
Capítulo XXIV: Génesis.
XXIV
«GÉNESIS»
«A menudo el sepulcro encierra, sin saberlo,
dos corazones en el mismo ataúd».
Alphonse de Lamartine
Dicen que el dolor de una muerte es relativo, pero nadie habla de lo mucho que llega a escocer cuando la perdida se debe a un asesinato. De hecho, el dolor de la perdida crece más cuando no es la primera, y se está tan seguro de que no será tampoco la última.
Lo que sucedía en la vida de Sara podría considerarse una tragedia que rozaba en lo ridículo y tétrico que podía llegar a crear una ciudad como Madrid. Lo triste para ella fue pensar que encontraría paz una vez se sintiera cómoda con ella misma y con las personas que la rodeaban; cuando huyó con Andrés pudo sentirse bien consigo misma después de mucho tiempo, y él creaba esa sensación en ella. Sin embargo, el dolor de saber cómo era tratada en la universidad le afectó al punto de no querer estudiar más. El dolor que le causó Borja le hizo sentir mal, y que Carla la abandonara poco antes de que se viera encerrada en el baño por más de una hora, le afectó tanto que creyó estar sola. El dolor cuando se enteró de la verdadera razón de la muerte de su madre, le mortificó hasta creer que tendría el mismo destino.
Aun así, nunca esperó experimentar el dolor de perder la alegría y la esperanza en solo cuestión de cinco días. Su alegría desapareció en el momento que vio la noticia y reconoció el cadáver de su padre, pero sus suposiciones se confirmaron cuando fue a corroborar que aquel hombre descuartizado y maltratado era él, o lo que alguna vez fue. Quizá el dolor pudo haber terminado ahí, pero no acabó cuando recordó su malestar físico y de ahí su pérdida de esperanza. Cinco días después de su cita de ecografía, decidió que quería vivir por lo poco que le quedaba, así que le informó a Andrés en mitad de la noche más friolenta en lo que iba del año que abortaría al día siguiente.
28 de enero, diez de la mañana. Sara no veía otra cosa más que el blanquecino techo de la sala de operaciones en donde esperaba a que le ayudasen con su problema. Andrés la esperaba afuera como de costumbre, solo que este se encontraba en la entrada del hospital, lo bastante lejos para poder fumar sin molestar a los de adentro. Él estaba demasiado tenso, por lo que tenía su música a todo volumen.
Sara observaba los utensilios con detenimiento, preguntándose si había tomado la decisión correcta. De camino al hospital, Sara se dio cuenta de que toda su vida ha crecido rodeada de la muerte como si ella fuera su verdadera madre. La sureña no se sentía mal ante tal idea, solo le daba escalofríos pensar lo cerca que estaba la desdicha para ella. Tampoco lo quería decir en voz alta, pero temía que Andrés sufriera el mismo destino que sus padres.
―¿Sara? ―Preguntó un doctor. Sara espabiló y asintió―. Te vamos a dar un poco de anestesia, lo más probable es que duermas en unos minutos, pero es garantía que no sentirás nada.
―Vale ―dijo, y sintió la mascarilla apretar su rostro mientras un ligero aire le calmaba lo suficiente como para no soñar con la muerte.
―Todo saldrá bien, te lo prometo ―dijo el médico, y esas fueron las últimas palabras que Sara escuchó antes de caer en sueño.
Las máquinas sonaron y los utensilios fueron desinfectados una vez más. Los doctores se acomodaron sus cubrebocas y guantes quirúrgicos. Había alrededor de cinco especialistas rodeando el cuerpo de Sara, y una vez dado el visto bueno del doctor cabeza, la operación inició con tiempo estimado de dos horas de duración.
En todo el tiempo de espera, Andrés se encontraba pensando lo que su dañada cabeza repetía desde que se fue del psiquiátrico: huir. Aquella era la palabra que más se repetía, solo que nunca había llegado a una conclusión de por qué lo decía. No solo se refería a escapar del lugar donde estaba encerrado, era algo más filosófico que ello, y es que Andrés descifró que aquella palabra se repetía porque le pedía escapar de todo lo que conocía; de su realidad. Por supuesto que Andrés ya no tomaba ni se drogaba, tampoco ha tenido ningún impulso por el momento para volver a recaer. Mucho menos se refería a suicidarse, pues ya había hecho las paces con ese tema. Quizá a lo que se refería su escape no era algo que le hiciera llegar a otro mundo, sino algo que lo llevara a un lugar diferente del que estaba parado. No sabía de qué manera explicarlo bien, pero Andrés sabía que su sitio ya no era Madrid.
Mientras que a Sara le encantaba sufrir en soledad, o así al menos era como lo veía Andrés, el sureño buscaba la forma de hacer feliz a la chica y que a su vez él también sea feliz. Aquella vez en el psiquiátrico cuando le dijo que quería huir con ella no era mentira, pero tampoco se podía fiar de sus palabras drogadas por la medicina que le hacía bien.
No obstante, ahora que estaba afuera y más cuerdo que nunca, no veía tan descabellada la idea de querer vivir una vida mejor en otra ciudad. Aun cuando fuera demasiado descarado de su parte admitirlo, Sara ya no tenía ninguna atadura a Madrid ahora que su padre murió, por lo que estaba libre para poder iniciar una nueva vida en otra ciudad donde nadie conociera su nombre ni su historia. Para el sureño podrían ser ideas fantasiosas, pero creía con intensidad que podía llegar a lograrlo, porque hará bien a los dos. Porque sabía que Sara necesitaba un descanso y porque quería disfrutar lo que con ella nunca se atrevió.
Por esa razón, Andrés tiró el cigarro al suelo, lo pisó para no dejarlo encendido, y se encaminó a la estación de Atocha en busca de un destino que le pareciera lo bastante alejado y perfecto para empezar una vida desde cero. Quizá en ese lugar encontrará el amor que nunca le fue dado y la paz que le fue arrebatada, y todo gracias a estar con aquella sureña que nunca pensó enamorarse de la forma que lo sentía. Sí, Andrés, finalmente, se estaba permitiendo amar de verdad.
Una vez llegó a la estación se adentró sin pensarlo dos veces. Caminó directo al gigante cartel de los horarios y destinos, y tras releerlo cinco veces, decidió que el lugar ideal para vivir con ella sería en una ciudad tranquila, donde se planteara la posibilidad de envejecer allí. Andrés se giró con una sonrisa pensando en el rostro que ella tendrá cuando le diga que se quería mudar a Galicia, hasta de pronto a La Coruña. El sureño no era tonto ni ingenuo, pero después de todo lo vivido lo único que le quedaba era imaginar y esperar por lo mejor. Andrés sabía que esta oportunidad podía ser la mejor para los dos, y podría sobrellevar la situación si ella decidía quedarse y acompañarle.
Así que con su mente decidida, Andrés se asentó en la sala de espera del hospital por lo que quedaba para que Sara saliese de operación. Al sureño no le importaba esperar tanto con tal de ver a la chica con la que vivirá el resto de su vida.
Asimismo, pasadas las dos horas y media, Sara recobró la conciencia en una camilla más, solo que no estaba en la sala de operaciones sino en una habitación. Tenía conectado algo de suero en su muñeca derecha, y sentía un dolor que iba creciendo cada vez más sobre su vientre. La sureña se atrevió a ver y pudo reconocer unos pocos puntos, pero luego apartó la mirada por incomodidad.
La chica comenzó a moverse para acomodarse mejor, y en el momento entró el doctor de planta sonriendo al ver que su paciente estaba despierta. El hombre dejó entreabierta la puerta de la habitación y se acercó lo suficiente para no gritar desde la lejanía.
―¿Te encuentras bien?
―Algo mareada y con dolores por acá ―contestó Sara con voz desgastada.
―Ahora te sentirás mejor. El dolor se irá por completo en unos días, pero por el momento no debes esforzarte mucho con movimientos extraños ―el hombre dejó a un lado el expediente y le sonrió―. La operación fue todo un éxito.
―Muchas gracias, doctor ―musitó con pena.
―No se preocupe, es mi trabajo ―suavizó con una sonrisa―. ¿Quiere que deje pasar a su acompañante o prefiere descansar un poco más?
―Deja que entre, quiero despejarme un poco.
El doctor volvió a sonreír, asintió y salió del cuarto. Por lo que le constaba a Sara, el dolor físico no será igual al dolor mental que tendrá una vez se dé cuenta de lo que acababa de hacer. Ella tenía esperanza de lo que se convertiría de cara a nueve meses cuando tuviera al pequeño en sus brazos, pero eso ya no será posible y no sabía si se sentía bien por la decisión que tomó, o egoísta por pensar en ella y no en el bebé.
Andrés entró a la habitación con paso lento, observando la expresión calmada de Sara que no denotaba todas las emociones que tenía en su interior. La sureña estaba pálida, pero poco a poco recobraba el color gracias al suero y algunos alimentos que les fueron dejados mientras él entraba. Sara se acomodó lo mejor que pudo en medio del dolor y tomó el jugo de manzana que le dejaron en el carrito de comida. Ahí, en ese instante, observó a Andrés y le dedicó una media sonrisa.
―¿Cómo te encuentras?
―Con un poco de dolor, pero es algo que pasará ―comentó sin más, pero Andrés ya conocía más a Sara para saber que ella estaba mintiendo en algo. Tomó la silla que estaba a su lado y la arrastró hasta llegar con ella―. ¿Qué ocurre?
―No me mientas. Dime cómo te sientes ―demandó con voz suave y mirada preocupada.
―Me siento bien... dentro de lo que cabe... y dentro del momento en que estoy viviendo ahora mismo ―suspiró cansada. Largó un trago al jugo y observó al sureño―. No sé cómo me sentiré mañana, pero lo que sí sé es que hoy respiro y eso es más que suficiente.
―Tomaste la decisión correcta, no te abrumes por ello.
―¿En verdad fue la decisión correcta? ¿O fue la primera que tuve y decidí en lanzarme por esa? ―Preguntó con ojos vidriosos.
―Fue la decisión correcta porque sabes que lo fue. Ahora mismo te sientes perdida y eso es normal. Pero no pienso quedarme aquí viendo cómo te sientes mal cuando debería ser todo lo contrario ―repuso con afán―. Entiendo tus pensamientos, pero no quiero escuchar algo más negativo de tu parte después de todo lo que ha ocurrido.
―Lo extraño ―confesó―. No sabía ni quería entender dónde estaba él o por qué me había dejado, pero la realidad es que me lo arrebataron.
―Lo siento tanto, de verdad.
―Él era lo último que me quedaba y ahora no tengo nada. Tenía la esperanza de que un niño me ayudara a pasar por todo lo malo, pero ahora tampoco lo tengo. No me queda nada más en mi vida ―suspiró mientras pequeñas lagrimas corrían por sus mejillas.
―Me tienes a mí, Sara. Me tienes a mí aquí y siempre me tendrás ―dijo con firmeza.
―¿Cómo sé que no te perderé el día de mañana?
―Porque te prometo, aquí y ahora, que nunca voy a dejarte. Es una promesa, y no pienso romperla, así me cueste la vida hacerlo ―silenció por unos segundos. Él también sentía las lágrimas en sus ojos de la misma forma que ella ya no ocultaba su dolor―. Nunca voy a dejarte. Te lo prometo.
Sin decir alguna palabra más, Andrés se acercó lo suficiente para darle un beso a la chica que amaba. Sara respondió con las pocas fuerzas que tenía, pero con todo el amor que podía dar. Andrés se sentía como nuevo, aliviado de saber que Sara confiaba en él, y ella sentía paz al saber que podía contar con alguien en estos momentos de soledad.
―Te amo ―murmuró ella sobre sus labios cuando se separaron.
―Y yo a ti ―musitó. Andrés volvió a su lugar en la silla y envolvió sus manos en la mano izquierda de la chica―. Estuve pensando durante todo este rato que la propuesta que te hice un día en el psiquiátrico... quiero cumplirla ―dijo. Sara lo miró intrigada porque no recordaba a lo que se refería―. Quiero huir de toda esta mierda, de esta podrida ciudad, para tener un futuro contigo en un lugar mejor.
―Andrés, yo... no sé...
―No tienes que decidir ahora. Esto es algo que yo ya decidí, que tengo asumido porque me quiero ir, pero tú aún tienes tiempo para pensarlo. Aunque te tardes mil años en darme una respuesta, aquí estaré esperando a tu lado y aceptaré cualquiera que sea tu decisión.
Sara no quiso decir más, porque no le salían palabras para ello. Andrés comprendió y silenció, regalándole un beso en la palma de la sureña. Los dos sonrieron como dos adolescentes inocentes que descubrieron el amor a primera vista. Quizá, esta ha sido la escena más sincera que han vivido ellos dos a lo largo de su trágica y romántica historia. Andrés no solo quería un bienestar para ella, sino anhelaba por algo más grande que un simple sentimiento. Sara comprendía las acciones de Andrés y sus deseos, pero no podía darse el lujo de abandonar la ciudad de un día para otro.
Aunque Andrés no lo sabía, Sara tenía una nueva misión entre sus manos: encontrar al asesino de su padre. Y ella estaba demasiado segura de que no descansaría hasta hacerlo.
Si pensaba dejar la ciudad, no se iría con cabos sueltos, y menos uno siendo el asesino de su padre.
⸸
Bien se dice: año nuevo, vida nueva. Marina se tomó esas palabras a pecho y ahora quería tener una nueva historia en el año 2021. Ha sido una persona bondadosa, aquello que se conocería como la buena de la historia, pero la pelirroja había entrado en conflicto con su etapa de Robin Hood cuando fue descubierta por Paula. Marina concordaba que desde aquella noche toda su vida tomó un giro extravagante: sintió el terror de ser descubierta como una impostora, conoció el amor después de nunca haberlo experimentado como debería, alejó a su amigo pensando que le hacía bien, ayudó a otro a completar su objetivo, y gracias a lo último perdió el rumbo de aquel romance juvenil que tanto le gustó vivir.
Aun así, a Marina le gustaba soñar despierta de la misma forma que lo hacía de pequeña, pensando que algo bueno pasará en su vida si su rumbo no cambiaba. Quizá todo por lo que pasó ella durante los últimos cuatro meses le ayudaron a conseguir lo que estará por vivir en este año nuevo.
Para empezar, la perdida de Paula no le dio otra cosa más que perspectiva para ser empática con la situación de Andrés, y entender que su situación era algo más complicado que lo que creía. También, perder a Paula solo le hizo darse cuenta de que nunca la perdió, solo decidieron alejarse porque en el amor no iban a funcionar como querían, pero nada les impedía seguir siendo amigas y tratar de ayudarse sin involucrar sentimientos fuertes en el medio de todo.
Tal vez alejarse de Paula fue preciso para dar todo de sí en las cosas que era buena, y sabía que lo era porque le encantaba hacerlo. Marina le gustaba pensar que su trabajo documentando el musical, junto al periódico en las siguientes semanas que quedaban de estudio, no lo hubiera hecho de la forma que resultó si hubiera seguido con Paula, pues Marina llegó a encerrarse en aquella burbuja de cambiar su forma de ser para parecer alguien diferente hacia aquella persona que le decía amarle con toda su belleza e imperfecciones.
El punto de partida que Marina necesitaba, aquel que le daría un nuevo inicio en el nuevo año, era sentirse segura sobre quién era, tener claro sus objetivos y pensar que no necesitaba el amor de una pareja para seguir adelante, cuando el cariño y la compañía de la amistad era mejor. Carla, Johan, Diego y Félix en especial fueron los responsables de hacerle creer aquello.
Tras haber tenido aquella charla con Félix en la noche del año nuevo, Marina decidió explotar aún más su talento en la escritura. Ella no era modesta, pero reconocía el valor de la palabra de muchos y les creía sus afirmaciones de que tenía un talento y un don para la escritura. Por lo tanto, cuando Félix le propuso ir más allá con ello de la misma forma que él lo intentaba hacer con su música, Marina aplicó una semana después para trabajar en la marca periódica que le recomendó el decano: Voces de Madrid.
La noticia no le llegó el 25 como estaba previsto, sino fue el 28 donde sintió el verdadero cambio venir a su vida. En la mañana, Marina despertó con la idea de ayudar tanto en la casa como en la Guarida, pues Diego se ha esforzado en tratar de hacer un sur mejor y no quería dejarlo tirado en el intento, ella también quería aportar sobre todo ahora que Diego estaba liado: debido a las persecuciones de la policía, les hicieron una redada en la Guarida; lograron sacar las armas antes de tiempo y las escondieron en la casa sin que las vieran los menores, pero en el proceso policial descubrieron el documento de los acuerdos, donde ya habían firmado algunos con su nombre, por lo que los oficiales tomaron el documento como prueba de que las personas participes allí eran peligrosas y, para molestar más la situación, se llevaron detenidos a nueve pandilleros por porte de arma blanca. Diego ha estado intentando recuperar tanto a su gente como el documento; su afán por lo segundo se debía al temor de que los oficiales conozcan el nombre de varios de su comunidad. Diego estaba teniendo una gran resiliencia en no volverse loco con lo poco que ha ocurrido en el mes con esta nueva imposición de la policía en el sur.
Marina, después de la ducha, vio la notificación del periódico, pidiéndole que visitara las instalaciones en el centro de la ciudad para tener una reunión amena con el jefe. Marina se vistió con sus pintas más elegantes, pero que no perdían el toque sureño que debía tener: la marca que nunca le faltará para representar al sur y hacerle honor es su característica chupa de cuero con aquella cruz verde en su espalda rodeada de espigas y rosales muertos. Marina se cubrió del frío con un beanie y se encaminó a su cita programada a las dos de la tarde.
La pelirroja sentía su ansiedad desbordar por sus mejillas, porque sabía que la habían llamado por algo, y ella no quería arruinar aquella oportunidad sin siquiera haberle dado un pequeño intento. Si bien iba con una mentalidad centrada, tuvo que cambiar su raciocinio cuando se encontró con los policías en la frontera del sur, a tan solo tres calles de la estación de metro.
―¡Eh, pandillera! ¿A dónde crees que vas? ―Riñó un oficial.
«Es solo un gilipollas más del montón ―pensó Marina sin querer decirlo en voz alta».
―Me dirijo al centro, donde trabajo ―dijo sin querer mostrar una emoción diferente a firmeza.
―¿Trabajo? Me sorprende que gente como ustedes trabajen ―repuso el compañero que estaba a diez pasos de ellos dos.
―Lo mismo digo ―respondió con rabia. Marina pasó al lado del policía y siguió con su camino.
Los oficiales quisieron ir tras ella después de escuchar tal irrespeto, pero los hombres se contuvieron al ver más personas llegar y pasar por la zona. Marina tampoco era inocente y sabía lo que pudo haber pasado si hubiera estado sola por ahí tras haber dicho eso. Marina apresuró el paso y llegó a la estación de metro sin mirar en ningún momento hacia atrás.
En el metro, las primeras paradas que aún permanecían en el sur fueron las más tranquilas, pero todo comenzó a cambiar cuando se acercaba más al centro. Por las puertas entraban de quince a veinte personas, y salían la mitad de los que entraban. No obstante, la concentración de Marina no se perdía de unos hombres que planeaban manifestarse en las calles.
Las manifestaciones llevaban resonando dos días después de aquel reporte sobre los muertos mutilados en el sur. La gran mayoría de protestantes eran del lado norte, alegando que en el sur estaban asesinando a los suyos. Lo más curioso es que todos los cuerpos identificados eran de personas del sur. Marina no podía permitirse pensar en algo más allá que las personas disfrazando sus protestas con discursos de odio. Estaba claro que si ellos no sabían o siquiera tenían intención de conocer que los afectados eran ciudadanos del sur, no estarían haciendo una protesta en contra. Marina observaba las pegatinas de las camisetas de algunos, y cual protestante radical y expresivo, sus palabras en aquellas imágenes eran directas y fuertes.
«El sur es una plaga», «el sur nos está matando», «no te metas con mi ciudad»; eso era lo que Marina leía, y hasta le parecía curioso el uso de ciertas palabras. Quizá si vieran la historia completa, otras palabras estarían repartiendo, y otras marchas se estarían presentando.
Volviendo al tema de las manifestaciones, Marina las creía pertinentes cuando era por una causa justa y correcta, no para andar desprestigiando a las personas por especulaciones. En el momento en que el norte dio el primer paso de salir a las calles, el sur se pronunció de inmediato en la Guarida, alegando lo que harán y lo que no. Diego les ha prometido darles una solución pronta, pero quería acabar los acuerdos que planeaba establecer con el lado sur de los Carroñeros. Marina lo seguía apoyando en todas sus decisiones, pero ella sabía muy bien que Diego tenía un temperamento y un límite, y en estos días lo ha estado rebozando; una mierda más y el rubio se volvería loco.
Marina no quería pensar más en la situación sociopolítica de la ciudad, pero le era imposible hacerlo cuando los manifestantes la veían con ojos de muerte. Reconocían sus prendas de pandillera, y eso a ellos les molestaba. La pelirroja intentaba hacer la vista gorda para no alterar sus emociones, pero le era casi imposible controlarse.
Después de cinco minutos más Marina llegó a su parada final. Se acomodó con afán y salió del vagón del metro, escuchando algún que otro comentario peyorativo con respecto al sur. Marina se encontró de cara con el centro de la ciudad, se sentía vacío por la nieve que empezaba a desvanecerse, y las personas que aún rondaban por ahí solo lo hacían por cuestiones laborales. A fin de cuentas, Madrid no era una ciudad acostumbrada al frío, menos a la nieve.
La pelirroja revisó su móvil para confirmar la dirección, y una vez hecho caminó cinco calles más hacia el norte. En su pasar seguía encontrándose con miradas juzgadoras, mientras otras tantas solo la observaban y seguían con su camino. Al final de la quinta calle que tuvo que caminar, Marina se encontró con el edificio del periódico Voces de Madrid. El edificio no era grande, solo dos plantas bastaban para cubrir a los veinte trabajadores que poseía el periódico. La recepción, blanca como las paredes de un hospital, hacían reposar a una secretaria detrás de un gran mesón, y a su lado un ayudante para cubrir a los invitados, el cual atendió a Marina.
―Buenas tardes ―saludó con una sonrisa―. Me llamaron esta mañana y me dijeron que tenían una cita conmigo. Mi nombre es Marina Páez Rosales.
―Con mucho gusto, señorita Páez, ya le comunico al jefe ―dijo el hombre. Tecleó unas pocas cosas y llamó al teléfono. Sonrió sin decir nada y observó a Marina―. Puede seguir, señorita, segunda planta. A mano izquierda encontrará las oficinas de trabajo, y a la derecha las oficinas de los jefes.
―Muchas gracias.
Marina subió las escaleras. Aunque la recepción no tuviera una imagen tan anticuada, las escaleras poseían un estilo rustico, incluso rechinaban y se podía sentir el olor a imprenta, papel nuevo y el calor de las máquinas funcionando. Marina se encontró en la segunda planta con lo mismo que le fue indicado abajo. La chica caminó a su derecha y dio con tres oficinas; sin saber cuál puerta era se dispuso a tocar cada una. Sin embargo, de la puerta del medio salió un hombre que Marina reconoció al instante.
―¿Es usted Marina Páez?
―Sí, soy yo. Usted es Paco Ortega, el fundador del pregonero de Voces de Madrid.
―Veo que alguien hizo la tarea ―comentó con carisma estrechándole la mano. Marina la aceptó y el hombre le indicó que siguiera a la oficina―. Debo decir que cuando recibí una carta de alguien de parte del sur quedé intrigado, nunca he recibido algo similar. Cuando vi tu trabajo, quedé boquiabierto con lo que escribías.
―¿Tanto le gustó? ―Comentó Marina mientras se sentaba. No iba a acotar nada con lo primero que él dijo, pues Marina sospechaba que no había muchos escritores en el sur.
―Me mandaste un artículo donde cubrías el evento que se realizó en noviembre casi diciembre en el teatro para los humoristas. Yo también había mandado a alguien y, no es por desmeritar ni mucho menos, que aquí se valora todo el trabajo, pero puedo decir abiertamente que tu escrito me cautivó más que el de mi personal.
―Gracias ―respondió con timidez por tantos halagos a la que no estaba acostumbrada. No al menos de parte de especialistas en el ámbito de la escritura.
―Por eso, cuando recibí tu aplicación aquel día, supe de inmediato que debías formar parte de mi cuerpo aquí en el pregonero. No solo porque tu forma de escribir es diferente, sino porque tu trasfondo tiene relevancia y eso se nota en cada palabra ―comentó, pero Marina no tenía palabras para seguirle respondiendo―. En estos días se ha venido hablando mucho del sur y de lo malo que hace, y yo no estoy de acuerdo con esos alegatos. Es más, soy partidario de que el sur es donde se esconde los talentos que representarán al futuro de la ciudad.
―¿Entonces esta llamada solo fue por dónde vengo?
―No solo eso. El contexto de un escritor es importante, demasiado diría yo, y el tuyo va ligado a una especie de creatividad que no he visto en nadie más. Tienes un don natural.
―No pensaba que fuera a importar tanto.
―Bueno, al igual y yo soy un loco fanático de las palabras ―musitó entre risas―. El punto es que te quiero en mi equipo. Las personas piensan que el periodismo ya no es relevante, pero es porque no han conocido el verdadero talento de comunicar a través de simples conjugaciones y expresiones. Voces de Madrid tiene un público que cada vez más va creciendo, y tener personas nuevas como tú, con escritos e ideas nuevas solo reafirma el valor que tenemos nosotros como autores que relatamos lo que ocurre en el día a día.
Marina seguía observando la oficina mientras Paco esperaba algún comentario de la pelirroja. Marina reconoció los diplomas colgados en la pared, de la misma forma que Sergio colgaba los suyos en casa. Marina no ha visto a aquel viejo loco, pero esperaba con ansías el día que volviera para contarle la situación que estaba viviendo en estos momentos.
―Escribir es algo que amo hacer. No soy mucho de historias, poemas o frases profundas, pero sí soy de artículos y de contar las verdades que nadie puede escuchar ―dijo con voz baja, procurando no sonar demasiado emocionada o pretenciosa―. Usted dice que los mejores escritos nacen de la experiencia... yo le contaré que la situación que se está viviendo en estos momentos, esta guerra del norte contra el sur se ha dado desde hace años, pero cogió fuerza en el momento en que la universidad fue atacada por las fuerzas públicas que juran bajo las palabras de servir y proteger.
―¿El caso de lo que ocurrió la noche de Halloween? ―Preguntó y ella asintió―. Me enteré porque yo mismo investigué bien lo sucedido. No me cuadraba la idea de que unos universitarios decidieran arremeter contra la policía y crear disturbios tan tarde en la noche mientras estaban de juerga.
―Eso lo piensa usted porque tiene dos dedos de frente, muchas personas no y se dejan llenar la cabeza con ideas que no son.
―De eso me pude dar cuenta ―suspiró. Se levantó de su sillón y observó por la ventana las calles de abajo―. La ciudad se está moviendo por aguas turbulentas, y me da a mí que se necesita un poco de sentido común para no caer en mentiras.
―Sí, y ahora que tampoco tenemos el apoyo de las noticias es un poco complicado intentar conseguir toda la información pertinente ―dijo con un deje de rabia―. Incluso lo más reciente alrededor del tema de los cuerpos encontrados, es que fue en el sur porque allí asesinamos a las personas del norte...
―Lo que nadie piensa es que los cadáveres encontrados eran de ciudadanos del sur, no del norte ―complementó, sorprendiendo a Marina por lo que sabía―. En esta ciudad se mueve mucha desinformación, y en estos días será mucho peor. ¿Te es familiar el nombre de Carlos Castillo?
―Recién funcionario público del capitolio, encargado de la seguridad social de la ciudad de Madrid ―respondió Marina, sorprendiendo esta vez a Paco―. Tuvo una situación con una amiga y recogimos información hasta morirnos.
―Pues me tendrás que decir de donde porque llevo queriendo sacar información de él para una columna ―informó. Marina le miró extrañada y él siguió―. Resulta que él es como un perro viejo que borra sus rastros de toda la ciudad. Todos parecen estar felices por sus propuestas y cargo, pero nadie se pregunta cómo llegó a ese punto. Yo sí lo hago y quiero entender su descontento con respecto al sur.
―Asumo que será mi primera tarea.
―Asumiste que ya te contraté ―sonrió, extendiéndole la mano para estrecharla una vez más―. Pasate en unos días para firmar el contrato, y si quieres avanzar en algo puedes empezar por ahí: ¿quién cojones es Carlos Castillo y de dónde viene?
La reunión terminó con un intercambio de palabras más y cada uno siguió con su camino. Marina salió disparada de las oficinas y despidiéndose con afán porque alguien le llamaba al móvil: Paula. Antes de las llamadas le había escrito que llegó de sus vacaciones y le gustaría hablar con ella para conocer la situación de la ciudad. Marina quería hablar con Paula porque extrañaba hacerlo, y necesitaba contarle a alguien más lo que le estaba ocurriendo. La única persona que sabía lo que pasaba en la vida de la pelirroja era Félix, y Marina se sentía cómoda con ello. La cita fue acordada en la Plaza Dos de Mayo, la cual tenía una leve capa de nieve en el suelo, impidiéndoles la comodidad de sentarse a las personas que pasaban la tarde allí.
La pelirroja se asentó debajo de un árbol y buscó con la mirada a la rubia que tanto conocía. Las parejas y grupos de amigos que pasaban por allí parecían indiferentes al bullicio de la marcha que estaba dando lugar a unas calles de donde estaban. Marina escuchaba con atención los cantos y arengas que aullaban en la manifestación; todos eran comentarios peyorativos con respecto al sur. Marina rodó los ojos y juntó sus manos para darse calor.
A los diez minutos llegó Paula por una calle poco transitada. La rubia vestía prendas caras, aquellas que prometían una calefacción sin igual. Marina la veía desde su lugar, y notaba el cambio que le hacía el maquillaje en su rostro. Paula relucía por el frío de la ciudad, le brillaba el rostro por el maquillaje y pareciera como si fuera una sola con el clima.
―Hola, Paula ―saludó cuando estuvo a su lado.
―Hola, Marina, tiempo sin verte ―respondió con un abrazo―. Te veo diferente.
―Quizá me ha crecido un poco el cabello ―comentó con una sonrisa―. Tú sí te ves diferente.
―Estoy probando un nuevo maquillaje ―dijo por lo bajo―. Nada más nuevo que tú no veas en mí.
Las dos chicas sonreían por los cumplidos que se daban, pero no decían más por la timidez que les inundaba. Marina no se sentía incómoda por los recuerdos, mucho menos por estar hablando con su ex, sino porque pensaba que un comentario de más y podría molestar a Paula, y ella no difería en sus pensamientos.
―Perdón por haber llegado un poco tarde, están con las manifestaciones y bloqueos en las calles.
―No te preocupes ―persuadió Marina―. Lo entiendo. Últimamente son más constantes.
―¿Puedo preguntar por qué?
―No sé si viste la noticia de hace días, pero fueron encontrados unos cuerpos mutilados en el sur. Las personas piensan que en el sur estamos matando a gente, en específico del norte, y por eso marchan; para garantizar su seguridad.
―Ya veo, pero es un poco apresurado pensar aquello ―musitó―. ¿Tú qué crees?
―Incriminación ―sentenció―. En especial cuando los cuerpos fueron identificados como habitantes del sur.
―¿Sí? ―Preguntó con sorpresa.
―¿No has escuchado nada de este tema en las noticias?
―La verdad no mucho. Solo vi la noticia de los cuerpos.
―Pero también se informó que los cuerpos fueron del sur.
―Eso no lo vi yo, eh ―comentó con intriga. Paula sacó su móvil y revisó las noticias buscando esa en específico. La encontró y revisó tres veces, pero no decía nada más de los cuerpos―. Mira, aquí no dice nada de ello.
―Eso es raro ―musitó Marina, observando a su alrededor mientras alternaba la mirada a la pantalla. Marina no quiso aventarse a conclusiones apresuradas, pero no encontraba una más creíble―. Están censurando las noticias. Todo el sur sabe la noticia completa, ¿por qué el norte no?
―¿Quién tendría el poder para censurar las noticias? No digo que no sea posible, pero se me hace impresionante que alguien quiera hacerlo, y lo más importante, por qué.
Marina solo lo pensó por unos segundos más hasta llegar a una posible deducción. Pensó lo malo que ha ocurrido con el sur en los últimos meses, donde todo ha sido más caótico que una simple pelea de pandillas. No fue hasta octubre que el sur fue fichado por la toda la ciudad. Toda la atención y difamación empezó en octubre, en especial en la noche de Halloween. Marina recordó la charla que tuvo con Paco y concluyó con una idea.
―¿Conoces algo más de Carlos Castillo?
―¿Perdón?
―Estaba pensando y todo ha ocurrido desde Halloween. Una amiga dedujo que lo ocurrido en la universidad fue mandato de Carlos Castillo. Desde ese momento se ha creado la difamación con el sur. ¿Y ahora que censuren las noticias para que unos las tengan y otros no? Eso me huele a lo mismo que pasó después de Halloween.
―¿Sospechas que Carlos Castillo tuvo que ver?
―Te lo quería decir en otro contexto ―suspiró―, pero apliqué para el nuevo periódico de Voces de Madrid, y el jefe me mandó a buscar información con respecto a Carlos Castillo, porque él sabe lo mismo que yo: un hombre que apareció de la nada y ahora está en el capitolio abogando que el sur es una mierda.
―Puedo decirte algo más de él ―musitó con duda―. Por cierto, felicidades por lo del periódico.
―Gracias ―dijo. Marina notó la duda en la rubia y la quiso calmar―. No tienes que decirme todo ahora, podemos acordar otro día y me lo dices.
―Quiero tomarme una cerveza contigo, así que te puedo ir contando algo de él.
―Vale, no te presiono ―dijo y las dos empezaron a caminar a algún bar.
―Quizá puedo empezar diciendo algo extra de lo que ya conoces: él traficaba drogas. El punto especial es que sus compradores eran del sur, la gran mayoría de ellos ―comentó por encima―. Luego entraré en detalles, pero descubrí unos contratos un día que estaba en la casa de él, y estos decían que el primer paso de todo lo que tenía en mente era vender la droga en el sur. Creía que sería un expendió más rápido y comercializado.
―Debo anotar todo esto ―dijo Marina con emoción.
Las dos chicas se perdieron entre los copos que caían, y se refugiaron en el primer bar que encontraron. Había sido más de un mes desde la última vez que se vieron, y las dos tenían tanto por decir. Mientras Marina recogía la información que le entregaría a Paco en su siguiente cita, la rubia le contaba los nuevos planes que tenía ahora. Paula pensaba en grande, y hubo una noticia en específico que la sorprendió.
―Hace unas semanas vi un lugar en el norte que estaban vendiendo. Su dueño fue expropiado del sitio y querían venderlo o derrumbarlo. Opté por lo primero para seguir con ese negocio y decir finalmente que tengo trabajo.
―¿Qué lugar es?
―Un cabaré en el norte. Tiene algo de una luna en el nombre.
Marina no quiso decir nada más que delatara que ella conocía el lugar, porque de hacerlo no se habría contenido de contar la experiencia de Johan, y Marina comprendía que eso era algo privado para él. La sorpresa fue darse cuenta de que Paula reconocía el arte del burlesque. Marina no descartaba que ella fuera fan del arte, aunque no se dijeron muchas cosas relacionadas cuando salían, la pelirroja comprendió que Paula se abría a un nuevo mundo.
Marina sonrió por encima de la cerveza que tomaba, y luego elevó su mirada a la televisión que estaba al fondo del lugar. Estaban pasando las noticias, no había mucha gente en el bar y los dueños querían enterarse qué estaba ocurriendo. Las imágenes que se reproducían eran de policías golpeando a manifestantes. Marina pensó que no había nada de malo, pero reconoció que los manifestantes eran ciudadanos del sur por alguna que otra pancarta. Eran pocos, pues nadie había elegido hacer una marcha, solo el lado norte. Paula notó la incomodidad de la chica y también observó la televisión. Las dos revisaron el lugar con una rápida ojeada, y notaron por encima de las bebidas y los accesorios las sonrisas que se dibujaban en los demás clientes.
Ellos disfrutaban de ver a los vándalos que catalogaba el noticiero ser golpeados por el duro peso de la ley. Marina solo sentía la rabia crecer cada vez más al ver a las pobres señoras y adolescentes siendo atacados por la policía, mientras que las manifestaciones del lado norte se salían con la suya al seguir difamando al lado sur.
«Servir y proteger... ¡una polla!», pensó Marina mientras maquinaba una solución para toda esta situación.
⸸
En la noche todo era diferente. La vida nocturna era algo tan elegante que pocas personas tenían el lujo de experimentar tal fenómeno. Las paredes estaban pintadas a causa de las manifestaciones en las calles de Madrid, y entre los rayones disparejos se veían palabras e insultos en contra del sur que predominaban sobre los graffitis callejeros que estaban antes.
Sin duda era curioso como ninguna pared fue dañada por el sur y aun así eran considerados vándalos.
Solo había un lugar donde las situaciones políticas no afectan ni malograban el ambiente. Los bares eran más activos en la noche, pero aquellos que contaban con música en vivo eran los que mejor recepción tenían. Por eso, en la primera presentación de RCK, el lugar estaba a reventar. A pesar del frío de invierno, todos sudaban bajo el ritmo de la música, en especial las cinco personas que estaban encima de aquella tarima intentado dar más allá de lo mejor de ellos.
Félix maniobraba con eficacia los movimientos en su guitarra acústica, mientras que Christopher lo acompañaba con elegancia y movimientos sutiles en su guitarra eléctrica. Marina presionaba sus dedos con la suficiente fuerza para remarcar una nota extendida de teclado, y Pol parecía ser el codiciado por varias chicas del lugar, aun cuando él no se fijara mucho en ello. Henry por otro lado parecía indiferente a lo que ocurría, él solo se sentía bien tras la batería y eso le era más que suficiente.
Los alaridos del publico resonaban hasta dos calles más allá. Félix hacía lo mismo que en su día: tocar las canciones populares y algunas de las suyas, y todas las que coreaba el público las disfrutaba. Félix sonreía debajo de su sombrero al sentir otra vez la alegría que le daba sentirse la verdadera estrella del rocanrol español. Todos sentían euforia, pero Félix estaba un nivel más allá.
Su sensación incrementaba con cada pausa que se daba para ir al baño, donde Félix aprovechaba y se metía un poco más de Zamper para conservar la energía. El músico ya no consumía una bolsita cada tres días, ahora eran dos cada dos días, y solo era cuestión de tiempo para que decidiera meterse tres o más en un solo día. Él era adicto a recobrar lo que sintió la primera vez que la probó cuando tuvo sexo con la vecina. Félix era un adicto por recordar sus emociones, y hasta hace poco lo hacía a través de la música y sus canciones, pero desde que tuvo esa experiencia no ha encontrado una igual. Félix solo se metía Zamper para ver si tenía la suerte de revivir aquello como si fuera la primera vez.
Por eso, ahora en el baño se aventuró a meterse una bolsita y media, pensando que si le subía a la dosis podría sentir el estado que lo embriagó en la felicidad. El ruido de afuera le zumbaba en los oídos sin sus audífonos, y el ligero temblor le vibraba en los zapatos. Félix se observó en el espejo, limpiándose aquel polvillo blanco para no dejar ninguna sospecha. No pasaron más de dos minutos para empezar a sentirse con demasiado sueño, pero con las suficientes ganas de continuar toda la noche. Sentía que podía divertirse como adolescente, pero su cuerpo empezaba a responderle como si fuera de un abuelo.
Félix sintió su frente mojarse, y notó las ligeras gotas de sudor, las mismas que caían por sus brazos y su cuerpo debajo de aquella camiseta negra. Félix se miró al espejo una vez más y notó la imagen nublada, como si aquel objeto estuviera sucio de tantos años sin usar. El músico se echó agua en la cara para despertarse y darse cuenta de que lo que consumió había sido mucho. Luego revisó su cuerpo y denotó sus brazos que estaban comenzando a verse más delgados y, por supuesto, el temblor en sus manos que justo ahora estaba incrementando. Se recostó sobre la puerta justo cuando alguien la golpeó, y Félix se exaltó para no abrir.
―Está ocupado ―avisó y se colocó un audífono con dificultad.
―Ya sé que está ocupado, Félix ―dijo Marina―, queremos saber en qué momento volverás, la gente te espera.
―Voy en un segundo.
Para Félix, aquellas palabras sonaron naturales, pero en el caso de Marina, escuchó todo demasiado tropezado, como si el chico estuviera borracho. Félix salió del baño y bendita era su suerte que traía unas gafas de sol. Se las colocó y así logró desviar la atención de Marina por si acaso ella se llegase a fijar en sus ojos.
―¿Vas a tocar con las gafas?
―Me dan un toque más rocanrolero ―comentó con gracia. Félix palmeó la espalda de la chica y salió una vez más al escenario. Félix se quitó su audífono y casi lo tiraba al suelo por el temblor de sus manos. Las estiró y esperó que se calmaran; suerte la suya que ya no iba a tocar más la guitarra en lo que quedaba de noche.
Marina se quedó atrás porque tenía motivos para desconfiar; estaba teniendo un ligero recuerdo de cómo se comportaba Andrés cuando comenzó a drogarse más seguido, y cómo lo hacía ella cuando quería esconderse del mundo. Se adentró en el baño y descubrió una bolsita vacía. Félix por el afán de querer salir de prisa sin levantar sospechas no se fijó en que dejaba tirada la bolsa vacía. Se fue sin mirar atrás y ese fue su error, porque Marina reconoció al instante de dónde provenía aquella bolsa y lo que pudo ser su contenido. Estuvo incautando muchas de esas durante todo el mes, pues sin los acuerdos establecidos los Carroñeros vendían en el lado de Las Cruces.
La morena volvió con el grupo y decidieron seguir con el espectáculo que tenían en mente. La idea fue de Marina para querer usar un poco más del teclado, además, los otros chicos querían ver el potencial de ella, así que todos accedieron a presentar aquella canción especial. Mientras Marina empezaba con las teclas, Félix se reparaba la garganta tras sentirla bastante seca; se tomó una cerveza de un tirón, e iba por la segunda que se la arrebató a Pol. Marina estaba tocando en el verso, pero Félix seguía sin cantar. Las luces lo estaban cegando aun cuando tenía las gafas puestas, y todo su alrededor se movía demasiado lento. Félix tampoco cantaba porque no sentía las vibraciones del piano, el pitido en su oído se intensificó demasiado y ya no oía. Pol le palmeó el brazo, le indicó el ritmo maniobrando sus dedos como si él fuera el tecladista y Félix comenzó a cantar.
La voz de Félix parecía rota, pero los chicos pensaron que era una forma de interpretar aquella canción, y pensaron que «Mad World» iba a quedar perfecta con aquel tono rasposo, degastado e incluso doloroso con el que Félix cantaba. Félix quería asemejarse al tono de voz que poseía Gary Jules para la tonada, pero su voz no llegaba hasta allí. Sentía su garganta raspar, como si poco a poco se estuviera cerrando para cortarle la voz. Félix sudaba debajo de su ropa y sentía todas las miradas posibles en él. El músico se negaba a quitarse las gafas, mucho menos el sombrero para que sintiera un poco de clima fresco. Cuando podía se tomaba un largo trago de cerveza, pero eso solo empeoraba su estado con el pasar de los segundos.
Marina notaba la incomodidad del músico, estaba demasiado inquieto cuando la canción y el ritmo le requerían el menor movimiento posible. Marina ató cabos mientras seguía tocando el teclado, ella supuso que Félix había consumido, pero no estaba segura de cuánta cantidad y desde hace cuánto. Marina no podía asegurarse porque para todos siempre era un efecto diferente; Andrés se podía considerar un adicto, pero la vez que ingirió Zamper terminó en la enfermería de la universidad con malestares severos; claro que él se había apañado con el producto en forma de tatuaje, y menos mal Félix no conocía esa metodología, porque ya hace mucho habría acabado en el hospital o, en el peor de los casos, muerto.
Félix terminó de cantar y sintió un alivio inesperado. Para su suerte, los chicos decidieron que había sido la última canción de la noche, el público aplaudió y siguieron con sus planes nocturnos. La banda estaba descargando los instrumentos y los subían al coche de Félix. Henry también notó la actitud de Félix, quien estaba zapateando con intensidad en la esquina de la tarima donde pasaba desapercibido para el público.
―¿Sabéis qué le ocurre? ―Preguntó Henry a Marina y Pol que los tenía al lado.
―No lo sé. Se ve extraño ―acotó Pol.
―Ni puta idea de por qué esté así ―agregó Marina―. De seguro debe estar un poco borracho.
Henry notó el tono con el que hablaba Marina, y conocía las reacciones de Félix. El menor llamó a Marina para hablar afuera, dejando a Pol que terminara de organizar todo con la ayuda de Christopher, pero él estaba ligando con una morena. En las afueras del lugar, los dos se asentaron en la acera de enfrente, observando el garito donde planeaban tocar hasta perder las ganas. Henry sacó un cigarro y comenzó a fumar mientras Marina le acompañaba a su lado.
―No me mientas. Sabes lo que pasa y yo también creo saber ―dijo el menor con total seriedad.
―¿Qué crees tú? ―Preguntó con duda, sabiendo que Henry no era tonto.
―¿Coca? ¿Éxtasis?
―Una mierda del otro lado del sur ―suspiró. Henry bajó la mirada―. ¿Cómo lo supiste?
―Mi hermano consumía mucho, y hasta hace unos meses pasó a la metadona para calmar sus ansias ―confesó con una larga calada―. Cuando se metía actuaba demasiado nervioso, inquieto, le temblaba el cuerpo y casi ni hablaba; de la misma forma que Félix está actuando ahora mismo.
―Por lo que escuché un poco en diciembre, él lo lleva haciendo desde mucho antes.
―¿Lo mismo de siempre?
―No creo. Le he visto fumar algún que otro porro, pero nada a más allá. También te cuento que es lógico que lo haga últimamente, el expendio de esa droga ha tomado más popularidad, tanto en zonas del sur como muchas partes del norte.
―No quiero meter mierda ni nada, pero si alguien no para a Félix, él solo no lo hará.
―¿Tu hermano se detuvo por su cuenta?
―No, tuve que meterme yo como el menor que soy. Muchos golpes y discusiones bastaron para que dejara de meterse mierdas ―bufó y tiró el cigarro al suelo, lo pisó con rabia y se despidió de Marina con un asentamiento.
Marina se quedó allí parada un poco más, pensando en que quizá era esa una de las razones por las cuales Henry era demasiado serio. El pobre apenas tenía dieciocho y ha tenido que ser de apoyo para que su hermano mayor dejase las drogas. Si Henry ha tenido que ser la solución, era porque las cosas con su familia tampoco estaban en buenos términos. La sureña sacó del bolsillo de su chupa de cuero la bolsita que encontró. Marina confirmaba, segura de sí misma, que el contenido era el Zamper que vendían los Carroñeros. Marina no tenía idea de qué hacer, tanto con Félix como con la droga. Si bien podría informarle de todo a Diego y que los dos buscasen una solución, Marina sabía que Félix era un problema mucho más serio, pero no tenía idea de cómo arreglarlo sin estropear lo que había entre los dos; de la misma forma que se estropeó todo con Andrés.
Los problemas no solo se quedaban allí, porque volviendo a entrar al bar tras ver una camioneta negra al final de la calle que le generó desconfianza, algunas personas observaron con asco a Marina. Ellos veían la chupa de cuero que traía, y las pintas no diferían. No eran muchas personas, solo cuatro o cinco, pero Marina se sentía tan incomoda y vigilada que no podía contenerse responder con la misma mala mirada. Las cosas entre el norte y el sur estaban llegando a un punto en el que era complicado sostener una conversación con alguien en un lugar público sin la preocupación de quién pueda estar a tu alrededor. Las Cruces no tenían opción de salir a las calles de Madrid con tranquilidad, y los habitantes del sur seguían siendo señalados con las miradas y comentarios peyorativos.
Marina volvió a salir para tomar un poco de aire. Una ráfaga de viento le desordenó un poco el cabello y pensó con mente fría. Tenía problemas con la droga y el sur, también con la ciudad y su trabajo en el periódico, pero el más importante era la situación con Félix que se debía resolver. Todo sin contar que dentro de poco volvían las clases.
Marina tenía soluciones a algunas cosas, pero la cabeza le estaba por estallar de tanto pensar. Sabía con exactitud que no podría ayudar a todos, pero le encantaba convencerse de que sí podía; incluso hasta la manzana más podrida podrá tener la solución que ella quería, y Marina sería el puente conector para ello. De momento, Marina solo tenía en mente dos cosas importantes: Félix necesitaba ayuda, y debía exponer a Carlos Castillo.
⸸
Conforme las marchas tomaban poder en la ciudad, y la injusticia contra el lado sur parecía normalizarse cada vez más, Diego se asemejaba a un salvador o un líder social que debía proteger a los suyos a toda costa. Entre los acuerdos con los Carroñeros, los pedidos de los ciudadanos del sur, las redadas y arrestos, Diego sentía que no daba para más.
Ha pasado los últimos días perfeccionando los acuerdos con los Carroñeros junto a algunas Cruces, tratando de recordar las palabras exactas que había en el documento robado para evitar confusiones; logró sacar a sus compañeros tras las rejas, pero no logró hacerse de nuevo con el documento. Diego creía que ya tenía todo perfecto sobre ese asunto, pero algunas cosas se le escapaban y no quería olvidarse de algo que le pudiera perjudicar en un futuro. En aquel tratado, Diego acordó explícitamente que no quería ninguna venta de drogas en su lado del sur, mucho menos ataques a Las Cruces o ciudadanos.
Los últimos tratados, aquellos que Miguel pasó dos semanas haciéndolos, habían sido respetados hasta la noche del solsticio. El primer ataque fue de parte de Las Cruces, y los Carroñeros tenían toda la potestad de responder, y ellos hicieron su movimiento al asesinar a Juan. Aun cuando a Diego le costara aceptarlo, los dos bandos estaban en paz gracias a Juan. Sin embargo, Diego sabía que si se habían roto los acuerdos, no había impedimento alguno para que no atacaran, y el líder de Las Cruces no podía permitirse otro incidente así.
Ahora mismo se encontraba colocando las firmas de los representantes de Las Cruces: Marina y Ronda ya habían puesto la suya como representantes femeninos y administrativos de la Casa de la Esperanza a falta de Sergio. Marcus y Biel colocaron su firma en nombre de la universidad, y tanto Lucas, Martín y Orlando representaron la zona que dividía el sur para Las Cruces. Valeria junto a Daniel unieron sus firmas como representantes de los ciudadanos, en especial de los menores en los institutos de la zona, el geriátrico, el grupo de discapacidad y el grupo feminista del barrio. La última firma era la de Diego, el actual líder de Las Cruces.
No obstante, su firma no pudo ser colocada cuando algunos vituperios comenzaron a resonar en las afuera de la habitación donde estaba, y por ende, afuera de la Guarida. Diego salió con extrañez ante tal bullicio, y se encontró de la misma forma que el día de ayer a un cumulo de quince personas que le pedían ayuda. Por supuesto que Diego les prometió ayuda, pero necesitaba solucionar los acuerdos en primera instancia.
―¡A ver, uno por uno! ―Gritó Diego cuando los tuvo enfrente. Dos pandilleros intentaban hablar con la multitud, pero ellos no querían escuchar.
―No necesitamos hablar uno por uno, todos venimos por lo mismo ―habló una mujer mayor. Diego la reconoció como De los Ríos: una vieja mujer que nació y vivió en las calles del sur toda su vida―. Hemos estado saliendo a las calles, incluso algunos de vosotros nos han acompañado, pero nos sentimos demasiados vulnerables allí. La policía no nos respeta y todo mundo ahora le cree a otro que dice que somos los malos del cuento. ¡Están cambiando la narrativa!
―¿Quién está diciendo eso de nosotros?
―El tal Castillo ese. Ahora está diciendo por los periódicos que somos unos vándalos. Te necesitamos, Diego.
―Ya sé, De los Ríos ―suspiró con rabia y restregó sus manos en su rostro―. Ahora mismo estoy acabando con los acuerdos del sur, y necesito que esto quede saldado si queremos salir a las calles para hacer valer nuestros derechos con calma.
―¿Por qué no le dices a esos Carroñeros que nos ayuden también? Es del sur de quien están hablando, no de solo un lado.
―Me encantaría hacerlo, De los Ríos, pero es complicado.
―Intenta hablar con ellos, Diego. Nos tachan de asesinos, de vándalos... ¿quién sabe qué vendrá después? Y no podemos soportar otra reforma de esas; no nos alcanza para nada, y la policía acá no nos hace sentirnos seguros.
―Intentaré hacer lo mejor que pueda ―sonrió por decencia―. Por el momento, sigan marchando, no nos vamos a dejar vencer por comentarios de otras personas ni de políticos. Reforzaré vuestras marchas con más Cruces, unas quince o veinte bastarán para cubrir todo. En el momento en que los acuerdos se formalicen iré a marchar con todos vosotros y Las Cruces igual, contarán al menos con sesenta personas con un mismo color y mensaje que vosotros. Y tranquilos, si esto no comienza a funcionar, tengo una idea en mente.
Todos los que estaban allí asintieron a las palabras de Diego. La pequeña multitud se fue disipando, alegando que ahora se reunirían en el salón comunal para decidir qué harán el día de mañana. Diego observó a todos alejarse y borró la sonrisa de su rostro, Lucas lo notó y se acercó conforme el rubio se adentraba a la sala donde estaban los acuerdos.
―Diego.
―Dime, Lucas.
―¿Cuándo piensa entregar los acuerdos?
―Esperaba hacerlo hoy, pero no quiero adentrarme en territorio de los Carroñeros tan tarde. Será mañana a primera hora, y esperar si Will accede a estos sin tomarse tanto tiempo.
―Usted solo avise y lo acompañaré. De seguro que unos cuantos más también. Ninguno pensamos dejar a nuestro líder solo.
―Muchas gracias. Firmaré los acuerdos y pensaré un poco en mi habitación lo que haremos con las marchas. Las protestas se están saliendo de control mediáticamente y nos están tildando como los malos, tanto antes como ahora.
―¿Qué piensa de la propuesta de la señora? ―Preguntó adentrándose al cuarto de antes con el rubio.
―No podemos pedirle ayuda a los Carroñeros cuando tienen parte de la culpa. La ciudad piensa que solo existen Las Cruces, y que tanto el Bronx como su droga son nuestras, así que ellos no están en el radar de nadie; no les beneficia aliarse a nosotros si no se ven amenazados.
―A no ser que ese tal Castillo haga algo...
―Ya, pero lo mucho que puede hacer ese cabrón es crear una ley o reforma que haga que nos echen del sur, pero nadie va a aprobar eso si no hay garantías de que tendremos un nuevo lugar para vivir ―comentó Diego mirando los acuerdos―. También necesitamos saber quién pudo ser el responsable de los cuerpos encontrados. Ahí nos quieren inculpar de eso, porque según los sospechosos que vieron dejando los cuerpos vestían con ropas verdes.
―Yo me encargo de eso jefe ―persuadió Lucas―. Le diré a otros dos que me acompañen a revisar tanto el lugar como las noticias que se dieron sobre el caso.
―Perfecto. No llaméis tanto la atención, id sin las chupas ni nada así, y lo que sepáis me lo decís a mí.
―No se preocupe, lo tengo en llamada rápida por si algo ocurre.
―Esperemos que nada malo pase ―finalizó, firmando los acuerdos y dejando el documento sobre la mesa.
Tanto Diego como Lucas salieron de la habitación. El segundo llamó a las únicas cuatro Cruces que vio disponibles y presentes en la Guarida, y les dijo que su misión ahora era buscar información sobre los cuerpos. Diego vio a sus compañeros marcharse y subió las escaleras hasta llegar a su planta, donde allí se encerró en su habitación y se deshizo de sus prendas. Se recostó en su cama con solo su ropa interior y encendió un porro que empezó a fumar mirando al techo de su habitación.
El poco aire que podía ver le nublaba la vista a tal punto de notar imágenes en aquellas pequeñas nubes. En esos garabatos que veía en su mente podía reconocer las siluetas de lo que fue su relación con Carla hasta hace unos meses. Diego ha tenido demasiadas cosas en la cabeza estos días, pero lo último que supo de ella fue el día siguiente al solsticio, porque en la casa de Johan no cruzaron demasiadas palabras o información del otro. Diego solo conocía que ella ahora dormía en la Casa de la Esperanza, en lo que solía ser su cuarto. A pesar de desconocer mucho de lo que ocurría ahora con Carla, Diego no se la sacaba de sus pensamientos.
Johan tampoco se iba de su mente, y Diego ya ni intentaba algo para solucionarlo. El rubio seguía desconociendo por qué el menor seguía en sus pensamientos, y mucho menos entendía por qué Carla seguía estando en su cabeza; los dos volaban en su mente y Diego no tenía motivos para creer en ese fenómeno.
Diego supuso que se trataba de un gusto que estaba desarrollando por el menor, pero distanciarse de Carla no solo reafirmó aquella idea, sino que dejó en claro que la rubia tampoco sería fácil de olvidar con el pasar de los días. A ninguno los imaginaba como un desfogue sexual, sino alguien en quien recostarse y pasar la tarde juntos. Calada tras calada, Diego solo revivía los momentos con Carla, y a su vez imaginaba lo que podría hacer si se sinceraba con Johan.
Diego reconocía que los tres debían tener una charla, pero él era un cobarde para ello y prefería ahorrarse las molestias de pasar un mal rato. No sabía cómo reaccionará Johan, y con Carla ya quedó en claro lo que pensaba. Aun así, Diego seguía sin averiguar qué era lo que quería. Por mucho que no durmiera por no pensar en otra cosa, Diego no daba con una solución a ello, e incluso se aventuraba a pensar que no había una respuesta a su problema.
«Si al final esto va a ser lo más normal que me pase después de todo», pensó tras la última calada al porro antes de que acabara y él decidiera en dormir un poco aprovechando la soledad y silencio de la Guarida. Su último pensamiento fue esperar que mañana a primera hora se resolviera uno de sus principales problemas.
Por otro lado, Manuel tiraba del brazo de Johan mientras los dos entraban a la Guarida tras bajarse de la motocicleta del menor. Su presencia allá solo la podía explicar Manuel, pues el mayor reconoció durante los últimos días que faltaba poco para estudiar otra vez, y que Carla y Johan eran del mismo grupo de amigos, por lo tanto debían de solventar sus problemas como fueron expuestos en la noche del año nuevo. La familia de Manuel llegó hace unos días y desde el viaje no le han dirigido palabra alguna al mayor más que las necesarias. Su hermano le miraba con rabia y Manuel aceptaba ese trato. Por lo tanto, Manuel prefería solucionar los problemas privados de sus amigos que enfrentar su realidad en casa.
Johan no ha querido tocar el tema de Manuel, en especial cuando no sabía qué decir o qué solución brindar al problema del su amigo. Johan tampoco ha querido tener más cosas en su mente cuando ahora debía darse a la tarea de buscar un nuevo empleo, y el único que tenía asegurado en el anterior bar ya no era una opción viable. El menor no sabía qué mierdas hacer para los próximos meses que venían, y pensaba que hablar con Carla para solucionar algo era crear más problemas, pues Johan no tenía ningún problema con la rubia, y la que se debería disculpar y explicar era ella.
Manuel observó una vez más la Guarida. Ya era su segunda vez allí y aún le seguía fascinando algunas cosas de las instalaciones. Johan por otro lado solo se sentó en el primer sillón que vio, ni siquiera se inmutó en ver otras zonas del lugar. El menor no quería estar ahí porque no le encontraba motivo para ello.
―Pues esto está más solo que la una ―comentó Johan.
―Ya ves, no hay ni un alma ―respondió―. Al igual y todos están reunidos para hablar de las marchas.
―Quizá.
―Mira, Johan, sé que no quieres estar aquí, pero yo hago esto por la salud de nuestro grupo, y ya ni eso; la salud de vosotros como amigos que sois ―explicó―. Tú, Carla y Diego deben tener una charla.
―El problema, Manuel, es que yo no tengo nada que ver en ese tema. Eso es algo que solo compete a ellos dos, y yo soy un factor que espera para la decisión final. No tengo voz ni voto en el tema de ellos.
―Eso es lo que tú crees ―canturreó.
―¿Entonces qué es? Dime para aclararme.
Antes de que pudiera decir algo, Carla entró por las puertas de la Guarida. Los dos chicos la miraron y Carla se tensó al ver a Johan. El mayor abrazó a la rubia y Johan se levantó para hacer lo mismo, pero ella se mostró reacia a su intención. Johan solo elevó un poco la comisura de sus labios y bufó.
―¿Para qué me llamaste, Manuel?
―Para que habléis. Sé que lo de la noche de año nuevo tiene mucho más por lo que contar. Os merecéis explicaciones.
―Las merezco yo, porque no sé qué quiere de mí ―soltó Johan.
―No quiero nada más de ti, solo que abras los ojos.
―Volvemos al mismo cuento, hasta pareces mi mamá ―suspiró con rabia―. Manuel, yo me voy, de verdad.
Johan salió de la Guarida sin escuchar o ver a Manuel. No obstante, habría sido mejor quedarse.
Enfrente de la motocicleta de Johan se encontraba una camioneta negra. El menor solo la observó desde las escaleras, ni siquiera alcanzó a bajar del todo porque desconfió del coche estacionado. El menor quiso entrar al edificio otra vez, pero cinco hombres enmascarados se bajaron y le apuntaron con armas de fuego. Johan se congeló por miedo y los cinco sujetos empezaron a llevárselo a tirones.
Manuel notó lo que estaba ocurriendo y advirtió a Carla, la cual buscaba el número de Diego en su móvil. Sin embargo, fue igual de tarde. Tres individuos entraron, sin importarle el lugar donde estuvieran, y también se llevaron a Manuel y Carla sin tener la oportunidad para hacer algo e impedirlo. Los tres chicos desaparecieron en aquella camioneta y el tiempo pasó.
A las ocho de la noche, ya había Cruces en la Guarida, y todos se preguntaban de quién podría ser la moto de afuera. Lucas observó la zona hasta reconocer una especie de carta colocada sobre la motocicleta. Levantó el sobre y reconoció la dedicatoria: para Diego.
Lucas no lo pensó dos veces y fue a buscar al líder junto a Martín que lo acompañaba. La noche estaba más fría que de costumbre, entonces supuso que el rubio ya se encontraba dormido. Lucas golpeó tres veces la puerta, y después de diez segundos Diego apareció con cara adormilada y con una sábana pegada a sus hombros.
―Disculpe haberle molestado...
―No se preocupe, Lucas, dígame qué necesita ―respondió tratando de acostumbrarse a su modo de hablar.
―Hay una motocicleta en la entrada, lleva ahí un buen rato y no es de nadie ―Diego arqueó la ceja pensando que ese era el problema―. Había esto sobre el asiento, y tiene su nombre.
―Dame eso ―Lucas le entregó la carta y Diego le sonrió―. Muchas gracias, podéis iros.
Lucas le sonrió de regreso y se fue junto a Martín por el pasillo. Diego cerró la puerta y se sentó en una de las sillas de la mesa del medio. Diego observó el sobre negro con un ligero relieve clásico. El rubio reconoció que este tipo de sobres solo los vendían en el sur. Diego abrió el sobre y notó un pequeño papel adentro. «Quiero jugar algo», leyó Diego. Lo siguiente fue lo último que contenía esa carta: «Llama a este número». Diego hizo caso y no lo pensó dos veces; llamó y esperó a que sucediera algo.
Cuando el timbre dejó de sonar, un silencio recorrió la línea, incomodando a Diego por diez segundos. De repente, escuchó los gritos de una mujer y las quejas de otros hombres. Una respiración cercana se escuchaba a través de la pantalla, y ahí Diego reconoció que algo andaba mal.
―Diego ―canturreó una voz familiar―. ¿Me extrañas?
―Will ―confirmó Diego―. ¿Qué quieres?
―Resulta que me ha dicho un pájaro que os están jodiendo por todos los lados posibles; toda la ciudad está en contra vuestra... y no me quise quedar atrás ―Diego no lo vio, pero podía jurar que Will había sonreído―. Estuve por tus lados del sur, Diego, ya que no hay acuerdo alguno que me lo impida.
―¿De qué hablas, Will?
―Escuchalo por ti mismo ―invitó, y en cuestión de segundos empezaron a sonar unas voces familiares para Diego. El rubio se quedó estático en su lugar, pensando qué ocurría―. Resulta que anduve por tus barrios y me encontré con tres individuos: una rubia, un alto y un enano.
Diego no pudo evitar apretar el puño, que más de ser por rabia, era por miedo. Will volvió a sonreír y Diego maldijo en su mente. A través de la línea Diego reconoció con más agudez los quejidos de Carla, los insultos de Johan y las persuasiones de Manuel. Will no mentía.
―¿Qué mierda haces, Will? ¿Qué coño pretendes hacer? ―Escupió con rabia.
―Lo que dice en la carta: divertirme un poco ―comentó entre risas―. Ahora, Diego, no pienses que los tengo aquí a ellos porque fueron los primeros que vi, sino porque sé el valor que tienen para ti.
―¿Qué quieres que haga? ―Preguntó rendido, Diego no tenía cabeza fría para pensar y solo quería sacar a sus amigos de allí de una vez.
―Quiero tu puto culo aquí en el Bronx en veinte minutos. Ven solo si quieres que tus amigos estén bien ―dijo con frialdad―. No queremos más noticias de cadáveres encontrados aquí en el sur, ¿verdad, Dieguito?
La llamada se cortó. Diego dedujo que el tema de los cadáveres debía ser cosa de los Carroñeros, pero aún tenía la duda de su motivo y su operativo. Sin embargo, ese fue un tonto pensamiento que tuvo, porque lo que debía tener en mente ahora era la seguridad de sus amigos. Diego se vistió con afán y bajó a la primera planta, donde se encontró con Lucas.
―Debo salir. Te quedas al mando de Las Cruces en lo que regreso ―avisó.
―Puedo preguntar a dónde va.
―Puedes, pero no te responderé. Tú solo cuida de todos, ¿vale?
―Lo haré ―aceptó y Lucas se retiró con la duda de las acciones de su líder.
Diego salió de la Guarida y se encontró con la motocicleta que decía Lucas; en efecto, era la de Johan. Diego suspiró, comprendiendo que Will no le estaba mintiendo. Diego no le quiso decir nada a Lucas porque sabía que todos querrían ir con él, pero Diego debía ir solo.
Los últimos copos de nieve de la temporada de invierno en Madrid comenzaron a caer, acompañando a Diego en su camino hacia el otro extremo del lado sur. Diego esperó que solo se tratase de una broma de mal gusto, pero algo de lo que dijo Will llevaba razón, y es que todavía no había acuerdos para el sur, por lo que los Carroñeros podían hacer lo que quisiesen, y lo de esta noche era una prueba de ello.
Lo que comenzó como una historia de jóvenes estudiantes luchando por sus propios problemas, resultó en la unión de todos comiéndose la mierda de terceros.
Diego sentenció que si algo ocurría hoy, la guerra era inminente y que nada ni nadie sería capaz de detenerla.
Las Cruces no se dejarán vencer.
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