos decía que allá vendían la droga esa de mierda y poco más. Nada de cocodrilos, nada de jerarquías, ni nada de investigaciones ―suspiró con rabia, pasando una mano por su rostro vendado y magullado―. Ellos sabían nuestras historias, nos jodieron con el secuestro de Johan, la muerte de Miguel, la bancarrota de Carla y el asesinato de Manuel. ¿Qué más no sabrán de nosotros? Yo no tengo nada de ellos y parece que conocen toda nuestra vida.

―No te agobies, Diego. Ya llegará el tiempo para acabar con ellos ―persuadió Marina con calma―. Lo que importa ahora es atender los problemas actuales. Las marchas es uno de ellos. Ayer hablé con más ciudadanos y algunas que otras Cruces que asistieron a la marcha, y todos concordaron que la policía se está obsesionando con ellos. Hace unos días fui atacada por ellos a la salida del sur yendo al metro. Nosotros no estamos seguros y necesitamos contraatacar.

―No puedo hacer nada si no tengo cómo, Marina.

―Claro que lo tienes. No debemos dejarnos intimidar por el poder que el norte y los policías tienen. Nosotros somos más que ellos, y somos capaces de plantarles cara ante todo lo que nos digan y hagan ―dijo y su móvil sonó.

―Te veo muy decidida, pero va a ser difícil convencer a tantas personas de unirse a esta causa.

―Sígueme, te mostraré algo ―dijo y guardó su móvil, como si estuviera confirmando algo.

Los dos salieron de la habitación de donde estaban. La Guarida estaba sola, no se escuchaba ni una sola persona por estos lares. Marina alejó aquellos pensamientos de la cabeza de Diego y lo invitó a que cruzase por el gran portal. Diego se encontró del otro lado, bajo la oscuridad de la noche de la nueva primavera, un grupo de más de doscientas personas civiles, junto a las más de ciento cincuenta Cruces que eran ahora a su derecha, y a su izquierda reconoció a estudiantes de la universidad: la gran mayoría de Humanidades, Artes y Educación Física. Entre los últimos reconoció a Biel y al grupo de Los Caídos.

Todos observaban con entusiasmo a Diego.

―No estamos solos. Somos más de lo que crees ―recordó Marina.

Diego sonrió con sinceridad. No se creía lo que estaba viendo delante suyo. Todas las personas que estaban allí tenían un propósito: hacer valer sus derechos. Todos contaban con que Diego les ayudará y guiará a ello. Todos confiaban en el líder de Las Cruces. El rubio asintió y la multitud igual.

―Tenemos trabajo por hacer. Nadie nos volverá a pisotear jamás ―dijo. La multitud asintió y exclamó con alegría―. Llegó el momento de la revolución; y comenzaremos con la desobediencia civil ―musitó para Marina y ella le entrelazó la mano.

Los Carroñeros podían esperar. El enemigo ahora era la policía y la persona que daba las ordenes detrás de todo esto.

El enemigo estaba allí afuera, acechando, más cerca de lo que creían. La ciudad se teñirá de rojo dentro de poco. 

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