XX
«LAS CRUCES»
«Un poco de rebelión
de vez en cuando
es buena cosa».
Thomas Jefferson
La peor noche que vivieron fue Halloween, pero la del solsticio de invierno fue la más frenética de todas.
Mientras los dos enamorados caminaban por las calles del norte, los otros cinco estaban en la búsqueda de su amigo perdido. El coche estaba en las calles del norte de Madrid, conduciendo con precaución por la basta niebla. Valentina los estaba esperando en la esquina, y cuando el coche aparcó cerca, notaron la figura de la morena esperando bajo la farola. La mujer estaba en ropas demasiado expuestas, por poco y no estaba desnuda.
Los cinco se bajaron, tomando sus cosas necesarias y acobijándose en sus prendas. La morena estaba cubierta por una bata que tenía, ocultando debajo de esta el traje que usaría para esta noche: las memorias del clásico rocanrol, ese era el tema para las presentaciones.
―Valentina, hola ―saludó Manuel, abrazando a la chica. Los demás solo le sonrieron y ella hizo lo mismo.
―Al principio no creí lo que me decías, pero busqué por el cabaré hace unas horas, y me encontré esto ―dijo, enseñando la mochila del menor. Manuel la tomó con afán y revisó sus cosas, encontrando allí el móvil apagado―. Estaba escondida debajo de toda la utilería que ya no sirve. Solo Jaime tiene acceso a esa bodega.
―¿Son sus cosas? ―Preguntó Marina.
―Sí. Incluso aquí están las llaves ―informó Manuel, colgándose la mochila.
―¿Qué tanto buscaste? ―Preguntó Diego.
―Lo que me era posible. Revisé la bodega, los vestuarios, e incluso las zonas de descanso. Lo único que no tengo permitido entrar es la oficina de Jaime. He escuchado que ha puesto más música que de costumbre, pero no he visto nada más raro allí.
―Debe estar ahí ―apuntó Manuel―. Si sus cosas están aquí, él también debe estar aquí.
―¿Cuál es el plan? ―Preguntó Carla―. No podemos entrar así como así.
―Hay que crear una distracción ―propuso Félix―. La alarma de incendios o algo.
―Puede haber una distracción menos drástica ―intervino Valentina―. Hoy es una de las mejores presentaciones del cabaré: memorias del rocanrol. Todo mundo estará presente para ver el espectáculo, incluso Jaime. Si sois sigilosos, podréis entrar a su oficina sin ser descubiertos.
―Entremos. Observemos el lugar y vemos qué hacer ―propuso Diego―. Estoy seguro de que Johan debe estar ahí.
Todos asintieron y caminaron hasta el sitio.
―¿Por qué estás vestida así? ―Preguntó Manuel a Valentina.
―Es mi atuendo para presentarme.
―Con todo respeto...
―Ya sé que parezco una puta ―repuso con afán―. Jaime ha estado poniendo al cabaré como un... prostíbulo.
―¿Perdona?
―Sí. Hace dos días dijo que estaba pensando en abrir ciertas partes del lugar como zonas más privadas.
―Él no puede hacer eso.
―Eso lo sé, pero no hay mucho que podamos hacer ―repuso―. Muchos necesitamos el dinero, y no hay otro lugar en la ciudad donde podamos hacer lo que nos gusta... o siquiera que nos reciban para un empleo. Dime, ¿quién va a contratar a una mujer negra transexual?
Manuel no respondió, solo bajó la mirada y siguió con los demás.
Antes de llegar a la entrada, Marina hizo detener al resto al suspirar de sorpresa. Por la calle abajo venían Andrés y Sara, sujetados de la mano y riendo con intimidad. Marina se adelantó y encaró a sus amigos.
―¿Chicos?
―Hey, Marina, ¿qué pasa? ―Saludó Andrés.
―¿Qué haces aquí afuera? ―Preguntó con afán. Recordó su situación con Paula y dedujo que quizá la rubia había dejado de pagar por su estadía.
―Me curé... lo creas o no.
Marina sonrió, pero no dijo nada. Andrés tampoco supo qué más decir. Sara se disculpó al sentir que ellos se debían una charla, por lo que fue a saludar a Carla.
―Perdón por no irte a visitar, de verdad ―dijo Marina―. Cuando lo quería hacer no me sentía bien, luego todo me atacó y me abrumó... no quería abrumarte a ti tampoco.
―Descuida. Creo que fui un poco grosero contigo en las audiciones. A fin de cuentas, una de las razones por las cuales estoy aquí, afuera y feliz, es por ti ―informó y Marina se sorprendió―. Tú me mandaste a ese lugar porque querías que estuviera bien. Al principio no lo quise ver así porque estaba furioso, pero con el pasar de los días comprendí que tú siempre has estado para mí en los momentos más difíciles. No fue justo tratarte así cuando me estabas ayudando. Y me retracto mucho lo que te dije la última vez en mi apartamento: eres mi mejor amiga, Marina. Te quiero.
Los dos amigos sonrieron y se abrazaron con fuerza. Andrés soltó alguna que otra lágrima mientras Marina no dejaba de respirar su aroma; lo extrañaba demasiado. Andrés repitió varias veces durante el abrazo «estoy bien». Marina no esperaba ver a su amigo esta noche, pero le hizo tanto bien hacerlo.
Por otro lado, Manuel se acercó a donde estaba Sara tras esta disculparse con Carla. La rubia se acercó dónde estaba Diego, y tanto la sureña como el mayor pudieron hablar después de mucho tiempo sin hacerlo.
―Hola ―saludó Manuel.
―Hey.
―No andaré con rodeos, te quería pedir perdón por no haber hablado contigo antes. No te ayudé y ni siquiera te pregunté cómo estabas después de Halloween, y me siento mal por ello. Eso no lo hace un amigo... y alejarme tanto de ti, después de haberte dicho que te iba a ayudar, no merece perdón.
―Descuida. Tú tienes tus problemas, yo tengo los míos. No podemos estar pendientes del otro en todo momento ―repuso y le dio un rápido abrazo―. Parte de ser amigos es comprender que podemos ayudarnos en cualquier momento y será igual de valioso.
Manuel bajó la mirada y sonrió.
―Veo que hablas más con Andrés.
―Sí... ―dijo y le miró. Sonrió―. No me lo esperaba.
―Espero que estés bien, Sara ―dijo tan pronto volvió la vista―. Espero que estés llevando bien lo del embarazo y... quizá pienses que soy un hipócrita por decir esto, pero puedes contar conmigo. No me volveré a alejar.
―Gracias.
―Bueno, ¿ya habéis dejado las bienvenidas? ―Alegó Diego―. Tenemos algo que hacer.
―¿Qué ocurre? ―Preguntó Andrés y caminó junto a Marina hacia el resto del grupo.
―Johan ha desaparecido y sospechamos que está ahí dentro ―señaló Manuel.
―¿Necesitáis ayuda? ―Preguntó una vez más Andrés.
―Entre más ojos mejor ―repuso Diego y palmeó el hombro de Andrés.
―Entonces entremos que ya va a iniciar el show ―dijo Valentina y el grupo la siguió.
En el lugar había una gran fila, rodeaba todo el estacionamiento, el cual también estaba a reventar. Todos entraron gracias a Valentina, quien les dejó seguir al avisar a los de seguridad. El lugar estaba el doble de lleno que la fila de afuera; cada palco estaba con su máximo de capacidad, y toda la primera planta estaba ocupada, era incluso complicado para los meseros pasar sin tropezarse.
Valentina llevó a los chicos a una zona donde allí podían ver el escenario principal, sin sentirse agobiados por la multitud. Marina con ayuda de Félix vigilaba las zonas altas y Carla junto a Diego la zona baja. Andrés se tensó un poco por la cantidad de gente, por lo que se colocó los cascos para distraerse. Sara revisó por un indicio de Johan, pero no veía nada.
―Ahí está ―avisó Valentina, señalando a un lado del telón cerrado del escenario principal―. Él es Jaime.
―¿Hay un plan? ―Preguntó Manuel tanto a la morena como al resto.
―Tengo una idea, pero necesito de vuestra ayuda ―dijo Valentina, apuntando al músico, la ladrona, la embarazada y la pija.
―Manuel, tú que tienes la mochila de Johan, te recomiendo que vayas alistándote para ir a buscar su motocicleta. Andrés, te quedas con él por si necesita ayuda ―dijo Diego―. Ahora, cualquiera que sea tu plan, debes decírnoslo ahora; entre más tiempo perdido, más tiempo quedaremos con la duda si Johan no llega a estar aquí.
―Vale, la oficina de Jaime está tras bastidores. No puedes entrar allí por el escenario, te verían todos y allí es donde todas correrán por la distracción. Debes entrar por esa puerta que ves a la derecha del todo; no llames demasiado la atención ―explicó Valentina con detalle―. Manuel y Andrés, ya se os dijo qué hacer. Quedaos aquí por si algo ocurre; cuando veáis a Diego entrar, escabulliros por la puerta e id a por la moto, está atrás del edificio cubierta por varias lonas. Esperad a la señal, vosotros sabréis cuál será.
Valentina tomó a los chicos y se los llevó, dejando a Manuel, Andrés y Diego atrás. Los tres observaban el lugar, no queriendo pensar que podía ser verdad, pero mantenían la esperanza de ver a Johan en algún lugar de ahí. Manuel quería ver de nuevo a su amigo aunque no lo haya extrañado como se debía, y Diego quería corroborar sus pensamientos por el menor.
―¿Alguna vez te has sentido confundido? ―Preguntó Diego después de revisar que Andrés no escuchaba la conversación por los cascos―. ¿Con respecto a las cosas que quieres?
―Muchas veces ―respondió Manuel, notando que las luces empezaban a apagarse y los quejidos de afuera se hacían más ruidosos―. Cuando pienso en ello, solo busco la respuesta en mi corazón. Sé que suena bastante novelero, pero así lo siento.
―¿Cómo sabes que no se está equivocando?
―Porque me conozco muy bien y sé las cosas que quiero ―explicó―. Muchas veces mi corazón no es ajeno a mi cerebro; me comprende y sabe lo que me hace bien.
Diego observó al mayor por el rabillo de su ojo, observando la sonrisa que este desprendía.
―Espero que tengas razón ―dijo, palmeando el brazo de su amigo.
―Espero que tú no te equivoques con lo que piensas ―respondió.
Las luces se extinguieron en su totalidad, y solo unos pequeños bombillos colocados en el borde de la tarima iluminaban el lugar. Detrás del telón se hallaban los demás, acomodándose a un lado de la banda. Valentina les avisó a los músicos un cambio de planes; le entregó una guitarra a Félix y les hizo la señal a las chicas.
Valentina les propuso una distracción musical. Apenas las chicas que se presentarían vieran que el escenario estará ocupado, se quejarían al momento con Jaime, que ahora estaba en la barra. La jugada era perfecta y contaba con tiempo más que suficiente para ello.
Valentina asomó su pierna izquierda por fuera del telón, para que el encargado de la música y efectos situado en lo alto del lugar le diera inicio al espectáculo.
―Por última vez en el año, el cabaré Medialuna Llena se alegra de tener la casa llena; sobre todo en la noche donde la magia musical es única. Hoy es la noche de las memorias del rocanrol clásico, y como introducción para ello, me enorgullece presentaros a la Pequeña Mezcla ―anunció el presentador a gritos. Todos aplaudieron y el telón se abrió.
La poca luz reveló la silueta de tres mujeres enfrente de un micrófono. La banda se podía observar también, como una imagen distante de los músicos que deleitarán a todos en la noche. Diego entendió aquello como la señal que debía hacer, así que se encaminó con paso seguro hasta la puerta de los vestidores.
Las chicas que debían presentarse se preguntaron qué ocurría con las personas sobre la tarima; Valentina las echó con la mirada y las cuatro chicas bajaron al instante a buscar a Jaime. El público se preguntaba por la caminata que hacían las cuatro chicas, y estas alegaron a los cuatro vientos una vez estuvieron enfrente de Jaime.
Manuel observó todo desde su lugar con intriga. Tomó las llaves para tenerlas listas, apretándolas entre su puño. Palmeó el brazo de Andrés para que estuviera listo y se quitó los cascos. Manuel buscó con su mirada a Diego, reconociéndolo empujando a algunos clientes. El rubio pedía perdón, a otros los regañaba por no permitirle el paso. Jaime no podía entender nada de lo que las chicas decían; las luces del escenario comenzaron a tener apertura y las baquetas de la batería se hicieron sonar.
El saxofón se unió con el rápido toque de las baterías. En adición estuvieron las trompetas que poco usaban y la guitarra que tocaba Félix relucía al hacer un pequeño riff en la introducción. Cuando el instrumental cobró sentido, todo el público posó sus ojos sobre el escenario y las tres figuras femeninas.
Era «Jailhouse Rock» de Elvis Presley lo que tocaban, y la audiencia estaba más que intrigada por la presentación. La chica del medio fue iluminada por el foco principal, demostrando a Valentina fuera de su bata; vestía un corsé agujerado, una minifalda de cuero, medias veladas y tacón alto. Su cabello caía en mechones ondulados y su maquillaje no pegaba para nada con la canción. Félix siguió con las ordenes que ella dio y ánimo a la banda a que trajeran más energía a la presentación. Carla comenzó a cantar mientras Valentina bailaba para que ella fuera el centro de atención.
Jaime observaba todo desde su lugar, pero fue un peculiar rubio que reconoció haberlo visto hace semanas el cual llamó su atención al intentar entrar tras bastidores. Jaime advirtió a los guardias más cercanos, e incluso a los de la puerta.
El dueño también se encaminó detrás de Diego para detenerlo. Valentina notó eso, así que dejó la canción en el primer coro, logrando que las chicas tomaran los micrófonos entre sus manos y pasaran enfrente para seguir con el show. Para cuando Marina empezó a cantar el segundo verso, Manuel notó por su espalda la caminata de los guardias. El mayor no lo pensó dos veces, y junto a Andrés empujaron e incluso golpearon a los guardias para detenerlos. De no ser porque Andrés gritó que todos los que estaban afuera podían entrar, ellos habrían sido golpeados de regreso con más fuerza por los guardias. Las personas empezaron a entrar por la fuerza, incluso ahora con la canción de fondo. Para cuando Sara inició con el tercer verso, Manuel y Andrés salieron a tropezones del cabaré, y corrieron alrededor del edifico para buscar la motocicleta.
Mientras tanto, Diego rebuscaba la salida del pasillo, encontrándose con la ropa tirada y el maquillaje abierto: estaba en los vestidores. Recordó lo que Valentina le dijo, observó la segunda planta y notó gracias a un cartel a la derecha que ahí estaba la oficina de Jaime. Sin embargo, antes de siquiera dar un paso, dos guardias aparecieron desde la oficina; ellos bajaron y encararon al rubio con veinte pasos de distancia. Diego sonrió de lado y se lanzó contra los dos guardias.
El tercer coro sonaba y el puente musical estaba por llegar. Diego repartía golpe tras golpe a los guardias lo mejor que podía. Rompió un espejo al arrojar a uno contra este y el otro le regaló un gran golpe en el rostro a Diego. El rubio se desorientó, cogió el maquillaje que estaba sobre la mesa donde cayó y se lo tiró al guardia cuando este le iba a atacar de nuevo por la espalda. El segundo guardia terminó en el suelo y Diego se aseguró de darle una fuerte patada para dejarlo inconsciente.
Diego corrió escaleras arriba mientras el puente musical ocurría: Félix hacía algún que otro riff, mientras que el saxofón y la trompeta resonaban en alta calidad por todo el cabaré. El rubio tiró la puerta de la oficina con una gran patada y ahí comenzó a rebuscar por todo el lugar. Reconoció un armario viejo, estaba movido hacia afuera, como si fuera la puerta a un lugar. Diego aspiró a que Johan se encontrara allí.
Era verdad que Johan estaba ahí. Diego empujó más el armario y reconoció al menor, atado de pies y manos en lo que parecía ser un lugar bastante malo. Era un cuarto secreto, donde con suerte cabían tres refrigeradores. Johan tenía el cabello en su rostro, y lloraba por todo el estruendo que había escuchado y por toda la situación.
El rubio corrió con afán, sacando la navaja que tenía escondida en su pantalón; tomó las muñecas del menor y liberó tanto sus manos como sus pies. Johan no quiso ni pensar por qué Diego era el que lo estaba salvando, pero le abrazó con tal fuerza que el rubio no pudo contener la reacción y la respuesta. Diego tomó en sus brazos a Johan de la misma forma que el menor se aferraba al rubio; Johan no quería volver a pasar por esa experiencia.
―¿Estás bien? ¿Te hicieron algo? ―Preguntó Diego con afán. Johan no respondió, solo seguía mirando al sureño como si fuera una ilusión―. Ven, te voy a sacar de aquí.
Diego tomó a Johan y lo cargó entre sus brazos. El cuerpo de Johan había disminuido demasiado, se le hacía increíble a Diego lo poco que llegaba a pesar el menor. Johan se escondió aún más en sí, solo quedando la imagen de un chico aterrado en los brazos de su salvador. El ruido de afuera era el coro después del puente y los gritos de varias personas acompañaban la emoción. Diego logró escuchar que tanto Félix como Carla, Sara y Marina se unieron para cantar los últimos dos versos, cada uno con una parte diferente y propia.
Jaime entró a su oficina con decisión, apuntando un pequeño revolver a la cabeza del rubio. Diego observó con miedo la situación y Jaime en vez de mostrar temor por ser pillado, demostraba indiferencia. El hombre seguía con su porte imponente, apuntando a los chicos como si fueran los malos de la historia.
―Dejalo ahí, muchacho ―le dijo a Diego―. No quieres un tiro en la cabeza.
―¡¿Por qué le hizo esto?! ―Exclamó Diego con rabia.
―Hay demasiadas cosas en juego que no entenderías ―respondió, quitando el seguro del arma.
De no ser porque Valentina llegó detrás de él con un extintor y le golpeó la cabeza, Diego sería hombre muerto y nadie volvería a saber algo de Johan. La morena le sonrió con efusividad, viendo el cuerpo de Jaime en el suelo.
―Aún está vivo ―avisó ella―. No hay tiempo, debéis iros ahora.
―¿Qué hay de él?
―Ya llamé a la poli, debe llegar pronto. Debéis iros ahora mismo.
Diego asintió y le agradeció con la mirada a la chica que se quedó con el cuerpo de Jaime en el suelo. Diego bajó con afán las escaleras y salió por donde entró; avisó a todo el recinto que estaba ahí tras cargar a Johan, quitando la euforia de todos cuando la presentación acabó y los cuatro chicos agradecían con timidez. Apenas Marina notó a Diego, jaló a Félix y Carla a Sara. Se adelantaron entre empujones hasta llegar al rubio. Marina se hizo paso a través de la multitud, haciendo que puedan salir todos con rapidez. Los guardias que batallaban en la entrada los vieron y tanto Marina como Félix intentaron alejarlos cuando ellos no los querían dejar salir.
Los cuatro chicos lograron salir del cabaré, empujando a los que veían y gritando para que siguieran entrando una vez fuera. Diego salió a pesar de recibir algún que otro golpe en el rostro de parte de la multitud. Manuel esperó sobre la motocicleta de Johan, observando la entrada hasta que vio a sus amigos. Andrés vio a Diego cargar a Johan y se acercó a ayudarlo. Marina corrió hacia Manuel y este se bajó de la moto y tomó a la chica por los hombros.
―¿Qué ocurrió allí dentro?
―Luego sabrás. ¿Sabes conducirla? ―Preguntó mirando a la motocicleta.
―No mucho ―confesó Manuel.
―Dejámela a mí. Ve con el resto ―demandó―. Andrés, te llevo ―avisó y el sureño volvió sus pasos.
Manuel asintió, le entregó las llaves y corrió hasta el coche. Diego batallaba con Carla y Sara para poder subir a Johan, mientras el músico encendía el coche. Cuando Manuel llegó para entrar en el asiento del copiloto, notó cómo Diego cargaba con el cuerpo de Johan y Carla solo le susurraba palabras esperanzadoras al menor. Sara estaba conmocionada, no entendía por qué Johan estaba allí, ni qué tuvo que pasar para que él se encontrara en ese estado.
Manuel no entendía por qué sus amigos hacían eso, hasta que vio a Johan. El menor tenía ojeras y esos no eran los únicos morados en su rostro; no había duda de que también tuviera varios escondidos debajo de su ropa. Su ropa estaba mugrienta, sus labios estaban resecos y Manuel podía jurar que estaba más pálido que de costumbre. Manuel se desacomodó de la mochila de Johan, rebuscando algo que poder darle, pero no encontró nada; el menor se acomodó mejor y se refugió en Diego.
Félix arrancó, y a ordenes de Manuel, fue encaminado al apartamento del menor, con Marina y Andrés siguiéndoles en la motocicleta. Dentro del coche, Carla miraba a Johan con preocupación y Manuel se permitía observar a sus dos amigos a través del espejo retrovisor. Félix no desviaba la atención del camino porque manejaba con afán, pero de vez en cuando observaba a Manuel para calmarlo con su mirada.
―¿Qué ocurrió dentro? ―Preguntó Manuel después de un buen tiempo.
―El mágico plan de Valentina fue dejarme solo mientras estos hacían un numerito musical ―alegó Diego con colera―. Perdón. Sé que sirvió, pero me sentí dejado en la boca del lobo. Me peleé con dos guardias y cuando estábamos por irnos, el dueño nos apuntó con un arma. Valentina lo dejó inconsciente, llamó a la policía; espero que lleguen pronto y se lo lleven.
―Con tal de que no le ocurra algo a ella ―dijo Manuel.
―¿Sabemos cómo está Johan? ―Preguntó Carla.
―Bastante jodido. Está golpeado, y no descarto que muerto de hambre; con suerte habrá recibido algo de comida ―explicó Diego.
―Quiero irme a casa ―murmuró Johan, escondido en el pecho del rubio.
―Ya casi llegamos ―suavizó.
Manuel tenía intenciones de decir aquello, pero Diego se le adelantó. Manuel giró su rostro hacia el camino una vez más, reconociendo que estaban llegando al centro de Madrid. La niebla era casi inexistente en esta zona de la ciudad. Las calles no estaban tan transitadas como hace meses debido a las festividades, pero eso no borraba la basta iluminación que cubría las calles.
Luces de colores y chocolates calientes; todo era felicidad afuera, mientras dentro del coche los chicos morían de ansiedad.
Llegaron al apartamento de Johan en unos diez minutos más. Marina dejó la motocicleta a un lado del coche dentro de un estacionamiento al lado del edificio. Mientras Félix y Marina dejaban todo ahí, los demás llevaban a Johan a su lugar. Llegaron hasta el piso del menor, Manuel abrió la puerta y encendió la luz una vez estuvo dentro.
Diego, como si se conociera el piso, dejó al menor sobre la cama en su habitación. Carla se encargó de abrir un poco la puerta del pequeño balcón para que entrara nuevo aire; el apartamento desbordaba olor ha guardado y encerrado. Manuel, si bien fue el primero en saber que Johan vivía solo, nunca había estado allí, así que mientras Diego se aseguraba de Johan en el dormitorio, el mayor revisaba la casa de su amigo. Andrés y Sara estaban juntos escondidos en la cocina, él no decía nada y Sara solo admiraba el apartamento y las cosas que les faltaban al de ella.
Valentina le ha contado a Manuel que Johan solía no tener muchas cosas dentro, pero con el paso de tres semanas ya era el apartamento de un adulto digno. Johan tenía un apartamento soñado por el mayor: un comedor para sus cenas, una televisión para ver sus películas favoritas, una habitación cómoda para descansar de un día ajetreado y un baño en el cual sentir los cariños que merecía darse. Tenía las máquinas de cocina necesarias para ahorrar tiempo, poseía con una buena conexión a internet, los muebles se veían cómodos y el apartamento en conjunto desbordaba un ambiente hogareño que tranquilizaba.
Carla observaba las pinturas que Johan había colgado en su salón; había varias que eran compradas y algunas otras tenían la firma de Antonio Rodríguez. Las pinturas que eran de su hermano ilustraban dibujos a base de rayones y estos lograban las formas perfectas de aves, animales y una rosa; la cual reconoció Manuel como la misma que tenía Valentina tatuada en su antebrazo.
Félix y Marina entraron al departamento, se quedaron en el salón con los demás, pero Diego seguía sin salir. Manuel se asomó por el umbral de la puerta que al parecer Johan mandó a hacer, pues la madera era diferente a la del modelo del closet de pared. El mayor vislumbró al rubio rebuscando ropa en el armario de Johan. Manuel cerró la puerta porque no planeaba molestar, pero sabía que algo traía Diego; incluso Carla lo sabía con la mirada que le dedicaba a su amigo. Los seis se sentaron en el sofá y en las sillas del comedor para esperar por el rubio.
Diego buscaba en el armario del menor; quería encontrar una ropa para que Johan durmiera y la respuesta a sus dudas en su cabeza. Al final encontró una sudadera y un jersey ancho, pero seguía sin encontrar las respuestas. Diego caminó hasta donde estaba Johan y este se encontraba recogido en sí bajo una sábana. Johan estaba despierto, lo ha estado desde que fue rescatado; no quería dormir porque le daba miedo recordar lo que ocurrió con él.
Diego entendía el sentimiento del menor, porque también lo vio el día que Andrés rescató a Juan de los Carroñeros. Johan lloraba sin lágrimas e hipaba arrítmicamente. Diego se atrevió en acercarse a la cama del menor, sentándose a un lado donde estaba Johan. Diego observó la delicada figura de Johan; remarcó los morados en su rostro, la resequedad de su cabello enredado y las ojeras que parecían nunca desaparecer.
Johan observó al rubio y le sonrió con timidez. Diego le correspondió con las mismas emociones.
―¿Qué tal estás?
―Mejor ―dijo, con la voz tan seca como si nunca hubiera tomado agua.
―Necesito que me ayudes a que te quites esa mugrienta ropa y te pongas esta ―pidió. Johan asintió y, con dolor en su cuerpo, se sentó a un lado de Diego.
El menor peinó su cabello, enredando sus dedos en este y tiró con fuerza para desenredar los mechones muertos. Johan se deshizo de la sudadera negra que tenía puesta, junto a los vaqueros de color gris. Mientras Johan se desvestía a un lado de Diego, el rubio pudo contemplar más zonas donde el menor tenía golpes; varios morados se agrupaban alrededor de los tatuajes del menor, incluso en sus piernas. Tenía rastros en su espalda: rasguños, heridas abiertas, y bultos que parecían ser inflamaciones por golpes. De igual forma, hematomas y rasguños se acomodaban en sus muslos, muy cerca de sus intimidades. Los brazos, además de tener moretones, Diego reconoció unas marcas que antes había visto en Marina y Andrés cuando ellos consumían. Eran idénticas, Diego no podía pensar en otra explicación diferente.
Johan se disculpó con una sonrisa y se adentró al baño. Mientras él se adentraba, Diego pudo notar lo jodidos que estaban sus pies: estaban rojos y sus dedos lucían hinchados. Diego dedujo que se debía a cuando trabajaba bailando, pero él llevaba desaparecido por mucho tiempo y estaba más que seguro que los moretones y colores de sus pies provenían de la misma persona.
Johan ahora estaba bajo la ducha, el agua corría por su piel y sentía la paz una vez más en su cuerpo. Refregó por su cuerpo la pequeña barra de jabón que tenía, masajeando los morados y marcas que no se iban; el agua negra caía de su piel, no se había duchado en todo este tiempo, y restos de sangre colorearon el suelo y tinturaron el agua limpia. No pudo evitar las ganas de llorar, se sentía sucio, dañado. No entendía por qué le había pasado lo que pasó y tampoco quería creer que él tenía la culpa de ello.
Ahí estaba Johan, roto una vez más.
Diego tomó la ropa sucia del menor, salió del cuarto y metió las prendas en la lavadora. Los demás lo vieron expectante por una razón, escucharon la ducha sonar y Diego pudo hablar.
―¿Cómo está Johan? ―Preguntó Marina.
―Como cualquier persona secuestrada estaría: en la mierda ―suspiró Diego. Se sentó en una silla libre y Carla lo miró preocupada―. Lo que sí puedo decirte es que su cuerpo está en la mugre. Tiene moretones, marcas, y sus pies están jodidos. Y... no quiero admitirlo, pero creo que abusaron de él.
―¿Por qué le habrán hecho eso? ―Preguntó Félix preocupado―. Nunca había visto a Johan tan mal.
―Yo tampoco. Ni siquiera le hablé antes de que nos diéramos cuenta de que no estaba más ―suspiró Manuel. El mayor se rascó la cabeza, y se restregó sus ojos―. Me siento de la mierda.
―Tranquilo, no es tu culpa ―suavizó Marina, poniendo su mano sobre el hombro del mayor.
―¿A alguien le encantaría ponernos al día? ―Intervino Sara.
―Johan no se presentó a las pruebas de la beca ―señaló Carla―. Le dije a Diego si sabía algo de él, y descubrimos que podía estar en el cabaré. Sospechamos que lo habían secuestrado o algo... y por lo visto sí fue así.
―Menuda mierda ―masculló Andrés y se recostó sobre el espaldar de una silla.
Carla se acercó a Diego, se colocó detrás de él y le habló al oído.
―¿Estás bien? Se ve que te dieron unos buenos golpes ―musitó, tocando por encima los rasguños de Diego en la cara y los futuros moretones―. ¿Cómo te sientes?
―Estoy cansado. Me sentí alterado, pero ahora me siento un poco mejor.
―¿Hay algo que quieras decirme?
―¿Debería haber algo? ―Preguntó de regreso, dubitativo.
―Te siento extraño.
―Solo estoy cansado, eso es todo ―respondió con afán.
La ducha dejó de sonar y Diego levantó la mirada. Los demás chicos observaron con curiosidad al rubio, este se disculpó y se adentró a la habitación tras darle un rápido beso en la mejilla a Carla. La rubia vio a su novio desaparecer y luego observó a los demás. Manuel entendía lo que sentía ella, porque él tenía las mismas dudas. Carla suspiró y salió al balcón, para luego ser acompañada por Manuel. Andrés fue a la cocina y Sara le siguió.
Marina y Félix se quedaron sentados en el sofá. Los dos no sabían qué decir al respecto, y ni siquiera tenían un tema para discutir. La última vez que tuvieron una verdadera conversación fue cuando la chica llegó a la casa del músico para hablar de sus problemas amorosos. Félix recordaba esa noche con un ápice de felicidad, pero la llegada y partida de Dolores le ha dejado mal.
Marina se encontraba bien a diferencia de Félix, solucionó su tema con Paula y recibió una beca para el próximo semestre por sus artículos. Marina tenía cosas para hablar con él, pero no se atrevía a decir nada. Félix se encontraba igual que antes: Dolores le dejó, la situación de su familia era más complicada de lo que pensó y ahora tenía una oportunidad única, pero no estaba seguro de tomarla sabiendo que las personas que estuvieron ahí para él ya no estarán más. Félix podía hablar de ello y pedir ayuda para solucionar sus problemas, pero tampoco se atrevía a decir algo.
―Nunca te lo dije bien ―inició Marina―, pero gracias por lo que hiciste por mí aquella noche que llegué a tu casa. Perdón por haber sido grosera esa vez.
―No lo fuiste, para nada ―dijo Félix al momento―. De hecho, también me ayudaste en cierta forma. Estaba mal por todo lo que había ocurrido en Halloween y no tenía nada que me animara. Gracias por eso, aunque no fue intencional, lo agradezco.
Los dos sonrieron y después de pocos segundos volvieron a quedar en silencio.
―¿Qué ha sido de ti? ―Preguntó Félix después de varios segundos.
―He estado mejor que nunca. La persona que conocí y quise ahora ayuda en la Casa de la Esperanza, y recibí una beca ―comentó con una media sonrisa―. También puedo decirte que conozco muy bien a las personas cuando mienten o esconden algo. ¿Qué ocurre contigo?
―No sé si debo decirte esto, porque no es algo que te importe ―musitó.
―Si te lo pregunté es porque de verdad quiero saber ―repuso con una sonrisa.
Félix suspiró. Relajó sus músculos y comenzó a hablar.
―Después del musical, un productor me fichó y me ofreció una oportunidad de poder ser un artista. Conocí personas ahí, pero ahora ya no estarán conmigo en esta experiencia porque los echaron ―relató con pena.
―¿Qué hay de malo con eso?
―No debería haber nada, siempre fue mi sueño que algo como esto me pasara, pero descubrí cosas que no me están gustando ―mencionó―. Hoy me llamó lo que sería mi representante para firmar contrato, pero las cláusulas eran demasiado extremistas. Quieren cambiar mi imagen y quien soy para hacer lo que quieran.
―Te diría que lo rechaces, pero es tu sueño. No puedo decirte algo así sin más.
―¿Algún consejo? Necesito escuchar algo que no sea yo repitiendo una y otra vez lo mismo.
―Lo que sea que vayas a hacer, ten presente que lo haces de corazón; porque de verdad lo quieres y porque te sientes cómodo en ello ―comentó, poniendo su mano sobre la del músico.
―Gracias, Marina, de verdad ―musitó él, viendo el toque que ella tenía en él―. Aún tengo un mes más para pensármelo bien, pero creo que tengo una idea. Gracias a ti.
―Tú me ayudaste en su día, así que es justo que te devuelva el favor ―respondió ella, atrayendo al chico a un abrazo.
Los dos se abrazaron en el sofá, sintiendo tranquilidad y seguridad. Félix le mintió a Marina, pues no tenía nada claro todavía. Contaba que tenía algo de tiempo extra para pensar bien qué debería hacer, pero no tenía nada concreto pasando por su mente. Marina sentía que ahora que la felicidad y la paz estaban con ella, se podía dar el lujo de ayudar a los demás de la misma forma que Manuel lo hacía antes. No quería entrometerse en la vida de nadie, pero sí necesitaba saber que todos a su alrededor estaban bien.
Sara y Andrés vieron a Félix y Marina. Los veían con una sonrisa honesta, porque en ellos veían amistad. Ninguno de los dos podía decir algo respecto al resto. A fin de cuentas, Marina se disculpó con Andrés y Manuel con Sara. Parecía que los problemas que tuvieron se solucionaban con un perdón, pues así debía de ser.
―¿Estás bien? ―Preguntó Sara.
―Sí. Solo estoy un poco conmocionado ―repuso con una leve risa―. Escapar de un psiquiátrico y huir de un secuestro parece demasiado para una sola noche.
―¿Preferías no haber ayudado?
―No es eso. De hecho, me siento bien haber ayudado un poco a Johan. No somos amigos ni nada, pero siempre viene bien echarle una mano a alguien ―repuso―. Solo estoy un poco abrumado. Lo único bueno es que me siento mejor sin todas las voces.
―Si quieres relajarte ―dijo ella y le colocó los cascos―, escucha un poco ―añadió y le dio a play al reproductor.
Andrés no dijo nada, solo le sonrió. Sara se acercó y le besó.
Por otro lado, Carla se acobijaba con sus prendas en el balcón. El frío de la noche le golpeaba el rostro, le arrastraba su cabello y sus ojos se achinaban por la ventisca que de vez en cuando salía. Manuel la acompañó en segundos en el balcón. El mayor no le importó preguntar, así que sacó un cigarro; que en el momento de tenerlo encendido, Carla se lo arrebató para fumarlo ella. Manuel bufó y sacó otro para él.
―¿Qué ocurre? ―Preguntó el mayor.
―¿No has notado raro a Diego?
―Debe estar cansado, eso es todo ―respondió en una calada. Recordó la charla que tuvo con el rubio en el cabaré y suspiró―. De todas formas, ¿a qué te refieres?
―Hablo de que está bastante extraño. Como si me ocultara algo.
―Deben ser solo ideas.
―Pueden serlo, ¿pero por qué me hacen sentir tan mal? Si son solo ideas, ¿por qué llego a pensar que de verdad no lo son?
―Últimamente están pasando muchas cosas al tiempo ―musitó, viendo que Carla tiraba el cigarro; se lo había fumado en solo cinco caladas―. Si te hace sentir más calmada, le preguntaré cuando pueda si ocurre algo con él.
La rubia le sonrió y el mayor la atrajo en un medio abrazo. Manuel sabía que algo ocurría con Diego, pero Carla se encontraba mal por la forma en la que ha estado y por la postura que traía cuando entró en la Guarida. Ella estaba lidiando con problemas serios y Diego no debía ser uno más de ellos.
―¿Qué será de Johan? ―Preguntó Carla―. ¿Qué le habrá pasado a él durante todo este tiempo?
―Ni idea, pero nada bueno de seguro.
Manuel siguió fumando, mientras Carla se abrazaba a su amigo para coger calor. Carla no tenía ganas de nada, solo quería dormir y despertar bastantes horas después. Carla de momento no contaba con un sitio para vivir aparte de la Guarida, porque sabía muy bien que no pensaba volver con sus padres. Ella sabía que podía contar con Diego, pero el rubio estaba demostrando que sus sentimientos no estaban ahí.
De hecho, estaban ahora dentro de la habitación del apartamento. Diego esperaba paciente sentado en la cama, limpiando el poco mugre que dejó la ropa desprolija de Johan. El rubio observaba las prendas que Johan usaría para descansar, pensando que se merecía algo así después de lo que vivió. Diego suspiró y observó el resto de la habitación. La gran mayoría de decoraciones eran recuerdos de su hermano. Diego se levantó y admiró una foto de Johan y Antonio años atrás. Luego volvió su mirada y se encontró con lo que parecía ser el botiquín del menor. Diego lo cogió y tuvo las cosas listas para ayudar al menor.
Mientras tanto, Johan observaba su figura en el espejo empañado. El cabello se pegaba a su rostro mojado; sus mechones goteaban y estas caían al suelo que enfriaba sus delicados pies. Johan no ha parado de llorar desde que se metió a la ducha; llorar le irritaba, sus ojos se cansaban y se tornaban en rojo. Lo que vio los últimos días fue algo que el menor no creyó realidad. Su cuerpo perdió el atractivo cuando recibió el primer golpe y cuando la primera mano le empezó a tocar.
Una vez más, lloró con tal intensidad que alarmó a Diego. El rubio entró con afán al baño pensando que algo había ocurrido. Abrió la puerta, encontrándose con Johan solo cubierto por la toalla envuelta en su cintura. El menor observó con ojos lagrimosos a Diego y sin pensárselo dos veces, corrió a los brazos del rubio.
Diego le correspondió a pesar de estar mojado. Johan solo lloraba por querer desahogarse de las dos semanas que no pudo estar en su apartamento o siquiera poder ver la luz del sol y sentir el frío de las calles. Diego consolaba a Johan con pequeños movimientos sobre sus brazos; rozaba los lugares que le dolía, y cuando el menor saltaba por el tacto, Diego lo reponía con una ligera caricia para calmarlo.
El mayor atrajo al menor hasta la habitación, donde allí lo hizo sentarse en la cama. Le mostró las vendas, el alcohol y demás; Johan asintió y Diego se permitió curar al menor como Miguel lo curaba cuando se peleaba. Johan saltaba cuando le ardía la piel, pero se aguantaba, porque prefería sentir cómo lo curaban a que lo molieran más a golpes. Después, Diego se giró para darle privacidad y Johan se vistió en unos segundos; ya estaba vendado y lo suficiente limpio para no pillar una infección. El menor le dio el visto bueno cuando ya estaba dentro de las sábanas, recostado sobre el espaldar de la cama, abrazando sus piernas. Diego no pudo evitar pensar que nunca había visto a alguien más vulnerable como lo estaba Johan en estos momentos. Tomó el atrevimiento de acercarse, sentándose una vez más en el borde de la cama. En otra ocasión, Johan le espetaría para que se alejase, pero él quería compañía y Diego se la estaba dando sin pedir nada a cambio.
―¿Estás mejor?
―Sí ―respondió con voz seca.
―¿Te traigo un vaso de agua?
―Hay uno en el baño ―indicó. Diego se levantó, y a los diez segundos volvió con el vaso lleno de agua―. Gracias.
―¿Me puedes decir qué fue lo que te ocurrió?
―No quiero hablar de ello ―musitó. Johan suspiró con dolor y volvió a hablar―. Solo recuerdo que me sentí completamente solo. Había esta emoción de dolor que no me cabía en el cuerpo y conforme pasaban las horas y los días, ya no sentía nada más que me hiciera daño, porque ya me habían dañado.
Diego lo miró con lástima. Johan sonaba muerto por dentro, ni siquiera tenía esa chillona voz que hacía de vez en cuando o su actitud altanera; ahora era un simple niño roto y asustado.
―Ahora estarás mejor, no te preocupes.
―Gracias, Diego ―dijo, captando la mirada del mayor―. No sé por qué lo hiciste, considerando cómo nos llevamos, pero gracias, de verdad.
―No hay de qué ―respondió con la misma firmeza que la mirada de Johan―. Lo que sea por un amigo.
Por muy extraño que resultase, Johan extendió su mano, siendo atrapada por la mano del rubio. La diferencia del tamaño era notoria; mientras Diego tenía una mano grande, pero abollada y molida a golpes, Johan conservaba una mano delgada y rugosa debido a los trabajos arduos que ha hecho. Johan sentía el calor de Diego pasar por su mano. Los dos sonrieron con timidez, con pena, e incluso con el alma y el cariño a flor de piel. Diego nunca había sentido tal sentimiento y Johan solo disfrutaba de que las alucinaciones que tuvo en su tiempo encerrado al final se hicieran realidad.
La sola mirada que se dedicaban decía más que las palabras ahogadas en sus gargantas.
―Creo que dormiré un poco ―avisó Johan.
―Vale, te voy a dejar para que descanses ―repuso Diego, levantándose con una sonrisa.
Johan se tragó sus palabras de decirle que se quedara, porque no podía decirle algo así tan de repente. Diego observó al menor desde el umbral de la puerta. Johan le dedicó una sonrisa tranquilizadora, se acomodó y observó la pared contraria para poder dormir. Diego cerró la puerta y se encontró con la mirada de todos.
―Está durmiendo ―avisó con voz baja―. Reitero, se ve demasiado jodido.
―¿No le podemos decir nada? ―Preguntó Manuel.
―Lo mejor es que lo dejéis dormir algo, de seguro no pudo hacerlo bien el tiempo que estuvo allí ―dijo Diego.
―Vale, tienes razón.
―Lo que sigue es que no puedo darme el lujo de quedarme aquí toda la noche, debo volver a la Guarida para asegurarme de que Juan ya está ahí o no ―comentó Diego, tomando la chupa de cuero―. ¿Vienes? ―Preguntó a Carla.
―Yo diría que sí ―musitó―. Total no tengo lugar a donde ir.
―¿Perdón?
―Te cuento después.
―Yo creo que también iré ―intervino Marina―. Descansar me vendrá bien.
―Nosotros nos iremos también ―avisó Sara y Andrés se acomodó a su espalda.
―Gracias, chicos, no teníais por qué ―repuso Marina a sus dos amigos. Ellos le dedicaron una leve sonrisa.
―Yo me quedó por si algo ocurre con Johan ―dijo Manuel, apoyándose en el espaldar de un sillón.
―Te acompaño ―repuso Félix desde su lugar.
―Bien, si algo ocurre, llamáis ―avisó Diego, despidiéndose de todos, lo mismo las chicas, y en segundos estuvieron afuera.
Faltaba pocas horas para media noche. Las calles no se encontraban tan concurridas por la zona donde vivía Johan, pero cuando se acercaron al centro para llegar al metro, se encontraron con una gran cantidad de personas caminando de lado a lado. Marina observaba todos los establecimientos, mientras Carla se negaba a hablar nada más que monosílabos a las preguntas de Diego. Andrés y Sara se separaron, pues les quedaba más fácil coger una ruta diferente a la que iban los demás.
Los tres chicos se detuvieron ante un aviso que Marina notó de primeras; era una promoción política de las marchas pasadas y las que vendrán. El cartel tenía a Carlos Castillo en él; Carla lo reconoció al instante. Los demás observaron las palabras que decía el aviso, y en vez de promover la marcha por los derechos, abogaba por que las personas no salieran ese día, pues ningún derecho ha sido vulnerado nunca. Marina no aguantó la rabia de lo que leyó y quiso quitar el cartel, pero fue Carla quien se adelantó, rompiéndolo en un fuerte tirón. Diego quedó pasmado por la actitud de Carla y Marina la miraba con orgullo e intriga. Los tres siguieron con su camino hacia el metro, queriendo pasar por alto lo que acababa de ocurrir.
Dentro del metro había un señor de unos cuarenta. El hombre aullaba palabras sin sentido para Carla y Marina que no le prestaban atención, pero Diego entendió cada una de las cosas que dijo.
―¡Esta vez los políticos nos escucharán! ¡El sur debe desaparecer! ―Gritaba el hombre a los pasajeros que veía―. ¡El sur ha convertido a Madrid en la peor ciudad de España! ¡Carlos Castillo tiene la razón!
Aquel hombre gritaba como si fuera creyente de una religión y estuviera avisando que su salvador llegará pronto. Diego lo miraba desde su lugar con asco y repulsión. Muy pocas veces salía hacia el norte o al centro de Madrid para algo que no fuera el trabajo, pues su lugar era con el sur ahora siendo líder, pero nunca se había topado con personas así. Incluso lo del cartel de antes le parecía extraño.
Era como si más ciudadanos estuvieran poniéndose de acuerdo para desprestigiar al sur. O la verdad era que ya nadie creía que el sur era como lo fue en su día: una parte más de la ciudad.
Cuando Las Cruces fueron creadas, los ciudadanos aún respetaban a todos los que se encontraran. La pandilla comenzó a salir sin problemas al resto de la ciudad; nadie los juzgaba o señalaba. Cuando los Puma aparecieron, fue el inicio del escándalo en el sur; y en el momento en que los Carroñeros decidieron ser una pandilla más, fue cuando todo decayó. Los Carroñeros siempre fueron la pandilla que mandaba en el sur, lo hacían a escondidas y no les gustaba llamar la atención. Antes, los Carroñeros solo merodeaban las calles para atraer clientes en su expendio de droga, el cual era el Bronx cuando no estaba tan deteriorado como hoy en día. Los Carroñeros buscaban a sus presas, las volvían adictas a la droga que vendían y eso era la perdición de todos. Al final decidieron salir a la luz tras el descubrimiento de los Pumas y Las Cruces.
La primera banda cayó, pero Las Cruces siguieron en pie y se hicieron públicas como una pandilla; y a pesar de que Las Cruces tenían la imagen de ser la representación buena del sur, los ciudadanos confundieron eso y asimilaban que el Bronx fue creación de Las Cruces, pues era la banda de la que más se hablaba. Por supuesto que debía haber gente enterada de los Carroñeros, pero lo querían hacer pasar como una leyenda urbana, así nadie tendrá los ojos sobre ellos y podrán seguir con su negocio; ahora vendiendo Zamper al sur y muy posible a toda Madrid. Nadie en el norte conocía el símbolo de los Carroñeros, sus colores o sus modismos. Para Madrid y España, Las Cruces eran la única pandilla, y por ende, los dueños y creadores del Bronx y su expendio de droga.
Pasaron las seis paradas del metro, hasta que en la última se bajaron los chicos. No fueron más que ellos, dos señores y una mujer con un hijo que salieron del metro. El sur, a diferencia del resto de la ciudad, no conservaba mucho el espíritu navideño, mucho menos después de lo ocurrido en Halloween. Había personas que decoraron sus casas y apartamentos, pero esta luz se perdía entre la oscuridad que cubría el sur.
Marina se adelantó de los chicos, avisando que quería descansar lo más pronto posible. Carla y Diego quedaron solos.
―¿Qué ocurre, Carla? Estás demasiado decaída y mal humarada.
―Mis padres son una mierda ―explicó, pateando una pequeña piedra del suelo―. Siempre supieron lo que ocurrió. Mamá sabía que le fueron infiel y aun así sigue al lado de papá.
―¿Qué les dijiste?
―No podía creer lo que me hicieron pasar al buscar la verdad, así que les amenacé con no volver y lo pienso cumplir.
―¿No piensas volver con tus padres?
―¿Con los peores seres del mundo? No, yo paso de ellos ―espetó―. Prefiero quedarme sola a con ellos.
Diego comprendió la frustración de Carla, pero sabía que eso no era todo lo que ella tenía por decir. El rubio atrajo a la chica por su brazo para rodearla y ella en un fallido intento se acobijó con el calor que desprendía el rubio. Los dos llegaron a la Guarida, estaba a oscuras a excepción del árbol de navidad, y quizá nadie estaba en el edificio. A Diego no le importó, pues era media noche, nadie debía estar rondando por ahí. Subieron las escaleras y se encerraron en el cuarto, no sin antes notar que las demás habitaciones estaban cerradas.
Diego se acomodó, se retiró sus botas y se recostó en la cama. No trabajaba en estos tiempos por las fiestas, así que tenía la oportunidad de dormir bien. Carla le acompañó después de unos segundos, acomodándose de tal forma que el rubio le pudiera abrazar por la espalda. Carla tomó la mano de Diego que pasaba por su brazo y él le regaló un pequeño beso en el cuello.
―¿Qué ocurrirá conmigo, Diego?
―No quiero sonar brusco, pero si no piensas volver con tus padres, debes buscar un curro. Te puedes quedar en la Casa de la Esperanza, en lo que era mi cuarto. Allí hay de todo para ti; este no es un sitio para que vivas.
―Diego, no pienso volver con ellos, pero no soy estúpida ―alegó―. Papá decía que yo tenía una cuenta con fondos y que estos se sumaban día tras día. Si ellos logran algo con el artículo, estoy dispuesta a sacarles hasta la última moneda que pueda.
―Vaya, ahora piensas en grande ―comentó entre risas.
El solo sonido de la risa de Diego en su cuello le hizo pensar que algo malo seguía ocurriendo con él. Carla no quería ser vista como una inoportuna o una demente por pensar tal cosa, pero la curiosidad la mataba y tenía pocas respuestas.
―Diego, ¿hay algo que debas decirme? ―Preguntó. Diego gruñó, pero ella siguió―. Me refiero a que si no hay nada que debas contarme con relación a esta noche; aparte de lo que dijiste en el coche de Félix.
―Carla, ¿qué buscas que te diga? ―Cuestionó, separándose de la rubia y esperando a que ella lo mirase.
―Seré directa ―se giró―, ¿a ti te gusta Johan? ―Soltó con su mirada fija sobre la del rubio.
―¿Perdona? ―Preguntó y se incorporó.
Lejos de sonar ofendido, se escuchaba sorprendido, y Diego temía de que Carla leyera su mente de más.
―Estás demasiado distraído desde el musical, el sexo no es como antes. Hasta hace unos meses lo odiabas y lo llevabas haciendo desde que él entró en la universidad; y hoy lo dejas en su casa cual damisela en apuros y no lo dejas ni un solo momento ―explicó malhumorada, empezando a alzar la voz―. Se supone que Manuel debe hacer eso, no tú.
―¿Entonces dejo al pobre chaval morir solo?
―¡Eso no es lo que estoy diciendo! ―Alegó Carla, levantándose de la cama―. ¿Cuál era tu afán de saber cómo estaba?
―¡Tú eras la que estaba preocupada! ¿De qué me culpas a mí? ―Gritó, sentándose.
―Exacto, porque soy su amiga, ¡tú no lo eres!
―¡¿Qué mierda vas a saber tú de mí?!
―Sé todo de ti, porque hasta donde vi la última vez, era tu novia.
―Lo sigues siendo, pero no entiendo si siendo tu novio, ¿por qué me va a andar gustando el enano ese?
―Entonces explícame tu actitud.
―¡Estoy cansado! ―Gritó sin más alientos―. Todo está pasando muy rápido y no sé cómo detenerlo. Sé que Juan es el que está pasando la mierda del Zamper acá en el sur, pero ahora no logro dar con él. Las personas esperan mucho de mí, cuando ni estoy seguro de la mayoría de las cosas que hago. Ahora tú piensas que estoy haciendo algo malo, cuando lo único que he hecho es estar a tu lado.
Diego se cansó de seguir discutiendo, cayó de rodillas en la cama y observó el suelo en silencio. Carla desde su posición quería comprenderlo; entender la situación del rubio, pero ella también estaba mal y frustrada de no recibir nada de parte de él. Carla no quería que Diego solucionara sus problemas; ella quería un novio que solo la acompañara sin agobiarla más.
―Diego, mirame ―demandó.
―¿Qué quieres de mí, Carla? ¿Qué puta mierda quieres que te diga? ―Alegó con la voz cansada y un poco rota, encarando a la chica. Sus ojos se cristalizaron, igual a los de ella.
―Quiero un novio. Quiero alguien a mí lado, ahora más que nunca.
―Aquí me tienes, ¿acaso no soy suficiente para ti?
―Tú no estás aquí; tus sentimientos no están conmigo ―aclaró―. Diego, se honesto conmigo. ¿Sientes algo por Johan?
Carla observaba con impaciencia la frágil figura de Diego. Parecía curioso que en cuestión de segundos, Diego logró desmoronarse hasta el punto de no ser capaz de formular una simple palabra. Por supuesto que el rubio sentía algo por Johan, pero esa no era su única preocupación; tenía veinte más, pero nunca las podía decir. Diego se ganó ser conocido como el fuerte de todos, pero estaba demasiado dañado por dentro y ocultar sus problemas solo marchitaba lo que seguía sin deshacer. Le hacía un mal mentiroso, y le comenzaba a molestar no ser sincero. Quizá haber dicho algo habría solucionado ese problema.
Carla ni siquiera lo pensó cuando empezó a llorar. Diego seguía sin responder, haciendo que la rubia creara conjeturas en su mente. El dolor en los dos era real y no había forma de hacer detener el ardor que les causaba malestar.
Carla ya no tenía a nadie. Sus padres le mintieron; Dante se fue una vez más sin decir adiós; y Diego quería a otra persona.
Diego estaba cansado. Su madre lo había abandonado; Miguel murió en sus brazos y lo dejó en soledad; y la persona que quería no lo hacía de la misma forma que él sentía.
Diego volteó su mirada. Sus ojos lloraban las lágrimas que nunca derramó y con torpeza se limpió el ardor de tener emociones. Carla suspiró, se alejó a la ventana y se encontró con la oscuridad de la Guarida. Por muy tonto que fuera, Diego se levantó de la cama y fue en dirección a Carla. Con temor la abrazó por la espalda; la chica se apegó al brazo que la rodeaba y comenzó a llorar sobre la muñeca del rubio, mientras él se desahogaba en el hombro de lo que alguna vez fue su novia.
No importaba cuantas palabras o lagrimas soltaran, algo había quedado claro y es que ellos no eran más una pareja.
El móvil de Diego sonó al fondo de la habitación, pero él no le ponía atención porque sabía que al despertar se encontraría una vez más solo. La persona que le hizo ver el amor una vez más se alejaría de él, así que planeaba disfrutar hasta el último momento. Carla sollozaba, intentaba componerse, pero no podía encontrar algo que la calmara. Por primera vez en su vida estaba sola, ya no tenía a nadie allí. Diego era su último recurso, pero él prefería abrazar a alguien más que ella, y la sola idea le rompía una vez más.
Ellos sentían el escozor como una migraña a las tres de la mañana: cansada, agobiante y solitaria.
⸸
En el apartamento de Johan, Manuel y Félix pasaban las horas en el sofá. El menor llevaba dormido más de dos horas, o eso creía Manuel cuando entró a verle hace media hora. Johan yacía en su cama con calma, dormía tranquilo y Manuel sonreía al verlo de esa forma. Los dos chicos estaban viendo en la televisión del menor. Ninguno ha dicho más de diez palabras, pues no tenían mucho que decir. El único tema que tenían en común parecía joderles lo suficiente como para alejar las palabras de ellos.
Manuel pensaba en su situación como el único objetivo que debía lograr en su vida. Recordó la charla que tuvo con Félix hace unas horas en la Guarida, y aunque él lo hiciera parecer tan fácil, para Manuel era una completa mierda. Manuel no tenía idea de qué hacer y recordar el dolor que causó en sus seres queridos le dolía más.
Félix se levantó del sofá. El músico le avisó a su amigo que iría a por una cerveza en uno de los bares de calles abajo. Manuel asintió, pues no se movería de allí. Félix salió del apartamento y dejó solo a su amigo con sus pensamientos culpables. El mayor se rascó la nuca y cambió de canal. Estaba viendo una película de los ochenta, pero le estaba aburriendo tanto que no lograba distraerlo.
Barajando qué canal ver, se topó con uno de noticias internacionales. Manuel detesta los canales de noticia, tanto en Colombia como en España; sin embargo, se detuvo en este porque por un momento fugaz logró distinguir su rostro en las imágenes. Manuel no creía lo que sus ojos veían; se refregó por instinto y confirmó que era una foto suya la que estaba en esa notica. Le subió el volumen para escuchar mejor y sintió su corazón detenerse.
―Ahora nos vamos para Colombia, donde un misterio enterrado vuelve a la luz ―dijo el presentador y el metraje inició―. En horas de la mañana, un comunicado fue lanzado en diversos grupos y páginas de Facebook desde España, donde una inquietante llamada con un señora traía a la luz el caso del hijo del alcalde muerto. En 2018, en las protestas educativas de noviembre, ocurrió un trágico atentado, donde el hijo del exalcalde de Facatativá resultó muerto por un atacante que se cobró su vida. El joven se hallaba dormido en su habitación, cuando un hombre entró por la ventana del niño y le disparó en la cabeza. Por fortuna, el exalcalde, José Figueroa, entró al cuarto en el momento que el atacante se daba de fuga.
Manuel cerró sus ojos al recordar todo lo ocurrido en aquel día. La lluvia, la noche, la policía persiguiéndole; todo era un completo caos que nunca le hubiera gustado vivir. Al mayor no le importó que no estuviera en su casa, así que encendió un cigarro para calmar su ansiedad. Félix entró por la puerta, siendo interrumpido por el regaño del mayor.
―¡Calla! ―Alegó.
―¿Qué pasa? ―Preguntó, dejando las cervezas en la cocina. Félix se acercó y vio el reportaje.
―Al día siguiente fue reconocido el atacante como Manuel Luna, habitante del pueblo. El alcalde dio búsqueda y captura, pero nunca lo encontraron. Sin embargo, las autoridades tomaron como información relevante la llamada que se hizo viral por redes, donde allí una mujer afirma haber visto entrar a dos hombres en la casa del alcalde esa noche. Lo curioso de la llamada, es que fue hecha por el mismo Manuel.
Manuel no había caído en cuenta hasta ahora. Sacó su móvil con afán, percatándose que cuando lo guardó por última vez, le había dado sin querer a publicar con la configuración que Félix le había puesto. El mayor gruñó, tirando su móvil al sofá con un resoplido.
―¡Mierda!
―Joder ―musitó Félix desde su lugar.
―Curiosamente, la mujer de la llamada falleció hace unos días. Las autoridades no descartan que Manuel haya tenido que ver con la muerte de la mujer, pues fue testigo de lo vivido. A pesar de eso, muchas personas han tenido un gran debate en redes sociales con respecto al caso; algunos abogan por la policía, mientras otros alegan de que Manuel es inocente. Hasta ahora, no se conoce más del paradero de Manuel.
El mayor quitó el canal. Félix se acercó a un lado del chico, pero fue interrumpido por el sonido del móvil del grande. Eran mensajes y llamadas de su hermano, con algún que otro mensaje nuevo de su novia. Manuel supuso que ya se habían enterado de la llamada. John se atrevió a llamarlo varias veces, pero Manuel no atendía; solo miraba por encima los mensajes que le mandaba y estos no eran del todo gratos.
Manuel abrazó a Félix como último recurso. Su vida estaba arruinada; no solo no tenía pruebas para demostrar su inocencia, sino que la única que lo dejaría fuera del mapa, había sido mal usada. Además, había revelado su ubicación a todo un país que lo buscaba; aún querían que se hiciera justicia por lo cometido.
Manuel no solo crecía debajo de su ansiedad, sino que estallaba en su mente para poder vivir mejor. El mayor se sentía igual a hace dos años: asustado y ansioso por el resultado.
⸸
Sara siguió el consejo de quedarse con Andrés hasta encontrar un sitio, así que los sureños entraron al edificio donde vivía ella y su padre. Sara entró con Andrés siendo recibida por besos y abrazos de más que hacían reír a la chica a las diez de la noche.
Los dos entraron al departamento en silencio, sospechando que Omar se hallaba dormido. Sara dejó a Andrés en el cuarto, le pidió que no hiciera ruido mientras ella echaba un vistazo. Sin embargo, el sureño tomó de la muñeca a la chica y comenzó a besarla y desnudarla. Sara por mucho que no quisiera, no pudo resistirse y terminó también removiendo las blancas prendas que vestía Andrés.
Los dos se retiraron lo que les impedía ver sus imperfectos cuerpos y se recostaron en la cama de la chica para besarse y tocarse como si fuera el fruto prohibido que les fue negado. Andrés sentía a Sara removerse por todo su cuerpo y la chica gemía cuando besaba al sureño, conociendo la forma exacta en la que él sabía darle placer.
Al cabo de quince minutos, los dos chicos terminaron. Sara se recostó a un lado de Andrés con calor y el sudor cayendo por su frente. Andrés se sentó sobre el borde de la cama, masajeó su rostro pensando que lo había imaginado todo, pero la chica seguía a su lado. Andrés ya no sentía mareos ni la necesidad de recurrir a las viejas fantasías que lo hacían feliz; él se sentía extasiado una vez más de solo estar vivo.
El sureño se recostó a un lado de la chica y se dieron cortos besos que fueron necesarios para dedicarse las palabras de amor que no se podían decir. Sara se separó para ir por algo de agua para los dos. La sureña no se inmutó en vestirse un poco, era su casa y se sentía cómoda.
Entró a la cocina y con la luz apagada reconoció una figura sobre el comedor. Al prender la luz se dio cuenta de que era una bolsa con compras dentro. Sara revisó a fondo su interior, rescatando fruta que seguía allí escondida. Sara llamó el nombre de su padre, pero no recibía respuesta alguna. Con temor, se atrevió a entrar en la habitación de su padre, solo para encontrarse con el cuarto en completa soledad.
Sara buscó por toda la casa un indicio de dónde podía estar él, no obstante, no encontraba nada y solo se rendía en medio de la rabia y el llanto. Sara no era tonta, sabía que las compras dejadas así y de esa forma no significaba nada bueno, incluso estando a estas horas de la noche. La casa estaba intacta, no había nada fuera de su lugar o inusual. Algo le había pasado a su padre, lo sabía muy bien. La sureña se arrodilló en el suelo y empezó a llorar. Se sentía mal sin su padre cerca y el frío se entrometía entre la desnudez de su cuerpo. Andrés llegó segundos después de escuchar los llantos de la chica; se arrodilló a su lado y la acompañó en un abrazo que la calmó. Andrés le daba a Sara el confort que tanto él buscaba durante todo este tiempo que ella no estuvo. Sara se aferraba a Andrés como la única cosa que le hacía sentir bien en ese momento.
Mientras él ganó por estar bien y con ella, Sara perdió al no saber dónde estaba su padre y su corazón le dolía de tal forma que no podía seguir más. Por eso, bajo los brazos más delgados que ha sentido, la chica se dejó llorar y romper por el inevitable inicio de noche, preguntándose lo que tanto anhelaba saber: ¿Dónde podía estar su padre?
Al mismo tiempo, su puerta era golpeada. Algo estaba pasando.
⸸
El móvil de Diego sonó alrededor de veinte veces y el rubio nunca lo cogió. Ahora él estaba recostado con Carla; se estaban dando la espalda. Los dos no habían hablado desde aquel abrazo. Carla fue la primera en separarse, se quitó dos prendas más y se acostó observando la pared. Diego solo la observó por varios minutos.
El rubio pensó que todo lo bueno que le quedaba se había ido cuando dejó que su corazón se fijara por alguien más. No era solo el sentimiento de soledad el que le dolía, sino la idea de que cada vez más alejaba a las personas de su vida; porque muy adentro de su cabeza se repetía que él era la razón de sus pérdidas: su madre, Miguel, y ahora Carla.
Diego se recostó al lado de Carla después de veinte minutos de solo observar y pensar. No ha pegado el ojo y el móvil sonando tampoco se la ponía fácil. No quería dormir porque no quería despertar mañana en soledad. Diego miraba su mundo caerse una vez más y, como cada noche, veía la lluvia caer en su mente como la tristeza y soledad que nunca ha podido expresar.
Tras cuarenta minutos, más de medianoche, Diego por fin cedió al suplicio pensando que se las arreglaría a la mañana cuando la chica de al lado no estuviera más. La Guarida estaba en total oscuridad, lo mismo la habitación desde que Diego se acostó. El lugar en silencio le producía ansiedad y la oscuridad le traía el confort de que todo estará bien.
No obstante, un gran portazo se escuchó desde la primer planta. Diego saltó de la cama con afán, alertando a Carla que se despertó temblorosa. No se escuchaba ruido alguno. Diego se acercó a la ventana para poder ver algo, pero el edifico seguía en oscuridad sin la imagen de algo o alguien. Una luz se encendió, aquella que estaba cerca de la oficina; una cabellera pelirroja se asomó detrás de un muro, rebuscando por todo el lugar.
―¡Diego! ¡¿Estás aquí?! ―Gritó Marina a los cuatro vientos.
El rubio abrió la ventana con afán, mientras Carla se levantaba preocupada.
―¿Marina? ¿Qué ocurre? ―Chilló de la misma forma que ella.
―¡No tienes el puto móvil o qué! ¡Los Carroñeros y Las Cruces! ¡Están peleando en la estación de buses!
Diego sintió un escalofrío recorrer por toda su espalda. Miró a Marina por unos segundos sin saber qué hacer, porque era la primera vez que debía hacer frente como líder de la pandilla. Diego se escondió en la habitación y con afán rebuscó sus prendas. Se colocó unos pitillos negros diferentes, las botas enlodadas de hace meses y se abrigó con la chupa de Las Cruces, tapando los tirantes blancos que usaba para dormir. Carla también rebuscó su ropa, pero Diego la detuvo de los hombros.
―¿Qué crees que haces? ―Preguntó nervioso.
―Acompañarte, por supuesto.
―¿Escuchaste lo que dijo Marina? Están peleando. Los Carroñeros no se andan con tonterías ―advirtió―. No pienso ponerte en peligro.
―Diego, he vivido allí por mucho tiempo, creo que sé cómo funcionan sus peleas ―dijo con desdén―. Además, soy lo suficientemente grande como para tomar mis propias decisiones.
―No pienso dejarte ir. La respuesta es no ―demandó con mirada firme.
―¿Qué harás para detenerme? ¿Encerrarme? ―Desafió.
―Por favor ―suplicó.
Diego observó la mirada desafiante de Carla, ella no pensaba quedarse atrás. Marina gritó una vez más para alertar al rubio. Diego no dijo palabra alguna, solo gruñó y se alejó de la chica con afán. Salió del cuarto y bajó las escaleras corriendo. Tropezó con Marina en la primera planta; la chica le informó que una llamada le había llegado hace veinte minutos, en la cual le informaron que se estaba llevando a cabo una pelea por más de media hora.
Los dos sureños salieron de la Guarida con afán, mientras Carla los observaba desde el cuarto. Por las calles corrían los dos pandilleros, sintiendo una pequeña llovizna chocar con su rostro, mezclándose con el sudor que los empapaba. Carla se vistió con afán, tomó la bomber de Las Cruces que Diego casi no usaba y salió de la habitación con dirección al armario de armas de la quinta planta. Tomó un pequeño revolver, juntó unas seis balas más y bajó para ir con dirección a la estación de buses. El único razonamiento que tuvo al coger el arma es que temía que algo ocurriera.
Diego en su trote por llegar lo más rápido posible logró incrementar el pánico por todo su cuerpo. El rubio no se había preparado nunca para esto, pues la única guerra de pandillas que ha existido en el sur fue cuando los Puma aún existían, y Las Cruces no planearon moverse de su lado del sur, así que la batalla solo fue de los Carroñeros y los Puma. Diego estuvo en la línea de enfrente protegiendo junto a Miguel por si algo ocurría, pero a las tres de la mañana, cuando la guerra acabó, el líder de los Carroñeros negoció con Miguel y así el sur fue dividido.
Los Carroñeros no tenían motivos para enfrentarse a Las Cruces, mucho menos viceversa.
Carla estaba demasiadas calles atrás de ellos, pero ella no detenía tampoco sus pasos ni sus pensamientos. A pesar de que ahora Diego no sentía algo por ella, Carla le tenía aprecio a todas Las Cruces, porque durante los últimos tres meses fueron más su familia que aquellos que llamaba padres. Diego tenía razón sobre que uno escogía su propia familia, y Carla estaba corriendo para defender a la suya.
Marina y Diego estaban a pocas calles de llegar. Por el cielo oscuro veían una gran nube roja ascender desde el suelo. Reconocieron su lugar de partida como la estación de buses, así que corrieron con el último aliento que les quedaba. Por las calles solitarias se escuchaba el eco del zapateo y Diego juró sentir su cabeza estallar de la ansiedad.
Cuando llegaron en dos minutos, reconocieron el cumulo de personas que formaban un círculo. Marina distinguió a Las Cruces heridas, con sangre en su rostro, e incluso una alarmante cantidad de ellos tirados en el suelo con sus piernas golpeadas. Orlando, Lucas, Daniel, Valeria y Martín estaban dando la cara, mientras los demás cubrían a los heridos. Marina observó a los Carroñeros y ellos no estaban mejor, pero sí eran una numerosa diferencia en cuanto a Las Cruces. Martín era el más jodido, parecía que un gran chorro de sangre caía de su ceja, y en cuanto a Lucas, él sangraba por su antebrazo. Orlando sujetaba la escopeta que guardaba detrás de la barra. Y tanto Daniel como Valeria tenían dos bates de beisbol para defenderse.
Diego reconoció al líder sobre el techo de un autobús. Diego y Marina caminaron hasta allá. El fuego salía de un bus en llamas que estaba en el otro extremo del lugar, rodeado por el caos que unos Carroñeros causaban. Diego divisó atrás de la nube de humo a más Carroñeros rodeando la calle. No cabía duda de que ellos sobrepasaban a Las Cruces en número, por eso ganaron la guerra contra los Puma; los jóvenes adictos al Zamper se volvían con el tiempo parte de los Carroñeros, aunque muchos de ellos no estuvieran bien de sus facultades, por eso los hacía más violentos y devotos, pues no tenían nada que perder, solo les bastaba con tener algo de Zamper y harían lo que fuera, en especial para proteger a su líder.
Diego encontró la forma para poder subir al autobús y Marina le esperó abajo. Ella se acercó al borde de la escalera, donde podía ver desde allí el gran círculo. Las dos pandillas se gritaban y amenazaban. Marina no identificó armas de fuego en ninguno de los dos bandos aparte de la de Orlando; solo cargaban con palos con pinchos y tuberías, y algunos incluso llevaban nudillos con puñal.
Diego caminó con cautela hasta donde estaba el líder de los Carroñeros: Will Navarro. Un joven de veintiocho que nunca se graduó de la ESO, ni siquiera intentó pensar en el bachillerato o la universidad cuando descubrió lo que con un distribuidor a sus pies podía hacer. Con tan solo veintitrés creó el emporio de distribución de drogas por todo el sur, un año después en toda Madrid y en cuestión de meses nació el Bronx, su base. El castaño era un genio no solo del mercado sureño, sino de la manipulación.
Will estaba de cuclillas apoyado en su bate, mientras veía todo el desastre debajo suyo. Will vestía con su chupa de cuero, teñida con el logo de los Carroñeros e incluso con manchas artísticas de naranja por toda la prenda; y esa prenda solo cubría la gran extensión de tatuajes que decoraban su cuerpo. Aquel bate era su seño más característico; no solo era de aquellos difíciles de romper, sino que si lo intentabas debías golpearlo contra algo, pues el objeto estaba rodeado de varios alambres de púas. Diego nunca ha visto que lo usara, pero sabía que debía hacer el daño suficiente para matar a alguien con el golpe perfecto.
―Detén esto, Will ―dijo Diego.
―Yo no estoy haciendo nada, rubio ―respondió Will con una sonrisa que Diego no vio. El pandillero se levantó y encaró a Diego―. Lamento mucho la perdida de Miguel, sé lo mucho que él significaba para ti y para todos. Digo, no hay duda de que perdieron la razón. Miralos.
―Lo que sea que esté pasando, haz que pare ―advirtió una vez más, ignorando su disculpa―. Yo no mandé esto.
―¿Tú eres el que está a cargo ahora? ―Preguntó con burla―. Me parece de puta madre ―comentó, apuntando al chico con el bate―. Ahora verás, Dieguito, yo no hice nada de esto. Tus pandilleritos querían cruzar a mi lado declarando una guerra, los detuvimos y empezaron a hacer el paripé total. La única cosa que he hecho es mandar a los míos a que los detengan sin herir de muerte a los tuyos, porque se ve que estás más empanado que una muerte empeoraría todo.
―¿De qué me hablas?
―¡Hey! ¡Callad ya! ―Demandó Will, haciendo sonar el bate sobre el techo del autobús―. Aquí nuestro rubio favorito no tiene ni la más mínima idea de lo que ocurre ―aulló, abrazando a Diego por el hombro―. La verdad es que yo tampoco sé qué es lo que ocurre, pero tengo también un asunto que hablar con todos vosotros.
Carla llegó en la esquina, observaba todo desde su sitio, pero no se atrevía a salir aun. Sentía el frío recorrer por toda su espalda y el miedo le picaba en el cerebro. Los murmullos resonaron una vez más cuando Sara llegó con otros dos chicos. Todas Las Cruces la observaban a ella, incluso Diego, pues la chica apareció del lado de los Carroñeros.
―¿Qué es lo que ocurre? ―Preguntó Diego, mirando a todos los presentes.
―Resulta aquí que tus bestias descubrieron que esa gatita es de mi bando ―explicó Will, apuntando con su bate a los que mencionaban―. Y creyeron justo venir a declarar la guerra por esta estupidez.
―¡Es una traidora! ―Chilló Martín con colera y los gritos se agravaron. Diego pensó que quizá era eso lo que él le tenía que decir en la tarde―. Es una puta traidora que no se merece nada más que dolor.
―¡Callad! ―Demandó Diego, dando un buen pisotón al autobús una sola vez―. ¿Es eso cierto, Sara?
La chica miraba a Diego, pero ninguna palabra salía de ella. Marina también la observaba, desconociendo el secreto de Sara. La chica tembló, observó a todos y asintió.
―¡Oh, pero qué sorpresa! A nuestro rubio le han traicionado, ¿qué harás al respecto? ―Will exasperaba a Diego con sus burlas, pero debía hacer algo para terminar con esto.
Diego observó a todos con temor. No sabía qué hacer y se congeló en su lugar. La idea de que Sara fuera una traidora nunca se le cruzó por la mente, de hecho, no pensaba eso de ninguno. Diego era demasiado inocente al creer en la lealtad de Las Cruces, pero después de esta noche ya no confiaba en nadie.
―¡¿Queréis saber lo que voy a hacer?! ―Preguntó y todos le miraron expectantes―. ¡Sara ya no forma parte de Las Cruces!
Por muy simples que hayan sido esas palabras, dejó satisfechos a Las Cruces, menos a Marina y Sara. La pelirroja se sentía traicionada al saber que un día la llamó mejor amiga. Sara sentía que su vida no podía complicarse más tras el día de hoy; todo se le derrumbaba y no tenía los materiales para reconstruir todo.
―Bien, total nunca fue de ustedes ―repuso Will con arrogancia.
―Problema resuelto. Yo me llevo a los míos, tú los tuyos y acabamos con esta tontería.
―No tan rápido, rubio, hay algo más. ¡Traedlo! ―Gritó Will. De la multitud salieron tres Carroñeros, cargando a una persona: era Juan.
―¡Hey! Soltadlo ―demandó Diego, encarando a Will.
―Descuida, no le haré nada. No de momento ―persuadió con cinismo. El menor tenía la ropa desgarrada, el rostro molido a golpes que casi era irreconocible y estaba cubierto por su propia sangre―. Resulta que nuestro amigo que ven aquí ha estado robando mercancía nuestra para venderla a su antojo. No estoy enojado por habérmelo arrebatado de las manos cuando era uno de los míos, de hecho, me la suda; igual iba a morir. Pero que me robe en mi puta cara ya es diferente.
Todos los presentes murmuraron. Juan levantó su rostro y observó a Diego con pena. El menor estaba siendo arrastrado por los Carroñeros, estos lo tiraron en medio del círculo y quedó arrodillado a merced de todos. Diego observó a Juan con dolor. El chico escupió sangre y se quejó.
―Sea lo que haya sido, puedo pagarlo. Solo dejalo libre.
―No es tan fácil, rubio. Tú no tienes esa cantidad de pasta ―dijo―. Mostradle ―avisó. Los Carroñeros levantaron la manga de Juan, revelando una cicatriz hecha con fierro quemador: la marca de los condenados, la cual era una equis dentro de un círculo―. A menos que tengas una mejor solución para esta situación en estos momentos, tu pequeño amigo morirá. Tú decides.
―No puedes hacer esto. Dejalo libre y dame más tiempo. Mañana en la mañana tendrás una respuesta.
―No puedo, Diego, de verdad. Tus matones vienen y me amenazan; el enano ese me roba mercancía; ¿y tú me pides por más piedad de la que he mostrado? No le hecho nada dañino a ninguno, he sido piadoso más que todo, pero me estás poniendo en una posición tensa y no quiero estar ahí. He respetado los acuerdos, pero veo que tú no.
―Will, por favor ―suplicó.
―Al parecer el rubio no está apto para la labor ―murmuró cerca de su rostro.
Las voces del círculo volvieron a resonar. Marina miraba a Diego con miedo; ella tampoco tenía idea de qué hacer. De hecho, nadie de los que estaban allí tenían una solución clara. Will tenía una por si no ocurría nada, pero Diego no planeaba llegar a eso.
El rubio tenía un dilema muy grande en su cabeza. Por muchas ideas que tuviera, ninguna le brindaba una solución para este momento como era requerida. Por unos instante se preguntó qué haría Miguel, y como si fuera una señal, recordó el acuerdo que hizo él con Will la noche de la guerra: nadie iba a morir mientras él estuviera mirando, y de serlo, él sería el primero.
Diego recordó a Miguel y tomó la decisión.
―Tomame a mí. Marcame ―avisó, sorprendiendo a todos―. Marcame y dejalo ir.
―Vaya, el líder se nos puso sentimental ―dijo con burla―. Sabía que serías un cagado. Pero soy un hombre de palabra, así que voy a cumplir. Tú vida por la de él.
Juan gritaba para que lo mataran a él en vez de Diego, pero nadie le hacía caso, tampoco las varias voces de Las Cruces que chillaban de que Diego desistiera. Marina observó una vez más a Diego, este asintió y le sonrió para calmarla. Diego se arrodillo levantando las manos, siguiendo con la idea de que eso debía hacer.
―¡Lamento de antemano vuestra perdida! ―Avisó Will a todos los presentes―. No sé cómo habrás sido, pero debiste enorgullecer a Miguel en el corto tiempo que estuviste de líder. Mandale mis saludes ―Will finalizó con una sonrisa honesta.
Will tomó el bate con las dos manos. Observó la cabellera rubia de Diego, este no le quería mirar porque sentía miedo. Diego miró a su gente, algunos le miraban con orgullo, otros con miedo y unos pocos con pesar. Will alzó el bate listo para golpear la cabeza de Diego, pero un disparo alertó a todos.
Carla había salido de su escondite. Tenía el revolver apuntando donde estaba Will. Disparó sin pensarlo mucho, pero en realidad la bala terminó en la punta del bate por la fuerza del disparo que la hizo temblar. Will observó con rabia la situación y Diego miró con sorpresa y temor a la chica.
―¡No! ¡No, no, no! ¡¿Pero qué mierda os pasa?! ―Gritó Will.
Los Carroñeros tomaron eso como un aviso, empezaron a caminar contra Las Cruces y los rodearon en cuestión de segundos; Orlando fue el primero en ponerse en guardia con la escopeta asegurada en los que tenía en frente, Martín y Lucas sacaron sus navajas y Daniel junto a Valeria reafirmaron los bates. El resto de Las Cruces se colocaron puñales en las manos, y se prepararon para recibir los golpes. Tres Carroñeros tomaron como rehén a Carla, quitándole el revolver que tenía. Diego se levantó con afán al ver que tenían a la chica y Marina intentó correr para salvarla, pero el rubio la detuvo con un aviso.
―¡Will! ―Chilló.
―¡Parad! ¡Animales de mierda! ―Regaño―. ¡Traedla! ―Gritó para que dejaran a Carla en el centro del círculo―. ¿No es esta acaso la princesa de Las Cruces? ¡Es esta la rubia que Dieguito se anda follando cada noche!
Todos los Carroñeros rieron, gritando albures a la rubia de en medio. Diego la observó con rabia y miedo, pero era lo segundo lo que le hacía palpitar su corazón con rapidez. Carla le miró con vergüenza y comenzó a temblar en su lugar.
―Will, podemos llegar a un acuerdo ―rogó en un susurro―. Yo no sabía nada de lo que ella haría.
―No, Diego, ya teníamos un acuerdo y ella lo arruinó todo ―señaló a la chica―. Ahora lo haré a mi manera. Créeme que seré justo.
Will avanzó más y quedó en el borde del autobús. Diego quedó atrás pensando lo peor, pero el rubio no podía hacer nada. No podía jugársela a hacer algo contra Will, porque sería una guerra que terminaría en pocos minutos y todas Las Cruces estarían muertas. Tampoco podía hacer algo cuando Carla estaba en medio de todo; cualquier movimiento brusco y ella recibiría el doble.
―No hagas nada, por favor ―suplicó Diego, pero Will lo ignoró. Las lágrimas querían salir de los ojos del rubio, pero él las reprimía con la fuerza que no tenía para ser un líder.
―Bien. Considerando el ataque que se me acaba de hacer por esta belleza, voy a cambiar la propuesta. Aquí aviso, alguien hace algo, un movimiento contra alguno de mis hombres, y vuestros cuerpos servirán como cuencos para las pollas de mi gente ―advirtió Will con voz fría. Todos le miraron con miedo. Ya no tenía nada burlesco o cínico en su rostro. Los Carroñeros sonreían y hasta se burlaban―. Lamento mucho esto, pero un ataque es un ataque. Esta noche me habéis tocado los huevos de una manera abismal; queríais saber si los tenía grandes, y he aquí la respuesta: son jodidamente enormes.
Dicho lo último, Will sacó una pistola escondida en la parte trasera de su pantalón y con una sola mirada disparó a la cabeza de Juan.
El sonido resonó por todo el sur e inclusive por todo el norte. Las Cruces observaron la escena con horror y nadie se inmutó siquiera en chillar o algo. Diego observó todo desde su lugar, el sudor caía por su frente y al final las lágrimas salieron de sus brillosos ojos. Marina se cubrió la boca con horror y Sara desvió la mirada a la persona que algún día conoció.
Carla, que estaba más cerca, fue cubierta por algunas gotas de sangre que volaron del cráneo de Juan. El cuerpo del menor cayó como un peso fuerte al sucio suelo del sur. Carla observó el cuerpo sin vida con pánico; ella temblaba y en segundos empezó a llorar. Will sonrió ante la escena y aguardó unos segundos para ver lo que haría el resto: nadie se movió. Se dio vuelta y se encontró con el rubio llorando sin moverse en lo absoluto.
―Juan ―musitó con voz rota y casi inexistente.
―Ya ves, Diego, ahora sabes que conmigo no se juega ―mencionó cerca de su rostro―. Miguel había aprendido la lección, pero se ve que tú eras nuevo en esto. Él no estaría muy orgulloso de ti; esto no es lo que un líder tendría que vivir. Espero que estés listo para lo que se viene, y te lo recuerdo por si no quedó claro: tú causaste todo esto.
Will mandó a los Carroñeros a retirarse. El mar naranja se alejó de la zona, la última de todas fue Sara quien seguía observando la escena. Miró con afán a Marina, ella no le miraba como antes; ahora renegaba de su existencia con su fruncido de ceño. Sara aceptó su destino, dio media vuelta y se perdió en el sur de los Carroñeros. La chica pudo haber ganado algo, pero lo perdió todo en cuestión de horas: su padre estaba desaparecido y Las Cruces ya no eran más su familia.
Diego bajó del bus y se acercó al cuerpo de Juan después de muchos segundos. El cuerpo estaba tirado en el suelo, manchando la zona con la sangre que parecía no dejar de salir. Había sido disparado en el ojo y la bala atravesó hasta terminar incrustada en el suelo. Carla no se podía mover y no fue hasta que Marina llegó a su lado para consolarla. Carla se alejó un poco de la zona para poder llorar y vomitar.
Diego se arrodilló a un lado de Juan. Una vez más, un muerto caía sobre sus hombros y el dolor en su corazón incrementaba hasta el punto de querer morir ahí mismo. Diego se permitió llorar como nunca hizo y atrajo el cuerpo sin vida del menor para abrazarlo, como el último recuerdo que tendrá de él. No le importó manchar sus prendas de sangre; a fin de cuentas, no era la primera vez. Tampoco estaba seguro si sería la última.
Algunas Cruces rodearon al líder en el suelo, observando la situación con pesar. Algunos encendieron los mecheros que tenían escondidos y alzaron la luz al cielo. Homenajearon por un segundo la muerte de Juan, mientras Marina y Carla lloraban atrás de Diego que era el más roto de todos.
Diego murmuró sobre el cabello de Juan, prometiendo justicia por lo cometido. La muerte de Juan no sería en vano, tampoco lo iba a ser la de Miguel. Los dos lucharon toda su vida por un cambio y Diego se aseguraría de que ellos descansarán en paz cuando vieran que las personas que los mataron estarán mordiendo el polvo de la mugrosa y rebelde bota del rubio. Castillo debía pagar por haber asesinado a Miguel, y Will debía hacerse responsable por lo que le hizo a Juan. Diego, que lloraba sobre los cuerpos de ambos, que recordaba a Miguel día tras día, y que Juan se uniría al moreno en su memoria, se aseguraría de que ellos recibieran la justicia debida. Nadie merecía ser asesinado, mucho menos tan joven o noble.
Desde esta noche, Diego prometió que no volvería a ver un muerto, y si llegase a ocurrir, él sería el primero en morir. No quería más muerte inocente en el sur. Las Cruces debían estar juntas ahora más que nunca, porque una guerra estaba por venir.
Y un viejo enemigo salía de las sombras para cobrarse lo que le pertenecía.
FIN DE LA SEGUNDA PARTE
LAZOS
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