
Capítulo XXIX: Guerra Civil.
XXIX
«GUERRA CIVIL»
«No hay noche sin día
ni libertad sin anarquía».
Piotr Kropotkin
Las siguientes nueve horas fueron las más duras y amargas que pudieron vivir todos los ciudadanos de Madrid.
Para empezar, la universidad estaba rodeada por el cuerpo nacional de policía, vestidos con el equipo antidisturbios, armados con carabinas y acompañados por las tanquetas especiales. Aún no habían hecho movimiento alguno, pero su imagen imponía y daba entender que el descontrol comenzará pronto.
Diego no podía pensar en otra cosa que en una forma de salir de allí. Félix estaba a su lado, y los recuerdos de la noche de Halloween le golpearon hasta hacerlo temblar. Martín estaba atento a su líder, mientras observaba a los oficiales con duda y odio. Biel, detrás de los tres, se aseguraba de que ningún estudiante se moviera. Los demás compañeros que estaban cerca de ellos estaban expectantes a las acciones de Diego, quien en su mente contaba la cantidad de personas que estaban dentro de la universidad recordándolas por la reunión que acababa de terminar.
Diego contó treintaiocho personas en total, sin contar a los diez maestros que los acompañaban. El rubio sabía que sobrepasaban en número a la policía, pero también reconocía que estaba acompañado de estudiantes y maestros, y que solo ocho o nueve del grupo eran pandilleros de Las Cruces. La gran mayoría no sabía defenderse en debido caso de huir usando la fuerza, así que Diego concluyó estar atrapado. No estaba dispuesto a arriesgar las vidas de ellos. En esos momentos le dio la razón a Biel por su charla de antes.
El rubio decidió tener una mejor idea, así que se acercó a la puerta con lentitud y se detuvo a la espera de alguien. Un oficial comprendió lo que hacía y se acercó. A los dos lo separaban la puerta, pero esta no aguantaría un ataque dependiendo de quién fuera el primero.
―¿Qué hacen acá? ―Preguntó Diego con firmeza―. Deberían estar en las marchas, no acá.
―Nos ha llegado un aviso de que hay personas revoltosas causando disturbios en esta zona.
―Yo no veo nada de eso... y usted tampoco.
―¿Está seguro?
Sin mediar alguna palabra más, el oficial tomó una aturdidora que tenía amarrada a su cinturón y la lanzó con dirección a la plaza de la universidad. Por si fuera poco, otro oficial, escudado por una de las tanquetas, arrojó una piedra a una ventana. La aturdidora cayó y de ella salió un gas lacrimógeno tintado en color verde; una de las más jodidas de todas. Diego observó con rabia al policía y este se rio en su cara.
―Imbécil.
―Ahora sí hay disturbios ―dijo y se alejó dando la orden a los demás oficiales.
En cuestión de cinco segundos, tres lacrimógenas fueron lanzadas, y si no fuera por Félix que jaló y sacó de allí a Diego, el rubio se habría ahogado al no poder respirar gracias a los gases que nublaron toda la plaza. Las personas que estaban allí se escondieron en el primer lugar que encontraron y se quedaron escuchando las lacrimógenas caer, mientras la ligera brisa llevaba consigo las partículas del gas, comenzando a molestar así a todos. Martín se llevó a cinco estudiantes que se pillaron desprevenidos y los refugió en la entrada del edificio de Humanidades.
Mientras Diego ideaba un plan, el ruido era casi un murmuro en la piscina al otro lado del campus. Manuel no le había quitado la mirada al hombre, y Sara comenzó a preguntarse si quedarse era una buena idea. El sujeto no era demasiado viejo, era joven, no mayor de treinta. La mirada desafiante hacía un escalofrío en Manuel y este quería sentirse fuerte, pero ser apuntado por un arma tampoco ayudaba a la situación. Sara intentó retroceder y salir de allí, pero el hombre le apuntó enseguida.
―Ni intentes correr a ningún lado, perra. Ahora te quedas aquí por sapa ―demandó.
―Está bien, no me moveré ―respondió ella volviendo a su sitio con paso lento.
―Eres tú. Tú fuiste el que le disparó al niño esa noche ―dijo Manuel―. ¿Por qué lo hiciste?
―Dime si tú tampoco le harías eso al hijo de un hombre que no ve más que por su propio culo ―respondió con frialdad―. Mi idea no fue matarlo desde un inicio, pero con un poco de dinero uno se incentiva.
―Eres una puta mierda, ¿cómo eres capaz de matar a un niño?
―Así es este mundo. Además, en Colombia están acostumbrados a estas cosas, ¿verdad, Manuelito? Una muerte en el campo, un sicariato en la ciudad... parece que la muerte da de comer a las familias.
―¿Y si hubiera sido tu hijo? La historia habría sido diferente.
―No, Manuel, la historia habría sido diferente si tú no te hubieras quedado allí.
―Perdón por no reaccionar bien tras la muerte de un niño en mi puta cara. Asesino de mierda.
―Cuidado con las palabras, que yo tengo acá el poder ―amenazó, dando pequeños pasos hacia Manuel. El hombre le quitó el seguro al arma y Manuel se tensó en su lugar.
―Dijiste que el incentivo fue dinero. ¿Quién te pagó? ¿Una organización de allá?
―No, Manuel. No de allá, sino de acá ―respondió con media sonrisa―. Alguien tenía pensado algo grande para ti. De hecho, si no hubieras ido seguirías siendo el asesino, porque todo estaba planeado de esa forma. Así lo quería el señor Castillo.
―No me puto jodas ―musitó Sara con hastío.
―¿A qué te refieres?
―Mira que ese viejo de mierda tiene una mente muy grande. El hijo de perra quería que el arma homicida estuviera en tu habitación, pero no hizo falta porque tú mismo te metiste a la escena del crimen. Lo más lógico sería que te fueras a España con la única familia fuera de Colombia que tienes; lástima que él ya contara con eso. Tus padres, tu tía y hermano están sanos y salvos. De momento.
―No me puedo creer que Castillo te haya contratado a ti.
―Técnicamente no fue él, fue una familia de por acá que le debía un favor al señor Castillo. No me acuerdo si se llamaban García, Garza, Gracia... algo así era. Da igual, de todas formas, cuando acabe aquí contigo, será cuestión de tiempo para que tu familia termine igual.
―¿Qué ganarás matándome? Dudo que eso le beneficie en algo a Castillo.
―Eso no lo sabes tú, la historia ya está montada: cómo la policía encontró a Manuel en la misma noche que subió el infierno a Madrid, y este, enloquecido y lleno de rabia, atacaría a los oficiales hasta querer verlos muertos. Los inocentes policías se defenderían y te matarían... el público verá que sí fuiste una amenaza y que, al menos, Carlos Castillo cumplió su palabra de proteger a la ciudad. Hará más fuerte a la policía tras las quejas de los ciudadanos y... ahí sí conocerán de lo que él es capaz.
A pesar de los estallidos de las lacrimógenas, la tensión en la piscina era real y nada podía perturbar esa atmosfera. El hombre estaba a solo dos pasos de distancia de Manuel, tenía la mira del revolver en todo el pecho. En cualquier momento podía disparar y Manuel moriría al instante gracias a la cercanía. Manuel no había sacado la mano de su mochila de lado para concentrarse en algo... o para tener controlado algo.
―¿Entonces... me vas a disparar?
―Sí, y luego a ella por metida. Así también pasa en Colombia, ¿no? Luego será a tu hermano, tu padre, tu madre, tu noviecita...
―Hijo de perra.
Soltó.
Disparó.
De la mochila de Manuel se formó un agujero.
―¡Mierda!
―¡Corre, Sara!
La sureña salió corriendo de allí sin saber muy bien quién disparó. El hombre pronto soltó un grito al sentir su pierna arder debido al tiro. Manuel se abalanzó hacia él, intentado olvidar sus miedos y golpeó de un manotazo el revolver del hombre, haciendo que este cayera al suelo.
Manuel luego le dio un puñetazo y el hombre retrocedió. Manuel no tenía una idea clara de qué hacer, pero al menos se sentía más seguro ahora que aquel sujeto no tenía el arma en su poder. El mayor no quería disparar otra vez, y mientras pensaba qué hacer no se enfocaba en el momento. El sujeto corrió hacia él y lo empujó hasta tirarlo al suelo.
Allí, el hombre se puso encima de Manuel logrando establecer el dolor de su pierna, y así poder golpear a Manuel repetidas veces en el rostro. Manuel intentaba defenderse, pero no hallaba forma de cómo hacerlo. El hombre golpeaba cerca de los ojos del joven, dificultando así su vista y desestabilizando sus acciones. Manuel pronto comenzó a sentir la sangre esparcirse por su rostro. El hombre lo comenzó a ahorcar con demasiada fuerza, la misma que prometía dejar marca. Al tiempo, Manuel se comenzaba a atragantar por la sangre que le corría por la cara.
En un intento por zafarse, Manuel presionó la herida de bala y el hombre gritó de dolor, logrando así que le rasgara su rostro con el anillo índice. Manuel empujó al sujeto y logró darle una patada para alejarlo aún más. El mayor se retorcía en el suelo debido a los golpes y a la pronta sangre que comenzó a brotar de aquel gran rasguño tapándole la visión del ojo derecho. Manuel escuchaba los quejidos del sujeto. Un gran charco de sangre del hombre estaba en el suelo, y los vaqueros de Manuel junto a su torso se tiñeron en rojo. El hombre se arrastró hasta llegar al revolver y volvió a apuntar a Manuel. Este último seguía sin ver nada más que una imagen borrosa y bañada en rojo. Sin embargo, sabía bien que tenía el cañón del revolver apuntándole entre ceja y ceja.
―¡Ahora sí, hijueputa!
Manuel cerró los ojos y esperó el tiro.
Nada sucedió.
Cuando abrió los ojos, pudo alcanzar a percibir una figura con un objeto pesado y en el suelo logró reconocer al hombre por el patrón de colores. Cuando su visión se ajustó, Manuel vio a Sara cargando un extintor en sus manos, y en el suelo estaba el sujeto con un pequeño charco de sangre saliendo de la parte trasera de su cabeza. Manuel se refregó el rostro con afán con su manga y se levantó mareado. Sara le ayudó a levantarse, Manuel corrió al lavamanos que estaba a un lado, se limpió y ambos vieron el cuerpo.
―¿Está muerto? ―Preguntó Sara.
―Puede estar inconsciente, pero no quiero arriesgarme.
Manuel tomó el cuerpo y lo arrastró hasta encerrarlo en uno de los armarios de la piscina. La sangre que salía del cráneo del sujeto no era la suficiente para reconocer si el hombre estaba muerto, aunque Manuel no descartaba que pudiera tener algún daño severo en el interior de la cabeza. Manuel cerró el armario y miró a Sara.
―¿Estás bien?
―Eso creo ―Manuel se tocó el rostro y aún tenía sangre en él. El rasguño que le hizo el hombre no fue para nada superficial―. ¿Por qué volviste?
―Porque soy tu amiga ―respondió con pena―, y eso hacen los amigos. Lamento mucho haberte dicho todas esas cosas antes.
―Yo lamento haberte dejado abandonada después de que me dijeras lo de tu embarazo.
Sara se acercó con lentitud y abrazó a Manuel. El mayor logró ver en el reflejo de un espejo cercano que su rostro estaba bañado en sangre, y que tenía un moretón en su ojo izquierdo que podría llegar a inflamarse o solo ponerse colorado. Su ceja aún sangraba y debía ser limpiada cuanto antes. Su labio superior estaba roto y su boca estaba manchada de sangre seca que se adhería a sus dientes. El rasguño del hombre iba desde arriba de la ceja derecha hasta la mitad de su mejilla; fue suerte que no alcanzó a tocar el ojo.
Sin embargo, prefería quedarse abrazado de Sara para enmendar lo malo que fue con ella al ignorarla. La sureña también se sentía culpable y nunca fue buena con las palabras, así que prefirió esto a avergonzarse pidiendo disculpas.
―Necesitamos ir a la enfermería, estás muy mal.
―Deberíamos ―dijo y caminaron con dirección a la puerta. Manuel se colgó la mochila que había caído al suelo y salió llevado con ayuda de Sara porque cojeaba un poco y el mareo no le dejaba ver bien―. No pensé que le iba a dar en la pierna. En realidad, no pensé siquiera que le fuera a dar.
―¿Fuiste tú quien disparó?
―Con el revolver de mi madre ―dijo y Sara arqueó una ceja―. Larga historia.
Al cruzar el puente, las lacrimógenas seguían sonando y el humo solo incrementaba su tamaño. Sara se asustó porque no sabía lo que ocurría y Manuel pensó en llamar a Diego. El mayor se separó del agarre de Sara y se acercó a la pared para no caerse. Los dos se detuvieron en la mitad del puente. Manuel sacó su móvil y llamó al número.
―¿Qué haces?
―Buscando ayuda y una explicación a lo que está pasando ―explicó con afán y tras un solo tono la voz de Diego sonó al otro lado de la línea―. ¿Diego?
―Manuel, ¿dónde pollas estás?
―En la universidad, en el puente, ¿qué ocurre?
―La puta policía vino a atacarnos sin razón alguna ―explicó y de fondo se escuchó una ventana rompiéndose―. Quedate allí, voy a buscarte.
La llamada se cortó y Diego le explicó con rapidez a Félix lo que acababa de decir Manuel. Diego le hizo señas a Martín de que cubriera a los estudiantes y él asintió. Los dos salieron del edifico de Administración donde se estaban escondiendo todos, pues tenían planeado salir por el estacionamiento con la esperanza de que no hubiera policías allí.
Diego y Félix salieron corriendo del edificio intentando esquivar los bastos gases que se les pegaba a la ropa. Félix sintió sus ojos arder y Diego tuvo dificultades para respirar. Una vez estuvieron fuera del foco del gas los dos se tiraron al suelo para controlar su dolor. Cuando Félix levantó la mirada, observó que al final del pasillo estaban Manuel y Sara. El músico palmeó el hombro del rubio y se levantaron para ir con ellos.
―¿Qué haces aquí? ―Preguntó Diego a la chica.
―Quedé con Manuel para hablar y todo terminó muy mal ―respondió con una mentira.
―¡Por Dios! ¿Estás bien, amigo? ―Preguntó Félix atreviéndose a tocar las heridas del mayor―. ¿Quién te hizo esto?
―La respuesta me la puede dar tu puta familia ―espetó―, a ver cuándo vuelven.
Manuel no se olvidó de los nombres que soltó aquel sujeto. Si bien el hombre no estaba seguro cuál era el correcto, soltó el apellido de la familia de Félix, y hasta hace unos meses ellos dos habían descubierto que sus problemas tenían conexión, pero no sabían de qué forma. Félix comprendió a lo que se refería y cambió por completo la expresión de su rostro.
―No sé qué puta movida os traéis vosotros dos, pero tú estás en la mierda y necesitas una ayuda urgente ―interrumpió Diego intentando cargar a Manuel por el hombro―. Tú ayudame a llevarlo a la enfermería ―mandó a Félix y este obedeció.
Los dos chicos cargaban a su amigo mientras Sara los acompañaba a un lado. Desde que Diego y Félix llegaron con ellos, las lacrimógenas dejaron de caer. Cuando se acercaron a la plaza para poder pasar, los chicos se fijaron en la policía que estaba enfrente de la puerta. Los uniformados los vieron y lanzaron proyectiles una vez más, solo que estaban dejando las aturdidoras de lado para enfocarse en tirar piedras del tamaño de un puño de boxeador. Biel, que estaba expectante detrás de una pared, salió de su escondite y arrojó dos cocteles molotov hacia afuera, haciendo a los oficiales retroceder.
Los chicos corrieron lo más rápido que pudieron para salir de escena y se adentraron en el edificio de Ciencias. Al fondo del pasillo estaba la enfermería. Diego le pidió a Sara que llevara a Manuel junto a Félix mientras hacia una llamada. El rubio sacó de afán su móvil y le marcó a Marina para comprobar cómo estaba ella.
―¿Qué tal todo allá?
―De momento está todo tranquilo. Solo nos amenazan con su presencia ―contó y ya no se escuchaban tantos cantos del otro lado como antes―. Estamos a unas quince calles de llegar al capitolio, ¿vosotros qué?
―Cambio de planes. La policía está acá y no tiene intención de dejarnos salir. Manuel está herido y no sé por qué pollas, pero parece que tiene que ver también con Félix.
―¿Pero él está bien?
―Tiene la cara reventada, poco más. Eso sí, tiene un rasguño demasiado cuestionable en el lado derecho de su rostro ―silenció intentando pensar una solución―. Voy a llamar a algunas Cruces, ¿vale? No sé si habrá en la Guarida o cerca de por acá, pero necesito una distracción para salir y solo estoy yo y la gran mayoría son estudiantes normales. No están acostumbrados a enfrentarse a la policía.
―Si quieres puedo ir yo, o mandar a algunos de acá.
―No, no te preocupes. No puedo permitir que la marcha se quede indefensa. Si aparecieron tanto allá como aquí es porque algo traman ―resolvió y Marina asintió con un quejido―. Intentaré resolver esto, tú sigue allá que prometo que en menos de una hora estaré con vosotros.
―Vale, cuidate.
―Igual.
Diego trotó hasta llegar a la enfermería, donde Manuel se estaba tratando así mismo con ayuda de un espejo. Félix y Sara solo le pasaban utensilios que él pedía, mientras se limpiaba y despejaba la herida para que no le ocurriese nada. Por fortuna, el rasguño solo había sido eso, el sujeto no le había jalado la piel ni nada, pero sí le quedará una marca fea una vez cicatrice la herida.
―¿Estás bien?
―Me trato lo mejor que puedo ―respondió con media sonrisa―, hago uso de lo poco que aprendí en el semestre de medicina que pagaron mis padres apenas llegué acá. Ni siquiera lo terminé...
―Haces bien ―repuso el rubio―, pero ahora necesito pensar cómo salir de acá.
―¿Habéis intentado por el estacionamiento?
―No nos da tiempo. En la calle de atrás también están porque no dejan de disparar cosas al edificio de Administración. Y si están allí, he de suponer que también en la puerta de estacionamiento.
―Lo que necesitáis es una distracción ―propuso Sara.
―Ya sé, pero no sé de qué. Pensé en llamar a Las Cruces de la Guarida para ello, pero no sé si estén.
―De seguro Orlando está, él nunca va a una marcha porque es de refuerzo ―dijo Sara.
―Sí están ―respondió Manuel. El mayor le indicó al músico que le pasara una gasa y este la buscó―. Cuando me fui de allá hace no más de una hora había como que veinte o veinticinco, entre ellos estaba Lucas y su hermano. Tenían planeado salir tarde, incluso unos dijeron que se quedarían por si ocurría algo.
―¿Qué hacías en la Guarida?
―Buscaba esto ―respondió sacando el revolver de la mochila. Félix le pasó la gasa y Manuel terminó de curarse el rostro: estaba jodido. Aún tenía unas manchas rojas, pero no pudo limpiárselas más, se cubrió la herida y se levantó.
―¿Por qué el arma?
―Por lo que me iba a pasar ―dijo apuntando a su rostro―. Impedí que terminara peor... o sea, muerto.
―¿Qué ocurrió exactamente? ―Preguntó Félix.
Diego se alejó para hacer una llamada a Las Cruces que estaban en la Guarida, en específico a Lucas. Los que se quedaban atrás no eran cobardes, eran, como dijo Sara, una especie de refuerzos que su especialidad era tratar de proteger la base, o en su debido caso el sur, si ningún cargo alto estaba por la zona, como lo era ahora.
―Ayer me llegó una amenaza de que alguien vendría a por mí, todo gracias a que Castillo dijo que estoy en Madrid ―explicó, asegurándose de que no saliera más sangre de su herida―. Aparentemente, me estaban vigilando, así que me escabullí en un momento a la Guarida a buscar el revolver de mi madre. Hice bien en traerlo, si no, yo habría muerto y Sara también.
―¿Entonces tiene que ver con mi familia?
―Lamento decirte que sí. Cuando lleguemos a la Guarida te lo contaré mejor ―dijo y Félix asintió.
―Lo tenemos ―interrumpió Diego con un aplauso―. Vienen en diez minutos. Van a intentar crear una distracción para que podamos salir por la calle del estacionamiento. La idea es que se centren en ellos el tiempo suficiente para nosotros poder escapar.
―¿Piensas sacrificarlos por nosotros? Sabes bien que la policía los podría agarrar ―aseguró Manuel.
―Tengo muy claro eso, pero no sé qué más hacer. Ellos saben pelear, los que están aquí adentro no.
Al terminar de hablar, un gran estruendo sonó a lo lejos, seguido de otros más iguales de fuertes. Eran cristales rotos. Los policías estaban rompiendo todas las ventanas que veían. Sara se asustó por la idea de que ellos pudieran entrar y Diego solo bufó, cansado de esta situación.
―¿Acaso piensan quedarse así todo el rato? ―Preguntó Manuel con rabia.
―No sé, pero no pienso quedarme sin hacer nada. Se están cargando la universidad y no pienso permitirlo ―sentenció el rubio y salió de la enfermería.
―¡Eh! ¿A dónde crees que vas? ―Preguntó Sara siguiendo a Diego y dejando atrás a los dos chicos en la enfermería.
―Voy a tratar de impedir que destruyan más cosas.
―Sabes que eso es imposible.
―Al menos haré el intento.
―Dejame ayudarte siquiera.
―¿Quieres ayudarme? ¿Ahora quieres ser fiel?
―No intentes hacer eso, Diego. Estás estresado y yo también, pero de momento entre más seamos, mejor.
―Perdona, tienes razón ―suspiró. Otro vidrio se rompió a lo lejos―. Es solo que ese puto sonido me tiene harto, y que esa puta policía se piense que puede venir a hacer lo que les salga de los huevos...
―¿Qué tienes en mente?
―Ni puta idea.
―Tengo una idea. En el edificio de Educación Física estaban guardando aturdidoras. Las vi esta tarde cuando se estaban preparando todos para irse. Con suerte encontraremos algunas, pero no garantiza que las haya.
―¿Y si no las hay?
―Adiós universidad ―respondió y emprendieron camino.
Una vez más, a la salida del edificio, la policía comenzó a arrojar objetos, solo que no eran tan insistentes como antes. Diego y Sara esquivaron los que más se les acercaban y llegaron hasta su destino. Los dos corrieron hasta llegar a la bodega del edificio de Educación Física, donde allí solo encontraron basura dejada por todos los materiales de hoy, junto a solo dos aturdidoras que dejaron sobre la mesa. Diego las tomó y sonrió.
―Algo es algo.
―¿Ahora qué piensas hacer? ―Preguntó Sara.
―Intentar alejarlos. No puedo hacer mucho más ―respondió Diego y salieron de la bodega―. Me subiré al edifico para tener mejor visual y poder atacar desde allí.
―¿Qué quieres que yo haga?
―Tú ve con los demás al edificio de Administración y escapa con ellos. No tienes que quedarte acá conmigo.
―Me quedo porque soy tu amiga... y porque un día formé parte de Las Cruces. Ninguno se queda atrás, ¿recuerdas?
Justo antes de que Diego pudiera decir algo, un fuerte estruendo provino de la Plaza Central. No les hizo falta a los chicos acercarse para ver la figura de la tanqueta de la policía. Habían tumbado la puerta, ahora estaban dentro. Al mismo tiempo que ellos entraban, Diego escuchó a Las Cruces de afuera llegar por la espalda de la policía y comenzar un enfrentamiento en la calle.
Sin embargo, la tanqueta y diez policías seguían dentro.
―Cambio de planes ―repuso Diego―. Esta es nuestra única oportunidad para salir, así que intentaremos correr y escabullirnos hasta llegar con los demás.
Pero Diego no tenía intenciones de dejar la universidad.
―Perfecto. Si nos acercamos lo suficiente a las canchas y nos refugiamos detrás de las plantas de la plaza, quizá no nos vean y salgamos ilesos.
Sin más palabras, los dos asintieron y siguieron acorde al plan. Los chicos caminaron con rapidez sin llegar a correr para no llamar la atención. Lograron llegar hasta las plantas y se escondieron, esperando que ningún policía los haya visto. Seguido a eso, pasaron agachados y lograron evitar a la policía.
Manuel y Félix salían del edificio y se los encontraron. Los cuatro caminaron hasta llegar al edifico con los demás, pero la policía los detectó y comenzaron a lanzar gases y acercarse. Diego hizo lo mismo y tiró las aturdidoras para generar más confusión; el humo solo era para despistar, no tenía ningún efecto. Los chicos entraron con afán al edificio y avisaron al resto para prepararse y salir. Martín y las otras seis Cruces que estaban dentro con ellos fueron a la puerta del estacionamiento para abrirla y proteger allí todo el que salga. Félix corrió con la multitud junto a Sara. Manuel también iba a hacerlo hasta que vio a Diego quedarse en la entrada del edificio esperando a que la policía viniese.
―¿Qué haces, Diego?
―No pienso dejar que dañen mi universidad.
Junto al estruendo de un vidrio rompiéndose, el humo gris se tornó en rojo gracias al color que estaba de fondo. La policía había lanzado un coctel molotov que había terminado en el invernadero. Otro coctel reventó cerca de la entrada, y uno último cayó en la pequeña Plaza Montero que estaba enfrente. Diego ahora solo veía el fuego, y el humo dejó ser rojo para colorearse de negro.
―Diego, vámonos, no hay nada más que hacer.
―Vete tú, no pienso ser un cobarde e irme ―sentenció―. No es lo que Miguel hubiera hecho, ni hubiera querido que hiciese ―musitó, pero Manuel le alcanzó a escuchar.
―Miguel te querría con vida, o al menos no en la cárcel ―persuadió Manuel―. Diego, sé que esto es duro para ti. Sé que quieres quedarte a pelear hasta el final, pero créeme que no hay nada que podamos hacer. Ellos ganaron.
―No pueden hacer eso, Manuel. No pueden hacernos eso ―la voz de Diego se quebró y sus ojos se cristalizaron.
A Diego no le dolía ver que destruyeran la universidad, sino ver cómo la policía se burlaba en la cara de todos ellos y pasaban por encima de todos los derechos que nunca les fueron respetados. Solo que ahora lo hacían en el propio hogar de ellos, y eso a Diego le daba demasiada impotencia.
―Diego...
Otro molotov explotó en la entrada del edificio, y Diego y Manuel sintieron el leve calor que la explosión arrojó hacia ellos. Diego rabeó y dio media vuelta siendo jalado por Manuel. Los dos chicos salieron corriendo de allí, mientras la universidad se quemaba sin posibilidad de ser salvada.
Diego y Manuel se reunieron con los demás que salieron a dos calles de allí. Diego avisó a Las Cruces que peleaban contra la policía que huyeran de allí y fueran con el resto. Diego no lo admitía, pero se sentía devastado, y eso Manuel lo podía ver en sus ojos. Félix puso su mano en el hombro de Diego y Sara le sonrió con pena. A los dos minutos Las Cruces llegaron con los demás. Diego recibió una llamada de Marina y la respondió al segundo.
―Cuéntame.
―Te cuento que tenemos miedo, Diego. Ahora hay más que antes, pero siguen sin hacer nada. Llevan sin aparecer todo el día y ahora parecen como descuentos en navidad.
―Descuida ya voy para allá.
―Será mejor que te des prisa. Ya podemos escuchar los gritos de la gente enfadada del norte, ellos ya están en el capitolio ―dijo y Diego suspiró cansado―. Descuida, no es por nosotros. Están con nosotros. Después de las palabras de Johan, Carla y las tuyas ahora están con nosotros.
―¿Estás con ellos?
―Sí, también estoy con Andrés ―respondió y los gritos se agravaron―. Será mejor que te des prisa.
La llamada se cortó y Diego se quedó observando su móvil intentando pensar qué hacer. Las Cruces se saludaron con los suyos, y algunos reconocieron a sus amigos entre los estudiantes que seguían allí. Diego tomó una decisión y llamó la atención de todos.
―¡Escuchad! He estado hablando con Marina y me dice que la policía llegó a las marchas, pero no han hecho nada. Me temo lo peor así que iré para allá. Los que queráis venir conmigo estáis invitados, y los que no, podéis iros a vuestras casas, ya habéis hecho suficiente ―terminó de hablar y luego se dirigió a sus amigos―. Manuel, si quieres vuelve a la Guarida que allí se quedará Orlando, y Sara puedes volver a casa. Yo iré, y si quieres puedes venir, Félix, aunque no garantizo que pueda haber tranquilidad allá.
―Iré, hice una promesa y la cumpliré ―respondió el músico―. ¿Sabes con quién está Marina?
―Me dijo que estaba con Johan, Carla y Andrés.
―¿Andrés? ―Preguntó Sara confundida.
―Eso me dijo ―respondió Diego―. Tomado una decisión, iré a hablar con algunas Cruces y partiré.
Diego se alejó y los tres chicos se miraron.
―¿Sabías que Andrés iba a estar allá? ―Preguntó Manuel.
―Para nada. Bueno, ¿cómo saberlo? Ayer discutimos y no hemos vuelto a hablar.
―¿Has pensado en lo que te dije? No lo malo, sino lo bueno.
―Debo hablar con Andrés.
―No creo que allá sea el mejor lugar para hablar ―intervino Félix.
―Pero al menos estaré con él. Eso demostrará algo que no hice ayer.
A unos pasos, Diego hablaba con Las Cruces.
―Escuchad bien, Orlando, vas a volver a la Guarida con los que quieran hacerlo. Necesito tener la Guarida cubierta. No me fio un pelo de la policía.
―Cuenta con ello ―dijo el hombre regordete.
―Asumo que vosotros dos vendréis conmigo ―señaló a Martín y Lucas.
―Por supuesto, líder, yo estoy con usted y siempre lo estaré ―apuntó Lucas y Daniel lo acompañó a su lado.
―Si no hubiera estado acá de seguro no sales con vida ―comentó Martín con un deje de gracia―. No, es broma. De seguro si yo hubiera estado solo habría muerto. Pero tú, Diego... nos demuestras una y otra vez que hicimos bien a escogerte como líder ―sonrió y Diego le correspondió―. Por supuesto que voy contigo.
Los tres pandilleros, los viejos amigos de Miguel, se acercaron y abrazaron a Diego. En ese momento ellos aceptaron que Diego daba la talla como líder, tal y como Miguel siempre les decía.
―¿Diego? ―Llamó Ramiro.
―¿Qué pasa?
―Sé que dijiste que nos fuéramos si queríamos, pero yo no lo haré y ellos tampoco ―avisó y mostró a un grupo de estudiantes y a tres maestros que se quedaron.
―¿Está seguro?
―Esta revolución necesita de valientes, y entre más sean... tú mismo lo dijiste.
Diego asintió y le estrechó la mano al hombre. Diego volvió con diez Cruces, veinte estudiantes y tres maestros. El resto se había ido, y las otras cinco Cruces avisaron que volverían a la Guarida, entre ellos Orlando, quien fue el elegido para ser el líder de ese pequeño grupo.
―¿Habéis tomado una decisión?
―Yo voy, le prometí a Marina ―dijo Félix.
―Andrés está allá... y la marcha es para acabar con Castillo, y él asesinó a mi padre, así que también voy.
―Perfecto. Manuel, te veré cuando vuelva...
―Yo también voy ―interrumpió el mayor―. Hace tres años luchaba por lo mismo. No logré conseguir nada en mi país, solo desgracias para mí, así que al menos intentaré que todo sea diferente acá.
―¿Estás seguro?
―Estuve a nada de morir, ya ni estoy seguro de si respiro o no ―mencionó el mayor con gracia―. Sin embargo, si algo me llega a pasar allá, al menos habrá sido por una buena causa y no por una especie de atar cabos sueltos. Iré.
―No siendo más ―dijo Diego sonriendo a Manuel―, ¡Cruces, estudiantes, profesores, a defender a los nuestros!
No se escuchó un grito de aprobación como las guerras de antaño, pero sí fueron varios comentarios positivos los que rodearon al rubio. Todos asintieron y emprendieron camino con paso raudo para llegar cuanto antes. Eran treintaiocho personas las que iban por las calles de la noche, dispuestos a defender sus derechos.
Hoy será el último día en que los pisotearan.
Tres calles después, Diego se detuvo cuando tuvo visual de la universidad. La policía se estaba yendo, pero no sin dejar las afueras del edificio de Ciencias, junto al invernadero de a un lado, en llamas. El rubio reconoció que la policía no estaba yendo hacia el norte, sino más hacia el sur, con dirección a la Guarida y a la Casa de la Esperanza. Diego se asustó e hizo una llamada.
―¿Orlando?
―¿Qué pasa?
―La policía se está yendo de la universidad, pero van para el sur. Temo que vayan a la Casa o algo. Ve y saca de allá a todos y poneos seguros en la Guarida. Mejor prevenir que lamentar.
―Cuente con eso, líder.
Diego cortó la llamada y siguió con su camino.
―¿Qué pasó? ―Preguntó Félix.
―La policía va hacia el sur y me preocupa que puedan hacer algo más.
―No te preocupes, no creo que hagan algo.
Félix se separó un poco de él y también hizo una llamada. Sara iba a un lado de Manuel y de vez en cuando se agradecían el estar allí, tanto para la causa como para ellos mismos. Diego se adelantó y se detuvo en la esquina, solo para ver a toda la gente que le seguía. Diego sonrió al ver tanta gente unida por un solo motivo, y reafirmó que todo este problema acabaría hoy.
⸸
Mientras tanto, a solo tres calles del capitolio, Marina no se separaba de Johan, Carla y Andrés, y ellos cuatro eran los que llevaban la delantera de la manifestación. Eran como los representantes de todas las casi ochocientas personas que tenían atrás. Al pasar una calle más, las otras dos manifestaciones que venían del sur se unieron y formaron una sola marcha de más de cinco mil personas.
Marina veía con orgullo a todas las personas que estaban detrás, y luego comenzó a reconocer al dos mil manifestantes protestando enfrente de la calle hacia el capitolio. La policía estaba deteniendo el paso hacia el gran edificio, dejando una calle y media de distancia para que nadie se acercara a cometer algún acto contra el lugar.
La pelirroja había hablado con Félix por mensaje, quien le comentó que la policía que dejó la universidad quizá irá a por la Casa o la Guarida. Marina se preocupó y Félix la calmó en seguida al informarle que ya estaban sacando a los residentes para llevarlos a la Guarida. Marina iba a comentarle la situación a los demás, pero recibió una llamada. Era Paula.
―Supongo que estarás en la marcha ―dijo la rubia apenas contestó.
―Supones bien, pero estoy demasiado agobiada.
―¿Por qué?
―La policía está demasiado sospechosa. Atacaron la universidad, no se quieren ir del sur, y la que está aquí en la marcha está haciendo su trabajo, pero sigue siendo extraño.
―¿Quieres que te acompañe?
―No, descuida. Estoy bien.
―¿Qué ocurre con el sur?
―La policía atacó la universidad y luego Félix me comentó que van más hacia el sur, y Diego sospecha que van a la Casa o a la Guarida. No entiendo a qué, pero no me sorprendería que lo hicieran.
―No creo que hagan algo ―persuadió Paula―. Te estaré apoyando desde casa.
―Muchas gracias, Paula.
―Adiós.
La llamada se cortó y Marina volvió a sentir ansiedad. La pelirroja tomó la mano de Carla y le comentó lo que ocurría. Johan observaba todo con cierta incomodidad, nunca había estado en una situación así; de hecho, esta era la primera marcha a la que asistía. Andrés seguía a un lado de Marina, y este observaba todo a su alrededor, confirmando que la decisión de huir era la mejor que había tomado. El sureño decidió que acompañará a sus amigos hasta su destino final y se devolverá al sur para descansar en el coche y salir temprano.
Después de diez minutos tras haber hecho una ligera pausa en una calle para anunciar su llegada, la manifestación del sur se mezcló con la del norte. A unas calles atrás, Marina observó que las marchas del norte a favor de Castillo se estaban retirando, por lo que los únicos protestantes que había estaban en contra del político. Más de veinte mil personas en total estaban gritando en contra de Castillo.
Los chicos se unieron a los gritos. Estos se hacían más fuertes y la policía seguía impidiendo el paso a los que querían llegar más cerca al capitolio. Andrés comenzó a jalar a Marina para irse a un lado de la manifestación y no estar en el medio. Ni Carla o Johan se dieron cuenta de ello, así que ellos dos se quedaron allí rodeados de desconocidos.
―¿Qué ocurre? ―Preguntó Marina fuera de la marcha junto a Andrés.
―Me voy ―dijo y se corrigió―. No en el sentido de que me voy a casa, sino que me voy de la ciudad.
―¿Cómo dices?
―Lo estuve discutiendo con Sara para ver si nos íbamos los dos, pero ella no quiso. Me iré solo. Volveré al sur y esperaré hasta que sea de mañana para poder irme.
―¿A dónde iras?
―Galicia, lejos de todo esto.
―Asumo que no hay forma de convencerte ―resolvió y Andrés asintió―. Lamento que las cosas no hayan sido diferentes.
―Yo igual.
Antes de siquiera poder abrazarse, un fuerte estallido sonó en la primera línea de los manifestantes. A raíz de eso, la gran mayoría comenzó a correr para devolverse. Marina intentó comprender la situación cuando reconoció el creciente gas que salía del suelo. La pelirroja buscó desesperada con la mirada a Johan y Carla, pero no veía a ninguno. Las Cruces estaban dando la cara mientras ayudaban a salir a algunas personas.
―Debo ir a ayudar ―dijo, pero Andrés le detuvo del brazo―. Suéltame.
―No te arriesgues.
―No lo haré, pero no pienso dejar que los míos peleen solos.
―Marina, por favor...
Los alaridos volvieron a reventar cada oído de la zona. Los ciudadanos del norte pelearon contra el gas que planeaba alejarlos y comenzaron a atacar a la policía que impedía el paso. Como consecuencia, los ciudadanos que se estaban yendo, quienes en su mayoría eran adultos y personas mayores, comenzaron a ser rodeados por la policía que estaba preparada calles atrás.
Marina se soltó del agarre de Andrés y lo miró por última vez.
―Si te quieres quedar acá o irte, está bien, pero yo ayudaré a los míos.
Marina ignoró por completo la pelea que se estaba formando con la policía y los del norte, ella prefirió correr directo hacia donde los oficiales tenían la mira puesta para atacar a una familia mayor que huía lo mejor que podía. Marina empujó al oficial y este cayó al suelo.
―¡Corred! ¡Rápido! ―Gritó ella haciendo señas con sus brazos para que se retiraran de la zona. Dos nuevos gases explotaron, uno donde estaba antes con Andrés, y otro muy cerca de ella―. ¡Rápido! ¡Volved a casa!
Las personas corrían hacia la dirección que decía Marina, y la policía no podía retener a tantas, así que las estaba dejando ir. Alrededor de ochocientas personas se retiraron del lugar cuando cayó la primera ganada, con las siguientes se fueron yendo más de mil, pero el resto estaban divididos: atacando a la policía, escondiéndose en los edificios, y ayudando a que los demás huyesen de allí.
Marina no estaba tan pendiente de su alrededor cuando fue atacada por la espalda por un policía. La habían empujado y hecho caer como ella lo hizo con el anterior agente. El hombre tenía lista su porra para pegarle a la pelirroja, pero Andrés llegó y le dio dos buenos golpes al oficial que logró descuadrarle el casco. Andrés se acercó hacia Marina, la ayudó a levantarse y los dos huyeron hacia un edificio mientras seguía dando indicaciones para las personas que querían irse. Unas cincuenta personas más terminaron yéndose, y la pelea del norte contra la policía seguía sin llegar a un fin. Todo era un caos por donde vieran los amigos: una mancha negra peleando contra un cumulo de cabezas temerosas. La gente corría, huía, empujaba y peleaba. Todo era horrible.
Los dos chicos se recostaron en una pared y observaron el percal. La gente corría desesperada, y la emoción se avivó cuando un molotov fue arrojado en una zona que estaba sola, pero cerca de las personas que huían. El fuego logró ahuyentar a más personas, pero no a las que debían sacar, siendo estos los del norte. Algunos se vieron afectados por el fuego, sus ropas se encendieron, otros tantos recibieron el impacto del calor en la cara con la suficiente fuerza de hacerlos desmayar. Los gritos ya no se estaban mostrando con fuerza y valentía, sino con miedo y cobardía. No había pandillero alguno que sintiera temor y confusión, sobre todo cuando trataban de ayudar a las personas y recibían tres golpes a la espalda.
La policía no podía hacer nada contra los manifestantes porque los tenían encima, e intentar atacarles sería también hacerse daño a sí mismos. Los del norte gritaban los mismos cantos de odio hacia la policía y Castillo que el sur llevaba entonando desde hace meses. La policía intentaba poner resistencia al empujar y amenazar con los grandes escudos que tenían, pero eso no era suficiente para los ciudadanos. Marina reconoció a Las Cruces que también querían unirse, pero sus prioridades eran comprobar el estado de las personas que veían huir.
Marina recibió una llamada y ni siquiera tuvo tiempo para ver quién era.
―Tenías razón, fueron a por el sur ―dijo Paula al otro lado de la línea.
―¿Qué dices?
―Llegué lo más rápido que pude a la Casa, pero ya estaba la policía allí destruyendo todo desde afuera. Unos de Las Cruces me reconocieron y me llevaron a la Guarida donde acá están todos los pequeños.
―Por Dios, ¿estáis bien?
―Sí, pero escuchamos las sirenas y creo que vienen para acá ―comentó y el ruido de fondo no calmaba la situación―. Voy a ayudar acá con Las Cruces a defender. Estoy con el hermano de Juan, mi tía, y no te preocupes, tu amigo el músico también envió refuerzos.
―¿Cómo?
―Tu banda también está acá. Somos quince ahí en la puerta esperando a que vengan esos bastardos ―comentó y Marina sonrió al escucharla hablar así―. Y aunque no sea fan de la violencia y las armas, agradezco que acá las haya, porque no pienso permitir que nos ataquen, y menos con menores acá.
―No sé si eso me tranquiliza ―dijo y Paula rio―, pero cuidate, por favor.
―Lo haré, acá nadie me va a tocar los ovarios.
Al colgar no pudo evitar sonreír por la adrenalina y la emoción.
Aunque Marina estuviera en desacuerdo que tanto ella y sus amigos como los chicos de la banda estuvieran en el sur protegiendo la Guarida, a su vez le creaba un sentimiento de lucha que no había sentido en mucho tiempo. Le daba valentía ver que muchas personas, aunque no sean su lucha, se unían para atacar y proteger como uno solo.
Marina volvió su mirada al percal que tenía enfrente y vio la situación más controlada que antes. La gente que huía finalmente dejó la zona, y ya se veía más espacio en lugar del caos de antes. Andrés estaba a su lado, apoyado en una pared buscando a alguien a juzgar por su mirada. Marina se reincorporó y se acercó a donde estaba.
―¡Allá están! ―Chilló Andrés, señalando en medio de la multitud.
Marina siguió su dirección y reconoció a Carla, quien estaba gritando en apoyo, pero su postura solo decía que quería correr. Marina no lo pensó dos veces y se lanzó para ir a sacar a la rubia de allí. Andrés la siguió y los dos corrieron empujando a algunas personas. Otra lacrimógena estalló, bastante cerca del cumulo de gente que atacaba a la policía.
Gracias a eso, la multitud dejó de forcejear y el gran grupo de personas comenzó a alejarse con rapidez y desespero debido al gas que comenzaba a afectarles. Marina y Andrés empujaban a las personas y ellas a ellos. Andrés perdió rastro de Marina al ser empujado demasiado lejos, pero la pelirroja no perdía de vista a Carla. Corrió algunos pasos más y la tomó de los brazos. La rubia se asustó y su amiga la calmó al mostrarse frente a ella. Mientras Carla se situaba en donde estaba parada, los oficiales comenzaron a dar pasos hacia a adelante para atacar a los ciudadanos ahora que estaban huyendo desprevenidos.
Dos oficiales fueron directo a por las chicas, pero tres Cruces en compañía de Andrés se pusieron enfrente. Para este punto Las Cruces ya tenían sus bandanas cubriendo sus rostros para no inhalar tanto los gases. Los cuatro defensores comenzaron a empujar y golpear a los oficiales. Aun así, la policía tenía mejor armamento y los golpes que le daban a los sureños eran demasiado fuertes.
Marina y Carla huyeron mientras Andrés y otro las escoltaban. Las Cruces comenzaron a atacar a la policía, y solo por ese acto, los del norte se devolvieron una vez se recuperaron de los gases. Algunos tomaron el ejemplo de los sureños y buscaron alguna prenda que tenían para cubrirse el rostro. Ya no eran dos los que atacaban a la policía, ahora eran quince y el número aumentaba. Los civiles que estaban huyendo ya no estaban por la zona, solo quedaban los valientes y los indecisos. El número se redujo a solo mil personas, aunque la gran mayoría de las que huyeron estaban en calles cercanas esperando qué pasaría con la situación. El resto decidió irse y refugiarse en sus hogares, temiendo qué podía pasar con la guerra que se estaba librando en las calles.
Marina, Carla y Andrés terminaron escondidos en el portal de un edificio para poder respirar y bajar la adrenalina que sentían.
―¿Estás bien? ―Preguntó Marina.
―Sí, eso creo. No me pasó nada ―respondió Carla sin ver nada de su cuerpo.
―¿Dónde está Johan? ―Preguntó Marina.
―Los estaba buscando a ellos dos, pero solo la vi a ella ―explicó Andrés―. Sigo sin ver a Johan.
―Hay que encontrarlo, no se pudo haber perdido ―respondió Marina.
―Quizá se fue con los demás ―propuso Andrés.
―Lo dudo.
Sin embargo, Carla que estaba en silencio sí logró ver a Johan. La rubia estaba un poco anonadada de estar en medio de tantas personas y revoloteo que seguía escuchando los gritos en sus oídos aun cuando estuvieran lejos de ella. Carla se limpió los ojos y despeinó su cabello un poco y señaló hacia enfrente.
―Está allá.
Johan estaba siendo encerrado por un oficial. El policía se acercaba amenazante con su porra y Johan no tenía lugar a donde ir. Nadie estaba cerca para ayudarle. Marina se iba a lanzar de nuevo, diciéndole a Andrés que cuidara a Carla un momento, pero unos grandes pisotones interrumpieron sus acciones.
Del camino por donde venía la marcha, se acercaban los oficiales que vieron en su camino hasta el capitolio. Ellos se acercaban en manada con la intención de atacar a los protestantes por la espalda y encerrarlos de algún modo. Andrés tiró para atrás a Marina, pues si esta intentaba acercarse lo más seguro es que sería presa fácil para los policías.
Johan intentaba huir esperando que el hombre se distrajera, pero no lo hacía. Johan no entendía la obsesión de los policías, ya que parecía que estuvieran en drogas o algo, porque sus acciones violentas no tenían motivo ni razón de ser.
Los demás protestantes que se habían escondido y que no estaban ayudando a los atacantes del capitolio, se decidieron en retener a los oficiales que venían por detrás, pero muchos siguieron refugiados sin saber qué hacer. No los superaban en número y su destino sería igual que los golpes que Johan estaba recibiendo.
El policía golpeó al menor en las piernas, haciendo que este cayera al suelo del dolor que sintió. El policía golpeaba a Johan y Marina observaba todo desde su lugar con la impotencia de no poder ir. No fue hasta el sexto golpe, justo en las costillas del menor, que Marina decidió que no importaba lo que le pasara a ella, pero no iba a dejar que siguieran maltratando a su amigo.
Marina se levantó y Carla la siguió decidida. Andrés rabeó y fue detrás de ellas, pero fue separado por tres oficiales, lo mismo ocurrió con Carla y Marina trató de evadir a dos que le impedían el paso, pero le fue imposible hacerlo. Y al igual que Johan, los tres comenzaron a ser golpeados, algunos suaves y otros demasiado fuertes para ser aguantados. Andrés recibió un buen golpe en su cabeza, Johan sintió uno que le quitó el aire, Marina se defendió y logró salir sin tantas heridas, mientras que Carla intentaba escabullirse sin usar tanta fuerza contra el oficial.
Todo el acto de violencia terminó cuando un disparo se escuchó demasiado cerca. Todos intentaron buscar el lugar de origen, incluso Johan que lo había escuchado a solo pasos de distancia. El menor levantó la mirada y se encontró con un hombre con el rostro cubierto. No fue hasta que se quitó ese viejo harapo que reconoció a Manuel.
El mayor ayudó de inmediato a Johan a levantarse y el menor reconoció un tiro de bala en la pierna del policía. Fue en el muslo, por lo que no corría riesgo letal, Manuel solo disparó para que dejase a Johan. El menor abrazó con afán a su amigo y reconoció detrás de él que venía Diego, Félix, Sara y treinta personas más del sur, junto a los escondidos del norte que estaban cerca y vieron la valentía del nuevo grupo.
Félix junto a tres Cruces salvaron a Marina, Sara y tres chicas liberaron a Andrés y a dos jóvenes que estaban siendo atacados, y Diego logró sacar con dificultad a los tres oficiales que rodearon a Carla. La policía comenzó a alejarse y rodear a los refuerzos que habían llegado para unirse con los demás que defendían la calle hacia el capitolio. Los protestantes que atacaban a los últimos también dieron pasos atrás para reunirse con los suyos.
El acto de presencia que hizo Diego logró que las personas que seguían escondidas tuvieran el valor de salir e unirse a ellos. Diego abrazó a Marina y saludó a Andrés. Johan llegó con Manuel y se colocaron a un lado de Carla. Diego tenía a su lado izquierdo a Carla y en su derecho a Marina, quien sujetaba manos con Félix. El músico le sonrió a Sara a su derecha y Andrés a un lado de ella reconoció a la multitud que se estaba formando detrás de ellos.
Diego notó a Las Cruces a un lado de ellos, y atrás de los pandilleros se encontraban personas tanto del norte como del sur. Lucas estaba junto a Martín, y en el otro extremo estaba Daniel con Elías y Valeria. Biel se reunió con su grupo de Los Caídos. Era difícil contar en ese momento, pero había más de cuatrocientas personas allí contra una gran cantidad de oficiales que les doblaban en número. Diego estimaba trescientos que tenía enfrente, y atrás de ellos y de una tanqueta que no estaba en uso, había más que estaban en fila de espaldas al capitolio.
Diego observó a sus amigos y ellos intercambiaron miradas entre sí.
La policía observaba a lo que se enfrentarían y estaban decididos en ir a muerte si se daba la situación. Manuel reconoció que el oficial al que le disparó estaba siendo llevado cargado por otros dos, y estos no quitaron la mirada del mayor, por lo que podía esperar que irán a por él. Marina sujetó con firmeza la mano de Félix y avistaron a cinco policías que estaban más separados que el resto. Andrés se fijó en uno que tanto le había golpeado antes, así que lo puso en su punto de mira, y Sara notó su mirar y se unió al mismo sentimiento.
Diego chocó puños con Johan con rapidez para no despistar, el menor le pasó una roca que tenía entre la mano y concordaron que se defenderían. Muchos de los que estaban atrás podían comprender y actuar de la misma forma que Diego y Johan: dos personas con sus grandes diferencias, pero que en estos momentos se cuidarán las espaldas como soldados en guerra.
El norte y el sur habían hecho la paz por la noche, y lo que pasará después determinará si ese acuerdo social e inconsciente seguirá en pie para el resto de los días, o si la revolución seguía en curso sin algún avisto de detenerse. De momento, el norte y el sur eran uno solo contra un enemigo común, con rostros cubiertos y solo los ojos expuestos para mostrar sus ganas de lucha social.
Las ocho almas sureñas eran uno solo contra un enemigo común: Carlos Castillo y las malas políticas públicas de la ciudad.
Eran las diez de la noche y Diego lanzó el primer ataque al arrojar una piedra que cayó directo en el casco de un policía. La policía comenzó a avanzar con pasos rápidos, casi trotando, y los protestantes no se quedaron atrás e imitaron la acción.
Los golpes cayeron en ambos bandos, parecía una guerra de la época medieval, o una que se solían ver en las películas de ficción y de fantasía. Las Cruces tomaron la delantera en atacar desde la primera línea, a ellos se les sumaron algunos universitarios y padres de familia del norte. La multitud pronto empezó a separarse y tomar un espacio en específico a lo largo y ancho de la calle.
Diego peleaba codo a codo con Carla y Marina. La pelirroja había perdido de vista a Félix, pero el músico no dejaba tumbarse por muchos golpes de porra que recibiera. Los golpes de Félix no eran certeros, ni tampoco sacaban mucho daño, pero eran capaces de defenderlo para no ser víctima y con eso le bastaba. Andrés recibía los golpes de dos policías, y cuando se libraba de ellos se veía en la obligación de ayudar a otras personas que estuvieran siendo igual de atacadas. Sara notaba las acciones de su pareja, el valor que tenía a la hora de atacar, así que quiso acompañarlo hasta el último momento. Sara tomó la porra de un policía que dejó tirada por ahí y se armó con ella para defenderse y atacar a los demás.
Manuel se prometió no sacar el arma, solo se defendería con los puños. El mayor aún tenía secuelas de dolor gracias a los golpes del sujeto, pero sus expresiones de malestar eran cubiertas por los harapos que tenía en la cara. El mayor se armó del valor que no tuvo hace tres años, y ahora podía actuar y defenderse de la injusticia que vestía ropa de policía. Johan se juntó a un grupo de universitarios que reconoció ser de los mismos con los cuales disfrutaba en Halloween antes de que llegara la policía a la universidad. El grupo se atrevía a atacar a todo policía que se les cruzase, y aunque sus ataques fueran torpes y descuidados, lograban desviar la atención que los policías tenían en los más débiles. Johan recordó a su hermano y la noche que él defendió la universidad. De repente, Johan se sintió valiente por la simple imagen de Antonio.
En el otro lado de la ciudad, en la Guarida de Las Cruces, Paula junto a Adrián, María, Ronda, Pol, Christopher, Henry, Orlando y otras Cruces defendían su edificio al tirarle cosas a los policías que amenazaban dejar la Guarida igual que la casa: destrozada. Los músicos se disponían a tirar piedras, botellas y todo lo que la policía les lanzaba de regreso. Paula y Ronda se enfocaban en las aturdidoras que lanzaban de vez en cuando tratando de golpearlas de regreso con tablas, y Las Cruces cargaban con las armas que solo usaban para alejar, mas no para matar. Y en calles repartidas por toda la ciudad, donde antes estaban huyendo los manifestantes, se enteraron de lo que ocurría en la calle principal del capitolio y comenzaron a atacar a los oficiales que iban a ser de refuerzo y pasaban por esa misma calle. La ciudad entera era una zona de guerra.
Cada uno libraba una batalla esa noche, solo para defender lo que creían justo y lo que merecía un cambio para un bien mayor.
Diego defendía y Carla se aseguraba de que Marina no saliera herida. Las dos se juntaron para proteger a una madre de familia que se estaba viendo indefensa, y cuando se dieron cuenta, no eran solo ellas dos quienes ayudaron a la mujer, sino tres universitarias y dos madres del norte también colaboraron, junto a Valeria y las chicas del periódico de la universidad: Mirabel, Lizbeth y Luisa. Biel se reunió con todo el grupo de Los Caídos y se unieron en un extremo de la zona, defendiendo a los heridos que se estaban acumulando. Los más grandes protegían, los más pequeños ayudaban, y los más rebeldes atacaban.
El rubio golpeaba con toda su fuerza, recordando la razón de la muerte de Miguel. Diego no dejaba que la policía se saliera con la suya después de que asesinaran a su hermano, y tanto él como Las Cruces tenían el mismo pensamiento. Diego se sentía respaldado por Biel y Lucas a su izquierda, y a su derecha tenía a tres chicas de Las Cruces junto a Martín. Ellos seis atacaban a los diez policías que tenían enfrente. Diego pareció delirar, pero juró haber visto por unos instantes al maestro Ramiro y Carlos peleando, y también a la catedrática Ana con un bastón bastante grueso.
Los oficiales dejaron los escudos al ver que eran inútiles al seguirse viendo indefensos por los ataques de los protestantes. Tampoco querían usar la tanqueta ni ninguna aturdidora, pues todos estaban tan alejados y disparejos que no se arriesgaban a herir a los suyos.
Manuel chocó espaldas con Johan, y el mayor se unió al pequeño grupo de guerra que había armado el menor. Los siete atacaban en diagonal, ahora solo recurrían a los empujones porque se estaban quedando sin fuerzas. No obstante, tan pronto veían que alguien sin posibilidad de defenderse estaba siendo atacado, el grupo se reunía y golpeaba al agresor sin dudarlo.
Félix comenzó a desistir y alejarse para poder refugiarse mientras recobraba fuerzas junto a otros pandilleros y civiles. Cuando el músico se estaba acercando a un lugar bajo techo, fue interceptado por un oficial que lo mando ipso facto al suelo y comenzó a patearlo. El rostro, estómago, costillas, todo lo que podía golpear con posibilidad de romper. Félix por suerte no tenía los audífonos puestos, pero se estaba perdiendo mucho de los ruidos a su alrededor. Félix no se inmutó en gritar por ayuda, pues no fue necesario cuando el policía recibió dos golpes: uno en la espalda y otro en la parte de atrás de la cabeza gracias a la porra que empuñó Sara.
La chica ayudó al músico a ponerse de pie y llevarlo a un lugar seguro. Félix se recostó en la pared y terminó cayendo al suelo mientras se retorcía del dolor en su interior, incluso juraba que tenía un hueso roto, aunque eso no era certero. Lo que sí era verdadero era la protección que Sara le estaba dando, mientras él escupía la sangre que sentía subirle a la garganta. Más personas estaban al lado de Félix rebuscándose las heridas y tomando un poco de agua.
Andrés seguía obcecado con ayudar a los que no podían solos. El sureño quizá se veía en ellos y por eso quería ayudarlos. Tal vez recordaba que muchas personas que estimaba sufrieron demasiados daños en Halloween por esos mismos atacantes, y por eso no quería que alguien más pasara por lo mismo.
Aun cuando la policía en el sur no usase armas de fuego, nada garantizaba a los que estaban en el capitolio.
Diego seguía sin separarse de Las Cruces, y en su lugar solo lograban alejar a los policías más y más. Manuel, Johan, Marina y Carla se unieron para pelear ahora los cuatro juntos, mientras a su derecha se encontraba el grupo de mujeres y a su izquierda los universitarios. Sara ayudó a Félix quien ya se encontraba mejor, y el músico atacó a todos los policías que veía con una porra que encontró a medio romperse.
Mientras tanto, entre todo el alboroto y la distracción personal, nadie se dio cuenta de una terrible situación que solo alertó a un sureño en específico.
Un policía se acercó siendo cubierto por otros tres y sus escudos. El oficial cargaba con una pistola reglamentaria y apuntaba a todo aquel que podía, pero en ninguno veía un tiro claro. No fue hasta que vio a una mujer siendo alentada por una sureña que por fin fijó su objetivo.
Disparó. Dos, tres veces. Nadie escuchó el tiro entre todo el escándalo en que estaban sumergidos, porque los golpes y las ventanas rompiéndose era ruido suficiente para desviar la atención. Asimismo, conforme los cristales rotos caían, las víctimas de bala también se desplomaban en el suelo. Los oficiales retrocedieron y planearon lo mismo para una nueva víctima.
Pero la primera fue notada por un sureño.
Sara y la madre de familia habían recibido los disparos, y Andrés fue el único que se percató.
El chico se alertó al verla en el suelo, pero empezó a desesperarse tan pronto vio el charco de sangre que crecía cada vez más y más. Andrés encontró el agujero en su pecho, demasiado cerca de sus pulmones. Pero no importaba la gravedad interna de la bala, pues esta había atravesado el cuerpo de la sureña. La mujer a su lado estaba muerta, pues el tiro fue directo al corazón. Y Sara se desangraba demasiado rápido para que Andrés pudiera intentar hacer algo.
Intentar, porque Sara no pasaría de esta noche.
La chica sintió la sangre subir hasta su garganta y boca conforme Andrés posicionaba su cabeza sobre sus rodillas. Andrés presionaba la herida para prevenir el sangrado, pero no hacia efecto alguno y solo podía llorar de la impotencia. Andrés observó a Sara en medio de sus ojos llorosos y se atrevió a tocarle el rostro con su mano ensangrentada. La joven tosió y escupió mucha sangre que manchó los vaqueros del sureño. Sara también tocó el rostro de Andrés y este sonrió, mientras ella sentía toda la sangre que perdía.
―Vas a estar bien, Andrés ―dijo Sara con la suficiente determinación para creer que era verdad.
Pero era mentira, ella moría. Nada estaba bien.
―Gracias... ―escupió más sangre y a duras penas sus palabras fueron entendidas. El chico tomó la mano de su novia, la sujetó y la apretó con fuerza para nunca soltarla.
El sureño no esperó un discurso de película, mucho menos un último momento de intimidad con ella. Sara solo formuló las únicas palabras que de verdad sentía en su corazón al ver al hombre que la acompañó y sacó de aquel hoyo que era su vida. Sara no hizo más que sonreír mientras más se rompía en su interior. Sonrió por el simple hecho de que ya no tendría más dolor y que, finalmente, estaría con sus seres queridos otra vez: su madre, su padre y su hijo. Después de mucho tiempo, Sara se sintió feliz.
Al final, Sara dejó de moverse. La sangre salió sin fuerzas de su boca y el charco debajo del cuerpo era tremendo. Andrés dejó de ver a Sara y su mirada se perdió conforme las lágrimas le inundaban el rostro.
Sara dejó de respirar.
Andrés gritó, lo más alto y doloroso que pudo. Captó la atención de los que tenían a su alrededor y todos comprendieron lo que había ocurrido. Algunos apurados se acercaron y tomaron el cuerpo de Sara y la mujer, le pidieron perdón a Andrés, y se los llevaron bajo techo. Una mujer que sangraba de su ceja se arrodilló para darle apoyo a Andrés mientras lloraba, y el cuerpo de Sara estaba siendo custodiado por cinco personas: dos mujeres del norte, un señor mayor, y dos universitarios.
Nadie se enteró de la muerte de Sara sino hasta cuando acabó la pelea contra la policía alrededor de las tres de la madrugada.
Diego se reunía con Las Cruces en puntos estratégicos que tuvieran una buena cobertura para poder planificar su siguiente movimiento. Para este punto, había demasiados heridos, e incluso algunos lloriqueaban con sentir su interior demasiado dañado. Los que aun seguían en pie escoltaron a los heridos al hospital, dejando allí a todas las ciento treintaiocho Cruces presentes, junto a treintaitrés personas del norte, veinticinco del sur, solo veintidós estudiantes y un centenar de muertos y heridos no confirmados. Aún quedaban más de cien policías, pero los protestantes no se iban a dejar vencer ni agachar la cabeza como hacían antes.
Manuel junto a Félix, Johan y Carla se unieron como el grupo de amigos que eran para poder atacar con el último aliento que les quedaban. Ellos cuatro lideraban los estudiantes y juntos lograron alejar a un gran número de oficiales que no volvieron a aparecer más. En cuanto a los ciudadanos, tanto los del norte como los del sur se sumaron a la labor de arrojar piedras a los policías que planeaban venir en manada a atacar. Ese grupo de oficiales también retrocedió a los ataques. Las Cruces seguían en la primera línea como su honor lo indicaba. Diego seguía en la mitad de todos, representando a la pandilla, al sur y a todo ciudadano que se presentó esta noche para hacer escuchar su voz. Marina peleaba a su lado, junto a Lucas y Biel que se aseguraban de las zonas que Diego no estaba pendiente.
Después de una pelea de solo Las Cruces y los policías restantes que duró media hora, la policía finalmente desistió faltando poco para las dos y media de la madrugada. Se retiraron al ruido de un disparo.
Los oficiales abandonaron la zona lo más rápido que pudieron. Las Cruces observaron todo con duda, y pronto en el frente donde estaban Diego y Marina se acercaron sus cuatro amigos. Los seis observaron aquella mancha de color negro alejarse y se permitieron ver a su alrededor: todas las paredes y ventanas estaban destruidas, el fuego seguía sobre las calles y las personas a sus espaldas estaban mal heridas, incluyéndose. Manuel y Marina tenían moretones en su rostro, Carla y Félix por su cuerpo, y Diego y Johan ya no les importaba cómo estuviera su físico.
Diego sonrió y suspiró sintiendo un momento de paz. Marina lo abrazó por la espalda y los demás le mostraron apoyo al poner su mano en el hombro del rubio. Sin embargo, la paz no duró mucho cuando Lucas llegó agitado y con la noticia que ninguno quería oír.
El pandillero señaló una gran cantidad de cadáveres que estaban recogiendo algunas personas en las camillas que tenían las ambulancias a tres calles: Marcus falleció ayudando a una compañera mal herida, las mujeres de limpieza de parte de Los Caídos también estaban muertas en la puerta de un edificio; habían sido golpeados hasta morir. Ander y Lizbeth, parte del periódico de la universidad, también estaban entre el cumulo de muertos que notó Marina a lo lejos, y ella se dispuso a llorar tras ver a sus amigos allí. Diego reconoció los cuerpos de Elías y otras dos jóvenes Cruces: murieron desangrados por heridas de bala. Lucas siguió derecho porque vio lo único que pudo romperle su corazón: su hermano, Daniel, también estaba muerto. Debajo de este había un menor de edad que el pandillero abrazaba: el menor falleció por desangrado de herida de bala, y Daniel murió al cubrir al menor de los golpes que la policía le daba y que le impidieron socorrer al herido. Lucas no lloró por la muerte de su hermano, solo se arrodilló a su lado porque no tenía fuerza para más. Diego no podía soportar ver el panorama: ver a las personas que tanto le hablaron durante todo este tiempo y ahora estaban muertas,. Y a lo lejos, Diego reconoció una sombra tambaleante: era Martín, con su mano cubriendo su estómago. Él había recibido el último disparo que dio la policía.
Diego corrió con afán y llegó hasta donde estaba su amigo.
―No, Martín, coño, no. Tú no ―repuso Diego y acomodó a Martín en el suelo para que no hiciera fuerza. Diego presionó la herida del sureño y él escupió un poco de sangre―. Aguanta, coño. ¡Ayuda, aquí!
―No fui lo bastante rápido, Dieguito.
Diego iba a decir algo, pero Manuel se acercó con afán junto a dos enfermeros que cargaban una camilla. Los cuatro lograron subir a Martín y los enfermeros se lo llevaron de inmediato a la ambulancia que estaba al final de la calle.
Manuel se acomodó a un lado de Diego y le dio un abrazó. Diego no solo lo sentía por sus más cercanos, sino por todas las familias, amigos y conocidos que lloraban sobre los cuerpos sin vida de sus más queridos.
Pero el que más impactó a los chicos fue el de Sara que seguía protegida por las mismas cinco personas que la ayudaron. Andrés seguía a unos pasos de allí, desde que la encontró no se levantó ni se movió, solo permaneció arrodillado mientras se convencía de que eso no era real. Quería creer que la sangre en sus manos no era real. Manuel se abrazó a Johan, mientras Félix sujetaba a Marina que también estaba a poco de romperse y llorar. Carla solo hipaba, y Diego le sujetó la mano para calmarla.
Esa noche podían decir que habían ganado, pero perdieron más de lo esperado.
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